Solano y Bote, José. Marqués del Socorro (I). Zorita (Cáceres), 6.III.1726 – Madrid, 24.III.1806. Marino, político, científico y explorador.
Descendiente de una familia navarra de Estella radicada en Extremadura en los años de la Reconquista, fue hijo de Agustín Solano Carrasco y de María Bote Moreno, ambos de condición hidalga inmemorial y de sangre, no de privilegio. Un antepasado suyo, Juan Solano, que emparentó con la familia del conquistador del Perú, pues casó con Estefanía Pizarro, tuvo en Zorita oficios concejiles y llegó a ser alcalde ordinario de esa villa en 1624 y 1641. Su hijo Agustín fue procurador y alcalde de la hermandad. En la siguiente generación, Pedro fue calificado en un censo como hidalgo y de oficio “labrador de dos yuntas”. Su hijo Agustín fue el padre de nuestro personaje; su matrimonio con María Bote se celebró el ocho de febrero de 1717. José (que también recibió los nombres de Francisco y Antonio en el acto de su bautismo por el obispo de Plasencia, fray Francisco Laso de la Vega) fue el quinto entre los once hijos que tuvieron: nueve hombres y dos mujeres.
Como fue habitual en el siglo XVIII, en el cual se desarrolló una auténtica “meritocracia de la nobleza”, gracias a la cual el ejército y la Real Armada nutrieron sus escalafones con destacados miembros procedentes de ese grupo social, atentos a probar con sus servicios a la corona y el Estado la justicia de su condición, José Solano y Bote se inclinó por la carrera naval e ingresó en la Real Academia de Guardamarinas de Cádiz, en cuya compañía sentó plaza el 2 de febrero de 1742.
Contaba ya con cierta educación, pues un caballero de Trujillo amigo de la familia, Pedro de Chaves, se lo había llevado a Madrid para darle carrera en el momento oportuno. En la Corte, el pequeño Solano aprendió latinidad, lengua francesa —a la que más adelante sumaría la inglesa—, historia, dibujo, baile y manejo de la espada. En su recién estrenado destino militar, en el cual fue admitido sin haber cumplido los dieciséis años, lo que sin duda se disimuló por su estatura y desenvolvimiento mundano, mostró de inmediato un singular talento en materias tan relevantes como aritmética, cosmografía, navegación y fortificación. En ellas, con el paso del tiempo, habría de mostrar un singular talento, hasta tal punto que no es dudoso calificarlo marino “científico”, el renovador elemento humano de la Real Armada que, en feliz expresión de Cesáreo Fernández Duro, frente a la tradición de los oficiales de “caza y braza, más acostumbrados al ron que a las ecuaciones”, hizo del estudio y el saber fundamento de su carrera.
Quizás fue esa exhibición de conducta expuesta y deseo de servir lo que hizo que fuese elegido por la superioridad para formar parte de la tripulación del navío El León en 1744, cuando se trasladó a Cartagena con pertrechos para dotar la escuadra del Mediterráneo. En aquella ocasión tuvo lugar su bautizo de fuego, pues su jefe Juan José Navarro —desde entonces marqués de la Victoria— debió enfrentarse a los británicos en cabo Sicié, con el resultado de la retirada de estos a Mahón —entonces bajo su dominio— y la victoria aliada hispano-francesa. La honrosa conducta del joven guardamarina supuso su inmediato ascenso a alférez de fragata, en cuya calidad recibió instrucción en el mando de baterías de artillería naval, tanto con blanco fijo como móvil; en aquellos años también formó parte de la dotación del navío El Constante, con eficaz desempeño en el mando de guardamarinas. No obstante, sería su aplicación en el estudio más que el oportunismo bélico lo que determinaría su carrera en estos años decisivos de formación y juventud. Sabedor Solano de que el capitán de navío Pedro Boyer adelantaba en Cartagena renovadoras tareas de construcción naval, pidió ser destinado como alumno suyo, lo que al fin logró, si bien es de resaltar que tuvo que simultanear su aprendizaje con los cometidos propios de su empleo, el servicio en puerto y baterías artilleras y las salidas al mar con la escuadra. En una ocasión en que se trasladaron a Cádiz seis navíos al mando de Ignacio Duteul, formó parte de la dotación de El Soberbio; una vez allí recibieron orden de convoyar hasta Canarias una flota mercante, lo que cumplieron con acierto. En 1748 Solano retornó a Cádiz y al servicio de la Academia de Guardamarinas, donde la patriótica conducta y el entusiasmo proyectista de Jorge Juan habrían de obsequiarle la primera gran oportunidad de su carrera.
