Luis I de España. Madrid, 25.VIII.1707 – 31.VIII.1724. Rey de España.
Hijo primogénito de Felipe V y de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, fue el primer soberano español de la dinastía de los Borbón nacido en Madrid. El embarazo de la Reina fue anunciado en La Gaceta de Madrid a finales de enero de 1707. El 12 de febrero, la Reina visitó a la Virgen de Atocha, siguiendo la tradición de las reinas de España: su salida discurrió en medio de aclamaciones populares a lo largo de todo el trayecto.
Nada más conocerse el embarazo, empezaron las tensiones palatinas para la designación de las personas que ocuparían los puestos que el nuevo estado de la Soberana hacía necesarios. Por lo pronto, la princesa de los Ursinos se reservó el de aya de Su Alteza el príncipe de Asturias y logró que el 25 de marzo fuera nombrada como teniente de aya la aristócrata navarra María Antonia de Salcedo y Chavarri. De más compleja decisión fue la elección del médico, de la asistenta en el parto y de la nodriza que cuidaría a la criatura que se esperaba. Para médico se eligió a Julien Climent y para asistenta se designó a madame de la Salle. En cambio, la nodriza se decidió que fuera española.
A principios de agosto de 1707, se advirtió de que estuvieran preparados a los personajes que deberían estar presentes en el momento del real parto: el duque de Medina-Sidonia en su condición de mayordomo mayor, el cardenal Portocarrero —que era arzobispo de Toledo y primado de España—, los dos secretarios del Despacho, los condes de Benavente y de Santisteban, el marqués de Castel-Rodrigo, los consejeros de Estado, los presidentes de los Consejos, el embajador de Francia y el nuncio. El día 25 por la mañana, en el palacio del Buen Retiro, nacía el príncipe, que Felipe V presentó de inmediato a la Corte y a los madrileños desde el balcón del palacio. La Reina, que conservó siempre una excelente salud, realizó con el príncipe la visita de acción de gracias a la Virgen de Atocha en medio de una enorme popularidad. Pero el bautismo del recién nacido hubo de esperar, pues el duque de Orleans se encontraba en campaña y debería regresar a Madrid para ser el representante de Luis XIV, padrino del recién nacido; la madrina sería la duquesa de Orleans, en cuya representación actuaría la camarera mayor de palacio y aya del príncipe.
El duque de Orleans conquistó Lérida el 14 de noviembre y el bautizo quedó fijado para el 8 de diciembre, a las tres de la tarde, desarrollándose en medio de un impresionante despliegue palatino y cortesano de complejo ceremonial, cuyo oficiante religioso fue el cardenal Portocarrero con la Capilla Real como escenario.
Al príncipe se le impusieron los nombres de Luis Fernando; con el primero de ellos pasaría a la historia.
Luis creció sin ningún problema grave y a los dos años de edad, el 7 de abril de 1709, fue jurado como heredero en el templo madrileño de San Jerónimo. A la ceremonia de su proclamación como príncipe de Asturias acudieron todos los nobles y fue otro baño de multitudes para toda la Familia Real. Poco después, el 1 de julio, Luis caía enfermo de varicela o viruelas locas, con tal sobresalto de la madre, que un día después alumbró prematuramente a su segundo hijo; bautizado de inmediato con el nombre de Felipe, moriría días después, mientras el primogénito se recuperaba con rapidez y la Guerra de Sucesión (1702-1713) entraba en una fase especialmente dura y adversa para la causa borbónica, que empezaría a recuperar el terreno perdido a finales de 1710. El 7 de junio de 1712 nacía el tercer hijo del matrimonio, al que se le dio el nombre de Felipe y un año después, el 23 de septiembre de 1713, venía al mundo el cuarto descendiente de la regia unión, bautizado como Fernando, pero desde su alumbramiento, la Reina no recuperó la salud y murió el 14 de febrero del año siguiente.
Felipe V se sumió en un estado de postración serio de melancolía, a causa de la defunción de su esposa por una tuberculosis.
