Ferreras y García, Juan de. La Bañeza (León), 1.VI.1652 – Madrid, 8.VI.1735. Bibliotecario, historiador y teólogo.
Fue hijo de Antonio de Ferreras y de Antonia García de la Cruz, primogénito de familia numerosa; nació en la calle a la que luego se dio su nombre, y fue bautizado en la parroquia de Santa María de La Bañeza.
Estudió las primeras letras en su localidad natal, y a los nueve años pasó a cursar estudios de Latín, durante tres años, al Colegio de la Compañía de Jesús en Monforte de Lemos (Lugo), bajo la protección de su tío Juan de Ferreras, abad de Viana del Bollo. A los doce años cursó Filosofía en el Colegio de los Dominicos de Trianos (León). Entre 1667 y 1672 cursó la Teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, de donde recordaba a su maestro, el dominico Francisco Pérez de la Serna; y continuó sus estudios en la Universidad de Salamanca, donde leyó, según confesión propia, los libros de jesuitas y escotistas, que ejercieron gran influencia en su formación teológica.
En 1676, ya ordenado sacerdote, obtuvo, en oposición celebrada en Toledo, el curato de Santiago en Talavera de la Reina, donde alcanzó crédito como predicador.
Pasó, en 1681, y de nuevo por oposición, huyendo de los calores veraniegos de Talavera que le ocasionaron algunas enfermedades, a Albares (Guadalajara), cerca de Mondéjar, donde conoció a Gaspar Ibáñez de Segovia, marqués de Mondéjar, con cuya orientación y excelente biblioteca pudo iniciar su formación como historiador. En 1685 pasó como cura a Camarma de Esteruelas, donde a su vez aprovechó la proximidad de la Universidad de Alcalá para completar sus estudios, permaneciendo allí durante doce años; en Camarma escribió el tratado De fide theologica, que publicó en Alcalá en 1692. El siguiente paso fue a Madrid, en 1697, como párroco de San Pedro el Real, donde conoció al cardenal Portocarrero, del que se convirtió en confesor, y quien le procuró el curato propio de la parroquia de San Andrés de Madrid (donde una lápida recuerda su paso) en 1701, y en ella permaneció el resto de su vida. Ingresado en el Venerable Cabildo de Curas y Beneficiados de Madrid, recibió el nombramiento de secretario y posteriormente tuvo otros puestos en dicha asociación.
Entre los cargos eclesiásticos que desempeñó en Madrid se encuentran los de examinador sinodal del arzobispado de Madrid, examinador y teólogo del Tribunal de la Nunciatura, calificador del Supremo Consejo de Inquisición y visitador de Librerías. Renunció a varios obispados que le fueron ofrecidos, y en general, desde 1715, a todos los cargos, así como a su carrera como predicador, “viendo que esto me embarazaba los designios de escribir mi Historia”, según confesión propia; presumía de no vivir de estos puestos, sino del patrimonio heredado de sus padres. No abandonó, sin embargo, sus estudios teológicos, y ya a finales de su vida, en 1735, publicó sus Disputationes De Deo uno y trino y De Deo ultimo hominis fine, de entre los varios tratados de teología escolástica que tenía escritos.
Ferreras se encuentra entre el selecto grupo de fundadores de la Real Academia Española, al igual que su predecesor en la Biblioteca Real, Gabriel Álvarez de Toledo. Asiduo a la tertulia del marqués de Villena en 1713, se unió al grupo que planeó y elaboró el Diccionario de autoridades (del que escribió su “Discurso prohemial”), colaboró activamente en la redacción de las Constituciones académicas aprobadas por real orden, y ocupó el Sillón B en el momento de la fundación de la Academia en 1715. Reunidos los académicos fundadores para elegir un director, éstos designaron por unanimidad al marqués de Villena, pero éste indicó que su voto lo había dado a Ferreras, “en quien juzgaba estar mejor depositado el cargo que en su persona”. Colaboró en la letra A del Diccionario y se le encargó la letra G, cuya elaboración fue aprobada en 1731; también se ocupó de definir los vocablos relativos al oficio de zapatería. En mayo de 1715 leyó unas octavas en alabanza del príncipe don Luis, y en octubre de 1716, una disertación sobre la historia de los godos en España. Al morir el primer director de la Academia, Ferreras solía presidir las juntas. Inició, en 1733, la costumbre, recogida posteriormente en el Reglamento de 1861, de considerar presente en todas las juntas al académico que reuniera ciertas condiciones, principalmente que la ausencia fuera a causa de enfermedad o de edad muy avanzada; aunque en pocas ocasiones hizo uso de esta prerrogativa, y en 1735, a los ochenta y tres años, continuaba asistiendo a las dichas juntas.
