Fernando VI. Madrid, 23.IX.1713 – Villaviciosa de Odón (Madrid), 10.VIII.1759. Rey de España.
Tercer hijo de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya, Fernando no conoció a su madre, que murió al poco de dar a luz. Sus dos hermanos vivieron poco —uno murió cuando él tenía seis años; el otro, que llegó a reinar como Luis I, cuando Fernando tenía once—, pero la nueva Reina, Isabel Farnesio, con la que contrajo matrimonio Felipe V en 1714 nada más cumplirse los lutos por la anterior, trajo al mundo ocho hijos más, los hermanastros con los que convivió Fernando. Los historiadores han coincidido en señalar las diferencias que la madre estableció de inmediato entre hijos e hijastros, pero no hay que descartar que estos sentimientos se mezclaran con la oposición política que despertaba la Reina, sobre todo tras la muerte de Luis I en 1724. El sector de la opinión que defendía la ilegalidad de la vuelta al trono de Felipe V difundió desde entonces la imagen de la madrastra, pero en realidad su objetivo era coronar a Fernando, que aparecerá desde entonces como la “esperanza” de la oposición: el primer Borbón español.
La educación de Fernando no se diferenció de la de los hermanastros. Todos los infantes fueron amamantados por nodrizas, generalmente procedentes del norte, y cuidados por un nutrido personal femenino, sin mucha intervención de la Reina y menos del Rey; luego, hacia los ocho años, se les formaba cuarto y se les ampliaba el personal que les tutelaba, compuesto ya de hombres, el ayo, maestros de diferentes artes, sacerdote, etc. Los muchachos compartían los juegos y los ejercicios caballerescos. Se les enseñaba también algo de esgrima y algunos pasos de danza y música, pero la pasión de la familia fue la caza, a la que Fernando se refiere tempranamente en un ejercicio escolar a modo de carta dirigida a su hermano Carlos, que parece destacar ya de niño en ese arte: “Mon chere frere —escribe Fernando con grandes letras—, Vostre belle chasse m’a tant fait de plaisir que si j’y avois eu moi mesme la plus grande part”. Por lo demás, reinaban la rutina y el rigor. No comían con los reyes ni compartían sus habitaciones. Desde niños se acostumbraban, también ellos, a ver a los Soberanos inaccesibles, cercanos a la divinidad.
Las primeras diferencias de trato que sufrió Fernando, cuando era un niño de once años, se produjeron al ser proclamado príncipe de Asturias tras la muerte de su hermano Luis I. El príncipe juró en San Jerónimo ante las Cortes, el 25 de noviembre de 1724, al tiempo que recibía al duque de Béjar (1680- 1747) como jefe de su casa, a la que se incorporaban también el antiguo ayo, conde de Salazar, que había sido teniente desde 1721 del ayo, Carlos Arizaga, y un nuevo confesor, el padre Bermúdez, además de otros altos cortesanos.
Era natural que el siguiente acto fuera la elección de una esposa para el príncipe, lo que siempre se trataba frente al escenario internacional. En este caso, la boda de Fernando iba a ser una pieza política del desarrollo de la paz de Viena (1725), por la que España tenía que abordar de nuevo la siempre difícil negociación con Portugal. Se pensó que la mejor solución era una “alianza que la afirme y radique más por medio de algunos casamientos”, y enseguida se llegó a un acuerdo, doble en este caso, pues además de Fernando y Bárbara de Braganza, se comprometían también la infanta Marianina y el príncipe del Brasil. Como era presumible, el embajador español en Lisboa mencionaba la “buena índole, inclinación y costumbres” de la elegida, pero no podía ocultar la verdad, que resumía así: “Ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirman haber dicho su padre que sólo sentía hubiese de salir del reino cosa tan fea”.
Con todo, el compromiso se publicó rápidamente, en octubre de 1725. La impresión de que la boda de Fernando era el fruto de un despecho de la Farnesio, que había buscado un matrimonio humillante para el hijastro, produjo de nuevo una fuerte reacción de apoyo al príncipe. Hasta el ayo Salazar intervino haciendo notar la poca edad de Fernando (sólo doce años).