Encargado Juan por el marqués de la Ensenada de adelantar en Gran Bretaña un viaje de espionaje dirigido a la renovación de la ciencia y la industria españolas, se le conminó a elegir acompañantes que fueran sobresalientes en aritmética, aplicados, de entendimiento, viveza, buenos modales, distinguido nacimiento y bien parecidos. Solano fue incorporado junto a Pedro de Mora a la arriesgada misión, con el cometido explícito de “perfeccionarse en las matemáticas”, aunque en realidad debía ocuparse de obtener cuanta información fuera posible sobre “artefactos y máquinas de la marina”. La singular aventura comenzó en agosto de 1749, cuando ambos se presentaron en Londres ante Jorge Juan y el plenipotenciario Ricardo Wall, que en una comida inmediata con ministros de Su Majestad británica tuvo que hacer frente a embarazosas preguntas.
“¿A qué han venido estos caballeros?”, preguntó uno de ellos. “El tiempo lo dirá”, respondió Wall. El plan se ejecutó con exactitud, pues Juan instruyó a Solano y Mora en matemáticas y física experimental, si bien fue la contratación de artesanos y técnicos expertos y la labor de espionaje lo determinante, y también la causa de su abrupto final. En una ocasión, Solano fue sorprendido al entrar en el astillero de Deptford, donde había descubierto una fragata recubierta de cobre, y tras emborrachar a un contramaestre supo de la organización de una expedición para hacer población en las costas de Chile, en flagrante violación de los acuerdos diplomáticos vigentes. La oportuna protesta de Wall empeoró sin duda su situación, pues ni en los astilleros de Plymouth ni en Portsmouth le fue permitido el acceso. En cambio, logró paso franco en el de Chatham, gracias a la ayuda de un tal Medina, un sevillano renegado que ejercía como intérprete del almirantazgo.
Al fin, mientras Juan lograba su propósito de contratar constructores de buques y fabricantes de paños, se tomó la decisión de repatriar a los arriesgados marinos espías. Una mañana, Solano y Mora fueron recogidos por Juan y trasladados a Canterbury y a Dover, de donde pasaron a Calais y París. Allí recibieron clases de física experimental y más tarde retornaron a España.
Tras la exitosa misión, Solano fue destinado a Cartagena, donde colaboró con Juan en las obras de la dársena, y en mayo de 1753 se trasladó de nuevo a la capital francesa, esta vez en compañía del naturalista irlandés al servicio de la corona española Guillermo Bowles, con el fin de perfeccionar sus estudios de química.
También tuvo ocasión por entonces de colaborar en los proyectos de navegación del río Tajo entre Aranjuez y Toledo, junto a los ingenieros Arcón y Herrera.
Solano fue requerido para mandar la embarcación en que los Reyes quisieron recorrer un tramo del río y se le ordenó formar memoria explicativa de lo actuado.
Pero estos años venturosos de aprendizaje y servicio lo facultaban para empresas de mayor envergadura, como las que correspondían a una monarquía hispánica atlántica, en trance de reformar sus instituciones políticas y científicas. Así, tras la firma en 1750 del Tratado de Madrid, que fijó los límites entre las posesiones de las coronas española y portuguesa en América y Asia, la intercesión y la confianza del ministro de Estado José de Carvajal y una vez más de Jorge Juan indujeron su nombramiento el 14 de diciembre de 1753 como cuarto comisario de la Expedición de Límites al Orinoco, que fue precedido de su ascenso el 10 de febrero de aquel mismo año a capitán de fragata. Convertido en asesor científico de Carvajal, su intervención resultó decisiva en el apresto expedicionario. En primer término, Solano se encargó de elegir dos guardamarinas para que colaboraran en las labores científicas. Éstos fueron el aragonés Vicente Doz, gran astrónomo y cartógrafo, con posterioridad miembro de la expedición que midió el paso de Venus por el disco solar en California, director del Seminario de Nobles e individuo de la Junta de Límites, y el brillante cosmógrafo granadino Nicolás Guerrero, que fallecería de fiebres al poco de retornar de Venezuela. Ambos adquirieron a su lado verdadera competencia en delicadas materias: del cálculo de longitudes a la confección de mapas y la exploración de territorios selváticos. Como no podía ser menos, Solano también fue encargado por Carvajal de la adquisición de los libros e instrumentos geométricos, físicos y astronómicos imprescindibles para la ejecución de su difícil cometido. Mientras los telescopios, cuadrantes, cuartos de círculo, teodolitos, planchetas, globos, lentes, termómetros, barómetros y microscopios se compraron en Londres en su mayor parte, los libros reflejaron la opción personal de Solano por la ciencia newtoniana y la matemática “sublime”, ya que adquirió obras del propio Newton, Halley, Euler, Belidor, Bouguer, La Condamine, Juan y Ulloa.