En septiembre de 1715, Felipe V le nombró bibliotecario mayor de la Real Librería, en sustitución de Gabriel Álvarez de Toledo, que había fallecido en enero del año anterior, a propuesta del director de la institución, el jesuita Guillermo Daubenton, confesor real, que se había incorporado a la Biblioteca un mes antes. Al parecer, aspiraba también al puesto Manuel Martí, deán de Alicante, pero el apoyo de los jesuitas fue decisivo para el nombramiento. En el espacio de tiempo entre la muerte de Álvarez de Toledo y la entrada de Ferreras actuó como bibliotecario mayor interino Juan Francisco de Roda. La primera actuación de Ferreras y Daubenton fue preparar la real cédula fundacional, pues todavía no la tenía la Biblioteca, y sus primeros estatutos, que redactó el propio Ferreras y firmó Daubenton, y que fueron rubricados por el Rey el 2 de enero de 1716. En éstos se establecían las obligaciones y potestades del bibliotecario mayor, dependiente del director-confesor real: superior de los demás bibliotecarios (en número de cuatro), informaría al director de los acontecimientos de la Biblioteca, autorizaría las licencias a los bibliotecarios de hasta un mes, distribuiría el trabajo y los locales que se debían ocupar entre los bibliotecarios, asistiría diariamente a la Biblioteca y sólo se ausentaría con licencia del director, gestionaría las adquisiciones de libros (y la venta de duplicados) y nombraría al bibliotecario que las realizase, cuidaría de que se mantuviesen los catálogos al día, recibiría los informes sobre la administración y comunicaría al director las vacantes para que las proveyese.
La gestión de Ferreras al frente de la Biblioteca, ya con unas Constituciones que fijaban unas líneas de actuación, fue más efectiva que la de su predecesor, iniciando la profesionalización del personal con la incorporación de bibliotecarios tan excelentes como Juan de Iriarte; cuidó de que se restituyese el presupuesto de la Biblioteca, cuando en 1731 le fue retirada la renta del tabaco, lo que sólo consiguió en parte; procuró mejorar el acondicionamiento de los locales que ocupaba en el pasadizo de la Encarnación y la seguridad de los libros en ellos; y sobre todo inició una política de adquisiciones con la incorporación de varias bibliotecas, unas mediante el procedimiento de la confiscación (la de Francisco de Miranda y algunas más), otras por compra (de Ignacio Suárez de Guevara, del duque de Híjar) y aún otras por donativo (como la de Adrán de Connique, sobrino de Nicolás Antonio). Entre las adquisiciones se encontraban las de sus propios manuscritos, que ofreció en venta en 1721: el Rey autorizó la compra, y se le pagaron a Ferreras 6.000 reales por ciento cuarenta y cuatro manuscritos que había adquirido, en su mayor parte, en 1702, en la almoneda del erudito y bibliófilo Juan Lucas Cortés, entre los que había tres códices en escritura visigótica y numerosas obras históricas. También se le encargó cuidar del cumplimiento del depósito legal en favor de la Real Biblioteca, establecido por Real Cédula de 26 de julio de 1716. Y el avance en la catalogación de los fondos debió de ser importante bajo su mandato, mostrando un claro sentido de la importancia del trabajo profesional cuando se opuso a los deseos de los redactores del Diario de los literatos de España de que los bibliotecarios elaboraran resúmenes de libros para las academias de París y Trevoux, alegando su fundamental dedicación al servicio de libros y redacción de índices, aunque no pudo ver terminado el primer catálogo general, en doce volúmenes, concluido en 1746, en tiempos de su sucesor, Blas Antonio Nasarre. A partir de 1732, es decir, cuando cumplió los ochenta años, el Rey nombró a Nasarre su sucesor sin sueldo hasta que se produjese la vacante, a la que tendría derecho, y éste se convirtió en su principal colaborador, y luego en su primer biógrafo, al escribir el Elogio histórico que leyó en la Real Academia Española a su muerte, para el que se basó en la propia autobiografía que Ferreras había escrito y le había entregado.
Como historiador se declaró discípulo y seguidor del marqués de Mondéjar, y heredero de un espíritu crítico que no siempre fue entendido por sus contemporáneos: procuró siempre huir de los falsos cronicones y atenerse a las fuentes seguras, con las que pudo contar sobre todo desde su entrada en la Real Biblioteca. Pretendió examinar los hechos con espíritu crítico y atento a la cronología, es decir, tratando de discernir lo verdadero de lo falso para presentar la realidad histórica despojada de añadidos posteriores.
