Pignatelli y Moncayo, José. Zaragoza, 27.XII.1737 – Roma (Italia), 15.XI.1811. Jesuita (SI), restaurador de la Compañía de Jesús, santo.
Sus orígenes familiares estaban entroncados con los duques de Monteleone —por vía de su padre Antonio Pignatelli— y con la Grandeza de España —por vía de su madre, Francisca Moncayo Fernández de Heredia, marquesa de Mora y condesa de Fuentes—.
Una familia relacionada con el Reino de Nápoles e, incluso, un tío abuelo paterno de Pignatelli fue elegido Papa con el nombre de Inocencio XII (1691- 1700). Habitaban en Zaragoza, en el palacio que había sido de los Villasimpliz y de los Camarasa. José era el séptimo de ocho hermanos. A los cuatro años contempló la muerte de su madre, y permaneció en Nápoles al lado de su hermana María Francisca, condesa que era de Acerra, hacia la cual guardó siempre un cariño especial. Regresó a Zaragoza, junto a su hermano mayor Joaquín Pignatelli, y estudió Humanidades en el Colegio de los jesuitas. De allí nació su deseo de entrar en la Compañía de Jesús y lo hizo en Tarragona, en mayo de 1753, una casa perteneciente a la provincia de Aragón, que entonces vivía un importante renacimiento cultural, además de una destacada tradición ascética. Dos años discurrieron de noviciado en aquella antigua ciudad romana, en el cual contó con Juan Andrés como connovicio suyo. A este período continuó el trienio de Filosofía en el Colegio de Calatayud —entre 1756 y 1759—, completando la formación con un curso de Humanidades en Manresa.
Desde que concluyó estos años y hasta el momento de la expulsión, Pignatelli vivió en Zaragoza, primero como estudiante de Teología —habrían de ser cuatro años desde 1759—, su ordenación sacerdotal antes de que concluyese el año 1762; su labor docente primera como profesor de Gramática Latina; sus trabajos como operario especialmente dedicado a la enseñanza de la doctrina cristiana a través del Catecismo, así como la visita a los enfermos y a los presos de la cárcel.
En esa labor docente, pudo ser profesor de un joven llamado Francisco de Goya y Lucientes, ante el cual supo adivinar sus cualidades artísticas. Conoció, además, que su mencionado hermano Joaquín Pignatelli, conde de Fuentes, era nombrado embajador del rey de España en la Corte de Francia. Se hallaba José en Zaragoza cuando tuvo conocimiento del decreto de extrañamiento de los regulares de la Compañía, tras la lectura de la Real Pragmática de 27 de febrero de 1767.
Era aquel recordado 2 de abril. Fue encaminado, junto con otros religiosos, hacia el punto de embarque en Salou, siendo conducido a Civitavecchia y Bonifacio.
Al año siguiente, 1768, fue entregada la isla de Córcega a Francia desde Génova. Alcanzaron aquellos exiliados los Estados Pontificios, siendo Ferrara el lugar de reunión de los jesuitas de Aragón y México.
Como se ha mencionado, la familia de José de Pignatelli no era ajena al mundo político de Carlos III.
En una primera etapa del destierro, el jesuita rehuyó los tratos de favor que parecían dispensarle, por su condición de hermano del embajador en París. Únicamente, aprovechó esta situación para conseguir ayudas para los otros jesuitas exiliados. Animaba a los miembros de la antigua provincia de Aragón a celebrar certámenes literarios, así como disputas filosóficas y teológicas, propias de su anterior actividad académica cotidiana. Entre estos miembros de la Compañía fue surgiendo la percepción de contemplar a Pignatelli como uno de sus núcleos aglutinantes, a pesar de no haber sido un jesuita de gobierno el tiempo que permaneció en España. No por ello, era un ingenuo que pensase que la Orden iba a ser requerida de nuevo en los dominios de Carlos III. Pignatelli emitió su profesión solemne en Ferrara, cuando el papa Clemente XIV estaba cada vez más próximo de lo que le solicitaban algunos monarcas europeos —la extinción de la Compañía—. Su hermano el embajador, el conde de Fuentes, pedía a José que abandonase su vocación, es decir, que se secularizase ante el negro futuro que se avecinaba. El 21 de julio de 1773, el papa Ganganelli —franciscano de religión— firmaba el decreto de disolución de la Compañía, con el auxilio del embajador español en la Santa Sede, Moñino.
