Tanucci, Bernardo. Marqués de Tanucci (I), en el Reino de Nápoles. Stia, Arezzo (Italia), 20.II.1698 – Nápoles (Italia), 30.IV.1783. Estadista, colaborador de Carlos de Borbón y protagonista de la fundación y del tiempo heroico de la Monarquía de las Dos Sicilias.
Nació en el seno de una familia de modestos campesinos, en la que se encuentran ilustres antepasados juristas. Poco se sabe de sus primeros años. Después de estudiar las primeras letras, su padre era partidario de que se dedicase a la agricultura, pero un tío canónigo de Pisa, profesor de Derecho Canónico, le convenció para que estudiase. Bajo su tutela, Bernardo entró en el Colegio Ducal, fundado por Cosme I en 1542 para estudiantes con pocos recursos económicos e inició el estudio de Leyes en la Universidad de Pisa.
De 1719 a 1726 ejerció como profesor ayudante y adquirió fama de buen jurista, en 1727 obtuvo el grado de doctor y le nombraron profesor extraordinario de Derecho Civil. En 1733 concurrió a la cátedra de la misma materia, pero su paso al servicio del Rey de España troncó su carrera universitaria.
Su entrada en la política estuvo estrechamente relacionada con el problema de la sucesión medicea en el ducado de Toscana: restablecer la antigua república florentina o reconocer los derechos del Emperador.
En el Tratado de Londres (1718) las potencias de la cuádruple alianza asignaron la Toscana al infante Carlos de Borbón, primogénito de Isabel de Farnesio y Felipe V, pero declarándola feudo del Imperio para no disgustar a Austria. El tratado no hizo más que aumentar el descontento general: Austria por haber elegido a un infante español, Toscana por no haber tenido en cuenta su prerrogativa de estado libre, y España porque habría querido conseguir más. El Tratado de Sevilla (1729) confirmó las anteriores resoluciones, pero la guerra de sucesión polaca terminó con el acuerdo. Carlos de Borbón se apoderó del Reino de las Dos Sicilias y perdió la Toscana, que pasó definitivamente a la casa de Lorena, esto es, a Austria (Viena, 1738).
Pero, volviendo de nuevo al Tratado de Londres de 1718, el artículo que declaraba a Toscana feudo del Imperio disgustó profundamente a muchos toscanos, y el gran duque, Gastón de Médicis, encargó a algunos juristas demostrar su inconsistencia desde el punto de vista histórico para darlo a conocer en las Cortes europeas. Las tres memorias publicadas aportaban argumentos débiles y poco concluyentes, que la Corte de Viena refutó en dos gruesos volúmenes.
En 1726 el gobierno toscano, informado de las tesis de Tanucci en pro de la libertad florentina, le encargó preparar la refutación a la respuesta que Viena había dado a las anteriores memorias, que se plasmó en ocho disertaciones sobre la libertad de los italianos del Imperio o Vindiciae Italicae. En el pacto de familia concluso entre el gran duque y el Rey de España (1731), de acuerdo con la propuesta de Tanucci, Gastón de Médicis reconoció al infante don Carlos por su legítimo heredero, sin ninguna dependencia feudal del Imperio. Y desde aquel día se inició la historia de su españolismo y todos los asuntos relacionados con Toscana comenzaron a pasar por sus manos.
El 9 de octubre de 1732 Carlos de Borbón hizo su entrada triunfal en Parma para tomar posesión de los estados pertenecientes a sus abuelos y, poco después, ofreció a Tanucci el puesto de auditor de Cámara.
Enfermo de gravedad el secretario de Justicia, se hizo cargo interinamente del puesto y a su muerte, en 1733, se encargó definitivamente de la Secretaría de Justicia. En los quince meses que permaneció en Parma, como en los primeros años del reinado de Carlos en Nápoles, Tanucci no comprendía los engaños y envidias que tanto le hicieron sufrir durante su vida, aunque todos requerían su consejo y hasta 1744 trató de mantenerse en la sombra.
La estancia en Parma fue pronto interrumpida por nuevos acontecimientos. El 1 de febrero de 1734 moría Augusto II de Polonia y surgía una nueva disputa entre Francia y Austria por la elección del sucesor.
