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Francisco de Bruna y Ahumada

Biografía

Bruna y Ahumada, Francisco de. Granada, 31.VII.1719 – Sevilla, 27.IV.1807. Oidor decano de la Real Audiencia de Sevilla, honorario del Supremo Consejo y Cámara de Castilla y del Estado, alcalde de los Reales Alcázares, caballero de la Orden de Calatrava.

Francisco de Bruna era el primogénito de Andrés de Bruna y de María Luisa de Ahumada. Su padre ostentó los más altos cargos de la magistratura española: oidor en Granada, presidente de la Audiencia de Mallorca, presidente de la Chancillería en Valladolid y consejero de Castilla. Su madre, natural de Ronda, era hermana del marqués de las Amarillas, que hizo una notable carrera militar en Italia y ocupó el virreinato de México.

Francisco tuvo tres hermanos: Bartolomé, oidor de la Real Audiencia de Sevilla; Fabiana, casada con José Navarro, oidor de la Real Audiencia de Sevilla, y Teresa, casada con Antonio Malte Meléndez, oidor también de la Real Audiencia de Sevilla.

Aunque el mayorazgo de los Bruna se encuentra en Lucena, provincia de Córdoba, Francisco se educó en Sevilla, en el Colegio Universidad de Santa María de Jesús. A los diecinueve años, Francisco de Bruna actuaba ya como licenciado en Cánones y, en 1741, era catedrático consiliario y doctor en Cánones y Derecho. Desde tiempos tempranos compaginó su trabajo en la Universidad con la Magistratura y, en 1944, se contaba entre la nómina de los oidores de la Real Audiencia de los Grados de Sevilla. Vivió siempre en Sevilla y declinó cuantos ofrecimientos le hicieron para incorporarse a la Corte de Madrid, alegando razones de salud. Mantuvo, sin embargo, frecuente contacto con la capital a través de sus viajes y su correspondencia.

Cuando ya había cumplido los cuarenta años, Francisco de Bruna casó con Mariana Villalón Salcedo, nacida en Málaga, con quien tenía parentesco por vía materna. La renuncia y profesión religiosa de las hermanas mayores de Mariana le permitieron heredar un mayorazgo en Vélez Málaga y el marquesado de Chinchilla.

En el año 1765, Francisco de Bruna fue nombrado teniente de alcalde de los Reales Alcázares, Real Palacio del Lomo del Grullo y sus anejos. El territorio objeto de esta alcaldía era grande, como también lo eran sus privilegios, honores y derechos. Desde tiempos de Felipe II, la alcaldía de los Alcázares se había vinculado a la casa de Olivares. La Cédula concesionaria, de 1552, fue ampliada en sucesivas ocasiones y los Reyes añadieron a las primitivas nuevas concesiones territoriales y también otras que se tradujeron en rentas o tributos al Alcázar. El trabajo de Francisco de Bruna como teniente de alcalde se centró, en primer lugar, en contrarrestar los efectos del devastador terremoto que asoló Sevilla en 1755, mediante obras de consolidación y reforma del territorio afectado.

Su gestión le permitió, además, sufragar con los excedentes del Alcázar un conjunto de instituciones y propuestas de carácter cultural. Así surgió la Escuela de las Tres Artes Nobles, origen de la Academia de Bellas Artes sevillana. También desarrolló e impulsó una notable actividad en el campo de la Arqueología que le permitió reunir una valiosa colección de piezas en los salones y patios del Alcázar bajo el título de “Inscripciones y Antigüedades de la Bética”.

Aquellos salones albergaban también los cuadros y esculturas de la Escuela de las Tres Artes Nobles. Su particular afán coleccionista le llevó a tener, además, un pequeño museo de historia natural en su propia casa. Los inventarios de sus colecciones, muchas lamentablemente perdidas, dan muestra de la riqueza y el valor de las obras reunidas en ellas. Su labor de mecenazgo y su profundo interés por las artes y las letras le valieron el nombramiento como miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia. Esta última institución —de la que Bruna fue académico honorario desde 1769— custodia sus manuscritos bajo el título de Colección de varias causas y papeles sabios y curiosos recibidos del Sr. D. Francisco de Bruna por su buen amigo y su favorecido Ciriaco González de Carvajal. En el tomo tercero del Apéndice a la Educación Popular (1755- 1777), Campomanes publicó las Reflexiones sobre las artes mecánicas de Bruna.