Poco antes de que fuese comunicado a los jesuitas, también emitió su profesión solemne el hermano pequeño de José de Pignatelli, Nicolás.
En octubre de ese mismo año (1773), ambos trasladaron su residencia a Bolonia, asentándose en la casa del comisario de España en la que se situaba la legación pontificia con Francisco Coronel. La razón se encontraba en las noticias que José había recibido acerca del comportamiento de su hermano Nicolás, hechos del que también fue informado el mencionado embajador y conde de Fuentes, en Versalles. Nicolás no asumió adecuadamente su nueva vida, adoptó comportamientos propios de un príncipe y fue habitual en el juego y los naipes, una vida relajada que le condujo a la prisión, por sus deudas, en el Fuerte Urbano, donde permaneció hasta que su hermano solventó estas deudas. Sin embargo, una vez que se estableció en Ferrara, Nicolás Pignatelli regresó a sus costumbres anteriores. Cuando las tropas francesas, en los días de Napoleón, invadieron las legaciones, Nicolás se refugió en Venecia, como otros muchos españoles y murió, en paz con su hermano José, en 1804.
Mientras, José Pignatelli había buscado vivienda aparte, presentándose como un abate de origen noble.
No rompió la relación con otros antiguos compañeros de la Compañía de Jesús, pertenecientes a las distintas provincias. Manuel Luengo denunciaba los comportamientos y las relaciones de este Pignatelli con los nobles de la ciudad y con los ámbitos aristocráticos de Italia. No contaba con la posibilidad de desarrollar cura de almas, pero fue un maestro en las conversaciones espirituales. En esta línea se encuentra su relación con su sobrina, la duquesa de Villahermosa, María Manuela Pignatelli de Aragón y Gonzaga.
Ésta era hija del conde de Fuentes, el embajador tantas veces citado, el cual había fallecido en Madrid en 1776. María Manuela se encontraba casada con el embajador del rey de España en la Corte de Turín, Juan Pablo Azor. En cuatro ocasiones, entre 1779 y 1783, ofreció a su tío residencia oportuna. No faltó Pignatelli en sus visitas de afectos pero, al mismo, en su trabajo apostólico en aquel ambiente de la alta nobleza, convirtiéndose en su director espiritual. No fueron los únicos. Cuando participaba en Bolonia de las distintas tertulias literarias, supo atraerse a los ámbitos espirituales a la marquesa Teresa Pepoli Spada, conocida como la “dama filósofa”.
José de Pignatelli era también un “hombre de gusto y de cultura”, como lo define Batllori, y así lo demostró en su obra Gobierno de Holanda, dedicándose al coleccionismo artístico. Había comenzado cuando se encontraba en Zaragoza la composición de un tratado de filosofía moderna, para el cual había encargado que de Francia le aportasen libros recientes de filosofía, así como de matemáticas. En Italia, únicamente escribió las mencionadas páginas, que permiten demostrar el interés que despertaron entre autores del siglo xviii las disciplinas políticas.
Reunió una destacada pinacoteca, además de conformar un conjunto muy notable de libros. El exjesuita sabía y recibía, por ejemplo, las noticias del éxito de la filosofía de Immanuel Kant. Otros jesuitas acudían a él, pues conocían que su posición social destacada podía ayudarles. Los anteriores miembros de la Compañía de Jesús no estuvieron en su exilio de brazos cruzados y un buen número de ellos ofrecieron destacadas aportaciones culturales. Las propias de la antigua provincia de Aragón fueron más destacadas en el exilio que cuando se encontraban en sus propios colegios.
Italia les permitió un impulso, un motor y una vibración más intensa, en relación con lo que se realizaba en toda Europa. Juan Andrés, que pronto habría de destacar entre todos ellos, definía a Pignatelli como “amante de las matemáticas, buenas letras, música, pintura y generalmente versado en las ciencias y en las artes, y promotor de una y otras entre los españoles”.
En Colorno, Pignatelli inició todo un proceso de trabajo en pro de la restauración de la Compañía de Jesús. En realidad, la extinción promulgada por Clemente XIV no había acabado ni en la realidad, ni jurídicamente, con la Orden de san Ignacio de Loyola.