La llegada de los miembros de la Expedición al Orinoco a Venezuela aconteció en abril de 1754, cuando ya los estragos causados por la guerra guaranítica en Paraguay y el despojo de las reducciones jesuíticas habían despertado en América como en Europa gran oposición al cumplimiento del Tratado de Madrid.
En el caso venezolano, ésta se vio aumentada porque el primer comisario, José de Iturriaga, había sido director de la Compañía Guipuzcoana, que detentaba el monopolio de la explotación del cacao, lo que causaba grave conflicto con la población local, que se sentía con frecuencia inerme ante sus abusos. Ello hizo que a su llegada a Cumaná, cuya posición astronómica tomó Solano al poco de llegar, los expedicionarios no lograran los aprestos navales, tropas de escolta y víveres solicitados al gobernador de Nueva Andalucía, Mateo Gual. Obligados, sin embargo, a navegar por la costa para entrar por la desembocadura del Orinoco y alcanzar remontando su curso el caño Casiquiare y el río Amazonas, donde debían reunirse cuanto antes con los comisarios portugueses y comenzar el trazado de la línea divisoria, los expedicionarios se entregaron a una actividad febril. Solano y sus oficiales se ocuparon durante sus estancias en las islas de Margarita y Trinidad de facilitar la construcción de embarcaciones.
También implementaron un programa científico, que comprendió la determinación astronómica, estudios del clima, observación de especies vegetales y levantamiento de un plano general. El lento avance hacia el interior y la pérdida de vidas y pertrechos sólo remitió tras la llegada a Santo Tomé de Guayana en julio de 1755 de los supervivientes, muchos de ellos enfermos y “derrotados de los aguaceros y crecientes del río Orinoco”.
Una vez repuestos en las misiones de los capuchinos catalanes del Caroní, Solano y sus hombres se encontraron dispuestos para acometer el que fue su mayor servicio a la Expedición: el paso de los raudales de Atures y Maipures, que marcaban una frontera infranqueable para los españoles, sometidos a la presión en el Orinoco de las armadas de los caribes aliados de los holandeses de Surinam y a la presencia en el Amazonas de los portugueses cazadores de esclavos. El 28 de marzo de 1756 José Solano, acompañado de doscientos indios auxiliares, logró superar el primero de estos accidentes geográficos, formados por remolinos, rocas y peligrosos rápidos. Su hazaña hizo posible el replanteamiento de la estrategia de la expedición que, al asentarse con solidez en dos nuevas poblaciones del Orinoco medio, Ciudad Real y Real Corona, facilitó su inmediata integración a la Capitanía General de Venezuela. En cuanto al propio Solano, su actividad fue incansable, pues en 1757 viajó por la ruta del río Meta a Santafé de Bogotá, donde logró del virrey Solís la entrega de diversos socorros. A comienzos del año siguiente, haciendo gala de una autonomía que ya nadie osaba discutirle, cruzó de nuevo los raudales hacia el sur e impulsó un proyecto dirigido a integrar el Alto Orinoco y consolidar de manera definitiva la frontera con el Brasil portugués. Muy hábil en las relaciones con los indígenas, ante los cuales se presentó como “un español del rey” y gracias a la amistad de Crucero, jefe de los guaipunabis, fundó San Fernando de Atabapo, y en 1759 y 1760 su alianza con mazerinabis, mengepures y manaos hizo posible el establecimiento de San Felipe, Esmeraldas y San Carlos de Río Negro, desde entonces último asentamiento español en la región. Otras exploraciones promovidas por él se dirigieron a las fuentes del Orinoco y en busca de cacahuales silvestres. Durante esta etapa, los resultados cartográficos fueron descollantes, pues Solano formó un gran mapa del curso del Orinoco y junto a sus discípulos preparó multitud de cartas y croquis parciales, verdadero fundamento de la geografía de la Guayana desde entonces.