Por su parte, el príncipe de Asturias iba creciendo y, cuando todavía no alcanzaba los seis años de edad, ya eran del dominio público sus avances en escritura y francés, si bien hay testimonios bastante reticentes respecto a sus progresos mientras su educación estuvo bajo la supervisión de la de los Ursinos. El mismo día que cumplió siete años tenía lugar la firma de las capitulaciones matrimoniales de su padre con la que sería su segunda esposa, Isabel de Farnesio, cuya llegada a Madrid supuso un cambio en el círculo personal y palatino del Rey, con la aparición de un nuevo elemento en las inmediaciones del poder, el cardenal Julio Alberoni, que pondría especial énfasis en la recomendación a la nueva Soberana de que tratara con toda deferencia y consideración a los hijos del primer matrimonio de su marido, especialmente a Luis, de cuya educación se lamentaba Alberoni, quien ponía de relieve el descuido que la había presidido al no tener más compañeros de juegos que los dos hijos de la costurera de la Reina muerta, quedar su escritura al cuidado de una mujer, que también le enseñaba catecismo, mientras que el cirujano del aya le enseñó a leer, afirmaciones que podían ser muy bien exageraciones, ya que en la numerosa servidumbre del príncipe de Asturias había profesores de todas clases. No obstante, el momento del cambio había llegado.
En efecto, Felipe V designó como ayo de Luis al cardenal Del Giudice y al jesuita padre Laubrussel como jefe de estudios. A las personas que hasta entonces habían formado el entorno del príncipe se las despidió con reconocimiento y reparto de mercedes, en particular a Antonia de Salcedo, a la que Felipe V concedió el título de marquesa de Montehermoso y vizcondesa de Viguria y la dignidad de señora de honor de la Reina recién llegada, sobre la que corrían rumores de todo tipo en el sentido de que mantenía una mala relación con el heredero de la Corona. En todo este tiempo, Luis acompañó a su padre en los desplazamientos de la Corte a los Sitios Reales, participando activamente en las cacerías de su padre —circunstancia severamente criticada entre las gentes—, pese a no tener más de nueve años y a que el médico del Rey, Burlet, vaticinaba una desgracia proclamando que el heredero estaba amenazado del mismo mal que acabó con su madre.
Ajeno a tales rumores, Luis había mostrado un gran afecto a su ayo, lo que inquietaba no poco a la Farnesio y a Alberoni, celosos de cualquier personalidad que pudiera tener una importancia que a ellos les hiciera sombra, por lo que lograron su remoción, siendo su sustituto el conde de Pópoli, visto con recelo por su pupilo, que añoraba el trato con Del Giudice y que mostró una clara preferencia entonces por el conde de Altamira, gentilhombre de palacio. El marqués del Surco era el teniente de ayo, otra criatura de Alberoni y la Reina. De creer al duque de Saint-Aignan, a la sazón embajador francés, el futuro Rey era extremadamente tímido, con poca salud, maltratado —acaso— por la nueva Reina y tan abandonado, que se temía que la primera enfermedad de importancia que padeciera acabaría con su vida, apreciaciones inexactas, que tenían más de rumor cortesano y callejero que de certidumbre, salvando el indudable parecido físico existente entre Luis y su madre. En cualquier caso, el entorno de cuidado y mimos que le rodeaban mientras María Luisa Gabriela de Saboya vivió, dejó paso a un entorno más serio y riguroso, marcado por la etiqueta.
En 1717, la salud de Felipe V —por los famosos vapores que aparecieron en Italia y que La Gaceta llamó “tercianas”— se quebrantó tanto que dio pie a intrigas y maquinaciones palatinas hasta el punto de que un grupo de cortesanos, con el conde de Aguilar a la cabeza, y apoyado por el embajador francés pretendió anular las disposiciones testamentarias del regio enfermo y crear una junta que se encargara de la regencia mientras el príncipe de Asturias fuera menor de edad, al que se pensó incluso en raptar en uno de sus paseos para gobernar en su nombre. Pero las intrigas no pasaron a mayores, pese a que la enfermedad real perduró todo el año y los primeros meses del siguiente, paralelamente a las maquinaciones de Alberoni en el plano internacional, a las que Luis era completamente ajeno, limitándose a acompañar a su padre a la campaña de 1719, otra decepción más para Felipe V, que tuvo de buscar la paz sacrificando a Alberoni y adhiriéndose a la Cuádruple Alianza el 17 de febrero de 1720. Por aquellas fechas, según algunos testimonios, Felipe V ya había decidido “abandonar la corona y retirarse del mundo para pensar únicamente en su salvación y en servir a Dios”, cediendo la Corona voluntariamente a su hijo Luis.