Lorenzo Ricci, el que había sido el último general, terminaba su vida en el Castel Sant’Angelo, pero Federico II de Prusia y Catalina II de Rusia no iban a admitir la promulgación del breve de suspensión en sus estados. Hay que pensar que la división de los territorios de Polonia situaba a muchos católicos como súbditos de estos dos Monarcas católicos, que eran educados por profesores en los Colegios de la Compañía.
Federico II mantuvo esta actitud hasta 1776.
Con todo, los jesuitas que se hallaban en Silesia continuaron manteniendo su mancomunidad en el llamado Real Instituto de Letras, el cual se perpetuó hasta 1811. Catalina de Rusia fue mucho más persistente, y así, los obispos de Vilna y Riga permitieron que los jesuitas continuasen viviendo y trabajando dentro de su condición, en territorios de la Rusia Blanca y en Livonia. La situación mejoró para los jesuitas en estos territorios, puesto que, con el papa Pío VI, consiguieron abrir un noviciado en Polock, reuniéndose en 1780 sus miembros en una Congregación, con el fin de elegir a un superior general, que sería denominado como vicario. El Papa aprobó verbalmente esta forma de vida religiosa y así lo hizo ante el agente de la Zarina en Roma, monseñor Benislawski, también jesuita. Por el contrario, cuando el nuncio Archetti fue enviado a San Petersburgo, el papa Pío le encomendaba la disolución de la Compañía de Jesús, también en los estados de Catalina II. Sin duda, una doble forma de actuar de Pío VI para preservar, por una parte, una pequeña reserva de jesuitas y, por la otra, contentar a los Monarcas pertenecientes a la casa de Borbón, tan hostiles con los jesuitas. El camino de la restauración habría de hacerse como agregación a aquel reducto de Compañía que había quedado y, como expansión del mismo fuera de las fronteras del imperio ruso. De esta línea de actuación se percató José Pignatelli. Sin embargo, podían existir algunos peligros en este camino.
Uno de ellos se encontraba en la afirmación de los antiguos jesuitas italianos y españoles que vivían en Italia, cuando afirmaban que la bula de Clemente XIV —al que llamaban siempre Ganganelli— era falsa. Para otros autores —el exjesuita italiano Carlo Borgo y el misionero que fue entre los araucanos, Andrés Febrés—, el Papa no tenía competencia para disolver a los jesuitas, pues éstos habían sido aprobados por un Concilio ecuménico como era el de Trento. Naturalmente, estos argumentos fueron prohibidos por Pío VI y levantaron serias alarmas en las Cortes de los Borbones. La Revolución Francesa y los movimientos de expansión de estas ideas, curiosamente, actuaron a favor de los jesuitas porque dividieron o provocaron la desaparición de las monarquías que se habían mostrado antijesuíticas. En Portugal ocurrió con la reina María I. Tras la muerte de Carlos III en 1788, solamente sus hijos Carlos IV de España y Fernando IV de Nápoles, manifiestaron estas actitudes para con la Compañía. La Revolución condujo a la desaparición de Luis XVI. En Parma, el duque Fernando, pensó que el triunfo de la Revolución se debía a la supresión de la Compañía de Jesús, posibilitando la vuelta de los jesuitas a sus antiguas fundaciones. Pero hasta ese momento, los que deseaban vivir legalmente como hijos de san Ignacio, debían refugiarse en la Rusia Blanca. Pignatelli pensó en hacerlo, contando ya con el consentimiento del papa Pío VI. Sin embargo, no lo consideró oportuno.
Había obtenido, también, permiso de Godoy para regresar a España con la única condición de residir fuera de Madrid. Gracias a los viajes que había realizado a Nápoles para visitar, entre otros motivos, a su querida hermana, la condesa de la Acerra, le habían permitido conocer el arrepentimiento de las acciones antijesuíticas de los reyes. Continuaba siendo el motor de aglutinamiento de aquellos jesuitas que podían protagonizar la estrategia de restauración. Había conocido bien la antigua Compañía y era, además, un hombre de prestigio junto a Monarcas, algunos de ellos pertenecientes a la casa Borbón, contando también con sus contactos en la Santa Sede. Todo ello ha conducido a que se hablase de este jesuita como el restaurador de la Compañía, aunque a juicio de Miquel Batllori esta consideración resulta un tanto hiperbólica.