La cancelación del Tratado de Madrid en 1761 y la inmediata orden de retorno de los expedicionarios a la Península detuvo tan importantes trabajos, siquiera temporalmente, pues la estancia peninsular de Solano fue breve y su regreso a Venezuela casi inmediato. Investido con el empleo de capitán de navío, que obtuvo el 13 de julio de 1760, y tras mandar por un breve período un navío, el Rayo, fue nombrado teniente de la compañía de guardamarinas de Cádiz. En 1762 contrajo matrimonio con Rafaela Ortiz de Rozas, nacida en 1743 en Buenos Aires, donde su padre Domingo, honrado con el título de conde de poblaciones, era entonces capitán general. Su felicidad personal se completó al año siguiente con la concesión de un hábito de la Orden de Santiago y —en lo que constituyó una escalada política sin precedentes— fue nombrado por Carlos III el 23 de mayo de 1763 gobernador y capitán general de Venezuela. Su gobierno allí es recordado como uno de los más fértiles del siglo, y se caracterizó por la poderosa visión estratégica y la promoción de exploraciones y fundaciones en el interior continental.
Solano impulsó un vasto plan dirigido a obtener relaciones geográficas del territorio, reformó la red viaria, promovió la reconstrucción de los daños producidos en 1766 por un terremoto, mejoró hospitales y hospicios, fomentó la agricultura, instaló el correo marítimo con estafetas en Caracas y Puerto Cabello y respaldó el traslado de la capital de Guayana —convertida en 1762 en comandancia separada— a la Angostura del Orinoco.
También articuló un plan de defensa con lanchas corsarias y fortificaciones costeras e instauró las milicias disciplinadas de blancos, pardos y morenos, tan importantes en una región del Caribe expuesta a acometidas de los británicos. El 14 de abril de 1771 entregó el mando a su sucesor y pasó a servir la Capitanía General de Santo Domingo, así como la presidencia de la Real Audiencia, con sede en la ciudad primada de América. Allí puso en práctica la misma política ilustrada, de modo que impulsó sin vacilación el comercio, formó una junta de agricultores para favorecer el cultivo de caña de azúcar y tabaco, fundó una escuela de matemáticas, promovió la mejora de fortificaciones y edificios públicos y persiguió el contrabando y el juego ilegal. Entre 1773 y 1776, participó en la negociación de un acuerdo de límites con los franceses de la parte occidental de la isla Española, a fin de evitar sus usurpaciones y que hubiera linderos perpetuos. La colocación de mojones y pirámides por oficiales encargados de llevarlos a la práctica supuso su definitiva consagración.
