Castro, Felipe de. Noya (La Coruña), c. 10.VII.1704 – Madrid, 25.VIII.1775. Escultor y director de la Academia de Bellas Artes.
Aunque en su testamento dice ser hijo de legítimo matrimonio entre Alberto de Agrafoxo y Castro y Beatriz de Soto, en realidad su padre era clérigo, motivo por el que sus años de juventud, hasta su instalación en Sevilla, están envueltos en el misterio, siendo algunas de las incógnitas que lo rodean el año de su nacimiento, el nombre con que fue bautizado o sus estudios, que debieron ser amplios, a juzgar por el gran conocimiento de leyes del que hará gala cuando participe en la redacción de los estatutos de la Real Academia de Bellas Artes y por la importantísima biblioteca que llegó a reunir, legada a su muerte a la Universidad de Santiago.
Su abuelo paterno, Martín de Agrafoxo, era tallista y con él debió de aprender los rudimentos de la escultura, más tarde ampliados con su paisano Diego de Sande que hacia 1720 trabajaba en la catedral de Santiago.
Con posterioridad, adquirió mayor experiencia con el artista compostelano Miguel de Romay, quien por entonces ya gozaba de gran renombre y era colaborador de los más importantes arquitectos gallegos de este siglo. A la actividad de sus años de juventud se atribuyen las Asunciones de Santa María de Caldas (Pontevedra) y de Isorna en Rianjo (La Coruña).
En 1724 marchó a Lisboa, pero en la capital portuguesa permaneció poco tiempo, porque año y medio después aparece en Sevilla trabajando con Pedro Duque Cornejo. Aquí conoció a Jean Ranc, pintor del rey Felipe V, quien desde 1729 se encontraba residiendo en esta ciudad; aquél, a su vez, le presentó al primer escultor del monarca, el también francés Renato Fremín, el cual, tras examinar las imágenes de San Isidoro y San Leandro que Castro estaba realizando en 1732 para la iglesia de San Salvador y advertir en ellas una gran calidad que aún podía alcanzar mayor perfección, le recomendó irse a Roma a estudiar con los mejores maestros, opinión coincidente con la del pintor portugués Francisco Vieira, que ese mismo año volvía de la Ciudad Eterna y le transmitió su admiración por el gran número de esculturas griegas, pinturas de los más insignes maestros y grandiosos edificios de todas las épocas que en aquel lugar se podían contemplar, animándolo a viajar allá para completar su formación. De esta manera, al año siguiente, con cartas de recomendación del propio Vieira y de Andrés Procacini, pintor de la reina Isabel de Farnesio, embarcó para Roma. Dichas cartas abrieron a Castro las puertas del taller de Giuseppe Rusconi —heredero del célebre Camilo Rusconi—, de quien fue discípulo hasta su muerte en 1737, tras la cual pasó a trabajar con Filippo della Valle, la figura más destacada del barroco dieciochesco italiano, aunque pasando algunas penalidades que le obligaban también a pintar cuadros por encargo. Sus privaciones finalizaron en 1739, cuando un español residente en Roma, Andrés de la Peña, lo acogió bajo su protección, concediéndole una pensión mensual que le permitió dedicarse de nuevo a la escultura, ahora en la Academia de San Lucas de Roma, donde, en ese mismo año, inició estudios y acabó consiguiendo el primer premio de escultura, éxito que llamó la atención del cardenal Troiano Acquaviva, embajador plenipotenciario de Felipe V en la ciudad, que solicitó para él la ayuda del monarca, quien le otorgó una beca de 500 ducados anuales.