Así hubo de desechar una serie de tradiciones populares, unas veces dándolas por falsas y otras por conjeturas sin demostración documental, lo que le procuró el rechazo incluso de alguien tan crítico como Feijoo (“[...] no usa el Doctor Ferreras de otro fundamento que el expresado para negar la existencia de Bernardo del Carpio, [...] no hallarse la noticia en autores coetáneos, o inmediatamente posteriores a los sucesos; esta prueba ha sido tantas veces concluyentemente rebatida sobre otros asuntos, que en el presente se debe reputar como ninguna”, Teatro crítico universal, IV, 13). Para escribir su historia empezó a coleccionar los textos de los autores que juzgaba básicos, como Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales, Esteban de Garibay, Juan de Mariana y Jerónimo Zurita, y en 1692 ya tenía una buena colección que fue incrementando a lo largo de su vida, y que en 1702 experimentó un notable enriquecimiento con los libros que adquirió en la almoneda de Juan Lucas Cortés. La tarea que inició en 1700 con la publicación del primer volumen de lo que, modestamente, se llamó en principio Sinopsis histórica de España, pronto se reveló como monumental, y sin duda fue consciente el cambio de título, a partir del tercer volumen, por el de Historia de España. Hasta 1727 publicó dieciséis volúmenes, en los que no llegó más que hasta la muerte de Felipe II, abandonando después voluntariamente la obra, al parecerle que entraba en terreno en el que podía indisponerse con sus contemporáneos. El primer volumen, que abarca la Antigüedad hasta el nacimiento de Cristo, lo dedicó al cardenal Portocarrero, e incluye capítulos de fuentes, tablas corográficas e índices de cosas notables; y en los volúmenes siguientes (dedicados a Felipe V, a Luis I, al duque del Infantado, al marqués de Villena, al cardenal Diego de Astorga y Céspedes, etc.) incluyó también apartados sobre falsos cronicones, fuentes seguras, tablas cronológicas e índices diversos, que le confieren un aspecto más moderno que las realizaciones de sus predecesores, por lo que se puede afirmar que, aun contando con los errores que hoy día sería fácil achacarle, se trataba del empeño histórico más ambicioso desde la obra de Mariana. De hecho, esta obra gozó de merecido prestigio en su época, que hizo que se reimprimiese cuarenta años después de la muerte de su autor, y que fuese traducida al francés (por D’Hermilly, Paris, 1751, en diez volúmenes con grabados) y al alemán (Halle, 1754-1772, trece volúmenes).
El apartado de las censuras y la polémica no podía faltar en esta época. Y uno de los aspectos más graves fue el referente a la duda sobre algunas de las tradiciones más arraigadas sustentadas por los falsos cronicones, y especialmente la del origen de la capilla del Pilar; la posición crítica de Ferreras dio lugar a que éste, para acallar el escándalo, incluyese en la parte sexta de su Historia una “Justa satisfacción a queja injusta” en la que aclaraba que no rechazaba la piadosa tradición, sino que exponía que no era verdad dogmática ni históricamente demostrada; lo que, excitando aún más los ánimos de sus oponentes, originó el Decreto de 8 de marzo de 1720, sancionado por Felipe V y promovido por la Inquisición, que rechazaba la polémica relativa a esta tradición piadosa tan arraigada, y obligó a Ferreras a retirar del volumen la “Justa satisfacción...”.
El flanco sensible de Ferreras estaba al descubierto, y el notable erudito Luis de Salazar y Castro, resentido por otras cuestiones, como el no haber entrado en la Real Librería y el haber quedado al margen de los fundadores de la Real Academia Española (ya había escrito contra Ferreras, Gabriel Álvarez de Toledo y la Real Academia Española, en 1714, en su Jornada de los coches de Madrid a Alcalá), atacó directamente a Ferreras en La crisis ferrérica (Zaragoza, 1720), a la que siguieron Anti-defensa de don Luis de Salazar y continuación de la crisis ferrérica (del mismo lugar y año) y los Reparos históricos (Alcalá, 1723). A estos escritos de Salazar vino a unirse el del racionero zaragozano Cristóbal Fuertes Núñez, Breve desengaño crítico de la Historia de España de Ferreras (1720). Juan de Ferreras, como en ocasiones anteriores, no quiso entrar directamente en la polémica y, de nuevo, contestó en el volumen XVI de su Historia defendiendo sus normas de crítica y publicando varias fuentes que justificaban sus asertos. También le atacaron los benedictinos fray Diego Mecolaeta y fray Francisco de Berganza, este último en Ferreras convencido con crítico desengaño en el tribunal de los doctos (Madrid, 1720), por haber puesto en duda Ferreras el monacato de san Millán y la fecha de la entrada de la Regla benedictina en España, quienes dudaban de la capacidad y prudencia crítica de Ferreras. A este último, en cambio, sí contestó directamente Ferreras, especialmente dolido, en el folleto, sin nombre de autor, titulado Desagravios de la vergüenza contra las imposturas de la venganza (Salamanca, 1729). En lo relativo a la otra tradición más relevante, la de la venida del apóstol Santiago a España, Ferreras siguió el criterio de su maestro Mondéjar de admitirla sin constancia documental, aunque en el fondo no debió de creer en ella, contando con la opinión negativa del cardenal Baronio y otros extranjeros.