Por otra parte, en las negociaciones diplomáticas que se sucedían por entonces, pasó a primer plano el tema de la boda del heredero. Las dudas de inclinarse hacia Francia o hacia el Imperio se resolvieron cuando el marqués de Grimaldo, sucesor de Alberoni en el despacho con los Reyes, comunicaba al nuevo embajador francés, el marqués de Maulèvrier Langeron, que Felipe V solicitaba para su hijo primogénito la mano de la hija del duque de Orleans y ofrecía la de su hija, la infanta María Ana Victoria, para desposarse con Luis XV, propuestas aceptadas e inmediatamente puestas en marcha, procediendo al nombramiento de embajadores extraordinarios —los duques de Saint- Simon y de Osuna— en octubre de 1721 para formalizar las peticiones de las infantas, lo que provocó que la Corte iniciara una fase trepidante de preparativos, intrigas y maquinaciones, pues todos querían sacar provecho de tan fausto acontecimiento. La casa del príncipe de Asturias se constituyó con los siguientes personajes: Pópoli sería el mayordomo mayor (y no se separaría del príncipe hasta su muerte en 1723); el puesto de caballerizo mayor recayó en el conde de Santisteban; el de Altamira recibió el nombramiento de sumiller de Corps; el duque de Gandía junto con los marqueses de los Balbases y del Surco fueron los gentileshombres de Cámara y los condes de Arenales y de Saffateli los mayordomos de semana; a ellos hay que añadir seis ayudas de cámara, dos caballerizos, dos mozos de guardarropa y un sumiller de cortina.
Para entonces, el príncipe Luis había adquirido resistencia y agilidad como consecuencia de la vida de ejercicio al aire libre que hacía acompañando a su padre, unas condiciones físicas que evidenciaba en las demás actividades que practicaba (equitación, caza, baile y juegos del mallo y de la pelota, por los que sentían gran atracción) y que le habían dado un aspecto sano y saludable y una figura alta, delgada y delicada. Por lo que se refiere a la timidez, algunos la consideraban reserva voluntaria del príncipe, que, como su madre, era un maestro en el arte de agradar y de hacerse simpático, ganándose voluntades y afectos, cualidades que percibió la propia Isabel de Farnesio, que le mostró a su hijastro siempre una consideración y deferencia incuestionables.
Los principios de su educación, inculcados por una serie de maestros de procedimientos más bien rutinarios —a los que se responsabilizaba de que su formación no fuera mejor— consistían básicamente en lo siguiente: temor a Dios y cumplimento de los deberes religiosos, respeto a la Santa Sede, sumisión a los padres, sujeción rigurosa a la etiqueta cortesana, convencimiento de la grandeza de la familia y de la Monarquía, estudio de idiomas —especialmente el francés y el latín— y principios de conocimientos militares, matemáticos, retóricos y literarios. Como contrapartida, el príncipe dispensó gran confianza a niños de su edad, de rango social inferior —hijos de criados con los que pasaba mucho tiempo, pues estaba solo frecuentemente—, con los que compartía juegos y diversiones; trato que le proporcionó un conocimiento perfecto del habla madrileña popular.
También mantuvo siempre un trato entrañable con sus hermanos Fernando y Felipe (que murió el 29 de octubre de 1719, a los siete años) y manifestó afecto a sus hermanastros Carlos (el primogénito de la Farnesio, nacido en 1716) y María Ana.
En septiembre de 1721 se hizo público en la capital francesa el compromiso matrimonial de “mademoiselle de Montpensier”, Luisa Isabel de Orleans, con el heredero español. El 22 de noviembre, Saint-Simon amanecía ya en Madrid, adonde llegaba con un nutrido séquito para concretar los acuerdos matrimoniales.
El día 25 tuvo lugar la audiencia solemne de petición de la infanta. Días después los reyes españoles salían para Lerma a esperar a la infanta, que a su vez emprendía el camino hacia España.