Para conseguir su objetivo Francia buscó el apoyo de España y del Rey de Cerdeña. Con éste firmó el Tratado de Turín (1733), estableciendo un nuevo reparto de los bienes austríacos en Italia: a Carlos de Borbón, ya heredero declarado de Toscana y en posesión de los ducados de Parma y Piacenza, se le asignó el Reino de las Dos Sicilias, y al Rey de Cerdeña el Milanesado. Y con España firmó el Tratado de El Escorial o primer pacto de familia (1733), que ratificó los territorios asignados al infante. Las tropas españolas enviadas a Italia al mando de Montemar para colaborar con los aliados y ocupar los estados asignados al infante en los últimos tratados, después de concentrarse en Parma se dirigieron hacia el sur para iniciar la conquista del Reino de las Dos Sicilias.
De esta manera, a primeros de febrero de 1734 el infante partía hacia el Sur, deteniéndose dos semanas en Florencia, para despedirse de Gastón de Médicis, que le consideraba más como un hijo adoptivo que como un sucesor, y de los toscanos que perdían con su marcha un soberano. El 24 de febrero Carlos, al frente de las tropas, dejó Florencia con un séquito de toscanos y parmesanos que daban a su Ejército un aspecto italo-español, que, como dice Schipa, distinguió siempre su Corte. Entre los toscanos estaba el príncipe Bartolomé Corsini, Spinelli... y naturalmente Tanucci, con el grado de coronel de Caballería del regimiento Batavia. Entre las doscientas ochenta personas que formaban el séquito del príncipe (su ejército sumaba unos veinticinco mil hombres), ricamente vestidas, destacaba Tanucci por su sencillez y modestia toscana, como un contraste que luego se acentuaría más entre aquel “rústico y acerbo toscano, pero también franco y veraz”, y el ambiente cortesano en que tuvo que vivir.
La conquista de las Dos Sicilias se resolvió, como es conocido, con suma facilidad y sin apenas resistencia del pueblo, cansado del fuerte fiscalismo que los austríacos habían impuesto durante veintisiete años. Antes de hacer la entrada solemne en Nápoles, Carlos de Borbón publicó en Aversa, el 29 de abril, los primeros actos de gobierno, nombrando al conde de Montemar secretario de Estado, encargado de Asuntos Exteriores, Guerra, Marina y Casa Real, y a Bernardo Tanucci de Gracia y Justicia. Por encima de todos, sin embargo, estaba el conde de Santiesteban, ministro plenipotenciario del Rey de España y árbitro del gobierno. En los primeros momentos la armonía era plena entre los dos secretarios, pues, aunque Tanucci era un forastero de modesto origen, Montemar le escuchaba con satisfacción y pedía su parecer. Tanucci todavía no despertaba la envidia y los celos que luego le acompañarían, y se recurría a su consejo o pluma para los asuntos más diversos, como para componer la inscripción que se grabó en el monumento que se levantó en recuerdo de la batalla de Bitonto, que aseguró a don Carlos la posesión del Reino.
A partir de ahora, Tanucci dedicó todo su esfuerzo a reformar la administración de la justicia, que implicaba la reforma del viejo sistema de la jurisdicción feudal, a fin de restituir al Estado su soberanía y reducir la jurisdicción de los barones, que culminó con la publicación de la ley de reforma de los tribunales el 15 de junio de 1738. Pero él sabía que la reforma requería una renovación radical de la doctrina tradicional y de la cultura jurídica para reconocer la nueva dignidad civil del hombre más allá de las diferencias sociales. Por tanto la reforma iba dirigida contra el sistema feudal, sus privilegios y tradiciones, y contra sus beneficiarios: los barones, que representaban el verdadero enemigo a combatir. Pero los barones tenían mucho poder y, si no pudieron cambiar a Tanucci por un ministro más dócil, aunque lo intentaron, consiguieron con su dinero y presión que el Monarca retirase le ley cuatro años después. A la marcha del rey Carlos a España, Tanucci volvió a restablecerla (4 de octubre de 1759) y, aunque no se cumplió enteramente, representó el único freno al despotismo feudal.
