Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, Pedro Pablo. Conde de Aranda (X). Siétamo (Huesca), 1.IX.1719 – Épila (Zaragoza), 9.I.1798. Militar, diplomático, político, empresario.
Nació en el seno de una ilustre familia nobiliaria. Su padre, natural de Zaragoza, Pedro Ventura de Alcántara Abarca de Bolea, era marqués de Torres, duque de Almazán y conde de las Almunias, títulos a los que añadiría en 1723 el de IX conde de Aranda.
Su madre, María Josefa López de Mendoza, Pons y Bournonville, natural de Barcelona, era hija de los condes de Robres y marqueses de Vilanant. Son un total de veintitrés títulos nobiliarios los que heredaría el X conde de Aranda. Recibió la primera educación en Zaragoza de manos de los jesuitas por los que su madre tenía especial afecto y devoción. A los nueve años, su padre, que iba a Italia a tomar el mando del Regimiento Inmemorial de Castilla, se lo llevó a Bolonia. En 1734, lo sacó de allí y lo ingresó en el Colegio de Nobles de Parma regentado por la Compañía de Jesús, donde figura en la lista alfabética de alumnos del decenio 1730-1740 como “D. Dux de Almazán, ex magnatibus Hispaniae primae clasis, Petrus Paulus, Caesaraugustanus”.
En 1736, a la edad de diecisiete años, se escapó del colegio para presentarse en el ejército español de Italia. De esta forma, el entonces duque de Almazán (título que llevó hasta enero de 1742 como primogénito de la Casa de Aranda) pudo pasar a luchar junto a su padre con el encargo de rescatar para el infante Carlos —futuro Carlos III— el ducado de Parma. Sin embargo, la Paz de Viena (1737) acabó asegurando al infante Carlos la corona del Reino de las Dos Sicilias, con lo que el conde de Aranda pudo regresar a España. Su hijo, el duque de Almazán, le seguiría un tiempo después, una vez concluidos sus estudios de humanidades y arte militar. Así, pudo conocer a su esposa Ana María del Pilar Fernández de Híjar, hija del VIII duque de Híjar y Grande de España, con quien se había casado por poder (1739) habiendo actuado de poderhabiente, en nombre del novio, el hermano de la novia, Joaquín Diego, IX duque de Híjar, primogénito de los Pignatelli y hermano de los jesuitas San José y Nicolás.
A los veintiún años, el joven Aranda (1740) fue nombrado capitán de Granaderos del 1.er Batallón del Regimiento de Infantería Inmemorial de Castilla (luego de Rey) del que era coronel su propio padre.
Simultáneamente, Felipe V le concedió el grado de coronel de infantería en atención a los méritos e inclinación manifiesta al servicio militar. Declarada de nuevo la guerra de Italia, se embarcó el joven duque en Barcelona (1741), y, habiendo fallecido su padre dos meses después, se le dio el mando de su regimiento. Al frente del mismo participó en la campaña de Italia a las órdenes de Montemar y luego de Gages. El coronel Aranda fue herido en la batalla de Campo Santo (1743) en la que los españoles se enfrentaron a los austríacos. Allí, quedó por espacio de veinticuatro horas entre un montón de cadáveres hasta que le salvó su asistente. Felipe V le concedió entonces el empleo de brigadier del Ejército, en premio a su heroico comportamiento.
Aranda regresó a España para reponerse, y una vez restablecido de sus heridas volvió a Italia hasta el término de la campaña, participando en la batalla de Plasencia (1745) y poco después en la Fidone o San Lorenzo, y en los sitios de Larrabal, Tortona, Valencia del Po y Casale de Monferrato. En recompensa de estos servicios, Felipe V le otorgó (1746) el título y la llave de gentilhombre de la Real Cámara. Al año siguiente, reinando ya Fernando VI, fue nombrado mariscal de campo. La Paz de Aquisgrán (1748) ofreció nuevos horizontes a la actividad del conde de Aranda.
Los años siguientes los promedió entre la administración de sus posesiones, residiendo en su casa de Zaragoza, y una serie de viajes que emprendió por Francia y el centro de Europa con objeto de ilustrarse y aumentar sus conocimientos de militar y artillero.