El asunto se olvidó durante un tiempo, pero inesperadamente Isabel lo activó, de nuevo a causa de la evolución del escenario internacional y de la enfermedad de Felipe V, cuyo agravamiento le había asustado.
Recuperado Fernando de las viruelas que le afectaron en mayo de 1728 y mejor la salud del Rey, la Reina anunció que la Corte partía hacia Badajoz, el lugar donde se celebrarían los regios esponsales. La boda tuvo lugar el 19 de enero de 1729 en un suntuoso escenario construido en el río Caya, ante miles de soldados a caballo, comitivas de eclesiásticos y cortesanos, exhibición de lujo de las dos familias reales —Bárbara iba cubierta de joyas—; al día siguiente, el cardenal Borja confirmaba la ceremonia en la catedral de Badajoz y dos días después los reyes y los príncipes eran recibidos por el alcalde y los regidores. No hubo más celebraciones, ni siquiera los típicos alardes militares a los que se recurría con cualquier pretexto; tampoco hubo toros. La Real Familia salió precipitadamente hacia Sevilla, la ciudad en la que Fernando y Bárbara pasaron sus cuatro primeros años de vida conyugal.
En mayo de 1733, la familia regresó a la rutina de los palacios reales —Alcázar, Aranjuez, Retiro, San Ildefonso, Escorial: en cada uno hacían una estancia temporal—, donde empezaban los largos años de espera de la “solitaria pareja”, constantemente involucrada en las luchas por el poder. El “partido del príncipe” se dejaba ver a menudo, en ocasiones con escándalo, como ocurrió en el caso del marqués de Tabuérniga, en 1731, que fue acusado de planear la proclamación de Fernando de su derecho al trono desde Portugal.
También hubo constantes intrigas en las embajadas a causa de las siempre difíciles relaciones entre España y Portugal, o de la particular alianza con Francia, que provocó, en 1733, un serio incidente entre los Reyes y los príncipes, lo que contribuyó al alejamiento de Fernando de la política. Se difundió que en adelante se vería privado de ver a su padre, asustado realmente ante las conjuras que le contaban, mientras era público el odio de Isabel de Farnesio hacia Bárbara. Se reforzaba así el tópico de la dulce pareja solitaria que se confortaba mutuamente ante la adversidad, explotado hasta la saciedad por la literatura panfletaria. Los célebres coloquiantes Perico y Marica alimentan magistralmente el sentimiento popular en estos versos: “Dentro de palacio / tan solos se encuentran / que no hay quien les sirva / vianda a la mesa; / y así a sí se asisten / y así solos cenan, / solos se desnudan / y solos se acuestan”.
La mayoría de edad del príncipe, que se cumplía en 1738, generó nuevas tensiones. Para el cardenal Molina, gobernador del Consejo de Castilla, eran “vanas esperanzas” que en nada podían inquietar “el gobierno que veneramos”, sin embargo, los pasquines llegaron incluso hasta el cuarto del príncipe. La embajada francesa era uno de los centros de las intrigas, lo que había provocado ya, a solicitud de Felipe V, la sustitución del embajador, conde de Vaulgrenant, en abril, pero todavía se produjo un nuevo escándalo cuando el encargado interino de la embajada, Claude Champeaux, envió por su cuenta al príncipe un papel firmado por El Tapado que venía a ser de nuevo una legitimación de Fernando negando la validez de la vuelta de Felipe V; poco después caía otro conspirador: Jerónimo Argento, conde Dolegari, residente en Barcelona.
La oportunidad de la mayoría de edad pasó. El nuevo embajador francés, conde de La Marck, fue enviado inmediatamente para mejorar las relaciones con los Reyes, lo que cumplió con tanta eficacia que se distanció en exceso de los príncipes, muy molestos desde entonces con la familia francesa. El embajador fue uno de los que más contribuyeron a difundir la imagen del príncipe enfermo y melancólico. En enero de 1739 comunicaba a Versalles que a Fernando “le falta naturalmente lo que a los que entran en la música en Italia”, entre otros dicterios como: “este príncipe tiene mucho fuego pero no produce llamas”, “se encuentran en él movimientos necesarios para contentar a una mujer, pero...”. Los rumores de que Fernando sufría también “los vapores”, como su padre, se empezaron a extender por las Cortes europeas.