Junto con la reforma de los tribunales, era urgente la necesidad de elaborar un código único, claro y orgánico, para superar el caos de aquella selva de leyes contradictorias que estaban en vigor. En 1742 se formó una junta con los más ilustres jurisconsultos, pero prevalecieron las intrigas cortesanas y se encargó su elaboración a uno de los más ineptos, de forma que el esperado código que llegó después de once años era tan confuso, que no fue de ninguna utilidad. En estos años también intervino en la formación de la nueva planta de los estudios universitarios, a fin de suprimir las cátedras inútiles e instituir otras nuevas. Pero en este punto surgieron las mayores dificultades, y la de Derecho Natural y de Gentes encontró tal oposición por parte del clero que el Rey, después de recibir una carta del papa Benedicto XIV, la abolió para siempre.
A pesar de esto, Nápoles tiene el honor de contar con la primera Cátedra de Economía (1754), que regentó Antonio Genovesi.
El reformismo tanucciano se manifestó también en el ámbito de la política eclesiástica del nuevo Reino.
En ella entra en juego su personalidad, su formación y sus ideales políticos, así como el rigor moral que informaba su ética civil y su religiosidad, según expresa en una carta a Celestino Galiani en 1737, representante del nuevo Reino en Roma para conseguir su reconocimiento y para la redacción del concordato de 1741, que hizo importantes concesiones al Reino en los delicados asuntos de la inmunidad real, local y personal. Tanucci denunció la incapacidad del ambiente eclesiástico romano para advertir el profundo cambio que se estaba produciendo a nivel europeo, tanto en la cultura como en el pensamiento religioso, y su intento de continuar con una práctica de gobierno que no tenía ningún punto de encuentro con la nueva realidad política europea e italiana.
Se explica así la actitud polémica de Tanucci contra la curia romana, en sintonía con el programa de los jurisdiccionalistas y de los que deseaban la reforma de la Iglesia para restablecer la disciplina y el espíritu de la Iglesia primitiva, predicando el combate contra los privilegios eclesiásticos, el clero regular y el despotismo de la curia romana.
Durante estos años Tanucci, junto con Santiesteban y Montemar, continuó ocupándose de los asuntos toscanos hasta que los preliminares de Viena (1735) privaron al infante de Toscana, asignada al duque de Lorena, y del ducado de Parma que se dio al Emperador, reservándole sólo el Reino de las Dos Sicilias y los presidios o puertos de Toscana. Quedaba por resolver el rico patrimonio privado o bienes alodiales de los Médicis, situados en gran parte en el Reino de Nápoles, por el que pelearon durante muchos años el Emperador y Carlos de Borbón, aunque Francia los había prometido a la casa de Austria a cambio de los bienes loreneses. Tanucci hizo lo imposible porque tan espinosa cuestión no fuera resuelta de forma definitiva, con la esperanza de dejar una puerta abierta al futuro, y convencer a Francia para que el asunto de los alodiales se examinase más despacio y se solucionase de mutuo acuerdo entre el Emperador y el Rey de España. Aunque España renunció a estos bienes en 1759 y en 1765, por el matrimonio de la infanta María Luisa con el gran duque Leopoldo de Toscana, los esfuerzos de Tanucci no fueron del todo vanos, pues sirvieron para detener el vergonzoso éxodo y la venta de las preciosas colecciones mediceas, permitiendo a Carlos de Borbón y a Felipe V hacer valer sus derechos y reclamar contra tales abusos.
Mientras vivió Gastón de Médicis, las relaciones de Tanucci con la Toscana siguieron siendo muy cordiales, pero con su muerte (9 de julio de 1737) las cosas cambiaron. El duque de Lorena, yerno del Emperador y nuevo gran duque de Toscana, pronto tomó medidas contra Tanucci por sus servicios a España.
Primero le quitó el sueldo que recibía de la Universidad de Pisa y, después, en 1750, le despojó de la nobleza pisana, en la que había sido inscrito en 1729.
Uno de los acontecimientos más importantes de este tiempo fue el matrimonio del rey Carlos con María Amalia de Sajonia, hija de Augusto III, Rey de Polonia, en 1738. La influencia que la Reina ejerció sobre el Rey fue aumentando progresivamente, sobre todo después del nacimiento del primer hijo, y, apenas llegada a Nápoles, se puso a la cabeza de los cortesanos descontentos con Santiesteban y contribuyó a su caída, al igual hizo ocho años después con Montemar.