Francisco de Bruna hizo compatible su trabajo de oidor y teniente de alcalde con otros cargos como administrador de las annatas, fiscalizador de algunos diezmos reales, juez protector del Hospital de San Lázaro, administrador de las Almonas del Jabón y protector de la Real Compañía de Fábricas y Comercios de San Fernando. Con el paso de los años, Francisco de Bruna llegó a ser oidor decano de la Real Audiencia de Sevilla y logró el título de preeminente por su dilatada carrera. Se le concedieron también los honores de la Cámara de Castilla y ocupó la regencia interina de la Audiencia en los albores del siglo xix.

El Rey le otorgó la máxima distinción civil de aquella época: la correspondencia al Consejo de Estado.

Tras una larga y fecunda vida falleció en Sevilla a los ochenta y ocho años de edad. Francisco de Bruna frecuentó los círculos ilustrados de la Sevilla del siglo xviii; participó en la tertulia de Pablo Olavide y asistió en ella a la lectura de El delincuente honrado que allí hizo su autor, Gaspar Melchor de Jovellanos, por primera vez.

A mediados del siglo xviii, el Consejo de Castilla pidió informes a los intendentes de Sevilla, Córdoba, Jaén, Granada, La Mancha y Extremadura sobre la situación agraria en Andalucía. También solicitó informe a Francisco de Bruna como decano de la Real Audiencia de Sevilla. En opinión de Gonzalo Anes, el informe de Bruna, fechado en 1768, fue uno de los más realistas y coherentes. Frente a otras opiniones meramente teóricas, Bruna fundaba la suya en su trabajo como abogado, que le había permitido participar en numerosos litigios relacionados con problemas del campo. Poseía, además, una finca llamada La Serruela en Dos Hermanas, en la que, siguiendo la moda de su tiempo, quiso que se cultivara más terreno y que se fundaran dos pueblos. Aunque no había leído a Adam Smith —Bruna escribió su dictamen siete años antes de la publicación de La Riqueza de las Naciones—, demostró unos conocimientos en economía superiores a los que correspondían a un jurista de su tiempo. Su trabajo manifiesta alguna influencia de Olavide, cuyo informe Bruna había leído y calificado de muy completo.

A pesar de ello, es probable que la certera visión de Andalucía que demostró Francisco de Bruna procediera, sobre todo, de su conocimiento práctico, su inteligencia y su capacidad de observación.

El objetivo de Bruna en su informe era poner de manifiesto la situación de la Andalucía rural para que las leyes se ajustaran mejor a la realidad. Hizo una descripción exacta de los cortijos, su forma de cultivo y las gentes que los trabajaban. En su opinión, Andalucía era una de las zonas más fértiles de España y sus trabajadores eran eficaces en el campo. Rechazaban, sin embargo, por vanidad, otros trabajos que podían envilecerles, y, por lo general, eran poco ahorradores.

La distancia entre los cortijos y las tierras de labranza impedían, en muchos casos, el desplazamiento diario de los labradores. Esto frenaba la incorporación de mujeres y niños al trabajo del campo, y restringía sus posibilidades de ganar un jornal en la temporada de la recogida de aceituna.

Francisco de Bruna apuntaba en su informe el aumento del precio de los granos y la renta de la tierra que atribuía al crecimiento de la agricultura. La atención prestada por el Gobierno al campo y el cambio de actitud de los propietarios, que se envanecían de “tener labor y hablar de ella”, eran dos razones de peso para explicar este desarrollo. También lo era la libertad decretada en el comercio interior, la abolición de la tasa y la decadencia del comercio de Indias provocada por el traslado de la Casa de Contratación a Cádiz, que había hecho de los productos agrarios el principal objeto del mercado sevillano.