Los últimos años de los príncipes de Asturias discurrieron en el clima de guerra desatado tras la muerte del emperador Carlos VI el 20 de octubre de 1740.
Fernando apenas era informado de las negociaciones entre España y Francia, que desembocaron en un segundo Pacto de Familia, el firmado en Fointainebleau el 28 de octubre de 1743. El nuevo embajador, Louis Guy Guérapin de Vauréal, obispo de Rennes, un hombre intrigante y altivo, incrementó la opinión desfavorable contra Francia, sobre todo cuando se empezó a conocer la falta de lealtad de los franceses en el tablero internacional. Fernando y Bárbara se dolieron una vez más del trato desigual, coincidiendo así con los sentimientos de muchos de los que pronto serían sus ministros y diplomáticos, como el propio Carvajal, duque de Huéscar, enviado en embajada extraordinaria a París tras la defección francesa de 1745, el marqués de la Mina, general del Ejército español en Italia, que clamaba contra los franceses, e incluso el propio marqués de la Ensenada, ya ministro desde 1743.
Así llegó al fin, tras cuarenta y seis años de reinado, la muerte de Felipe V (9 de julio de 1746). Fernando VI, la “esperanza”, llegaba al trono en un clima de alegría popular y de confianza de la elite política que contrastaban con la tristeza de Isabel de Farnesio y los negros presagios que hacían sus hijos sobre su futuro. Llevaban razón, pues desde el primer día la Reina viuda se convirtió en víctima, incluso en un símbolo del nuevo rumbo tomado por el hijastro. Un pasquín decía que Fernando a “Isabel, en la farsa de mandar, no le volverá a dar el más ínfimo papel”; otro que la madrastra, “arrumbada cual jumento / sarnoso en el muladar, / sólo podrá gobernar / sus naguas y su aposento”. El gesto de los Reyes al despedir a la viuda de Felipe V —primero al palacio de los Afligidos (2 de agosto) y un año después a San Ildefonso (23 de julio)— fue probablemente el más popular, pero hubo además, en ese “primer año triunfal”, una verdadera cascada de decisiones, todas encaminadas a “podar el árbol farnesiano” y a dar satisfacción a la reina Bárbara, que respiraba tranquila cuando el marqués de Villarías, enteramente adicto a Isabel, fue exonerado (diciembre de 1746) para dejar paso a José de Carvajal y Lancáster, su hombre de confianza.
Con el nombramiento de Carvajal el 4 de diciembre, la Reina cobraba aún más protagonismo, tanto que se creyó, sobre todo en Londres y en Versalles, lo que difundía Vauréal: que era “más bien Bárbara quien sucedía a Isabel, que Fernando a Felipe”. Para los franceses, sólo Ensenada podía contrarrestar el influjo portugués sobre Bárbara de Braganza; por el contrario, en Inglaterra se esperaba de Carvajal que aprovechara su privilegiada relación con la Reina —confiada en la “sangre portuguesa del ministro”— para sacar definitivamente a Fernando VI de la sumisión a la familia francesa. Al final, las presiones tuvieron el efecto contrario al deseado y, al poco, el Rey hacía sus primeras manifestaciones de independencia.
“Ya que no quería ser gobernado por Francia, no lo sería tampoco por Portugal.” Se le atribuyó esta frase como tantas otras —“paz con Inglaterra y guerra con nadie”— y se consiguió en este primer año decisivo que el Rey fuera respetado y popular.
Fernando VI había declarado que mantendría en sus puestos a todos los cortesanos que heredó de su padre, pero tras el verano de 1747 apenas quedó ninguno, con una excepción muy notable: el marqués de la Ensenada, que conservó sus cuatro secretarías (Hacienda, Guerra, Marina e Indias). Con suma habilidad, este “farnesiano” se ponía del lado de Carvajal, el “hombre fuerte” en esos comienzos del reinado, hasta conseguir la confianza de la nueva Reina. Un nuevo confesor, el jesuita Rávago —hombre de Carvajal al principio, después ganado por Ensenada— y el ministro de Gracia y Justicia, marqués del Campo del Villar, íntimo también del marqués, le ayudaron a mantenerse en este “primer gobierno fernandino”, que se prolongó hasta 1754.
