Castillo y Ayensa, José del. Lebrija (Sevilla), 29.VI.1795 – Madrid, 4.VI.1861. Político e intelectual.
Perteneciente a una familia solariega del Bajo Guadalquivir, tuvo una primera educación en su lugar natal a tono con su linaje, iniciando en octubre de 1809 los estudios de Filosofía en el Alma Mater granadina, en el célebre Real Colegio de los Santos Apóstoles San Bartolomé y Santiago. En el mismo año, los efectos de la batalla de Ocaña —19 de noviembre— con la consiguiente entrada de los franceses en Andalucía impidieron la continuidad de la enseñanza del joven sevillano, que reaparecerá en la misma universidad en el curso 1813‑1814 matriculado en Lógica y Metafísica.
Un curso después, Castillo y Ayensa era bachiller en Filosofía, licenciado y maestro en Artes y en 1818 obtenía el grado de bachiller en Derecho Civil, todo ello simultaneado con intensos y provechosos estudios en lenguas vivas —francés, italiano, inglés— y muertas, en especial, la griega, en la que, tiempo adelante, sería consumado experto. En el citado 1818, tras las enseñanzas recibidas en el Real Colegio de San Bartolomé y Santiago, se trasladó al Real Colegio Mayor de Santa María de Jesús, establecido en Sevilla desde comienzos del siglo xv. En él alcanzó la licenciatura en Cánones al tiempo que recibía las primeras órdenes de una carrera eclesiástica muy pronto abandonada. Recibido en Sevilla de abogado en la Real Audiencia, marchó a Madrid, donde ingresó sin tardanza en la Milicia Nacional, prestando en ella sus servicios en el famoso viaje de Fernando VII a la capital hispalense y Cádiz. Su pertenencia, sin embargo, a la Milicia Nacional debió ser más de fuerza no calculado interés que de grado, habida cuenta de las arraigadas convicciones conservadoras del personaje, atraído siempre por la moderación y reacio a todo extremismo, singularmente, en el plano político.
Durante la “ominosa década”, la vida de Castillo y Ayensa transcurrió dentro de los parámetros más clásicos del mundo fernandino. Casado con una hija del famoso helenista Ranz Romanillos y convertido en una figura relevante de la ciudad del Betis —rector del Colegio de Santa María de Jesús, miembro de la Real Academia de Buenas Letras, honorario de la Real Academia Española—, adunó en tal período un gran número de amistades y relaciones con personalidades conspicuas del sector partidario de la evolución pacífica y legal del absolutismo a una monarquía constitucional o “templada”. Frecuentador de Madrid, logró asentar en la capital de la nación un firme prestigio por su actividad jurídica y literaria —Anacreonte, Safo y Tirteo, traducidos del griego en prosa y verso por..., Madrid, en la Imprenta Real, 1832—. Justamente a finales de 1832, Cea Bermúdez le nombró oficial noveno de la Secretaría de Estado, “en atención a sus recomendables circunstancias, literatura y fidelidad”, siendo exonerado de tal cargo por el ministerio Toreno —agosto de 1835—.
Introducido ya en el círculo íntimo de la Reina Gobernadora merced en buena parte al ascendiente en él de su amigo Juan Donoso Cortés, apenas secada la firma del mencionado cese, se veía designado fiscal de la Real Orden Americana de Isabel la Católica.
Empero, el predominio progresista en el bienio abierto por la formación del gabinete Mendizábal desvaneció grandemente el influjo y papel representado por el humanista sevillano en la política madrileña.