También lo intentó con Tanucci por el ascendiente que ejercía sobre el Rey, pero no lo consiguió. Con la marcha de Santiesteban terminó, a juicio de Tanucci, “el tiempo heroico” de aquella Corte y también la paz interna, porque con su carácter autoritario había sabido hacerse temer y mantener la buena armonía en el gobierno, que no se volvió a restablecer hasta que murió Felipe V y se apartó de los asuntos del Reino al ministro parmesano Scotti, que fue cuando Carlos se sintió libre para actuar por sí mismo.
Pasados los primeros momentos de cordialidad entre Montemar y Tanucci, es decir, hasta que el primero tuvo necesidad del otro para afirmar la autoridad española en Italia, la disensión estalló entre ambos de forma violenta por la diversidad de caracteres y de gustos: demasiado amante de la gloria y el lujo el primero, y reservado y sencillo el segundo. Y no menos desagradable resultaba para los demás miembros de la Corte el rústico toscano, que no podía presumir de otro título que de profesor de Derecho Civil. Pero cuando el Rey volvió victorioso de la batalla de Velletri (1744) y Montemar cayó víctima de la hostilidad de media Corte, con la Reina a la cabeza, y le sucedió Fogliani, estos mismos intentaron persuadir al Rey para que le apartase de todos los negocios. En 1745 Tanucci escribía a Corsini, lamentándose de las intrigas que había en la Corte, que le hacían desear retirarse a la vida privada, pues aunque la caída de Montemar había supuesto un gran beneficio para el reino al librarle de la rígida tutela de España, las cosas no mejoraron con la elección de Fogliani, “porque si había resultado difícil entenderse con el primero, más lo será con el segundo, que a una ignorancia supina unía una vanagloria fuera de lo común”, aunque en los primeros momentos las relaciones no fueron tan tensas como sucedió después.
La Guerra de Sucesión austríaca, finalizó con la firma del Tratado de Aquisgrán (28 de octubre de 1748), que daba un golpe de gracia a las esperanzas del establecimiento en Italia de la descendencia de Carlos de Borbón, al disponer la sucesión del infante Felipe a la Corona de las Dos Sicilias en el caso que Carlos pasase al Trono de España, así como la reversión de los ducados adjudicados a Felipe a Austria (Parma y Guastalla) y al Rey de Cerdeña (Piacenza), si este infante moría sin herederos o pasaba al Reino de las Dos Sicilias. El rey Carlos no quiso adherirse jamás al tratado, y ni siquiera al de Aranjuez (14 de junio de 1752), que confirmaba lo acordado en el primero, y la Reina encargó a Tanucci deshacer el conjuro que perjudicaba a su descendencia.
Caído entre tanto el marqués de Ensenada, Carlos de Borbón aprovechó la ocasión para cesar a Fogliani, nombrándole virrey de Sicilia, y encargar a Tanucci de los Asuntos Exteriores, Casa Real y Gracia y Justicia (1755). Tanucci se hacía cargo de la política exterior del Reino en un momento en que la hostilidad entre Francia e Inglaterra en América septentrional anunciaban la Guerra de los Siete Años, pero demostró saberse mover ágilmente en el nuevo cargo, al que se le llamó para que tratase de conservar el reino para los hijos de Carlos y María Amalia, una vez que parecía seguro que Carlos pasaría pronto al reino de España, consiguiendo la abrogación del Tratado de Aranjuez (1752). El rechazo de tales cláusulas por Carlos de Borbón constituyen el contexto para comprender la orientación que Tanucci dio a la política exterior napolitana en un momento en que tal política iba adquiriendo mayor peso gracias a al reconocimiento de Carlos como inminente sucesor a la Corona española, ante la mala salud de Fernando VI. Para conseguir su abolición y devolver al reino su completa autonomía con la sucesión de sus herederos naturales, el ministro, ante las amenazas de guerra, defendió la futura neutralidad española y napolitana y practicó una política de equidistancia, sin comprometerse con ninguno, aunque negoció en secreto con Austria, con la que firmó un tratado (1759) que aseguraba la completa independencia del reino. Carlos de Borbón podía marchar tranquilo a ocupar el Trono de España, sabiendo que dejaba asegurado el reino para su hijo Fernando.