La primera misión de los ministros fue involucrar al Rey en sus proyectos, y el primero de ellos era lograr la paz sin que Fernando se sintiera humillado. Tanto Carvajal como Ensenada conocían que se preparaba un tratado muy desventajoso para España, pues no repararía el agravio de Gibraltar, ni concedería un trono al infante; además, sabían que Luis XV no tenía ningún interés en sostener las demandas españolas, lo que podría provocar en Fernando VI una reacción excesiva. Carvajal extremó el cuidado para que el Rey aceptara lo que Francia e Inglaterra habían firmado en secreto el 30 de abril de 1748, que al menos concedía al infante Felipe el principado de Parma, y logró que comprendiera la distancia entre los sentimientos de familia y la política. En el fondo, tanto Carvajal como Ensenada estaban contentos, pues habían logrado no sólo la paz —con el consiguiente descanso de la maltrecha Hacienda—, sino también la neutralidad, pues Fernando VI ya no volvió a confiar en ningún pacto, menos con Francia. La reacción del Rey, que escribió a Luis XV con una inusitada entereza, forzó un cambio radical de la política francesa con respecto a España, deliberadamente alejada de la intriga internacional que iba a desembocar en la próxima guerra.
Pero los dos ministros, Carvajal y Ensenada, no pensaban igual. El primero aireaba su éxito y estaba dispuesto a culminarlo mediante la aproximación al enemigo tradicional, Inglaterra, lo que sabía que contentaba a Bárbara de Braganza y a su padre. Sin embargo, Ensenada no confiaba en la diplomacia; era hombre de guerra y sabía que a Inglaterra sólo cabía vencerla en el mar, la única manera de evitar que se perdieran las Indias. Y esto sólo se podía lograr mediante la alianza francesa, que aportaba la mayor fuerza terrestre de Europa. Lo único que había que hacer era llegar a la mesa de negociación exhibiendo triunfos, no lamentando derrotas como en Aquisgrán.
Por ello, había que preparar una gran Marina de guerra, pero, conociendo la fuerza de los que, como Carvajal, odiaban a los franceses, había que ser muy cauteloso. De entrada, no declararía nunca sus verdaderas intenciones.
Tras firmar la paz de Aquisgrán (20 de octubre de 1748), la diplomacia de Carvajal empezó a dar resultados: el ministro firmó el tratado de Límites con Portugal (1750), un tratado de comercio con Inglaterra llamado “de Madrid” (1750), que tuvo poco desarrollo, y el tratado de Aranjuez (1752), con Austria, que dio la paz a Italia hasta las campañas napoleónicas; pero su preocupación fue siempre la política colonial de Inglaterra, con cuyo embajador negociaba constantemente, igual sobre violaciones del tratado comercial que de actos de piratería, sobre todo los relativos al palo de Campeche, que los ingleses extraían ilegalmente en la región de Mosquitos. Por el otro lado, Ensenada proseguía con su plan de rearme y, a partir de 1752, empezó a hacer algunas demostraciones contra barcos ingleses, lo que desesperaba a Carvajal que no veía otro camino que la paz “a ultranza” y desconocía buena parte de la actividad promilitar de Ensenada.
El Rey conoció poco de estos asuntos, no así la Reina, siempre informada. “Sólo ella conoce lo que se debe decir u ocultar al rey”, escribía el embajador portugués Vilanova en julio de 1747. Del tratado de Límites, que había sido al principio un simple arreglo de la frontera entre España y Portugal en la colonia de Sacramento, sólo supo Bárbara de Braganza; a Fernando VI se lo ocultaron todo. No era conveniente, ni para los ministros ni menos para Bárbara, que el Rey supiera que la situación era prácticamente de guerra en el Paraguay con su suegro, el rey de Portugal. Carvajal fue más sincero en el contencioso con Inglaterra, pero extremando la cautela, pues la irritación del Rey podía ser extrema, incluso provocarle una crisis, pues se negaba a aceptar que nadie le hostigara una vez que él se había declarado neutral. También el tratado de Aranjuez le provocó disgustos, pues los hermanastros, Felipe y Carlos, se negaron a aceptarlo por ser lesivo para sus intereses.
