Mateo-Sagasta Escolar, Práxedes. Torrecilla en Cameros (La Rioja), 21.VII.1825 – Madrid, 5.I.1903. Ingeniero de Caminos, jefe del Partido Liberal-Progresista, presidente del Consejo de Ministros.
Nacido en el seno de una familia burguesa vinculada al comercio —actividad que sería uno de los estímulos para el desarrollo del Logroño isabelino—, Sagasta encarna, mejor que nadie, las tres facetas definidoras del espíritu de su siglo: la técnica, el ímpetu romántico y el liberalismo exaltado. La primera de estas facetas se manifiesta en la peculiaridad de su formación: no en las aulas de la Facultad de Derecho, según la pauta tradicional en los políticos de la época, sino en las de la Escuela de Ingenieros de Caminos —donde coincidiría con el luego renombradísimo dramaturgo José Echegaray—. Terminada su carrera en 1849 con el número 1 de una promoción de ocho alumnos, Sagasta la ejerció con una brillante actividad: destinado a Zamora, llevó allí a cabo, en poco tiempo, la realización de los importantes proyectos de carreteras que enlazaban la capital zamorana con Salamanca y Valladolid, y la de los tramos más difíciles de la que comunicaba las comarcas zamoranas con el puerto de Vigo —alternativa a la salida, por Santander, de los trigos y harinas de la región—. Pero además proyectó e inició la construcción del ferrocarril de Valladolid a Burgos, integrada en la importantísima línea del Norte.
En 1853 ascendió a ingeniero primero del Cuerpo, con 12.000 reales de sueldo anual.
Simultáneamente tenía lugar la curiosa peripecia sentimental que marcó su vida privada con un airón romántico: su pasión —correspondida— por la joven Ángela Vidal Herrera, casada contra su voluntad con el comandante Nicolás Abad, a quien abandonaría para unirse con el joven ingeniero. Tras el escándalo, la pareja adúltera hubo de dejar pasar cierto tiempo antes de su regreso a Zamora; en cuanto al marido burlado, no trató de vengar la afrenta ni de anular su matrimonio: se limitó a alejarse del lugar de su desventura. Los amantes, que constituyeron un hogar solidísimo, hubieron de aguardar más de treinta años —hasta el 18 de febrero de 1885— para legalizar y santificar su unión, casándose al mes de ocurrido el fallecimiento, en Valladolid, de Nicolás Abad. De este matrimonio nacieron dos hijos: José y Esperanza.
En cuanto a la faceta, fundamental, de su vocación política, ésta se canalizó, desde la primera juventud de Sagasta, en el progresismo, y en la lucha contra el monopolio del poder que ostentaban los moderados desde 1843; colaborando, por lo pronto, en la revista La Iberia, fundada por Calvo Asensio en 1854, y de la que andando el tiempo llegaría a ser director el propio Sagasta. Diputado brillante en las Cortes Constituyentes de 1855, al cerrarse éstas un año más tarde sin haber logrado su objetivo, ocupó ya lugar destacado en la oposición progresista, cada vez más enfrentada con el régimen. Tras el brillante gobierno de la Unión Liberal de O’Donnell, la obcecación de la Reina, que abandonó de hecho su papel arbitral en la pugna política, para aferrarse a un solo partido (el Moderado), daría lugar al deslizamiento revolucionario de todas las oposiciones —ahora abanderadas por el general Prim, nuevo jefe del Partido Progresista, junto a Olózaga, contra los llamados “obstáculos tradicionales”—. Sagasta, uno de los “lugartenientes” del conde de Reus —el otro sería Ruiz Zorrilla—, tomó parte activa en los movimientos subversivos que a partir de 1865 precedieron a la Revolución de 1868, que puso fin al reinado de Isabel II, y en la que Sagasta desempeñó destacado papel.
Fue decidido partidario y colaborador en el logro del modelo político cifrado por Prim en una “democracia coronada” —según la Constitución de 1869—, modelo político garante de la soberanía nacional expresada en el sufragio universal masculino, la libertad de cultos y la plenitud de los derechos individuales, pero afectado por un error básico —el gran error de Prim—: el rechazo de la dinastía histórica y el intento de sustituirla por la casa de Saboya. Por añadidura, el advenimiento al trono del Monarca elegido, Amadeo, hijo de Víctor Manuel II, coincidió fatalmente con el asesinato del que hubiera sido su valedor, en la calle del Turco de Madrid en enero de 1871.