París, Bruselas, Berlín, Postdam —donde estudió la táctica militar del ejército prusiano— Dresde y Viena fueron diferentes etapas de su viaje. Paralelamente, enriqueció su pensamiento económico en la línea cameralista, al igual que los economistas aragoneses de la época, y en el papel que debía desempeñar la nobleza militar, comerciante y política. Visitó fábricas, factorías y centros comerciales, especialmente en la ciudad alemana de Meissen, famosa por su porcelana, en la que recabaría fórmulas y métodos para mejorar su fábrica de loza y porcelana de Alcora. Fruto de estos encuentros fue el contrato que poco después hizo con el alquimista y arcanista de dicha ciudad Juan Cristian Knipffer, quien se obligó a fabricar porcelana fina durante seis años y a enseñar sus técnicas a los aprendices de Alcora.
Cuando Aranda volvió a España en 1755, continuó su carrera de ascensos militares. Ese mismo año —contando sólo treinta y seis años de edad— era promovido a teniente general. Pocas semanas después, Fernando VI le confió la embajada extraordinaria de Lisboa, que el día de Todos los Santos había sufrido un terrible terremoto y destruido la mayor parte de la ciudad causando unas ocho mil víctimas, entre ellas el embajador de España, conde de Peralada, que falleció mientras oía misa en la capilla del palacio de Calhariz, sede de la embajada española, que quedó completamente arruinado e inhabitable. La dureza de ésta, su primera experiencia diplomática, la reflejó Aranda de forma gráfica y crítica en la correspondencia mantenida con su tío el duque de Alba, por lo que muy pronto pidió ser reemplazado.
La breve estancia de Aranda en Lisboa fue premiada por Fernando VI (1756) con el collar de la insigne Orden del Toisón de Oro. Ese mismo año, Aranda era nombrado director general de Artilleros e Ingenieros y coronel del Regimiento de Artillería. La supresión del empleo de capitán general de Artillería, y la fusión de los cuerpos de Ingenieros y Artillería fueron mal recibidos, no sólo por el secretario del Despacho de la Guerra, Sebastián Eslava, sino también por algunos capitanes generales, como el marqués de la Mina, que lo era de Cataluña, y protegido de Eslava. Razón por la que Aranda encontró desde el primer momento un rechazo manifiesto al que siguieron serios disgustos y contratiempos cuando quiso poner orden, especialmente en las maestranzas y fundiciones, donde se encontraron verdaderos fraudes, como pronto puso de manifiesto al dar cuenta del mal estado en que se encontraba la artillería.
En consecuencia, Aranda prestó especial atención en vigilar las fundiciones y la fabricación de la pólvora y el calibre de las balas. Organizó la artillería en cuatro departamentos: hizo un estudio del estado de todas las plazas, acuartelamientos y fortificaciones de la Península, fundó en la Corte la Real Sociedad Militar de Matemáticas —integrada por ocho ingenieros y artilleros encargados de preparar un curso matemático-militar que incluyera las materias precisas para un buen oficial ingeniero o artillero— y unificó las múltiples y diferentes escalas empleadas en mapas, cartas y planos.
Íntimamente ligado al mundo de la ingeniería estaba el de la arquitectura, y Aranda expresó sus inquietudes arquitectónicas a través de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, de la que fue nombrado consiliario. Con este motivo envió a la Academia una curiosa Memoria sobre el método de la enseñanza de la arquitectura basado en tres principios: firmeza, hermosura y comodidad, que analiza pormenorizadamente.
En vista de que sus relaciones con el ministro Eslava no tenían visos de arreglarse, Aranda se desanimó hasta el extremo de confesar que, con tal cúmulo de opresiones, había perdido el espíritu del Ejército. En consecuencia, el 24 de enero de 1751 elevó al Rey un Memorial en el que pedía no sólo su retiro del puesto de director general de Artillería e Ingenieros, sino del mismo Ejército. Doble dimisión que le fue aceptada inmediatamente cuatro días después.
Aranda se retiró a sus tierras de Aragón y allí permaneció administrándolas hasta que en octubre de 1759 llegó a España el nuevo Rey, Carlos III, el cual, de paso para Madrid (había desembarcado en Barcelona) se detuvo algún tiempo en Zaragoza. Lo que ocurrió en la capital de Aragón entre Carlos III y Aranda, que sin duda se acercó desde Épila a saludar al nuevo rey, no está todavía claro. Pero poco después (marzo de 1760), el Rey volvió a incorporarlo al Ejército con el grado de teniente general y el mismo sueldo y antigüedad que le correspondían según su primera patente de nombramiento abolida y ahora rehabilitada. Un par de meses más tarde, era nombrado embajador extraordinario ante el rey de Polonia y elector de Sajonia, Augusto III, suegro de Carlos III. Estando Aranda visitando la ciudad de Dantzig, en su calidad de embajador, se firmó el Pacto de Familia (1761).