Más alegrías le proporcionó el concordato con Roma, firmado en 1753, tras arduas negociaciones llevadas en tal secreto por Ensenada y sus más directos colaboradores, que no se enteró ni Carvajal. El concordato tranquilizaba a Fernando VI en uno de los asuntos que más le preocupaban: sus relaciones con el Papa. Él siempre pensó que Roma debía dispensarle un trato especial y cualquier roce le producía inquietud.
Era cuestión de orgullo regio, como el confesor apreciaba: “El rey respira muchas veces en que el Papa le desprecia y que es necesario que sepa (el Papa) lo que puede un rey”.
En el otro lado de la política, la que desarrollaba Ensenada en el interior, el Rey conoció todos los proyectos.
Muchas veces se los contaba antes Rávago, que lograba despejar sus dudas, facilitando el trabajo del ministro. Así, Fernando VI firmó los decretos de la Única Contribución (1749), las Ordenanzas de Marina (1848), o los decretos contra los gitanos (1749); también dio el visto bueno a la abolición de rentas provinciales (1749), la reducción de los juros (1750), la creación del Real Giro (1750), un banco de pagos en el exterior que ahorró mucho dinero a la Hacienda, o la reforma de las Casas Reales (1748), que provocó la dimisión de algunos altos cortesanos, nobles, resentidos desde entonces contra el marqués.
Los años 1748-1751 fueron los años dorados de la feliz pareja real, aunque siempre rondaba la enfermedad, no sólo la conocida del Rey. La salud de la Reina, que nunca fue buena, empezaba a preocupar. En agosto de 1751, uno de los “catarros” de Bárbara fue más serio de lo habitual y el Rey hizo venir al médico Andrés Piquer a la Corte. Se trataba en realidad de asma, que le producía constantemente una tos seca y con frecuencia muchos ahogos y respiración fatigosa.
En las instrucciones al embajador francés, en abril de 1749, ya se decía que la Reina podría morir en uno de estos accidentes, por lo que, incluso, pensaban en una presunta segunda boda de Fernando VI con el interés puesto en la sucesión. En Versalles ahora se creía que el Rey era tres vigoureaux y que la estéril era Bárbara, al revés de lo que se venía aceptando desde las frivolidades que contó el embajador La Marck sobre la anatomía de Fernando VI.
Preocupaba también la glotonería de la reina y la ausencia de ejercicio en sus hábitos de vida. El Rey, al menos, hacía ejercicio cazando, pero Bárbara de Braganza, frecuentemente, ni en el paseo, pues con cualquier disculpa utilizaba la silla de manos, incluso en Aranjuez, donde, a partir de 1752, Ensenada y Farinelli construyeron la célebre “escuadra del Tajo”, el apogeo de la feliz corte teatral, musical —y acuática— fernandina.
Los Reyes disfrutaban sobre todo al conocer las grandes obras que los ministros realizaban. Así, Fernando VI presenció en persona las obras del puerto de Guadarrama y se mostró complacido al saber que algunas de las Reales Fábricas dirigidas por Carvajal llevaban su nombre y el de la Reina, como la de Guadalajara (de San Fernando) o la de Ezcaray (de Santa Bárbara). También la creación de la Academia de Bellas Artes (1752) por Carvajal fue celebrada, igual que algunas de las obras literarias emblemáticas del reinado, como las Cartas eruditas del padre Feijoo, protegido directamente por Fernando VI, o la España Sagrada, del padre Flórez, cuyos primeros volúmenes aparecieron en 1747. Con éstos, formaba una legión de escritores y artistas, muchos de ellos involucrados en la buena marcha de la Monarquía. Flórez no podía ser más elocuente en su apoyo al Rey en la dedicatoria de su obra: “Las Artes y Letras pueden conquistar dentro de un Reino tanto como fuera las Armas, y acaso con más utilidad, más seguridad y menores dispendios”.