En 1740 comenzó a colaborar con Giovanni Maini, el otro gran escultor rococó italiano, y a relacionarse con todos los artistas de la época que se encontraban en Roma, entre ellos, el entonces joven pintor Antón Rafael Mengs establecido desde 1741 en el Vaticano para estudiar las obras de la Antigüedad, y con el que entabló una amistad que se reanudaría años más tarde en Madrid. A continuación, tras haber esculpido dos aclamados ángeles para la iglesia de San Apolinar y un San José que envió a la iglesia del Carmen de Padrón (La Coruña), la Academia de los Árcades de Roma, dedicada a los estudios literarios, lo eligió miembro con el nombre de Galecio Libádico, título que revela al artista culto y dotado de talento para la poesía y, ya en 1746, la de San Lucas lo nombró académico de mérito, honor que, como prueba del reconocimiento de que gozaba en Italia, también le concedería ese mismo año la Academia de Diseño de Florencia, donde quiso permanecer durante algún tiempo antes de volver a España tras haber sido reclamada su presencia en la Corte por Felipe V, unos meses antes de morir éste, para intervenir en la realización de los trabajos escultóricos que iban a comenzar de inmediato para el nuevo Palacio Real de Madrid que estaba construyendo el arquitecto Juan B. Sachetti.
Cuando Castro llegó a España, a principios de 1747, ya había sido entronizado Fernando VI, quien, conocedor de la fama del artista, le encargó un retrato de su persona, junto con otro de la reina. Ambos, inicialmente realizados en yeso, son de medio busto, siguiendo el modelo de los retratos romanos; unos años después, el mismo escultor los pasó a mármol traído de Carrara y fueron instalados en las Salesas Reales de Madrid; el mejor de ellos, sin duda, por su refinamiento, es el de Fernando VI, muy idealizado, con la corona de laurel sobre su cabeza, representado como un Apolo protector de las Artes y las Letras; en cambio, el de Bárbara de Braganza, más naturalista, hace perceptible esa morbidez en el tratamiento de las superficies del rostro que sólo pudieron alcanzar aquellos que estudiaron la estatuaria clásica en Roma.
Constituyen, por lo tanto, el inicio de la renovación de la escultura, la señal del tránsito, intuitivamente realizado, hacia el neoclasicismo, un estilo que aún estaba por definir en Europa, pues los estudios teóricos de Winckelmann proponiendo la belleza y armonía de las manifestaciones artísticas de la Antigüedad como suprema norma estética aún estaban por llegar.
Por otra parte, el nuevo monarca quedó tan satisfecho del resultado por su virtuosismo técnico que nombró al noiés escultor de cámara.
Ese mismo año, el Rey también lo designó codirector de la magna empresa escultórica del Palacio Real, junto con el italiano Juan D. Olivieri, a quien inicialmente se habían encomendado los trabajos, antes de que el proyecto meramente decorativo de Sachetti fuese sustituido por el programa del padre Sarmiento, más complejo y de carácter simbólico e histórico, basado en los grandes personajes de la monarquía española, a la que se pretendía exaltar, y que se convirtió en el conjunto escultórico de financiación pública más ambicioso del arte hispánico por lo que se refiere a ornamentación programática con fines, sobre todo políticos, pero también didácticos, pues con él “el pueblo aprendería la Historia de España”, ya que la serie, que comenzó a ejecutarse en 1749, iba destinada al exterior del palacio y se componía de noventa y cuatro estatuas de monarcas de los diversos reinos peninsulares, incluyendo Portugal, cuatro emperadores romanos de origen hispano, dos americanos —Atahualpa y Moctezuma—, Santiago y San Millán, patronos de España y diversos elementos alegóricos: un león, el sol y la luna y una matrona romana con atributos guerreros acompañada del dios Plutón para simbolizar el poderío militar y la riqueza de la monarquía hispánica, dando también Sarmiento, en su Sistema de Adornos del Palacio Real, todas las indicaciones referidas a la indumentaria y los atributos de los personajes. Olivieri sería el director principal y Castro, compartiendo la dirección, además de suministrar modelos al grupo de artistas a su cargo, de los muchos llamados a colaborar en la serie, se encargaría de la gestión del proyecto, entre cuyas funciones estaba la de tasar cada una de las imágenes que habrían de tallar éstos, dando en ello muestras de su ecuanimidad, pues, a pesar del carácter altivo e iracundo del que muchos de sus colegas lo acusaban y por lo que le profesaban abierta antipatía, fijó la tasación de una obra de Salvador Carmona en la cantidad más alta de todas cuantas se realizaron, a pesar de haber éste abandonado anteriormente el equipo que estaba a las órdenes de Castro, tras enemistarse con él, y marchado al grupo de Olivieri.
