Caballero y Campo Herrera, José Antonio. Marqués de Caballero (II). Aldeadávila de la Ribera (Salamanca), 4.II.1754 – Madrid, 23.II.1821. Político, secretario de Estado y del Despacho.
Miembro de la hidalguía rural, cursó los estudios de Derecho en la Universidad salmantina, a cuyo claustro pasó luego como catedrático de Derecho natural y de Gentes, sin que ello le hiciera desistir de ingresar en la carrera judicial, ejerciendo responsabilidades de relieve, como alcalde de Casa y Corte, alcalde del Crimen y oidor en la Audiencia de Sevilla, así como las de la fiscalía del Consejo Superior de Guerra y la de fiscal togado del Consejo del Reino, cargos todos que desempeñó con suma diligencia, permitiéndole al propio tiempo un notable conocimiento de los resortes de la maquinaria gobernante. Educado así en las mejores tradiciones de la burocracia española setecentista, pero con extendida fama de intrigante y arribista, su mayor enemigo, Manuel Godoy, describe la entrada de Caballero en la cúpula ministerial así: “Don José Antonio Caballero, uno de los mil leguleyos que acababan su carrera en España y recibían sus grados sin haber leído ni una sola página de la Historia, sin conocer la crítica ni el fundamento de las leyes, sin más filosofía que una estrafalaria dialéctica, sin más estudio que las glosas de los viejos comentadores del Derecho romano y del Derecho patrio, sin más arte que el de la argucia y las cavilaciones de la curia, este hombre dado al vino, de figura innoble, cuerpo breve y craso, de ingenio muy más breve y más espeso, color cetrino, mal gesto, sin luz su rostro como su espíritu, ciego de un ojo y del otro medio ciego [...]. En fatal hora para España, no bien hallado en el estrecho círculo que le ofrecía para hacer daño su plaza de fiscal togado en el Consejo de la Guerra, se coló en el Poder aquel raposo, nuevo agente de perdición contra todo lo bueno, que jamás en su vida concibió en su corazón un solo sentimiento generoso” (Godoy, 1956, I: 258). Con ser severos y descalificadores los juicios desgranados en esta semblanza trazada por la pluma del redactor de los recuerdos del Príncipe de la Paz —mínima parte, con todo, de los que le mereciera en su testimonio autobiográfico la actuación de su rival en la actuación de gobierno—, la historia semeja ratificarlos en amplia medida en cuanto a su déficit ético, aunque bastante menos en su entrega y diligencia en las labores sometidas al área del ministerio de Gracia y Justicia que rigiera desde el 16 de agosto de 1798 —fecha de la salida de él de Jovellanos— hasta el 5 de abril de 1808. Durante esta década, los reyes Carlos IV y María Luisa encontraron en Caballero no sólo el contrapeso a la absorbente presencia godoyesca, sino igualmente el inspirador en ocasiones y el constante mantenedor de sus posiciones más conservadoras.
Aunque Godoy no perdiera ocasión, en su alegato memorialístico, para alzaprimar justamente el papel representado por su adversario, lo cierto es que, hasta el motín de Aranjuez, el político salmantino gozó de la entera confianza de los monarcas —singularmente, de la reina—, satisfechos de su ideario, debelador a ultranza de las corrientes que entrañaban un peligro para la continuidad del absolutismo.
Reluctante frente a Godoy desde el instante mismo de su acceso al ministerio, se afanó por endurecer su primera salida del poder en 1798, a consecuencia de la intriga urdida por los agentes franceses del Directorio contra el poderoso primer secretario de Estado y del Despacho. Sólo la actitud benevolente de Francisco Saavedra y del mismo monarca pusieron coto a la actitud rencorosa del flamante responsable de la cartera de Gracia y Justicia, favorable a un destierro e incluso a un encarcelamiento en toda regla del defenestrado Príncipe de la Paz, que, finalmente, sólo experimentaría un leve y parcial eclipse en su encumbramiento.