Muerto entre tanto el Rey de España (10 de agosto de 1759), el rey Carlos se preparó para sucederle en el Trono, nombrando un Consejo de Regencia que gobernara el Reino de las Dos Sicilias durante la minoría de edad del príncipe Fernando. Con la marcha del Rey, Tanucci perdió a su principal valedor y se encontró rodeado de la aversión de buena parte de sus colegas, pero al ser nombrado miembro del Consejo de Regencia y asumir la dirección de la correspondencia con la Corte de Madrid, volvió a cumplirse lo que había dicho en 1746, que “quien controla la correspondencia con España controla el poder”. Y así, durante los años de la regencia (1759-1767), su fuerza radicó en ser el oráculo del rey Carlos en el gobierno de Nápoles.
Aunque algunos autores han sostenido que el período de la regencia (1759-1767) fue en el que Tanucci detentó el máximo poder, su correspondencia lo desmiente. Él sólo se sentía fuerte cuando podía actuar a la sombra del Soberano, primero de Carlos y, después, con mayor eficacia, de Fernando, de forma que en los primeros años de su reinado ejerció una autoridad casi ilimitada. El 1 de enero de 1768 fue nombrado primer secretario y se ordenó a los demás ministros que se dirigiesen a él para solventar cualquier asunto, y el Rey le entregó un sello y la estampilla con su firma, con lo cual no había documento que no pasase por sus manos. El rey Fernando estaba sometido a su padre y a Tanucci, que hacía de portavoz, y hasta que la Reina comenzó a dominar al Rey, la sujeción al ministro paterno sobrepasó todo límite.
Se ha hablado mucho de la influencia de Tanucci sobre Carlos III, que se puede estudiar y valorar en la correspondencia semanal que mantenían sobre los asuntos de Estado y otras cosas de interés (excavaciones de Pompeya y Herculano, obras en los palacios reales, bosques, caza, etc.). A los negocios de Estado les concedía la importancia debida y decidía sobre ellos sin atenerse a opiniones contrarias cuando estaba seguro de que sus soluciones eran las mejores. El Rey era concreto en su forma de expresarse, claro en manifestar su parecer y decidido cuando imponía su criterio. Al leer esta rica correspondencia se tiene el convencimiento de que es el Rey el que influía sobre el ministro napolitano, al menos desde su llegada a España, tal vez como compensación merecida del aprendizaje durante sus primeros años de Rey de las Dos Sicilias, y de las enseñanzas recibidas de su fiel ministro.
Las cartas que recibía Tanucci de sus corresponsales en otros países le proporcionaban información que le permitía orientar los criterios de la política exterior del Reino. Las directrices que recibía de España constituían la pauta de obligado cumplimiento, dadas las relaciones entre ambos reinos y la fidelidad y obediencia que siempre guardó a Carlos III. Como miembro del Consejo de Regencia, a partir de la venida del Rey a España, debió cumplir todas las indicaciones recibidas sobre política exterior, y se volvió a repetir, desde octubre de 1759, la situación de la época “de la fundación y del tiempo heroico”, cuando la llegada de los despachos de Madrid era el acontecimiento periódico de mayor relieve para la Corte napolitana. A pesar de esta dependencia, la dirección política que Tanucci recibía de Madrid no podía ser eficaz en los asuntos en que era necesario tomar resoluciones inmediatas, sobre todo en los de política interior. Las cartas de Tanucci a Carlos III y a los demás corresponsales de la Corte española daban la información que él quería que se tuviera en la Corte de Madrid, siempre con el mejor deseo de acertar en complacer a un Monarca al que le unían el cariño y una fidelidad inquebrantable.
Por otra parte, a partir de 1759 el margen de actuación independiente con que contó Tanucci en lo concerniente a las relaciones con Madrid lo ampliaba el hecho de ser ya un gobernante experimentado y controlar los centros de mayor poder.