Las estatuas habrían de colocarse, fundamentalmente, en la balaustrada del palacio, rodeando al edificio por orden cronológico, excepto catorce de ellas destinadas a las esquinas del primer cuerpo, cuatro más, las de los reyes que iniciaron y finalizaron la obra y sus respectivas esposas, al remate de la fachada principal, y, finalmente, en correspondencia con los anteriores, pero en la parte baja, se instalaron los cuatro emperadores romanos que Sarmiento había señalado como originarios de Hispania. La mayoría de ellas fue llevada a cabo por Juan Pascual de Mena, Luis Salvador Carmona, Roberto Michel, Alejandro Carnicero, Manuel Álvarez y otros escultores bajo la supervisión de ambos directores, quienes, sin embargo, se reservaron la realización de determinadas piezas, aquellas destinadas a la fachada principal, correspondiendo a Castro dar comienzo a la serie con el rey visigodo Ataúlfo, al que acompañaron Walia y Turismundo, junto con las efigies de Fernando VI y Bárbara de Braganza, en el remate, siguiéndole, en la transición del primer al segundo cuerpo, las imágenes de Enrique IV, Felipe II y Luis I y, en los pilares de la entrada, las de los emperadores Trajano y Arcadio (que por motivo desconocido aparece en lugar de Adriano) alternando siempre con las obras de Olivieri; también hizo Castro dos leones, uno para la fachada principal y otro para la escalinata, encarnación de la majestad real a quien se destinaba el palacio.
Todas las estatuas que componen lo que sería la más grandiosa y espectacular colección de esculturas de carácter profano en España miden 2,8 metros de altura y están realizadas en piedra blanca de Colmenar de la mejor calidad, pero, aparte de su desigual mérito, se siguen moviendo, sobre todo las del italiano y su grupo, dentro de presupuestos barrocos. Sólo las de Felipe de Castro tienen la fuerza y la elegancia que distingue a una estatuaria de significación clásica; el mejor ejemplo es la del emperador Trajano, vestido con la coraza, la túnica corta y el manto de los trajes militares romanos y la cabeza coronada de laurel, que no muestran únicamente el conocimiento de la estatuaria romana antigua por su autor, sino también perfiles más nítidos y mayores contrastes de luces y sombras, propios del clasicismo, frente a la indolencia y los efectos difuminados de las obras de Olivieri, contribuyendo de forma significativa a la difusión del nuevo estilo entre los jóvenes escultores que llegados de todos los lugares de la Península se reunieron para la obra del Palacio Real.
Sin embargo, en 1760, apenas concluido e instalado en su lugar el conjunto y cuando en el interior aún no se habían realizado más que los ángeles de la capilla real y algunos bocetos de los relieves previstos para la galería principal, entre ellos el de la Batalla del Salado, equilibrada composición que Castro modeló en barro, Carlos III, al año siguiente de subir al trono, ordenó que todas las esculturas fuesen retiradas y repartidas por los jardines del Retiro madrileño, así como por los de Toledo y Aranjuez, volviendo, años más tarde, varias de ellas a su sitio o los alrededores de palacio, permaneciendo dispersas las demás y algunas aún sin identificar o incluso sin localizar.