El ascenso de los moderados, en cuyas filas militará con decisión desde la primera hora, en la etapa final de la regencia de María Cristina de Nápoles, devolvió a Castillo y Ayensa al primer plano de los destinos del país, con un peso y un relieve crecientemente mayores en los cuadros de su partido y en el entorno de la Reina Gobernadora. Redactor de no pocos de los más importantes documentos salidos de los despachos ministeriales y aun de la misma secretaría de la Regente, su figura acabó por decantarse en las postrimerías de la década de los años treinta como un personaje clave en los círculos del poder moderado y gubernamental. Perfil y función que alcanzaron su máxima expresión al verse encargado, a título interino —hasta que existiera alguien “quien le sirva en propiedad”— del desempeño de la Secretaría de Estado, aunque su permanencia en ella no sobrepasó las horas de un día —del 19 de julio al 20 de julio de 1840—, bien que sea obligado señalar aquí que, en ciertos expedientes, tan corto plazo se amplía un poco más, hasta el 12 de agosto.
A finales de verano de este año, la diáspora de gran parte de los integrantes de los sectores burocráticos de la Reina Gobernadora se había consumado. Castillo Ayensa, al igual que Donoso Cortés, acompañó a María Cristina en su exilio parisino, tras una corta estancia bordelesa, y el 1 de noviembre de 1840 será nombrado secretario particular de la ex‑Regente: “Teniendo en consideración los distinguidos servicios hechos al Estado por don José del Castillo y Ayensa y mereciendo el mismo mi entera confianza por los testimonios que me tiene dados de su lealtad, he venido en nombrarle mi secretario particular, y autorizarle para que en esta calidad comunique a todas las dependencias de la Real Casa y Patrimonio las reales determinaciones que yo tenga a bien dictar como Reina Tutora y Curadora de mi Excelsa Hija la Reina doña Isabel II”. A lo largo de casi un trienio —de noviembre de 1840 a junio de 1843— los hilos esenciales del vasto movimiento conspiratorio civil y militar contra el regente Baldomero Espartero pasaron por las manos del activo colaborador de María Cristina, muy impaciente por derrocar a su rival. Tanto el soporte argumental como el organizativo de dicha operación hallaron en Castillo un elemento fundamental e incansable, sin que el refulgente protagonismo de Donoso Cortés en materia política desdorara por entero su crédito e influjo en la toma de decisiones. Sabedor de ello, el Gobierno esparterista le privaría de sus condecoraciones, por las que mostró siempre una atracción particular así como por ventajas materiales que apuntalaban el muy mermado estado de su hacienda particular y, sobre todo, familiar.
Con todo, no fue probablemente esta tendencia aurívora la que le impulsó a aceptar muy complacidamente la titularidad de la Agencia de Preces en Roma —única representación diplomática oficial de España en la Ciudad Eterna, desde que, un decenio atrás, se produjera la ruptura entre los dos gobiernos—, para cuyo cometido fue comisionado Castillo y Ayensa por el primer gabinete de González Bravo —27 de abril de 1844—. Seguramente, no existía en el horizonte inicial de la política internacional de los moderados misión más trascendente que la de restablecer en el más breve plazo posible las normales relaciones con la Santa Sede; y, conforme al juicio de varios de los historiadores más sobresalientes del siglo xix —entre ellos, Juan Varela—, pocos eran los hombres del régimen más capacitados para triunfar en tan difícil tarea que Castillo y Ayensa, bienquisto en los medios romanos y por un Papa de tan híspido carácter como Gregorio XVI (1831‑1846). El carlismo dispondría de la baza más importante de su propaganda hasta tanto no se efectuase la reconciliación religiosa a nivel externo e interno; y aun las bases sociales del sistema reclamaban con imperiosidad el reconocimiento de la monarquía isabelina por Roma y, con él, la ansiada sanción por el papa Capellari del hecho desamortizador. Por último, todo el edificio institucional que el primer y muy ambicioso gabinete presidido por el hombre fuerte de la situación, el general Narváez, aspiraba a construir como mansión duradera del liberalismo español, quedaría incompleto si la Constitución estrictamente confesional que reemplazara a la de 1837, proyectada por entonces por la plana mayor del partido, no se enmarcaba en una coyuntura de plena normalización entre Roma y Madrid. No obstante, pese a los buenos propósitos iniciales de ambas partes, eran muchos los recelos y prevenciones que, en sus respectivas esferas, habrían de vencerse antes de llegar a un verdadero escenario de diálogo.