Dividido el Partido Progresista a la muerte del general Prim, entre los seguidores de Sagasta (“constitucionalistas”) y los de Ruiz Zorrilla (“radicales”), alternaron ambos en el poder sin que se lograse una mínima solidaridad entre ellos —cuando tenían que habérselas con dos guerras civiles (la carlista, en la Península, y la secesionista, en las Antillas)—; la Monarquía saboyana, pese a la pulcritud del Rey en el cumplimiento de sus deberes democráticos constitucionales, fue de crisis en crisis hasta febrero de 1873, en que Amadeo abdicó la Corona de forma irrevocable, para él y sus sucesores. Durante el desastroso paréntesis republicano, Sagasta permaneció al margen de la vida política.
Pero, tras el fracasado intento llevado a cabo con acierto por Castelar para normalizar la República sacándola de aquel caos, y el golpe de estado de Pavía, Sagasta colaboró en el “régimen” del general Serrano (una República sin parlamento) y estaba al frente del Gobierno cuando se produjo el pronunciamiento de Martínez Campos y la restauración en la persona de Alfonso XII, largamente preparada por Cánovas del Castillo. Al plantear éste el Régimen recién instaurado como una plataforma de encuentro entre las distintas formaciones liberales que acatasen la Monarquía alfonsina, Sagasta, tras una asamblea de su Partido (constitucionalista) celebrada en el Circo Price, de Madrid, aceptó la mano tendida de Cánovas para colaborar en la Restauración, siempre que se le brindasen facilidades para llevar a ella, si le favoreciesen las urnas, “las esencias del 69”. Tenía muy presente su reciente experiencia en la Monarquía de Amadeo, fracasada por la insolidaridad flagrante entre los partidos que debían sustentarla, y entendía, como Cánovas, que un consenso integrador entre demócratas y conservadores —muy alejados éstos del viejo moderantismo isabelino— podía suponer, en España, el triunfo de una paz interior —el final de las guerras civiles de todo el siglo—, bajo un signo civilista contrapuesto al “régimen de los generales” isabelino.
En 1882, tras una primera experiencia de gobierno, en la que quedó clarificada en su persona la jefatura de la izquierda del régimen (“fusionistas”), fue afianzándose el sistema que quedaría definitivamente asentado en el llamado “pacto de El Pardo”, a la muerte de Alfonso XII (1855). El propio Cánovas aconsejó a la Regente la llamada al poder de los “liberales” —tal era la nueva denominación de los fusionistas—.
Sería Sagasta, pues, el encargado de presentar al nuevo rey Alfonso XIII, cuando éste nació en mayo de 1886. Los cinco primeros años de la Regencia supusieron el gran momento político de Sagasta y su partido: tuvo lugar entonces la “democratización” de la Monarquía, a través de una importante obra legisladora: en junio de 1887 fue promulgada la Ley de Asociaciones; el 20 de abril de 1888, la que restablecía el juicio por jurados. El Código Civil, aprobado también por las Cortes de 1886, se promulgó por leyes del 26 de mayo y 24 de julio de 1889. Por último, ya en 1890 se restableció la ley de sufragio universal masculino. El régimen estaba ahora firmemente asentado, y de ello sería prueba el fracaso del pronunciamiento de Villacampa (19 de septiembre de 1886), animado por Ruiz Zorrilla desde su exilio francés. El propio Castelar condenó la intentona, manifestándose mediante lo que se denominó “posibilismo”, favorable al Gobierno que había restablecido la democracia en España. Este “Gobierno largo” coincidió, además, con el auge económico que hizo evidente en Cataluña (“febre d’or”) la brillante Exposición Internacional de 1888.
Tras un paréntesis conservador —según las pautas del Pacto de El Pardo—, entre 1890 y 1892, volvió al poder Sagasta, pero esta nueva etapa liberal (1892-1894) tuvo un signo muy distinto de la anterior, ya que hubo de enfrentarse con las circunstancias más difíciles atravesadas hasta entonces por la Restauración: ofensiva del terrorismo ácrata, que haría en estos años a Barcelona “la ciudad de las bombas”; presión de los regionalismos catalán y vasco; y, finalmente, replanteamiento del problema cubano. Fue un grave error de Sagasta desechar el proyecto autonomista, que Antonio Maura (por entonces militante en su partido, y ministro de Ultramar en este Gobierno), había diseñado para Cuba. La oposición cerrada que los intereses afectados plantearon ciegamente a este proyecto, decidió a Sagasta a negarle su respaldo; la crisis de abril de 1893 supuso la sustitución de Maura —que pasó a Gracia y Justicia— por Becerra, luego sucedido por Abárzuza. Por añadidura, el Gobierno hubo de enfrentarse con una campaña en Marruecos —un conflicto “de frontera” con Melilla, superado con evidente retraso y dificultad por una expedición al mando de Martínez Campos, que cerró la crisis mediante el tratado de Marrakech—. Pero este evidente paso en falso fue suficiente para animar una nueva insurrección en Cuba, encabezada por José Martí.