Sin embargo, la política internacional no era tan halagüeña. Francia intentaba forzar la alianza con España contra Inglaterra —para lo que enviaba, en 1752, un nuevo embajador, el duque de Duras—, mientras Inglaterra incrementaba sus actos de piratería —así los calificaba Carvajal— en las Antillas. El embajador Keene empezaba a saber que Ensenada había logrado construir más de cuarenta barcos artillados, lo que le hizo pasar a la ofensiva. En 1753, el embajador se sumó a la conspiración contra Ensenada, “el enemigo de Inglaterra”, contra el que maniobraba una legión de resentidos, sólo paralizada por la autoridad de Carvajal, que no estaba dispuesto a romper el equilibrio logrado entre el Rey, la Reina y los ministros, aun siendo el primero en lamentar la política “despótica” de Ensenada.
Pero el 8 de abril de 1754 moría Carvajal y Fernando y Bárbara quedaron consternados. El Rey, distanciado de Ensenada, se entregó al hombre fuerte de la situación, el duque de Huéscar (duque de Alba en 1755), su mayordomo desde noviembre de 1753, quien, tras un breve interinato, nombró a Ricardo Wall embajador en Londres, que se hizo cargo del ministerio el 17 de mayo. La opinión desfavorable del padre Rávago y de Farinelli contra este jacobita de origen irlandés, tildado de antijesuita, provocó la inseguridad del Rey, que se encerró durante días en sus habitaciones. También la Reina estaba muy inquieta, pues no se fiaba de Huéscar, lo mismo que el embajador francés, Duras.
En realidad, todos temieron lo peor, lo que llegó el 20 de julio de 1754, una vez que Huéscar y Wall convencieron a los Reyes de la alta traición cometida por Ensenada al dar órdenes de ataque contra la flota inglesa del Caribe sin conocimiento del Soberano. El marqués y sus directos colaboradores fueron desterrados o exonerados, mientras en su lugar el Rey nombraba tres ministros: Arriaga (Marina), conde de Valparaíso (Hacienda) y Eslava (Guerra). La Secretaría de Indias pasaba a Wall. Los conspiradores habían abierto los ojos del Rey, que, en unos días, conoció todo lo que se le había ocultado durante años.
La situación en la Corte cambió radicalmente, pero sobre todo cambió el Rey, que no volvió a confiar en sus ministros como antes. Ni siquiera en Rávago o en Farinelli. El confesor, amigo del marqués de la Ensenada, fue oscureciéndose, incapaz de entenderse con Wall, hasta que dejó el confesionario el 30 de septiembre de 1755. Fernando VI se quedó sin este intermediario balsámico, solo con Wall y en un momento de tensión extraordinaria, pues la temida guerra, la que se llamará de los Siete Años, estallaba precisamente tras el combate anglofrancés de Terranova, del 10 de junio. Invocando el Tratado de Familia, Luis XV solicitó personalmente la alianza de España, a lo que Fernando VI se negó reiteradamente. El embajador Duras, fracasado, salía de España el 5 de octubre de 1755.
La firma en enero de 1756 del acuerdo de Westmister entre Inglaterra y Prusia, aliada hasta entonces de Francia, provocó la generalización de la guerra y una cascada de acuerdos, secretos o públicos, que desembocaron en la reversión de alianzas —el tratado de Versalles, entre Austria y Francia, firmado el 1 de mayo—, la “general revolución de Europa” que temía Fernando VI unos meses antes. En abril Francia invadió Menorca —inglesa desde 1712— y se la ofreció a España a cambio de que entrara en la guerra; lo mismo que hizo Inglaterra con Gibraltar más tarde. Incluso la emperatriz escribió a Bárbara de Braganza para solicitar la adhesión de España al tratado de Versalles. Pero Fernando VI nunca rompió la neutralidad. Wall tuvo que ir sorteando ofrecimientos y, sobre todo, evitando trampas, que es lo que eran en realidad algunos incidentes, como el apresamiento del Antigallican en la bahía de La Coruña, en diciembre de 1756, o la captura de la flota bacaladera vasca en junio de 1758.