El día 9 de enero tuvo lugar el cambio de princesas en la isla de los Faisanes, donde se había construido un pabellón al efecto, en cuyo salón central tendría lugar la ceremonia, en medio de unos complejos preparativos y ceremoniales. Las noticias que llegaban a Lerma relativas a Luisa Isabel hablaban muy bien de ella, tanto de su carácter (niña de doce años —dos menos de los que tenía su prometido—, dulce, religiosa, respetuosa y caritativa) como de su belleza, que superaba la del retrato que los Reyes habían recibido con antelación. Sin embargo, algunos incidentes con el duque de Saint-Simon y otros caballeros franceses, ocurrido cuando la cumplimentaban en el pueblo de Cogollos, cercano a Lerma, anunciaban la mala crianza de la futura reina de España; sin embargo, nadie dio importancia a esos hechos, pronto oscurecidos por el esplendor desplegado en el palacio de Lerma (que era del duque del Infantado, un proaustríaco que no hizo nada por facilitar la estancia de los Reyes y del príncipe en el lugar), escenario de la boda que tendría lugar por la tarde del 20 de enero de 1722. A la boda siguió la cena y a la cena el baile.
Luego tuvo lugar una especie de pantomima, cuya invención se atribuye a Saint-Simon, quien trató de solventar con una ceremonia inusual el aplazamiento de la consumación del matrimonio, algo que se había pactado con antelación y que se dejaba al arbitrio de Felipe V, que lo determinaría cuando creyese llegado el momento. En efecto, en España —al contrario que en Francia— no era costumbre ver acostados a los contrayentes, pues los invitados se retiraban llegada una hora prudencial, pero en esta ocasión se le permitió a una parte de ellos acompañar a los Reyes y ver en el interior de una estancia a los dos novios acostados en una cama, escoltados por Pópoli y la duquesa de Montellano, al cabo del rato se corrieron las cortinas del lecho, se cerró la estancia y, cuando todos los testigos se hubieron marchado, Pópoli y Montellano sacaron de la cama al príncipe, que hubo de retirarse a su cuarto con un gran enojo. Al día siguiente, el 21, tuvieron lugar las velaciones y el 22 los Reyes, los novios y la Corte emprendían el regreso a Madrid.
Ya en la capital, se descubrieron signos inquietantes sobre la salud de la princesa recién llegada, pues padecía una erisipela —tal vez, debida al viaje— y, aparte de otros indicios, en el cuello, detrás de la oreja tenía dos tumores de regular tamaño, lo que hizo pensar en alguna dolencia contagiosa debida a la disoluta vida de su padre, el Regente francés. La enfermedad de Luisa Isabel se alargó un tanto, sirviendo para que empezara a aflorar su verdadero carácter y mala crianza, que le llevó a enfrentarse hasta con su suegra, quien empezó a abominar de ella. Otro motivo de fricción fue el baile que debería hacerse en palacio al regreso de los Reyes, un baile especialmente deseado por Isabel de Farnesio —que era una excelente bailarina, evidenciándolo con el príncipe de Asturias como pareja siempre que había ocasión— y al que la princesa dijo que no asistiría, pese a que era en su honor, por lo que finalmente fue suprimido.
Las fiestas para celebrar el casamiento, que empezaron en Madrid el 15 de febrero, constituyeron un espectacular despliegue de lujos y ceremoniales religiosos y profanos, que terminaron con la llegada de la Cuaresma. Luis y su esposa recibieron con agrado el traslado de la Familia Real al palacio del Buen Retiro, pues les permitía salir a pasear por sus grandes jardines, si bien raramente iban juntos; poco a poco la vida de la Familia Real se normalizaba en su rutina cotidiana y fue notándose un cambio: Luis se debilitaba, adelgazando y palideciendo, sin fuerzas para soportar las fatigas de la caza, sin mayores preocupaciones por formarse y prepararse para las altas tareas que le esperaban; mientras, su esposa engordaba, adquiría un color excelente por la vida al aire libre ejercitándose en la equitación y en largos paseos, pero no se libraba de indisposiciones y erupciones de piel.
La construcción del palacio de San Ildefonso provocaba continuas visitas y estancias de los Reyes en él; como no había demasiadas estancias disponibles, los infantes no podían estar todos con sus padres simultáneamente, lo que les hacia pasar solos mucho tiempo, pues las visitas a los progenitores duraban sólo uno o dos días, cada diez o doce, con objeto de que todos ellos pudieran hacerlas disfrutando de un mínimo de comodidad. Las separaciones de padres e hijos generaron una nutrida correspondencia por ambas partes.