Como muchos de sus contemporáneos, Ferreras cultivó también la poesía, aunque más como recreo íntimo que para darla a conocer públicamente. Algunas poesías inéditas, composiciones ocasionales, así como las octavas reales en alabanza del príncipe don Luis, encargadas por la Academia, y publicadas luego en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra (t. 67: 483), no le colocan, ciertamente, entre los puestos más altos del Parnaso dieciochesco.
Falleció recién cumplidos los ochenta y tres años, en activo en la Biblioteca y en la Academia, el 8 de junio de 1735, a las once de la mañana. En su testamento, otorgado en 1730, legó varios ornamentos a las parroquias de San Andrés de Madrid y Santa María de Viana del Bollo, algunos cuadros y reliquias a particulares, libros a la Real Biblioteca, otros objetos a los sacerdotes de la parroquia y donativos a los criados; fundó un vínculo para rentas de sus hermanas religiosas y dejó algunos legados para parientes. Dispuso ser enterrado en la parroquia de San Andrés, cerca de la tumba de san Isidro, y con las Epístolas de san Pablo sobre el pecho.
Obras de ~: Sermon en la fiesta del grande Obispo [...] S. Francisco de Sales celebrada en el [...] Colegio de la Visitacion de N. S. del Real Militar Sagrado Orden de los RR. PP. Mercedarios Descalzos Redencion de Cautiuos, dia 21 de Marzo 1691. Predicole el Sr. Dr. D. Iuan de Ferreras [...]; y la saca a luz el Dr. D. Antonio Manuel Ignacio de Lodeña [...], s. l., 1691; De fide theologica: disputationes scholasticae, iuxta mentem & doctrinam theologorum saecularis cleri, Compluti, 1692; Synopsis historica cronológica de España [...], [a partir del t. III: Historia de España], Madrid, 1700-1727, 16 vols.; Dissertatio apologetica de praedicatione S. Apostoli Iacobi Zebedei in Hispania, s. l., 1713; Disertación de el monacato de S. Millán de la Cogolla, Madrid, 1724; Desagravios de la vergüenza contra las imposturas de la venganza, Salamanca, 1729; Disputationes theologicae de Deo ultimo hominis fine, Matriti, 1735; Disputationes theologicae de Deo uno et trino primoque rerum omnium creatore, Matriti, 1735, 2 vols.
Bibl.: B. A. Nasarre, Elogio histórico de D. Juan de Ferreras, decano de la Real Academia Española y bibliothecario mayor del rey, Madrid, Real Academia Española, 1735; M. de la Torre y Villar, Don Juan de Ferreras y García, cura de San Andrés y bibliotecario de S. M. (1652-1735) (discurso leído en la solemne apertura del curso académico 1923-1924. Seminario Conciliar de Madrid), Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del S. C. de Jesús, 1923; J. García Morales, “Los empleados de la Biblioteca Real (1712-1836)”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXXIII (1966), pág. 44; G. de Andrés, “Los manuscritos de Juan de Ferreras en la Biblioteca Nacional”, en Revista Española de Teología, 43 (1983), págs. 159-169; J. Maiso González, “La difícil penetración de la erudición crítica en la España del siglo xviii”, en F. M. Gimeno Blay (ed.), Erudición y discurso histórico: Las instituciones europeas (s. xviii-xix), Valencia, Seminari Internacional d’Estudis sobre la Cultura Escrita, 1993, págs. 179-191; L. García Ejarque, La Real Biblioteca de S. M. y su personal (1712-1836), Madrid, Asociación de Amigos de la Biblioteca de Alejandría, 1997, pág. 480; A. Zamora Vicente, Historia de la Real Academia Española, Madrid, Espasa Calpe, 1999, págs. 64-65.
Manuel Sánchez Mariana