Al mismo tiempo que lo nombraba escultor real y codirector de la decoración palaciega, Fernando VI también designó a Felipe de Castro, en 1747, director extraordinario de Escultura en la Junta Preparatoria de la Academia de Bellas Artes, para, a través de una persona de su particular confianza, ya que el nombramiento se hacía “con absoluta exención e independencia de todos los Jefes y Directores” y sólo subordinado al ministro de Estado, impulsar una institución que, desde su creación, encomendada tres años antes a Olivieri, venía funcionando de forma provisional, irregular y sin ningún control regio.
En 1751, se tramitaron los estatutos de la Academia, inspirados por Castro, en los que el poder de decisión pasó de los protectores y consejeros a los profesores por su mayoría en los órganos de gobierno de la misma, tras lo cual, el 12 de abril de 1752 se promulgó el decreto de constitución de la Academia, con el título de San Fernando, en honor del rey, siendo designado Castro director de Escultura y encargándosele, para el acto de apertura solemne, la presentación de un gran relieve de mármol, La fundación de la Academia, en el que Fernando VI, vestido comoun magistrado romano, hace entrega de los estatutos al primer protector de la institución, en presencia de diversos personajes entre los que se hallan Hércules, fundador de la monarquía española, y Bárbara de Braganza, representada como Minerva, composición que da testimonio de la fuerza de su inventiva.
En los años siguientes, Castro desarrolla una intensa labor intelectual, con la traducción en 1753 de la obra del italiano Benedetto Varchi Lección en la Academia florentina sobre la primacía de las artes, y la escritura de varios tratados, como la Relación de pinturas y esculturas de Madrid, que lo convierten en uno de nuestros primeros teóricos del arte; pero también desarrolla labor académica, tanto docente como organizativa. El ejemplo más significativo de ello cual es su preocupación para que en 1757 se aprobasen los estatutos definitivos de la institución, en los cuales, a pesar de que la gestión y la toma de decisiones volvía a los protectores nombrados por el Rey, por iniciativa suya quedaba claro en dichos estatutos que el fin de la Academia era el desarrollo de la promoción del Arte a favor de personas sin origen social predeterminado, evitando así que la Real Academia de San Fernando se convirtiese en una institución elitista reservada para el estamento nobiliario, como pretendían los estatutos provisionales de diez años antes. Esta dedicación directiva no le impidió continuar la actividad escultórica, centrada fundamentalmente en la retratística, campo excepcional dentro del arte hispánico, en el que domina de forma abrumadora la temática religiosa, destacando el noble y vigoroso retrato de José de Carvajal y Lancaster, ministro de Estado y primer protector de la Academia entre 1752 y 1754 y el elegante busto de Alfonso Clemente de Aróstegui, viceprotector, ambos en la escalera de la Real Academia de Bellas Artes, a los que siguieron el genial y agudo retrato del marino y científico Jorge Juan, en la Real Academia de la Historia y el del inquisidor general Francisco Pérez de Prado, en el Colegio de los Jesuitas de Teruel. Otras obras realizadas en la capital de España fueron dos ángeles para el convento de la Encarnación y los niños de las verjas del Retiro, en los que la jugosidad táctil de los desnudos infantiles, a pesar del material marmóreo en que están realizadas, alcanzan una de las cimas más gráciles y alegres de la escultura dieciochesca.
En 1763 fue elevado por Carlos III al puesto más relevante de director general de la Real Academia.
Desde este cargo, en el que se mantuvo hasta 1766, promovió un nuevo plan de estudios marcadamente racionalista, introduciendo algunas enseñanzas de carácter teórico que consideraba básicas, como la Geometría, la Perspectiva y la Anatomía, para dar a los artistas una formación altamente intelectualizada y, en colaboración con Mengs, nombrado director honorario de Pintura, ambos imprimieron una nueva y definitiva orientación clasicista a la Academia, como piedra angular de la España ilustrada. Como reconocimiento de su destacada labor, la Academia de San Carlos de Valencia lo distinguió en 1768 como académico de mérito.