En ese clima de tensión internacional, la Reina enfermaba seriamente. A fines de 1757 aparecieron los primeros síntomas del mal —un cáncer de útero—, y en febrero, los primeros “bultos, del tamaño de un huevo”, en las ingles. En mayo, cuando fue llevada a Aranjuez, ya estaba llena de tumores. Llegó al Real Sitio “molida y quebrantada”; aún se levantaría para dar algún paseo con Fernando, incluso acudió a la ópera el día del santo del Rey; sin embargo, estaba prácticamente desahuciada. Por Madrid se extendió el rumor de que sus entrañas estaban llenas de gusanos, una exageración luego aumentada en la historiografía hasta el disparate. Tras muchos sufrimientos, la reina Bárbara fallecía en la madrugada del 27 de agosto de 1758.
El Rey mantuvo una relativa serenidad; cumplió con sus deberes “oficiales” y despidió a la comitiva fúnebre que llevó el cadáver a la iglesia del convento de las Salesas, la fundación que la propia Bárbara de Braganza había mandado construir con intención de retirarse a vivir allí si quedaba viuda. El Rey partió de Aranjuez precipitadamente con su hermanastro don Luis y su mayordomo el duque de Alba. Su destino lo eligió Alba pensando en favorecer al triste viudo, que iba a vivir en un lugar donde nunca había estado con la Reina: el castillo de Villaviciosa de Odón.
Al principio, el Rey observó una vida normal: contestó a los pésames —entre ellos, el de la Farnesio—, y aun despachó con Wall regularmente. Se consideró incluso la posibilidad de que fuera a habitar el Palacio Real de Madrid, y hasta se desataron las intrigas pensando en un futuro matrimonio; sin embargo, a mediados de septiembre empezaron las “furias” y las “genialidades”: el Rey había vuelto a su vieja manía de no levantarse de la cama. Se llamó a Farinelli para intentar lo que en otras ocasiones había dado resultado, pero el luto impedía el canto. También se pensó en llamar al padre Rávago, pero nadie se atrevió a tomar la decisión. El Rey empezó a negarse a recibir a todo el mundo, incluidos el infante don Luis y el propio Wall y se abandonaba definitivamente a sus arrebatos.
Fernando VI estaba tirado en un catre, en medio de sus propias inmundicias, adelgazando hasta parecer un cadáver, y sin afeitarse ni cortarse el pelo. Desde noviembre de 1758, todos los asuntos estaban paralizados, aunque el Rey aún pudo hacer testamento, que se selló el 10 de diciembre, sin firmarlo “por no permitirlo el estado de mi enfermedad”.
La situación internacional se tornó más peligrosa para España. La toma de Guadalupe por los ingleses el 26 de abril de 1759 produjo un enorme desconcierto.
La inquietud del futuro Carlos III fue en aumento, como los nervios de su madre, todos temiendo por la seguridad de las Indias y por el peligro de una anarquía o de un golpe de mano en Villaviciosa.
Había rumores sobre el abandono del Rey, al que se dejaba morir de hambre, mientras algunos grandes proyectaban hacerse cargo del gobierno. En Nápoles, Carlos dudaba, pues aunque el Rey estaba desahuciado, nadie descartaba que le ocurriera como a su padre y lograra reponerse. Sin embargo, tras muchos meses de locura total, en julio ya sólo se esperaba el desenlace fatal. Fernando VI entró en la agonía final el 8 de agosto. El 9 quedó paralizado, “privado de sentido y movimiento, como los apopléticos” y llegó al fin el estertor de la muerte que sobrevino en la madrugada del 10 de agosto de 1759.
El Rey moría solo, sin familia ni amigos. Hasta su hermanastro don Luis estaba ausente, en San Ildefonso.
El Rey, que al ser felicitado una vez —tan escasas fueron— dijo: “Algo tenía que hacer bien”, del que su mujer había dicho que sólo ella lo quería en esta vida, cuenta el conde de Fernán Núñez que cuando le decían que las campanas de Villaviciosa tañían para que recuperara la salud, él contestaba: “Sí, sí, por mi salud... Tañen por el feliz viaje de mi hermano Carlos”.