En las cartas, por lo general, Luis escribía en nombre de sus hermanos y relataba lo que hacían a lo largo del día, siendo algo más explicito y frívolo en las que dirigía a Isabel de Farnesio. Según esas cartas, Luis y Fernando cazaban —a veces toda una jornada sin descansar—, pescaban, jugaban al mallo, paseaban por la sierra cercana a El Escorial, celebraban fiestecillas en los santos o cumpleaños, mataban serpientes y embromaban a alguno de los personajes de su entorno.
También escribía la princesa de Asturias, que seguía sin ver apenas a su esposo; en sus cartas mostraba el temperamento y carácter que tenía y siempre reacia a seguir a su joven marido en las cacerías y jornadas a la intemperie, además de las frecuentes indisposiciones que padecía, provocadoras de atenciones constantes de los médicos; sus entretenimientos más habituales estaban muy próximos a las actividades manuales de las camareras que la atendían.
El 17 de marzo de 1723 la Familia Real visitó Toledo y ese día los príncipes de Asturias comieron juntos al fin, una novedad que gustó a ambos. Para agosto, el día 25, cuando Luis cumplía los dieciséis años, estaba prevista la consumación del matrimonio, algo que en principio no fue fácil y no sirvió para cimentar posteriormente la vida común de la pareja, desatando toda clase de rumores entre los madrileños, que fueron propagándose y extendiéndose a partir de 1724, cuando Luisa Isabel evidenciaba hasta qué extremo podían llegar sus caprichos.
Por estos años se produjo una serie encadenada de muertes, que resultaría determinante en el futuro de la joven pareja. En efecto, el 8 de diciembre de 1722 murió la duquesa viuda de Orleans, abuela de la princesa; poco después, en abril, se producía el relevo de Maulévrier en la embajada en España por orden de Dubois, que moría el 10 de agosto, casi al mismo tiempo que el padre Daubenton, que fue sustituido en el confesionario real por el igualmente jesuita padre Bermúdez. También en 1723, el 2 de diciembre, moría el duque de Orleans, padre de Luisa Isabel, a la que se dio la noticia unos días después, cuando se recuperó de un ataque —otro más— de erisipela. La desaparición del de Orleans abrió el camino del duque de Borbón al cargo de primer ministro francés, más propenso a secundar la política de Felipe V, quien sorprendió a todos el 10 de enero de 1724 al abdicar a favor de su hijo primogénito, decisión que comunicó al Consejo de Castilla y que sólo había anticipado a Isabel de Farnesio, a su confesor y a su primogénito.
Una decisión que se ha explicado de diversas formas, siendo la más difundida la de situarse en condiciones de ocupar el trono de Francia llegado el caso. Luis se convirtió así en Rey, siendo conocido como el Bien Amado y accediendo al trono sin que las Cortes fueran convocadas, si bien su popularidad entre el pueblo era indiscutible e incuestionable.
La juventud del nuevo Rey aconsejó la creación de una especie de junta o gabinete para asesorarle.
Creada por Felipe V —antes de retirarse con Isabel de Farnesio y el marqués de Grimaldo al palacio de San Ildefonso en La Granja—, estaba compuesta por individuos de cuya lealtad no tenía dudas: al frente estaba el marqués Luis de Mirabal, presidente del Consejo de Castilla, un jerezano, diplomático y criatura de Grimaldo, al igual que el secretario de Estado Juan Bautista Orendain, que no era miembro de la Junta y que se limitaba a ejecutar lo que su mentor le indicaba desde San Ildefonso; los demás miembros eran Diego de Astorga, arzobispo de Toledo, Juan de Camargo, obispo de Pamplona e inquisidor general, los marqueses de Valero, presidente del Consejo de Indias, de Aytona, que lo era del Consejo de Guerra, y de Lede, general de los ejércitos españoles, el conde de Santisteban del Puerto, presidente del Consejo de Órdenes y Miguel Francisco Guerra, que había ocupado antes la presidencia del Consejo de Castilla y era hermano del confesor de la Reina madre. La superintendencia de Hacienda se encomendó a Fernando Verdes Montenegro, que sustituía a Juan de Dios del Río. De esta forma, Felipe V pudo seguir controlando el gobierno, sin ninguna opción para su hijo, que consultaba todos los asuntos y decisiones con sus progenitores, pues su ignorancia política era completa, ya que carecía totalmente de experiencia en este sentido. Por lo que, en realidad, no hubo ninguna modificación ni cambio en la política española.