En medio de mil dificultades y un número no menor de obstáculos —interpuestos a menudo más desde Madrid que por la misma Roma—, Castillo y Ayensa consiguió conducir las arduas negociaciones hasta la frontera de su éxito. A finales de 1844, con el fin de acelerar la tramitación de las Bases acordadas con la Secretaría de Estado pontificia, el diplomático español se presentó en Madrid, donde reinaba ahora la mayor confusión respecto a la actitud a seguir.
La cohesión del Partido Moderado era menor que la aparentada cara a la opinión y sus adversarios progresistas y el viejo regalismo había vuelto por sus fueros en las esferas de la Administración. Sin obtener un rotundo respaldo a su gestión del lado del Gobierno, el agente de Preces logró, sin embargo, su nombramiento —25 de febrero de 1845— como “Enviado extraordinario y ministro plenipotenciario” ante la Santa Sede, lo cual suponía un salto cualitativo en la condición de su tarea y la implícita vía libre para llevarla a buen puerto. Lo que, en efecto, se hizo el 27 de abril del mismo año al estampar su firma al lado de la del cardenal secretario de Estado, Lambruschine, en el “Convenio” entre la monarquía isabelina y el pontificado. El golpe de teatro que su refrendo por Madrid provocase tan sólo unas semanas después, llenó de desconcierto tanto a su negociador como a la Santa Sede. Confiado o prevalido el Gabinete Narváez en la rigurosa confesionalidad del texto constitucional que estaba a punto de votarse en las Cámaras, exigió ratificaciones y enmiendas en el articulado del Convenio, desechadas por una estupefacta Roma. Bien trabajada la opinión por la propaganda de inspiración contrapuesta, pero de finalidad convergente, de carlistas y progresistas y caldeada la atmósfera parlamentaria por un herido nacionalismo, el Gabinete logró sortear la crisis interna sin más costo que la desautorización de la concienzuda labor desplegada por Castillo y Ayensa. La entronización del “liberal” Pío IX (junio de 1846‑febrero de 1878) un año después dibujará un cuadro bien distinto para la resolución del largo contencioso entre la Monarquía hispana y Roma. En tanto que en España una mente episcopal lúcida —la de Romo y Gorbea— preconizaba en un escrito muy difundido y polémico la “necesidad de un nuevo Concordato”, en la hervorosa Roma de la etapa inaugural del papa Mastai —buen conocedor de España y sus problemas— se daban los primeros pasos para reemprender con firme andadura el camino de las negociaciones rotas un bienio antes. Tal iniciativa endulzó algo la acibarada despedida de Castillo y Ayensa de la Urbe en septiembre de 1847.
Mirado con reticencia por sus antiguos amigos y correligionarios, los numerosos lazos que le vinculaban con el poder moderantista determinaron que, tras una prolongada travesía del desierto, fuese nombrado, a finales de 1849, senador real, no sin sufrir un calvario burocrático y político antes de posesionarse de un escaño que no daría muestras de particular laboriosidad. En mayo siguiente recibió con suma satisfacción la noticia de su designación como consejero real, cargo no muy atendido por un Castillo y Ayensa engolfado —con la indispensable caución de su protectora María Cristina— en la defensa de su tarea romana. Aquí no escatimará trabajos ni afanes para vindicar su gestión a través de una obra cuyo carácter de inconclusa no resta valor a unas páginas abundantes de documentación, finura analítica y ática prosa —Historia crítica de las negociaciones con Roma...—. Los acontecimientos de la época semejaban darle la razón en su empeño reivindicador del Convenio de 1845, no sólo el desbrozador de la senda recorrida expeditamente por los artífices del Concordato de Bravo Murillo —marzo de 1851—, sino también fuente generosa y exclusiva de dicho pacto, cuyo texto se ajustaba —a menudo ad pedem litterae— en todo al del Convenio de 1845. Sin embargo, otra vez la llamada de la Ciudad Eterna desbarató planes y proyectos intelectuales. Acaso con mala conciencia por la damnatio memoriae que sufriese tiempo atrás en los círculos gubernamentales, su amigo y colega de la Universidad hispalense Bravo Murillo lo nombró, en agosto de 1852, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario cerca de la Santa Sede. Razones de Estado inspiraron igualmente la decisión del político pacense: la aplicación del Concordato dio lugar a un sinfín de cuestiones y problemas que un experto como Castillo podría en buen número resolver o encontrarles caminos de solución.