Los primeros años del reinado de Carlos III registraron un abierto enfrentamiento entre España y Portugal, derivado principalmente de la diferente política de alianzas mantenida por ambos países. Declarada la guerra y ante la desafortunada actuación del ejército español, dirigido por el marqués de Sarriá, fue llamado urgentemente el conde de Aranda, quien dejó la Corte polaca para ponerse al frente del ejército español en Portugal. Las hostilidades con Portugal que costaron a España unas doce mil bajas, quedaron en tablas en el ajedrez de las conquistas territoriales peninsulares, siendo lo más grave la pérdida de La Habana conquistada por los ingleses tras el asalto al castillo del Morro. La Paz de París (1763) puso fin a la Guerra de los Siete Años, considerada como el primer conflicto mundial de los tiempos modernos.
Ese mismo año, un real decreto ordenaba que un tribunal militar, presidido por el conde de Aranda, examinara y juzgara la conducta militar de Juan Prado, gobernador de La Habana, así como la de otros altos oficiales encargados de la defensa de la isla de Cuba contra el ataque inglés. Tras un año de deliberaciones, el tribunal condenó a muerte a los responsables, si bien el Rey les perdonó la vida.
Durante el transcurso del proceso, el conde de Aranda fue ascendido al empleo de capitán general; tenía entonces cuarenta y cuatro años. A raíz del Tratado de Versalles, España recuperaba Cuba, principal enclave comercial y militar de las rutas de comunicación entre la América hispana y Europa. A cambio, Gran Bretaña recibía la península de la Florida, hasta entonces parte integrante de la Capitanía General de Cuba. España, a su vez, aumentaba la Luisiana con la extensa zona perteneciente entonces a Francia. A partir de ese momento, la isla de Cuba se convirtió para Aranda en el centro de sus preocupaciones coloniales, siendo nombrado para el Gobierno superior político de Cuba el teniente general Ambrosio de Funes y Villalpando y Abarca de Bolea, conde de Ricla, primo hermano del conde de Aranda y un año más joven que él, con quien había tomado parte en las campañas de Italia y en la guerra de Portugal. Durante los dos años que duró su mandato, se reconstruyeron las fortalezas que rodeaban La Habana, se levantaron otras nuevas y se reorganizó la política y administración de la isla. Ricla siguió el minucioso plan elaborado por Aranda, quien seleccionó el personal de mayor capacidad y confianza para llevarlo a cabo.
Estando todavía ocupado en las sesiones de la Junta Militar, Aranda recibió el nombramiento de capitán general de los reinos de Valencia y Murcia, cuya capitanía había quedado vacante por la muerte de Manuel de Sada y Antillón. Paralelamente, era nombrado gobernador del reino de Valencia y presidente de su Audiencia. Estos nombramientos fueron considerados, sin embrago, como un ostracismo, ya que el marqués de Esquilache, que alcanzaba el culmen de su privanza, no quería tener cerca de sí a nadie que pudiera hacerle sombra. Fruto de su breve estancia en Levante fue su preocupación por mejorar el buen funcionamiento de la Audiencia valenciana, la reglamentación del servicio de aguas, la supresión de abusos cometidos con motivo de la inmunidad local, la represión de la holgazanería, la inspección de acuartelamientos y defensas marítimas, y la colonización del Monte de las Águilas, en Murcia y fundación de la ciudad homónima de Águilas.
Apenas un par de años después (1766), a raíz de los motines contra Esquilache, Aranda era llamado de nuevo a Madrid, constituido en presidente del Consejo de Castilla, en sustitución del obispo Rojas, para poner orden en la Villa y Corte de la que el Rey había huido refugiándose en Aranjuez. Con este motivo, fue nombrado también capitán general de Castilla La Nueva.