Carlos III, en la medida que lo permitía la distancia, dirigió los asuntos políticos y familiares de la Corte napolitana por mediación de Tanucci. A veces, el Rey tenía que decidir en política exterior sin contar con lo que aquél deseaba y opinaba. Tanucci no era partidario de que el Rey ofreciese su mediación para conseguir la paz entre Francia e Inglaterra, y tampoco veía con simpatía las negociaciones con Francia que llevaron a la firma del Pacto de familia (1761), aunque Wall trató de tranquilizarle asegurando que todas las ventajas que España pudiera obtener también serían beneficiosas para las Dos Sicilias. La influencia de Tanucci en la política exterior española quedó reducida a la que podía derivarse de la información que enviaba de Oriente y de África a través de Ragusa y Constantinopla, pues los puntos de vista sobre la política que debía seguir España con Inglaterra, Francia o el Imperio, estaban condicionados por los intereses napolitanos, no siempre coincidentes con los españoles.
La posible influencia de Tanucci en Carlos III y en sus ministros, en lo concerniente al gobierno interior de España, estuvo condicionada por la subordinación, casi veneración, que tenía al Rey, y en buena medida se redujo a algunos aspectos de la política regalista.
La caída de Tanucci del cargo de primer secretario de Estado fue un episodio crucial, pues ponía fin a la influencia española en el Reino de las Dos Sicilias a favor de la Corte de Viena. La débil personalidad de Fernando IV de Nápoles permitió maniobrar a la reina Carolina de Austria para jubilar a Tanucci y poner al frente del Gobierno a un hombre bien visto por Viena, el conde de la Sambuca, de acuerdo con las instrucciones del ministro plenipotenciario austríaco en Nápoles. El 4 de junio de 1776 el rey Fernando comunicó a su padre, Carlos III, su intención de prescindir de Tanucci “por su avanzada edad de más de ochenta años, afán de querer controlar los asuntos de todas las secretarías y hacer todo, aunque no haga nada o muy poco”. Carlos III no aprobó esta resolución, pero no se opuso y Fernando IV de Nápoles le exoneró del cargo de ministro de Asuntos Exteriores y de la Casa Real. La retención del cargo de consejero de Estado y la comisión de tutelar los bienes del infante don Felipe y de seguir la causa contra los francmasones impidieron a Tanucci volver a su patria toscana y continuó viviendo en Nápoles, donde murió siete años después.
Tanucci inició en calidad de consejero de Estado el último período de su vida, lleno de valores humanos, como muestran la cartas que escribía semanalmente a Carlos III y la alegría que experimenta al recibir la contestación, pues “mi consuelo se apoya en haber obtenido de la misericordia divina la costumbre y la fuerza de confiar sólo en Dios y en vuestra majestad, disfrutando de los sacri caratteri que son los que más debo venerar y venero después de los de la Biblia”.
Carlos III se convirtió así en la estrella que alumbró su oscuro firmamento y el único motivo que guió su pluma y le permitió soportar la marginación y el abandono. La serena conciencia de haber ejercido el poder político con lealtad al Rey y al Reino confortó el ánimo del viejo y cansado ministro e hicieron más llevaderos los últimos años de su vida. En estos años, lejos de las pasiones políticas, de las intrigas cortesanas y de las debilidades humanas, mostró una resignada tranquilidad, alimentada del contacto con la naturaleza y los libros, y sostenida en la correspondencia con su “verdadero y único soberano”.
El empeño reformista de Tanucci estuvo orientado a conferir al Estado todos los poderes que se derivaban de su soberanía, para hacer un Estado independiente y autónomo, tanto en las relaciones con el feudalismo como con la Iglesia; para establecer en el reino una verdadera sociedad civil a fin de que el pueblo pudiera sentirse partícipe del Estado y de sus instituciones, y no considerarle más como instrumento de dominio y de opresión. Tal empeño brotaba del conocimiento del profundo cambio que se estaba produciendo a nivel europeo en la filosofía, en las ciencias, en la historia, en el derecho y en la política, que es lo que hizo de Tanucci un hombre ilustrado. Mas si la política de Tanucci se movió en el ámbito de las exigencias y de los problemas planteados por la cultura ilustrada, su realización no se inspiró tanto en el primado de una razón teórica que acentuaba el aspecto radical de las reformas, sino en una razón que tenía en cuenta la realidad sobre la que había que actuar, los obstáculos que se oponían a las reformas y los límites que había que tener en cuenta.