Eso sí, éste fue un objetivo que tenía muy definido y que para ello actuó con la suficiente prudencia.
Consideraba que la Compañía no podía ser organizada al margen de la jerarquía jesuítica que allí se encontraba establecida.
El camino más eficaz para todo ello —como se ha visto— era agregarse a la Compañía de Rusia desde Italia, para lo cual renovó su profesión solemne, en julio de 1797, en manos del viceprovincial en Italia del vicario general de Rusia Blanca. Ideales mucho más mesiánicos manifestaron aquellos exjesuitas españoles que se mostraban tan profundamente dolidos por la acción de la disolución, que pensaban que la Compañía no podía ser restaurada con restricciones. Manuel Luengo era considerado como depositario de ese antiguo espíritu de la Compañía, mostrando actitudes diferentes a las manifestadas por Pignatelli. Iniciativas de restauración que también se desarrollaron desde la Compañía del Corazón de Jesús —que había sido fundada en Francia—, así como por la Compañía de la Fe de Jesús, desde Roma. Ambas sociedades se extendieron por diferentes países, fusionándose en una sola en 1800. Era un proceso indirecto de restauración, pues estas asociaciones contaban con idénticos objetivos apostólicos a los de la antigua Compañía de Jesús. Así lo creyeron, por ejemplo, los antiguos jesuitas ingleses.
Pero también los anteriores grupos dispersos se fueron uniendo a los jesuitas que vivían en Rusia y que representaban la continuidad de la anterior Compañía.
Pignatelli, además, preparó en Italia el terreno adecuado para la restauración. En Colorno, fue maestro de novicios y consejero del duque don Fernando desde 1799 hasta la muerte de este último en 1802.
Los jesuitas fueron expulsados de los ducados con la invasión de los franceses y Pignatelli fue designado provincial de Italia por parte del vicario general de Rusia Blanca. Con este cargo, reorganizó la Compañía de Jesús en los Reinos de Nápoles y Sicilia, auxiliado por jesuitas que fueron nacidos en España e Italia.
Todos ellos se habían incorporado a la Compañía de Rusia, además de haber impulsado el nacimiento de nuevas vocaciones en Italia. Como consideraba que no era lícito prestar juramento al Rey impuesto por Napoleón, su hermano José Bonaparte, permaneció en la ciudad de Nápoles en junio de 1804 y julio de 1805. Con esta invasión, los jesuitas volvieron a ser expulsados de Nápoles. La isla de Sicilia, gobernada por el rey Fernando IV de Borbón, se convertía para Pignatelli en un escenario soñado de recuperación para la Compañía: precisamente, bajo la Corona de un hijo de Carlos III de España. Sin embargo, importantes crisis internas impidieron la culminación de este proceso. A su iniciativa se le unieron otros exjesuitas como Juan Andrés, este último maestro de Letras Clásicas y Literatura de jóvenes que iban a ser importantes en la Compañía restaurada. No obstante, los súbditos con los que iba a contar Pignatelli eran jesuitas ancianos que en su última madurez emprendían su antigua forma religiosa de vivir En cautividad se había puesto fin en 1799 al pontificado de Pío VI, el cual había guardado una política de dobles intenciones con respecto a la restauración de los jesuitas. No ocurrió de esta manera con su sucesor, desde 1800, Pío VII, el cual se definió como claro partidario del restablecimiento, lo que permitió los anteriores trabajos descritos. El Pontífice mantuvo una comunicación cercana con el vicario general de Rusia, reconociendo la existencia canónica de los jesuitas en los estados de los zares, a través del breve “Catholicae fidei” (7 de marzo de 1801), documento que se reprodujo para los Reinos de Nápoles y Sicilia, el 30 de julio de 1804. Además, el nuevo papa Pío había pedido al rey de España, Carlos IV, el restablecimiento de la Compañía en sus dominios. El propio Pignatelli había tratado con el Pontífice la cuestión de los jesuitas en Roma, mientras se cernía la ocupación napoleónica.
Incluso, Pignatelli consiguió limosnas para entregar al Pontífice y paliar su delicada situación, hasta que éste, en 1809, tuvo que salir hacia el destierro.