En efecto, Carlos, que había nombrado a su madre gobernadora, preparaba el viaje. Mientras, el cadáver de Fernando VI, revestido con traje de lujo, era llevado a Madrid, a las Salesas, junto al cuerpo de la que fue su mujer, a la espera de descansar definitivamente, en 1765, en el bello sepulcro diseñado por Sabatini. La leyenda que mandó grabar Carlos III le hacía justicia; escrito en latín, el epitafio recordaba que el Rey “murió sin hijos, pero con una numerosa prole de virtudes patrias”, según acertó a traducir Modesto Lafuente.
Fernando VI tuvo los elogios fúnebres acostumbrados, pero no pasaron de la etiqueta. La imagen del “pacífico” se había resentido al difundirse los extremos a los que llegó en su locura postrera, mientras la publicación del testamento de Bárbara de Braganza provocaba una oleada de indignación, pues se exageró enormemente los “millones” que dejaba a su familia portuguesa la “reina estéril”. Con Isabel de Farnesio en Madrid, esperando a su adorado “Carlet”, se multiplicaban las adhesiones al nuevo Rey, del que se difundían sus logros en Nápoles y sus muchas virtudes políticas. Tanto se esperaba del ya Carlos III, que el reinado de su hermanastro se empezó a considerar un paréntesis, una sala de espera, que es como generalmente ha sido tratado en la historiografía, sobre todo desde que Menéndez Pelayo lo tachara de mediocre en todo. “No hay parte de nuestra historia, desde el siglo XVI acá, más oscura que el reinado de Fernando VI”, sentenció el historiador santanderino.
El retrato menendezpelayano del Rey no podía ser más que moral y caritativo: “Aquel buen Rey —decía— si no recibió de Dios grande entendimiento, tuvo, a lo menos, sanísimas intenciones e instinto de lo bueno y lo recto”; el mismo que harán A. Danvila y A. García Rives al trazar los perfiles biográficos de Fernando VI y Bárbara de Braganza, en 1905 y 1917, respectivamente. Sus estudios, claramente reivindicativos, fueron muy poco influyentes, pues dominaban ya las ideas que harían de la segunda mitad del siglo XVIII —que empezaba, obviamente, en 1759— el escenario de los logros del despotismo ilustrado español y el campo de batalla entre progresistas filocarolinos y conservadores. La imagen de mediocridad personal y debilidad de los reyes Fernando VI y Bárbara tiñeron todo lo relativo a su reinado, que definitivamente pasó a la historiografía como antesala del siguiente.
Reivindicada en los años cincuenta del siglo XX la neutralidad “vigilante y constructiva” del reinado por V. Palacio Atard, y la obra de los ministros por M. D. Gómez Molleda, entre otros, en la actualidad son cada vez más los historiadores que insisten en la importancia del reinado de Fernando VI como un período clave para entender el buen rumbo de España en el XVIII, un siglo que, tras ser calificado de “menos español”, incluso de “miserable”, ha pasado a ser la piedra angular que une la España tradicional —que acepta ser la “España discreta” en el reinado de Fernando VI alejándose del ya imposible papel imperial, para mirar al desarrollo interior— y la España receptiva de las luces y el progreso, que los ministros fernandinos —Ensenada sobre todo— habían proyectado.
La personalidad de Fernando VI fue realmente difícil y el “rey loco” no será nunca reivindicado sin embargo, dejó hacer, se rodeó de buenos ministros, mantuvo siempre su idea de paz, lo que trajo enormes beneficios a España, tanto en el terreno económico como en el espiritual; y, en fin, fue capaz de mantener una fórmula de gobierno cargada de futuro, el “rey con los ministros”, que definitivamente asentaba la que inició su padre al primar a los secretarios de Despacho.
Sólo la locura, que le martirizó durante el año último de su vida, oscureció para siempre los muchos méritos que le corresponden.
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José Luis Gómez Urdáñez