Su enconado rival aprovechó el abandono de Godoy del primer plano de la vida pública, para reforzar la actitud de los reyes, presos de un pánico invencible ante el contagio revolucionario. Así, el episcopado y clero más renuentes a las poderosas corrientes jansenistas encontraron en el titular de Gracia y Justicia durante la crisis provocada por la muerte de Pío VI y los decretos hiperregalistas del ministro de Estado, Mariano Luis de Urquijo —5 de septiembre de 1799—, su más resuelto defensor; frenó y ralentizó igualmente varios de los vectores del programa ilustrado abanderado por Godoy, según las enfáticas y algo cansinas declaraciones del extremeño en sus memorias, atenidas, desde luego, en su mayor parte a la realidad de los hechos, no obstante el personalismo y hasta la arbitrariedad de su poder. Volvió a gozar Godoy del favor de los soberanos, sus repetidas tentativas por provocar la caída de Caballero fueron inútiles frente a la esquivez de aquellos que, no obstante su estima por las dotes y entrega del Príncipe de la Paz, consideraban imprescindible el concurso de su colega ministerial en la gobernación del país. “Los afanes, contradicciones y apuros que hube de arrostrar para proteger y sostener en todas partes este movimiento de las luces, fácil le será a cualquiera concebirlo. Don José Antonio Caballero, que gozaba siempre con los reyes de una gran confianza, y que lograba que tuvieran por celo y por lealtad los embrollos y los chismes con que turbaba su reposo, me hacía la guerra sorda procurando ocasiones y buscando incidentes con que poder perder en el ánimo del rey a aquellos mismos hombres, cuyos merecimientos en las letras y en las ciencias encontraban en mi apoyo sus medios de carrera y de fortuna. Esta lucha era continua y a veces dura y agria, de mi parte con franqueza y con orgullo, de la suya con asechanzas y perfidias” (Godoy, 1956, I: 377).
Pese a que todavía diversas y reputadas obras hacen a Caballero natural de Zaragoza, prueba su verdadero nacimiento la intensa y particular relación que mantuviera con el Alma Mater salmaticense, a la que se asocia la obra, quizá, más conocida acometida en su cuantitativa y cualitativamente considerable tarea de gobierno, pese a la desfavorable y reductiva opinión de Godoy. Ya en el pórtico mismo de su labor descubría, a socaire de una simple carta de contestación a la felicitación del claustro salmantino por su designación ministerial, cuál sería la esencia de su futura actividad, en la que la Universidad de su provincia natal habría de representar un papel relevante: “[...] Siempre me oyó V. S. respirar por el amor a la paz y quietud de ese general Estudio, y por una ciega y respetuosa sumisión a las órdenes de nuestro augusto Soberano. Esto mismo encargo nuevamente a V. S. en común y en particular, pues siempre que todos depongan las ideas ambiciosas que son capaces de trastornar el orden más bien establecido, nada habrá que desear, será muy fácil que caminando todos al fin recto y justo de ser útiles a la Religión y al reino, se consiga el que vuelva a su antiguo lustre, un general Estudio [...]”. Fue así, en efecto, cómo la célebre Alma Mater, puntal de las grandes reformas docentes establecidas en la centuria de las luces, lo volvería a ser en la promulgada, bajo la batuta de Caballero, en 1807. Empeño tan vasto era lógico que fuese precedido de medidas específicas e iniciativas puntuales.
