Suárez de Góngora y Luján, Pedro Francisco. Duque de Almodóvar del Río (I). Madrid, 18.IX.1727 – 14.V.1794. Diplomático y escritor.
Fue hijo primogénito de Fernando Lázaro de Luján y Silva (1680 - 7.VII.1736), caballero de Alcántara, miembro del Consejo de Indias, mayordomo de semana de Felipe V y aposentador mayor en la Real Junta de Aposentamiento, y de Ana Antonia Suárez de Góngora y Menéndez de Avilés, marquesa de Almodóvar del Río y de Fontiveros, condesa de Canalejas y adelantada mayor de La Florida (1700 - 30.VII.1776).
Quedó huérfano de padre a los ocho años y no tuvo, a decir de su biógrafo Rodríguez Laso, la educación de preceptores domésticos a la que su cuna lo destinaba, formándose en una “pública escuela” y saciando su curiosidad en la biblioteca paterna. Gentilhombre de cámara de Su Majestad con ejercicio, heredó los títulos de su madre, quien en 1751 otorgó poder en su favor para que por sí gobernase y administrase sus bienes sin limitación alguna. Emprendió por entonces una serie de viajes que lo llevaron a Italia, Austria, Moravia, Silesia, Polonia, Prusia, Países Bajos, Inglaterra y Francia, entregándose a observaciones y adquiriendo conocimientos que le serían luego de utilidad tanto en su carrera diplomática como en la composición de sus obras. Vuelto a Madrid, frecuentó los círculos eruditos (Rodríguez Laso destaca su relación con Montiano, Sarmiento y Flórez), y en 1758 ingresó en la Real Academia Española con un discurso gratulatorio en el que anunciaba su intención de profundizar en sus estudios literarios, aplicándose al “examen de las cosas propias” tras haber concluido su formación en las de países ajenos.
Volvió a ellos muy pronto, sin embargo, interrumpiendo su ejercicio cortesano como mayordomo de semana del rey Carlos III al ser nombrado por éste su ministro plenipotenciario ante la Corte imperial rusa.
Acompañado de su mujer, Francisca Javiera Fernández de Miranda, partió a principios de enero de 1761, llegando a San Petersburgo el 30 de junio siguiente.
Se le había encomendado averiguar el estado interno y externo, gobierno, fuerza y riqueza de una monarquía con la que la española no tenía relaciones desde hacía más de tres décadas (embajada del duque de Liria, 1727-1730), y enseguida comenzó a informar a Ricardo Wall de su “constitución actual”; interesaba además a la Corte de Madrid vigilar los movimientos y tratos de los ministros de otras extranjeras, señaladamente la inglesa, y adquirir noticias fiables de los progresos rusos en la exploración de la costa americana del Pacífico. En una acción diplomática que el marqués de Almodóvar debía acordar en lo posible con la desarrollada por el embajador francés, formaba también parte de su misión favorecer el comercio hispano-ruso. De todo ello dejó diligente relación en su correspondencia diplomática, interesante además por haber sido el ministro español privilegiado testigo de sucesos capitales para la monarquía rusa: vivió los últimos meses de la zarina Isabel Petrovna, el breve reinado de su sucesor Pedro III (enero-junio de 1762), y la conjura que lo depuso y situó en el trono a su mujer, Catalina II.
A finales de 1762, el marqués de Almodóvar se vio en la necesidad de solicitar su regreso a causa de la mala salud de su esposa, emprendiendo ambos el viaje de vuelta a principios del verano siguiente. Se le señaló Lisboa como inmediato destino diplomático, y se le nombró embajador ya en 1763. Sus despachos, credencial e instrucciones, no obstante, le fueron entregados en febrero de 1765, semanas antes de su partida para la Corte vecina. Los más urgentes encargos diplomáticos del marqués tenían que ver con las reclamaciones de los bienes de españoles confiscados en Portugal durante la Guerra de los Siete Años, muy poco antes terminada, y con las pretensiones de los portugueses en América. La de Lisboa fue su más larga misión diplomática, pues permaneció allí, con alguna interrupción, hasta la primavera de 1778. Durante ese tiempo fue testigo de las reformas del marqués de Pombal y alcanzó a ver la caída del poderoso ministro luso; en lo político contribuyó al establecimiento de relaciones amistosas entre ambas monarquías (los tratados de San Ildefonso y de El Pardo, ambos de 1778, son la culminación de su embajada), y en lo cultural ejerció de intermediario entre eruditos y estudiosos de ambas naciones, como atestigua su correspondencia con Mayans. Enviudó en 1769, y cuatro años después casó en segundas nupcias con la hija del valenciano marqués de Cruillas, María Joaquina de Montserrat y Acuña, a la que permanecería unido durante el resto de su vida.