Poco después, ciertos incidentes que enfrentaron a la oficialidad de Madrid con determinados órganos de prensa que habían criticado su actuación, dieron pie a Sagasta para presentar su dimisión el 27 de marzo de 1895. Durante la guerra de Ultramar, los liberales de Sagasta —especialmente, Segismundo Moret— contrapusieron a la política bélica de Cánovas —que exigía la rendición de los insurgentes, al fin y al cabo súbditos españoles, como paso previo a la autonomía prevista tras la pacificación— el cese de la acción militar y la concesión de una autonomía amplísima.
Cuando Cánovas fue asesinado en agosto de 1897, y tras un breve mando de Azcárraga, Sagasta formó nuevo Gobierno en el que la cartera de Ultramar fue confiada a Moret. Según su programa, Weyler fue retirado de Cuba y cesó la guerra, pero la Constitución autonómica redactada por Segismundo Moret en brevísimo tiempo no consiguió conjurar la rebelión cubana —aunque sí fue asumida por Puerto Rico—. De hecho, fue Estados Unidos quien hizo fracasar el proyecto, apoyando a los rebeldes. La cuestión del Maine —sin duda una añagaza del presidente Mckinley para ir a la guerra— dio lugar a que ésta fuese declarada, con resultados adversos para España, cuyas escuadras fueron destruidas en Cavite (Filipinas) y Santiago de Cuba. Tras el armisticio subsiguiente, la Paz de París puso fin, en febrero de 1899, a los últimos restos del Imperio español en América y Asia.
Tras el Gobierno regeneracionista de Silvela —cuyos frutos positivos fueron la liquidación de la deuda de Ultramar y el comienzo de la legislación social— y cuando ya, hasta cierto punto, se habían cerrado las heridas del Desastre, Sagasta ocupó por última vez el poder en 1901, con un programa que trataba de reverdecer las antiguas señas de identidad del progresismo, mediante un anticlericalismo remozado, pero que tenía su razón de ser en la proliferación de Casas y Órdenes religiosas ocurrida en las últimas décadas del siglo a favor de la libertad de asociación garantizada por la Constitución de 1876, pero que se hallaba en contradicción con el Concordato de 1851; e incorporaba el problema de la enseñanza, atenida, en los colegios religiosos, a inspiraciones integristas según el espíritu del Syllabus. En mayo de 1902 cupo al viejo Sagasta la satisfacción de proclamar la mayoría de edad de Alfonso XIII, cuyo nacimiento, dieciséis años atrás, había tenido lugar asimismo cuando él presidía el Gobierno. Perturbaciones de signo social y regionalista, sobre todo en Cataluña, señalaron los comienzos de una nueva época, que ya no conocería Sagasta. Poco después de la crisis del 6 de diciembre, que según el “turno” dio de nuevo el poder a los conservadores, el 5 de enero de 1903 fallecía en su casa de Madrid, dejando abierto el problema de su sucesión, que enfrentaría a Moret y a Montero Ríos.
El 19 de enero de 1891 fue elegido caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro. En 1897 ingresó en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (medalla número 25).
De Sagasta cabe decir que al cabo de una trayectoria siempre fiel al liberalismo progresista, y tras sus experiencias revolucionarias, fue la pieza fundamental para que Cánovas pudiese afianzar la Restauración: uno y otro, desde posiciones y caracteres muy diferenciados, se complementarían en el “sistema centro” que definió aquel régimen. Personalmente caracterizaron siempre a Sagasta unas dotes de modestia, afabilidad y generosidad que le ganaron, por ejemplo, el afecto y la predilección de la Reina Regente. Como Azorín escribió, “a Cánovas se le admiraba; a Sagasta, se le quería”.
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Carlos Seco Serrano