El crecimiento agrario tenía su reflejo en el crecimiento de los pueblos y forzó, al mismo tiempo, el de los jornales, que aumentaron “más de un tercio”. El salario real debió también de aumentar porque Bruna apuntaba la mejora en el nivel de vida de los campesinos.

Para fomentar el desarrollo agrario, era partidario de que el Estado actuara sin leyes violentas.

No compartía la opinión de Olavide, que era favorable al reparto de las tierras de los cortijos entre los campesinos. El “arbitrio” de repartir los cortijos para impedir que hubiera grandes labradores haría desaparecer todo estímulo en ellos por la imposición de no ampliar sus tierras. Convenía, por tanto, que hubiera entre los labradores diversos tipos y que algunos tuvieran mayor cantidad de tierras, para que pudieran almacenar lo cosechado en años de abundancia y vender lo entrojado en años de escasez.

Para aumentar la oferta de tierras y suavizar los precios, Bruna abogaba por los cercamientos y por el aumento de la superficie cultivada mediante la roturación de baldíos y dehesas. Los cercamientos permitirían esparcir a los labradores por los campos, cuidando una tierra propia a la que llegarían a amar y cuya mejora procurarían. El aumento de la superficie roturada daría mayor descanso a lo sembrado. La roturación de las tierras comunes debía hacerse con la única precaución de alternar labor y pasto en las que alimentaban a bueyes y yeguas. Estas tierras de baldíos podrían entregarse, preferentemente, a los pequeños labradores. También había que arrendar las dehesas, las tierras del clero regular, previamente cercadas, así como las tierras de mayorazgos y capellanías. Debía favorecerse la larga duración de los arriendos, a menos que el propietario fuera a cultivar la tierra o que el rentero no hubiera pagado su alquiler. Bruna era partidario de que los contratos fueran fijados con libertad y que se permitieran los subarriendos, aunque castigando a quienes cobraran más renta de la establecida en las escrituras, para evitar los abusos.

Por último, Bruna se mostraba contrario a los privilegios de la Mesta y para evitarlos exigía que no hubiera tierra fuera de la jurisdicción de los labradores.

No temía la desaparición del ganado con esta medida porque entendía que ambas actividades eran complementarias: el tiempo y el espacio que la labor le quitaba al ganado se lo devolvía mediante los pastos que producía durante el descanso y la paja que se recogía para el invierno. Aunque pensaba que no era preciso que desapareciera la trashumancia, pues los ganados podían alimentarse en las tierras que los labriegos dejaban en descanso, prefería, en último extremo, su desaparición: más valía comprar la lana en el exterior que criarla a costa de la ruina de la agricultura.

 

Obras de ~: “Reflexiones sobre las artes mecánicas” (1678), ed. en Revista de Trabajo, 22 (1996), págs. 89-92; “Informe de D. Francisco de Bruna”, en G. Anes (ed.), Informes en el Expediente de Ley Agraria, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana-Quinto Centenario-Instituto de Estudios Fiscales, 1990, págs. 65-88.

 

Bibl.: F. Aguilar Piñal, La Real Academia Sevillana de Buenas letras en el Siglo xviii, Madrid, CSIC, 1966; G. Anes, “Pensamiento ilustrado sobre problemas agrarios en Andalucía: la aportación de Francisco de Bruna y Ahumada”, en G. Ruiz (coord.), Andalucía en el pensamiento económico, Málaga, Arguval, 1987; G. Anes, “Estudio preliminar”, en G. Anes (ed.), Informes en el Expediente de Ley Agraria, op. cit., págs. XIIIXC; J. Romero Murube, Francisco de Bruna y Ahumada, Sevilla, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos de Sevilla, 1997; M.ª L. López Vidriero, Los libros de Francisco de Bruna en el Palacio del Rey, Sevilla, Patrimonio Nacional-Fundación El Monte, 1999; L. Perdices de Blas, “Bruna, Francisco de”, en L. Perdices de Blas y J. Reeder, Diccionario de Pensamiento económico de España, Madrid, Síntesis-Fundación ICO, 2003, págs. 96-98.

 

Elena San Román López

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