En este punto Tanucci permaneció fiel al realismo político de los grandes políticos e historiadores toscanos, Maquiavelo y Guicciardini, que tantas veces recuerda en sus cartas. También participó de su pesimismo de fondo en lo referente a las relaciones entre gobernantes y gobernados, y a la fragilidad y debilidad de la naturaleza humana siempre dispuesta a llevar el interés público al ámbito de lo privado.
Del prestigio que Tanucci gozaba ante sus contemporáneos puede servir el juicio que emiten la Effemeridi de Florencia: “Un hombre que de maestro de gramática ha llegado a ser por muchos años primer ministro de un reino no debe ser estúpido. Ha salido de su cargo sin delitos, ha servido bien a su príncipe, no ha grabado a sus súbditos, ha rebajado el orgullo y el poder de los barones... y todo esto ¿no es un mérito? Todos los grandes hombres tienen enemigos, pero después de algún tiempo la historia hace olvidar las calumnias y conserva la memoria de las buenas acciones”.
Pocas noticias hay sobre su familia. Casó con Ricciarda Catanti y tuvieron una hija, Marianna, que contrajo matrimonio en 1770 con un joven pisano, Giuseppe Rossi. De esta unión nacieron dos hijos, pero uno murió a los tres meses y el otro a los tres años, y Marianna falleció 1781, con lo cual Tanucci se quedó sin herederos directos.
Por último, Tanucci, al que Carlos concedió el título de marqués en 1738, fue miembro de la Academia Etrusca de Cortona, y promotor y fundador de la Regale Accademia Ercolanese (1755), que dirigió las excavaciones de Herculano, Pompeya y Stabia y dio a conocer sus descubrimientos con la publicación de los volúmenes sobre la Antichita di Ercolano por la imprenta real.
Obras de ~: Vindiciae Italicae, 1727-1728; Epistola in qua nonnulla refutantur ex epistola Guidonis Grandi [...] de Pandectis ad Josephum Averanium, Lucae, Typis Dominici Ciuffetti, 1728; Difesa seconda dell’uso antico delle Pandette e del ritrovamento del famoso manoscritto di essa un Amalfi, appresso Bernardo Paperini, stampatore dell’A. Reale della Sereniss. Gran Principessa Vedova di Toscana Firenze, 1729; Disertazione del dominio antico pisano sulla Corsica, 1729 (ed. de C. Bruschetti y N. Fruscoloni, Academia Etrusca-Cortona, 1983); Epistola de pandectis pisanis in Amalphitana direptione inventis ad Académicos Etruscos in qua confutantur quae Guido Grandius [...] opposuit Francisco Taurelio et Henrico Brencmanno, Florentiae, Typ. B. Paperini, 1731; Dritto della corona di Napoli sopra Piombino, s. d., 1759 post.; Epistolario o Libros copiadores de la correspondencia del marqués de Tanucci (Archivo General de Simancas, Estado, libs. 207-316); Epistolario di Bernardo Tanucci (ed. de M. D’Addio, Roma-Napoli, Edizioni di storia e letteratura, 1980); Lettere inedite di Bernardo Tanucci e Ferdinando Galiani (ed. de F. Niccolini en Archivio storico per le province napoletane, XVIII (1903), fasc. III, págs. 574-621, y fasc. IV, págs. 685-762; vol. XIX (1904), fasc. I, págs. 3-49, y fasc. IV, págs. 655-708; vol. XXX (1905), fasc. I, págs. 42- 64, fasc. II, págs. 213-269, y fasc. IV, págs. 409-467; Lettere (ed. en E. Viviani della Robbia (ed.), Bernardo Tanucci e il suo più importante carteggio, vol. II, Firenze Sansoni, 1942); Lettere di Bernardo Tanucci a Carlo III di Borbone, 1759-1776 (ed. de R. Mincuzzi, Bari, Istituto per la storia del Risorgimento italiano, 1969).
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Maximiliano Barrio Gozalo