Casi no hubo solución de continuidad entre su embajada portuguesa y su siguiente desempeño diplomático, pues el rey firmó en Aranjuez en mayo de 1778 sus credenciales de embajador ante la Corte británica. Al pasar por París de camino hacia Londres, pudo constatar el marqués que se consideraba ya inevitable el nuevo enfrentamiento entre franceses e ingleses, y la dificultad de su misión consistió precisamente en esa ineluctable ruptura de relaciones que estaba por venir y que arrastraría también a la monarquía española. Abiertas en efecto las hostilidades, en junio de 1779 el embajador se retiró de Londres en cumplimiento de resolución regia, y permaneció en París hasta septiembre. Allí estaba todavía cuando supo que el Rey le había recompensado “por el celo y particular esmero con que ha servido en Londres” (Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 3433-2, exp. 13) con la concesión de la grandeza de España de segunda clase para sí y sus sucesores, gracia a la que se añadió la de ser creado en 1780 duque de Almodóvar del Río.
A su regreso comenzó a desarrollar sin otras trabas sus inquietudes literarias. En 1781 dio a la imprenta, ocultando a medias su autoría bajo alguno de sus nombres y apellidos, la Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia, obra que sería objeto de una segunda edición en 1792. Utilizaba el duque como punto de partida la obra de Sabatier de Castres Les trois siècles de la littèrature françoise, en su cuarta edición de 1779. De hecho, prometía su traducción en la primera de las diez cartas que componían el volumen y la amagaba en la segunda, pero en realidad, como el propio autor no dejaba de reconocer expresamente, la historia literaria de Sabatier le servía sólo de pretexto para exponer su personal visión del panorama de las letras francesas, sobre todo de las más recientes, que conocía de primera mano por sus lecturas y por las relaciones que, en sus varias estancias parisinas, pudo entablar con los escritores de aquella nación. Desfilaban así por sus páginas autores (Voltaire, Rousseau, Raynal...) cuyas obras sólo de manera clandestina, o por los muy pocos que obtenían para ello licencia, podían leerse en los extensos territorios de la monarquía hispana. No es que se acercase el pensamiento del duque al que se expresaba en tantos de los títulos que comentaba en su Década: fue siempre celoso de la especial posición en la que su nacimiento le había puesto, no cuestionó nunca los privilegios de la aristocracia, abominó expresamente de los planteamienos igualitarios y no se mostró crítico con la religión o con la Iglesia. Pero supo apreciar lo mucho que en esas obras podía también aprovecharse para ilustración de los lectores.
A las distinciones regias (era caballero de la Orden de Carlos III desde 1771, y de la del Toisón de Oro desde 1778) se añadía el reconocimiento académico: en 1781 fue admitido en el seno de la Real Academia de la Historia, ingresando con un discurso en el que la apología del estudio y del conocimiento del pasado se vinculaba a la instrucción política necesaria para el acierto en las labores de estado y de gobierno. Hacia el terreno de la historia orientaría de hecho sus quehaceres literarios, sin que estorbasen sus proyectos otras ocupaciones: restablecida la paz, se le designó de nuevo en marzo de 1783 embajador en Londres, y fue elegido consejero de Estado en julio de 1784; no llegó a ejercer nunca esta segunda embajada londinense, y no porque fuese incompatible con su pertenencia a un Consejo que por entonces permanecía prácticamente inactivo: fue su desempeño como mayordomo mayor de la infanta Mariana Victoria de Portugal, desde sus desposorios con el infante Gabriel en 1785, lo que impidió definitivamente su marcha a la Corte británica.
Pudo así dedicar esos años de madurez a su obra mayor, la Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, publicada bajo un seudónimo (Eduardo Malo de Luque, anagrama de “el duque de Almodóvar”) que no ocultó su autoría.