Así fue. Hasta julio de 1854, en que el Gabinete Espartero‑O’Donnell le cesó en sus funciones, el trabajo del diplomático sevillano en varios frentes de indudable importancia se reveló eficaz, favorecido por la viva simpatía que le dispensara Pío IX, ante cuyo tournant reaccionario había depuesto igualmente su antigua reluctancia de conservador empedernido...
A título particular no tardó Castillo en retornar a la Urbe como agente oficioso de los negocios ferrocarrileros emprendidos en los Estados Pontificios por el duque de Riánsares, testaferro de su esposa, la Reina Madre y del marqués de Salamanca.
Como informara asiduamente a su mejor amigo, el banquero andaluz Pérez Seoane, conde de Veje, el resultado para su peculio particular —en permanente bancarrota...— anduvo lejos de ser provechoso, por más que no haya demasiada necesidad de dar crédito en este terreno a sus afirmaciones, proclives invariablemente al lamento retórico y convencional por una pluma cuya envidiable variedad de registros no lograra ocultar, por entero, una desmedida inclinación por los bienes económicos.
Envuelto, desde su definitivo regreso a Madrid —diciembre de 1858— en una interminable controversia periodística con algunos de los próceres más descollantes de su partido —Pedro José Pidal, Martínez de la Rosa— a propósito de la tramitación del Convenio de 1845 y al tiempo que allegaba el material para el tercer tomo de la Historia crítica de las negociaciones con Roma..., asaltaría la muerte a un político moderado arquetípico de la vertiente positiva y negativa de su credo y actuación.
Obras de ~: Anacréon, Anacreonte, Safo y Tirteo, trad. de ~, Madrid Imprenta Real, 1832; Historia crítica de las negociaciones con Roma desde la muerte del rey don Fernando VII, Madrid, Imprenta de Tejado a cargo de Rafael Ludeña, 1859, 2 vols.; Safo, Odas, trad. de ~, Barcelona, La Académica Calasancia [s. f.].
Bibl.: J. Becker, Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede durante el siglo xix, Madrid, Jaime Ratés Martín, 1908; H. Juretschke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951; F. Suárez, “Génesis del Concordato de 1851”, en Ius Canonicum, 3 (1963); J. Pérez Alhama, La Iglesia y el estado: estudio historico‑juridico a través del Concordato de 1851, pról. de L. de Echevarría y Martínez de Marigorta, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1967; E. de la Fuente García, Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede durante el reinado de Isabel II (1843‑1851), Madrid, Rialp, 1970; J. M. Cuenca Toribio, Apertura e integrismo en la Iglesia española, Sevilla, 1970; Aproximación a la historia de la Iglesia contemporánea española, Madrid, Rialp, 1978; Iglesia y burguesía en la España liberal, Madrid, Pegaso, 1979; B. Romero Blanco, José del Castillo y Ayensa. Humanista y diplomático (1795‑1861), Pamplona, Universidad de Navarra, 1979; J. M. Cuenca Toribio, Relaciones Iglesia‑Estado en la España contemporánea, Madrid, 1989 (2.ª ed.); Estudios sobre el catolicismo español contemporáneo, vol. III, Córdoba, Universidad, 2002.
José Manuel Cuenca Toribio