El célebre motín contra Esquilache —al que en realidad habría que aplicar más el apelativo de “motines” por las repercusiones que tuvo en Zaragoza, Cuenca, Palencia, Lorca, Elche, Barcelona, Salamanca, Murcia, La Coruña, Azpeitia y otros muchos puntos de la Península, hasta superar el centenar— fue aprovechado por el duque de Alba, en unión del padre Osma —confesor del Rey—, Grimaldi, Roda y Campomanes, para persuadir al Monarca, si es que necesitaba de persuasión, que actuara contra la Compañía de Jesús. Éste es el momento en que Aranda entra en escena. Una de las consecuencias más aireadas de los motines fue la expulsión de los jesuitas (1767) acusados en el Dictamen Fiscal de Campomanes de ser sus causantes. Hoy se conoce, gracias a los papeles que Campomanes se guardó en su archivo familiar, quiénes fueron los verdaderos artífices de la expulsión, y el principal de ellos, el propio Campomanes, quien no dudó en manipular las pruebas con falsos testigos, y quien manejó a su antojo el Consejo Extraordinario manteniendo aislado a su presidente, el conde de Aranda, sospechoso de parcialidad a favor de los jesuitas. Sin embargo, Aranda cargaría históricamente con el protagonismo de dicha expulsión siendo el último en saberlo. Su papel se limitó en calidad de supremo magistrado del reino y comandante general del Ejército y Policía, a poner en práctica una resolución que se estaba preparando en Madrid tiempo antes de que él fuera llamado a la Corte. Aranda actuó como un estratega, que aporta y desarrolla un plan bien concebido —secreto y simultáneo en su realización— y en el que cuidó hasta del más mínimo detalle, como fueron el tabaco y el chocolate que podían llevarse los expulsos entre sus cosas; el número de religiosos que debían ir en cada calesa o coche; el buscar maestros que los sustituyesen, de forma que no se interrumpiesen ni un solo día las clases en los colegios. O si se prefiere, actuó como verdugo a quien el juez hace venir la víspera de una ejecución, según expresión coetánea de Las Casas, embajador de España en Venecia.
Pero, además, en los siete años (1766-1773) que fue presidente del Consejo de Castilla, desplegó gran variedad de actividades. Así, intervino contra los muchos eclesiásticos que, abandonando sus parroquias y residencias, se hallaban en la Corte sin otro empleo que solicitar beneficios y prebendas, obligándolos a reintegrarse a sus respectivos domicilios canónicos. Prohibió y persiguió la nube de mendigos, vagabundos y maleantes que infestaban las calles de Madrid. A él se debe la Instrucción general para la iluminación de la Villa y Corte; dividió Madrid en ocho cuarteles con sus barrios cada uno, y exigió a los alcaldes correspondientes que cumplieran con las normas relativas a la conservación del alumbrado, limpieza y empedrado; creó la popular institución de los serenos nocturnos, y la de los diputados y síndicos personeros del común de los pueblos, con vistas al abastecimiento de los mismos y un mayor control de los ayuntamientos; organizó bailes de máscaras en los teatros del Príncipe y de los Caños del Peral de Madrid; mandó construir los teatros de los Reales Sitios de Aranjuez, El Escorial y La Granja como teatros experimentales; intervino en la creación del actual Jardín Botánico de Madrid, así como en el trazado del paseo del Prado; favoreció a escritores como Iriarte, Cadalso y Fernández de Moratín, y a pintores como Mengs y Bayeu, entre otros.
En 1769 salió Aranda de Madrid para pasar un par de meses en sus posesiones de Épila, villa zaragozana en la que tanto la iglesia parroquial como los tres conventos existentes eran fundación de la familia Aranda. Desde allí se interesó también por su fábrica de loza fina de Alcora, una de las más importantes y renombradas de la época, siendo el primer industrial de España que implantó entre sus obreros la jubilación retribuida. Poco antes de su regreso a Madrid, la Universidad de Huesca le confirió el grado máximo en la Facultad de Leyes y encargó con este motivo a Ramón Bayeu un retrato del conde de Aranda.