Luis I y su esposa —entre quienes las pruebas de falta de amor eran conocidas por los cortesanos y empezaban a trascender— se trasladaron desde El Escorial a Madrid, donde realizaron la entrada en medio de una gran acogida popular, celebrándose el besamanos en el salón de los espejos del Alcázar. Al día siguiente, 8 de febrero, acudieron a la basílica de Atocha. Un día después, el 9, fue proclamado como Luis I. La cuestión más importante que se planteó en el nuevo reinado fue la llegada a Madrid del mariscal de Tessé, enviado por el duque de Borbón, primer ministro de Luis XV, en una misión que ha sido considerada de formas diferentes, aunque la más generalizada era la que sostiene que tenía como objetivo lograr que Felipe V se declarara heredero de la Corona francesa —con ello el de Borbón quería evitar que si su Rey moría sin sucesión, la Corona francesa fuera a parar a un miembro de la familia de Orleans, de la que era enemigo declarado. La misión de Tessé, en este sentido, resultó infructuosa. Por otra parte, en torno a Luis I se empezó a formar un grupo que aspiraba a canalizar la política española con independencia de la francesa —contra el extranjerismo y a favor del casticismo—, cosa que no fue posible, por la prematura muerte del Rey, que dejó huérfano al “partido español”.
Por lo demás, la estancia en el trono hizo que la gente conociera más directamente a Luis I, percibiendo algunas notas de su carácter, especialmente la tristeza, que ya había aparecido en el joven por la prematura muerte de su madre y que ahora se acentuaba a consecuencia de los disgustos que le proporcionaba la conducta desordenada y extravagante de su esposa. Los caprichos de la joven Reina llegaron al extremo de que su marido tomó cartas en el asunto e intentó reprimirlos siguiendo los consejos de su padre y de la condesa de Altamira, camarera mayor: Luis I la apartó durante seis días del Buen Retiro, encerrándola en una estancia del Alcázar, entre el 4 y el 10 de julio.
El 19 de agosto de 1724, el Rey enfermó de viruelas, dolencia de la que no pudo recuperarse, durante la cual su esposa le prodigó todo tipo de cuidados, contagiándose también ella. El 31 moría Luis I, siete meses y medio después de empezar a reinar y a los diecisiete años de edad. Su cuerpo fue expuesto en el Salón de Reinos, en el palacio del Buen Retiro, donde los madrileños pudieron tributarle el último homenaje.
Así concluía el “reinado relámpago”.
En un acto de legitimidad cuestionada por algunos sectores, tras consulta al Consejo de Castilla y a una junta de teólogos, olvidando lo establecido en la legislación respecto a la sucesión, Felipe V volvió a recuperar el trono de España.
Bibl.: J. Maldonado Macanaz, Voto y renuncia del rey Don Felipe V: Discursos leidos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública del Excmo. Sr. D. Joaquin Maldonado Macanaz el [...] 3 de Mayo de 1894. Contestación del Excmo. Sr. D. Antonio Sanchez Moguel, Madrid, Imprenta de los Huérfanos, 1894; A. Baudrillart, “L’influence française en Espagne au temps de Louis I. Missión du Maréchal de Tessé”, en Revue de Questions Historiques, LX (1896), págs. 491-560; A. Danvila, Luisa de Orleáns y Luis I, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1902; J. Olmedilla y Puig, Noticias Acerca de la última enfermedad del rey de España Luis I, Madrid, Nicolás Moya, 1909; J. Vega, Luis I de España, el rey silueta, Madrid, Afrodisio Aguado, 1943; A. Danvila, El reinado relámpago. Luis I y Luisa Isabel de Orleáns, Madrid, Espasa Calpe, 1952; J. Hidalgo, “La abdicación de Felipe V”, en Hispania, 22 (1962), págs. 559-596; F. Cánovas Sánchez et al., La época de los primeros Borbones, I. La nueva Monarquía y su posición en Europa (1700-1759), pról. de V. Palacio Atard, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, t. XXIX, Madrid, Espasa Calpe, 1985; H. M. W. Coxe, España bajo el reinado de la Casa de Borbón, introd. de E. Martínez Ruiz, Alicante, 2005.
Consuelo Maqueda Abreu