En sus últimos años, realizó el molde del último de sus retratos conocidos, el del Padre Sarmiento, pasado a mármol por su discípulo Manuel Álvarez, quien asimismo llevó a término las esculturas iniciadas por Castro de la fuente del palacio de Boadilla, mientras que Michel hizo lo propio con los inconclusos ángeles de los altares de San Marcos de Madrid. Finalmente, para completar su perfil de personalidad ilustrada, participó, en 1774, en la fundación de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, de la que salieron los principales proyectos que alumbraron los planes reformistas para la agricultura, el comercio, la industria y las finanzas en la época de Carlos III.
A su muerte, en 1775, además de dejar una importante cantidad para que fuese fundada una escuela de gramática y primeras letras en su Noya natal, también legó la fabulosa biblioteca, que había reunido a lo largo de su vida, a la Universidad de Santiago y por la que pleiteó la propia Academia hasta conseguir parte de ella, pues según el secretario de ésta era la más importante colección de libros de arte de España.
Obras de ~: San Leandro y San Isidoro, iglesia del Salvador, Sevilla, 1732; Ángeles, iglesia de San Apolinar, Roma, c. 1741; Retratos de Fernando VI y Bárbara de Braganza, Salesas Reales, Madrid, 1747; Ataúlfo, Walia, Turismundo, Fernando VI, Bárbara de Braganza, Enrique IV, Felipe II, Luis I, Trajano, Arcadio, leones, ángeles de la capilla real y relieve de la Batalla del Salado, Palacio Real, Madrid, 1749-1760; relieve de la Fundación de la Academia, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1752; retratos de José de Carvajal y Lancaster, y de Alfonso Clemente de Aróstegui, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, c. 1754; retrato de Jorge Juan, Real Academia de la Historia, Madrid, c. 1770; retrato del padre Sarmiento, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1774.
Escritos: B. Varchi, Lección de la Academia Florentina sobre la primacía de las artes, trad. de ~, 1753; Relación de pinturas y esculturas de Madrid (ms.).
Bibl.: J. A. Ceán Bermúdez, Diccionario Histórico de los más Ilustres Profesores de las Bellas Artes, Madrid, imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800; J. Couselo Bouzas, Galicia artística en el siglo xviii y primer tercio del xix, Santiago, imprenta, librería y encuadernación del Seminario, 1933; F. J. Sánchez Cantón, Escultura y pintura del siglo xviii, en Historia Universal del Arte Hispánico, vol. XVII, Madrid, Plus-Ultra, 1965, págs. 143-150; C. Bédat, El escultor Felipe de Castro, Santiago, Cuadernos de Estudios Gallegos, Anejo XX, 1971; F. J. de la Plaza Santiago, Investigaciones sobre el Palacio Real Nuevo de Madrid, Valladolid, Universidad, 1975; M. L. Tárraga Baldó, “Dos nuevos bustos desconocidos del escultor Felipe de Castro”, en Boletín del Seminario de Arte y Arqueología de Valladolid, t. XLVI (1980), págs. 475-484; R. Otero Túñez, “El final del barroco y la entronización de los Borbones”, en Historia del Arte Hispánico, t. IV, Madrid, Alhambra, 1980, págs. 200-243; J. J. Martín González, Escultura barroca en España, Madrid, Cátedra, 1983; J. L. Morales y Marín,“Arte español del siglo xviii”, en Historia General del Arte, vol. XXVII, Madrid, Espasa Calpe, 1984, págs. 21-29 y 382-385; M. C. García Gainza, “Escultura cortesana del siglo xviii”, en Cuadernos de Arte Español, 92 (1991); J. L. Barrio Moya, “El escultor Felipe de Castro y su frustrada intervención en la Capilla de San Julián en la Catedral de Cuenca”, en Academia: Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, n.º 73 (1991), págs. 349-362.
Xoán Xosé Mariño Reino