Sus trabajos se habían visto amputados, especialmente por los gobiernos de José Bonaparte y Joaquín Murat en el Reino de Nápoles. Sin embargo, el apoyo recibido desde la Santa Sede fue un gesto trascendental para que fuese entendido en la posterior política europea. Contribuyó al impulso del antiguo y eficaz método de las misiones populares, tan prestigiado entre los jesuitas de la anterior Compañía; remitió a destacados rectores y profesores para los seminarios de la Italia central, así como el establecimiento de los Colegios de Tívoli y Orvieto. A través de su palabra, otorgó la sensación a los ancianos jesuitas, a los príncipes, a los cardenales y obispos y al papa Pío con el que tanto trató, que la Compañía que restauraba en Italia era la misma que la antigua, que había sobrevivido en Rusia en los tiempos de la extinción.
Por aquellos años seguía ejerciendo labores de gobierno sobre una dispersa provincia, sin olvidar la dirección espiritual y la atención hacia los menesterosos y las víctimas de la invasión francesa. Cuando se encontraba en medio de estas tareas, le llegó la muerte en la pequeña casa donde vivía bajo la advocación de San Pantaleón, cercana al popular Coliseo romano.
No conoció, así, el día del restablecimiento —pues moría en noviembre de 1811—, cuando llegó el 7 de agosto de 1814 y el papa Pío VII promulgaba la bula “Sollicitudo Omnium Ecclesiarum”. Una muerte, la de Pignatelli, que se conservó en secreto, ante el peligro de que se originasen tumultos y respondiesen las tropas napoleónicas de ocupación. Fue enterrado en la iglesia del mencionado mártir de San Pantaleón y de Nuestra Señora del Buen Consejo.
Los que se consideraban sus detractores, entre los que se hallaba Manuel Luengo, reconocían que José Pignatelli, aquel que decían tener comportamientos nobiliarios, “conservaba, por decirlo así, el corazón y espíritu de jesuita” y manifestó un profundo amor hacia la Compañía. Otras virtudes eran resaltadas por los que fueron sus más cercanos, como su primer biógrafo Agustín Monzón, así como por el valenciano Juan Andrés. Monzón, de manera temprana, escribió su biografía, traducida pronto al italiano. El proceso romano informativo, primer paso para la santificación, se inició en 1836. La Congregación de Ritos introdujo su causa en 1842, por decreto de Gregorio XVI. Los procesos apostólicos se desarrollaron en Roma, Bolonia, Nápoles y Parma, donde habían de detallarse sus virtudes y los milagros a él atribuidos.
Fue el papa Benedicto XV el que declaró en 1917 la heroicidad de sus virtudes, siendo beatificado por su sucesor Pío XI en 1933 y, finalmente, canonizado por otro Pío —Pío XII, el papa Pacelli—, el 12 de junio de 1954. Y es que con el padre Pignatelli, los Pontífices con el nombre de “Pío” desempeñaron en su existencia un papel más que notable.
Bibl.: J. Novell, El V.P. José Pignatelli y la Compañía de Jesús en su extinción y restablecimiento, Manresa, Imprenta San José, 1893-1894, 3 vols.; J. M.ª March, El restaurador de la Compañía de Jesús, beato José Pignatelli y su tiempo, Barcelona, 1935- 1936 (Turín, 1938); E. Gentile, “La famiglia di s. Giuseppe Pignatelli”, en Revista Araldica, 52 (1954), págs. 262-269; P. Pirri, “Fonti della prima Vita di s. Giuseppe Pignatelli: Angelo Mai e Giuseppe Doz”, en Archivum Historicum Societatis Iesu, 23 (1954), págs. 298-321; V. Agudo Ezquerra, San José Pignatelli, Madrid, Editorial Apostolado de la Prensa, 1954; M. Ruiz Jurado, “Rasgos para la semblanza de san José Pignatelli”, en Studia historica et philologica in honores Miquel Batllori, Roma, Instituto Español de Cultura, 1984, págs. 417-429; M. Batllori, “Pignatelli y Moncayo, José”, en Ch. O’Neill y J. M.ª Domínguez, Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, vol. IV, Roma-Madrid, Institutum Historicum Societatis Iesu, Universidad Pontificia de Comillas, 2001, págs. 3131-3133.
Javier Burrieza Sánchez