Los largos años de mando político en América, con alejamiento de la Real Armada, motivaron a Solano a pedir en 1778 su reincorporación. Destinado inicialmente en El Ferrol, fue ascendido al año siguiente a jefe de escuadra, y tras una estancia en Brest pasó en enero de 1780 a Cádiz, donde se le asignó el mando del navío San Luis. Al mes siguiente, se le presentó la última gran oportunidad de su carrera, y como de costumbre no la desaprovechó. En plena guerra de independencia norteamericana, fue puesto al mando de una escuadra de guerra de doce navíos, dos fragatas, un chambequín y un paquebote, y recibió la orden de proteger un convoy de cien embarcaciones y treinta y ocho más del comercio, que debía pasar a La Habana con socorros de artillería, ocho mil hombres de infantería y dos regimientos de refuerzo. No sólo logró ponerla en condiciones de navegación en breve plazo, sino que evitó el acoso naval británico mediante el “feliz ardid” de elegir una derrota de Tenerife a Dominica, y arribó a Guadalupe, Puerto Rico y La Habana sin novedad. Este éxito garantizó el refuerzo de las guarniciones de las islas, Guatemala y la Nueva España e hizo posible las campañas contra los establecimientos británicos de Mosquitia, Roatán, Providencia, Bahamas y Florida. En lo concerniente a esta última, Solano logró la máxima gloria de su carrera, pues en septiembre de 1780 se le ordenó salir de La Habana con su escuadra de siete navíos, cuatro fragatas, un jabeque y un paquebote, en escolta del convoy de cincuenta y un embarcaciones con casi cuatro mil hombres de la expedición mandada por el mariscal de campo Bernardo de Gálvez, cuyo fin era la toma de Pensacola (en español Panzacola, en perfecta descripción de la forma de la costa en esta localidad del occidente de aquella península) y uno de los grandes objetivos del conflicto, por lo que podía suponer de debilitamiento de las armas británicas en el Nuevo Mundo. Aunque un fuerte temporal impidió el primer intento de desembarco, en marzo de 1781 el ambicioso y arrojado Gálvez —que en su fuero interno despreciaba la sabia prudencia de los oficiales de la Armada— al fin sitió la plaza, con unas fuerzas cercanas a los ocho mil hombres. Puestos en peligro los sitiadores por la llegada de un fuerte contingente enemigo, Solano acudió con su escuadra y protegió las operaciones militares, que duraron sesenta y un días, los últimos doce de trinchera abierta. Aunque Solano no estuvo presente en la rendición británica el 8 de mayo, debido a las tormentas y vientos contrarios, fue recompensado en 1782 con el empleo de teniente general. Convertido en jefe del vital apostadero de La Habana y al mando de los bajeles del Rey en la América septentrional, hasta la Paz de París de 1783 que concluyó la guerra, mantuvo con acierto la actividad naval en el Caribe y tomó parte en un intento de toma de Jamaica y en la defensa de Cuba ante un ataque del almirante Rodney. Es importante señalar que la escuadra de Solano no fue exclusivamente una eficaz máquina militar; por directa instigación suya se abordaron importantes problemas cartográficos y completaron su formación varios miembros de una de las más destacadas generaciones de la marina ilustrada, como Federico Gravina o José de Mazarredo.
En julio de 1783, tras recibir la visita en La Habana del príncipe Guillermo y el almirante Hood, antiguos enemigos, en celebración del final del conflicto bélico, Solano retornó a Cádiz al mando de una valiosa escuadra, pero sufrió el relevo del mando y detención en la isla de León por un cargo de contrabando sin fundamento alguno, quizás instigado por el envidioso Gálvez. Aclarados los cargos, el 25 de julio de 1784 Carlos III le concedió el título de marqués del Socorro.
Poco después se le nombró consejero de Guerra, con destino en Ferrol. En 1790 se le confirió la responsabilidad del armamento en los departamentos de Cádiz y Ferrol y le correspondió mandar escuadras contra los británicos en Finisterre y Cádiz, armadas con ocasión de los sucesos de Nutka, en Alaska. Aquel mismo año recibió la gran cruz de la orden de Carlos III y el nombramiento de gentilhombre de cámara con ejercicio, mientras que a su esposa le fue concedida la banda de la orden de la reina María Luisa.
En 1793 se le otorgó plaza en el Consejo de Estado y todavía en 1794 y 1796 tuvo el mando de escuadras destinadas a América. Vivió los últimos años de su vida quejoso por su estrechez y los impagos de sus emolumentos y el fallecimiento de muchos de sus trece hijos, aunque tuvo el ánimo en 1797 de escribirles sus memorias. Todavía en 1802 tuvo la responsabilidad del mando naval, pues pasó con una escuadra a Nápoles a recoger a María Antonia, la prometida del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII. José Solano logró la máxima graduación que se podía alcanzar en la Armada el 5 de octubre de 1802, con el ascenso a capitán general, y murió en Madrid en 1806 rodeado del aprecio de todos, a tiempo de evitarse el sufrimiento de ver desaparecer la monarquía que tanto había servido en ambos hemisferios. Recibió sepultura en el Convento del Carmen Descalzo de la villa y corte y su cadáver fue amortajado con los hábitos de Santiago y Carlos III y el escapulario de la Virgen del Carmen.
Le sobrevivieron tres hijos, Francisco María, segundo marqués del socorro y marqués de La Solana, muerto en 1808; Estanislao, fallecido en 1840, y María de la Concepción, desaparecida en 1862.
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Manuel Lucena Giraldo