A su regreso a Madrid y de paso por el Real Sitio de San Ildefonso, el Rey le nombró consejero extraordinario del Comité constituido para entender el problema político planteado por las islas Malvinas, y miembro de la Junta encargada de planificar el “Plan de contribución única”, que no llegaría a ponerse en vigor. Sin embargo, a pesar de tantos nombramientos y responsabilidades, se agudizaron los roces y enfrentamientos del presidente del Consejo con Grimaldi y los fiscales Moñino y Campomanes. A éstos se unieron muchos eclesiásticos y algunos nobles de la grandeza que deseaban la caída de Aranda sobre todo a raíz de la puesta en marcha del Plan Beneficial de las iglesias de España que pretendía la un tanto revolucionaría ordenación beneficial de España y que supuso a Aranda tener que cargar con la odiosidad que no pocas gentes tributaban al presidente reformador.
Por esas mismas fechas, la colonización de Sierra Morena y en especial la actuación de Olavide pusieron de manifiesto, una vez más, el enfrentamiento entre Aranda y Campomanes. La humillación que con este motivo sufrió Campomanes derivó en la revancha del fiscal que siguió, día a día, torpedeando cada una de las iniciativas o actividades presidenciales. Otro incidente que contribuyó a aumentar la animadversión contra el presidente Aranda, esta vez en la persona de Grimaldi, y del propio Rey, fue la negativa de Aranda a ingresar en la Orden de Carlos III.
El llamado “partido aragonés”, término que acuñó el historiador Coxe y luego desarrolló y estudió Olaechea, no era otra cosa que Aranda y unos cuantos partidarios afines a su persona y forma de pensar sobre cuestiones políticas, administrativas, económicas y culturales. Y constituye un capítulo más del interés de Aranda por el control del poder de la Corte y la pugna ministerial que enfrentaba especialmente a “aragoneses” y “golillas”; es decir, a un grupo de presión de tendencia nobiliario-reformista (partido aragonés) frente a los colaboradores de la política de Carlos III (“golillas”). Y entre éstos, en especial, Campomanes y Moñino, los dos fiscales del Consejo de Castilla, quienes elevaron (1772) al Rey una exposición reservada contra el presidente del Consejo, Aranda; exposición que en cierto sentido era la respuesta al Memorial que un año antes el propio Aranda había dirigido al Rey contra Campomanes y sus irregularidades profesionales. Pero en este enfrentamiento el gran perdedor fue Aranda, quien acabó siendo desplazado de la Presidencia del Consejo y destinado al brillante ostracismo de la embajada de París, donde habría de permanecer, prácticamente desterrado, catorce años (1773-1787) antes de poder regresar a su patria.
Aranda sustituyó en París a su yerno, el conde de Fuentes, primogénito de los Pignatelli. Sin embargo, en París, Aranda siguió siendo especial víctima de la política de Grimaldi, quien mantuvo a su embajador al margen de los asuntos más importantes y delicados. En justa correspondencia, Aranda no disimulaba la poca simpatía que sentía por el genovés, no sólo por espíritu de xenofobia política de la que también participaba el duque de Villahermosa, embajador de España en la Corte de Turín, sino también porque le tenía por un ministro inepto y holgazán y estaba en total desacuerdo con su política profrancesa.
La veta militar de Aranda se puso nuevamente de manifiesto durante su embajada de París con ocasión de la desastrosa expedición española a Argel (1775) dirigida por el irlandés O’Reilly. Gibraltar y la colonia del Sacramento centraron también la atención e interés de Aranda, quien en reiteradas ocasiones se ofreció para ir al campo de batalla. Pero donde se vio más directamente involucrado fue a raíz de la guerra de independencia de las Trece Colonias americanas, por su intervención personal en el tratado de Paz de Versalles (1783) entre España e Inglaterra, centrado en la recuperación de la isla de Menorca y de la Florida oriental, si bien Gibraltar quedó finalmente fuera ante la intransigencia de Inglaterra. Aranda celebró la firma del tratado haciéndose retratar por Inza en un monumental cuadro ecuestre en el que recoge en una cartela inferior la satisfacción del rey Carlos por los servicios prestados por Aranda con este motivo. Las negociaciones de paz se vieron complicadas por la actitud de Floridablanca —que ya había sustituido a Grimaldi en la dirección de los asuntos de España— manifiestamente enfrentado al Gobierno de Inglaterra.
La rebelión de las Trece Colonias despertó en Aranda, una vez más, el temor de que la América meridional se escapara de las manos de España siguiendo el ejemplo del Norte; prenuncio de lo que se avecinaba había sido ya la sublevación de Tupac Amaru, sangrientamente sofocada. En este sentido, envió a Carlos III una Memoria secreta en la que manifestaba sus temores, al igual que lo había hecho antes en el “Plan de Gobierno para el Príncipe” (1781), que remitió al de Asturias, donde es clarividente la actitud que en el futuro tendrían los Estados Unidos respecto a la América española.