Consciente de la saturación de abogados que padecía el país, decretaría en 1802 varias disposiciones tendentes a dar mayor rigor a los estudios jurídicos con el fin de seleccionar con ábaco más estrecho a los futuros miembros de un estamento de crecimiento hasta entonces canceroso. Un bienio posterior se publicaba, conforme al planteamiento presentado por la Universidad de Salamanca, el primer reglamento unificado destinado a ordenar la enseñanza en los reales colegios de Cirugía —muy cuidados por la monarquía borbónica—, con normas vigentes en lo esencial por cerca de medio siglo. Finalmente, en 1807 la Corona sancionaba solemnemente el Plan de Estudio que comportaba la equiparación de la docencia de todas las universidades del reino a la reglada e impartida por la más famosa en la historia de la nación. Fruto del esfuerzo de parte de los profesores de la vieja Universidad —a cuya solicitud de ideas y proyectos se había contestado del lado de las restantes con el silencio—, el primer plan de ámbito verdaderamente nacional —y ultramarino— entrañó un paso grande y decidido por el camino de la centralización y uniformidad abierto ya en la centuria precedente y ahora recorrido resueltamente debido a la imparable esterilidad de una autonomía gangrenada por corporativismos socialmente dañinos. A pesar de sus manquedades y defectos —como proclividad a un ascendiente clerical que se creía ya desaparecido con las reformas carlotercistas, en especial, la de 1771—, el Plan Caballero, como se le denominará en adelante, fue tal vez el más conocido e importante, junto con el de Pedro José Pidal de 1845, de toda la contemporaneidad decimonónica. Su aparición, ya en pleno desencadenamiento de la crisis final del Antiguo régimen, tuvo lugar con la proyección de su autor al principal escenario de la vida pública española con motivo del impactante proceso de El Escorial. Consejero de Estado efectivo desde el 28 de julio de 1807, secretario interino de Marina —desde febrero de 1801 hasta abril del siguiente año— y de la Guerra —entre febrero de 1801 y julio de 1805— al tiempo que era titular del Despacho de Gracia y Justicia, el protagonismo en el célebre proceso se reveló sobresaliente al desarrollarse de acuerdo con su guión y estrategia para darle, contra el pensamiento del mismo monarca, una orientación penal que se descubriría clave para su inesperado final. Temeroso el príncipe de Asturias de las consecuencias que dicha vía podía acarrearle, el posterior juicio a sus cómplices concluyó con el menor daño posible a los intereses y autoridad de la Corona. Instalado en el primer plano de la política del país no lo iba abandonar en los meses en que su rumbo experimentara una de sus mayores convulsiones. Espoleado por el papel estelar tenido en el proceso de El Escorial y el consiguiente aumento de su influencia ante Carlos IV, se opuso de modo terminante y éxito a la insistente petición de Godoy de trasladar la Corte a Badajoz, Sevilla o Cádiz para escapar de la presión francesa y contemplar un eventual embarco para América, tal y como lo acababa de hacer la Familia Real portuguesa. Llegados casi a las manos, Caballero impuso en el Consejo de Estado y en el ánimo del mismo monarca el rechazo de la estrategia godoyesca; acabada de arruinar con el motín de Aranjuez, obra en parte, según la opinión ulterior del monarca, de Caballero, bienquisto por Napoleón a partir de entonces. Tal circunstancia determinó probablemente que aquél secundara la actitud adoptada por gran número de la elite burocrática borbónica de aceptar sin reservas la nueva dinastía tras los acontecimientos de Bayona. Y, así, el decreto de convocatoria de las Cortes en esta ciudad salió en ancha medida de su pluma, como otros escritos de la legislación josefina dados a luz en la primera etapa del reinado del hermano mayor del Emperador. Menos refulgente que en ésta —consejero de Estado, presidente de la sección de Justicia y Negocios Eclesiásticos—, su estrella se apagó lenta pero irrefrenablemente en su segunda fase, a cuyo final se expatrió a Francia. Regresado en 1820, tuvo la satisfacción de ver repuesto durante un tiempo el Plan de Estudios de 1807, antes de rendir definidamente su asendereada existencia.
Caballero favoreció que se organizara la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, en 1803, a impulsos del rey Carlos IV.
Casado en cuatro ocasiones, sobrino del ministro de la Guerra, Jerónimo Caballero, marqués de Caballero en 1807, regidor perpetuo de Salamanca, poseyó las grandes cruces de Carlos III y José I, la de la Orden de Santiago, así como la de la insigne orden del Toisón de Oro en abril de 1808, bien que jamás llegara a ser investido como caballero.
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José Manuel Cuenca Toribio