Aranda, que había dejado en España a su esposa, creyó llegado el momento de solicitar el regreso aunque sólo fuera brevemente para encontrarse con ella, que se estaba gravemente enferma sin esperanzas de curación. Antes de que Aranda llegara a Madrid se enteró del fallecimiento (24 de diciembre de 1783) de su querida Ana María del Pilar. Aranda, que había visto morir a sus tres hijos y a su único nieto varón, quedaba sin herederos, y ante la esperanza de encontrar quién fuera el continuador de su estirpe y casa no dudó en casarse de nuevo, aprovechando su estancia en Madrid. Y lo hizo apenas unos meses después de enterrar a su primera esposa (1784) con su sobrina nieta de diecisiete años María Pilar Fernández de Híjar y Palafox. Aranda tenía entonces sesenta y cinco años.
Dejando de lado el tópico de su pretendida amistad con el relojero Voltaire y los enciclopedistas, y las anécdotas relacionadas con su nombramiento por el rey de Francia como Caballero del Espíritu Santo, o la refutación que hizo de El Viaje de Fígaro a España que logró que fuera quemado en París a manos de un verdugo, así como su apoyo para la creación de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País en Zaragoza, y del primer Museo Científico de París, finalmente, en vísperas de la Revolución Francesa, consiguió Aranda autorización para su definitivo regreso a España (1787). Desde ese año hasta finales de febrero de 1792, en que fue destituido Floridablanca, no volvió a ocupar cargos públicos. Sin embargo, con su regreso, y a pesar de esta “ausencia” política, la guerra sorda y luego sin cuartel que el partido militar-aragonés llevaba a cabo para derrocar a Floridablanca se recrudeció, precisamente a raíz de la Junta de Estado constituida en perjuicio de la autoridad de los Consejos.
El fallecimiento de Carlos III el 14 de diciembre de 1788 y la llegada al trono de Carlos IV supuso un cambio notable. La caída de Floridablanca, la exoneración del achacoso y casi ciego Campomanes, el ascenso del joven Godoy, el cada vez mayor influjo de la reina María Luisa culminaron con el nombramiento de Aranda (1792) de decano del restituido Consejo de Castilla y primer secretario de Estado.
La actividad política de Aranda, en este su último período, se centró en la difícil situación internacional planteada por la Revolución Francesa, que llevaría finalmente a la declaración de guerra entre España y la Convención francesa, más conocida con el nombre de Guerra de los Pirineos (1793-1795), y que tanto en los preliminares como en su desarrollo, sirvió para que el conde pusiera nuevamente de manifiesto su fuertemente arraigado espíritu militar. A pesar de los diferentes memoriales y planes de campaña redactados por Aranda y su oposición frontal para una guerra para la que él creía que no estaba preparada España, y de la que no podían sacar ventaja alguna, sino más bien perjuicios tanto peninsulares como americanos, derivó en un duro enfrentamiento personal con el valido Godoy y con el propio Carlos IV que tuvo como consecuencia la inmediata destitución de Aranda (1793) primero como secretario de Estado, después como decano del Consejo de Castilla, así como su destierro a Jaén, incautación de todos sus papeles, incomunicación y posterior proceso y prisión en la Alhambra.
Finalmente, en 1795, se le permitió retirarse a su casa-palacio de Épila, donde vivió dedicado a la administración de sus posesiones y a colaborar con la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, hasta su muerte (1798), a la edad de setenta y ocho años. Su cadáver, por expreso deseo suyo, fue trasladado y enterrado en el Real Monasterio de San Juan de la Peña (Huesca).
La Casa y título de Aranda pasaron a la de Híjar y posteriormente a la Casa de Alba que es la que hoy día ostenta el título de conde de Aranda.
Obras de ~: Memorial dirigido a la Real Sociedad Económica de Amigos del País, París, 1776-1777 [ed. facs., Zaragoza, 1998]; Dénontiation au Public du Voyage d’un soi-disant Figaro en Espagne, par le Véritable Figaro [El conde de Aranda], A Londres et Paris, chez Fournier le jeune, 1785.
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José Antonio Ferrer Benimeli