Operando de manera parecida a la ya ensayada con Sabatier, partía esta vez el duque de la Histoire philosophique et politique des établissemens et du commerce des européens dans les deux Indes, del abate Guillaume Thomas Raynal, uno de los libros más perseguidos, prohibidos y leídos del momento. Almodóvar cumplió parcialmente su propósito de dar a conocer una obra que consideraba digna de la mayor estima, limpiándola de lo que tanto a él como a la rígida censura política y religiosa de entonces parecía inaceptable.
Publicó cinco volúmenes referidos a los establecimientos europeos en Asia, interviniendo apreciativamente Jovellanos, como censor designado por la Real Academia de la Historia, en el preceptivo trámite de licencia de los cuatro primeros. La muy libre adaptación de Almodóvar añadía mucho a lo aportado por Raynal, poniendo sistemáticamente al día sus noticias y proporcionando al lector español información útil de la que carecía el original francés. Es destacable el Apéndice al volumen segundo (1785), una extensa e informada descripción de la constitución de Inglaterra, compuesta sobre la base de las obras de Blackstone y De Lolme, que prueba la avanzada sensibilidad constitucional del duque en cuanto a configuración del poder y libertades; añadió otro Apéndice en el tomo III (1786) sobre el “estado político-económico de la Francia”, trabajado sobre recientes obras del ya exministro Necker, cuya política hacendística fue muy del aprecio de nuestro autor; son señalables también, en el tomo IV (1788), sus apuntes sobre la Prusia federiciana y sus extensas apostillas sobre Rusia, construidas sobre la base de sus propias observaciones; en el último tomo, dedicado a los establecimientos españoles en Asia, se pronunció críticamente frente a la política que se venía siguiendo en relación con la Real Compañía de Filipinas, y ello le granjeó algún roce con la Junta Suprema de Estado que hubo de limar el propio conde de Floridablanca.
Participó activamente en la reactivación del Consejo de Estado desde 1792; era el consejero más antiguo, y bajo la presidencia del conde de Aranda intervino, junto a Campomanes, en la redacción del primer reglamento orgánico del Consejo; en su seno y al lado de Campomanes tuvo también ocasión de manifestar su criterio, sólido y apreciable en virtud de su trayectoria y estudios, en asuntos relacionados con la dimensión ultramarina de la monarquía o con la posición de ésta con respecto a Francia, entre otros. No descuidó en estos últimos años su vida académica: había ingresado como consiliario en 1780 en la Real de San Fernando, donde en 1787 pronunció un discurso sobre causas y remedios de la decadencia de la pintura, y fue elegido en 1792 director de la Real Academia de la Historia, cargo que ejerció hasta su muerte y en el que sucedió y desplazó precisamente a Campomanes, en un momento en que los miembros del docto colegio tomaban distintos partidos sobre la orientación que creían había de darse a la Historia de América impulsada por la institución.
A su muerte, el primer duque de Almodóvar del Río fue enterrado en la Real Iglesia de San Isidro, en la capilla de Jesús, María y José, cuyo patronato correspondía a la casa de Fontiveros. Le sucedió en el ducado su sobrina Josefa Dominga Catalá y Luján, hija de Rafaela de Luján y Góngora, hermana del primer duque, y de Vicente Catalá y Castellví de Valeriola, marqués de Nules y Quirra. Al fallecer ambos, con pocos días de diferencia, en abril de 1766, su hija de un año quedó bajo la tutela de su abuela Ana Antonia Suárez de Góngora, velando por sus intereses el primer duque ya desde antes de la muerte de la anciana tutora. A Josefa Dominga no se le permitió continuar en posesión de la abundante colección de libros prohibidos de su tío el duque, que fueron intervenidos a su muerte por orden del cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo e inquisidor general, previo examen del calificador Joaquín Lorenzo Villanueva. En la relación de libros que al efecto se confeccionó, figuraban las traducciones de la Biblia de Casiodoro de Reina y de Cipriano de Valera, diversas obras de Maquiavelo, la Enciclopedia, una nutrida serie de volúmenes de Voltaire, y un escogido conjunto de títulos de Marmontel, Diderot, Rousseau, Montesquieu, Beccaria, Raynal, Robertson, Grocio, Pufendorf, Wolff, Vattel y Domat, entre otros, “pésimos algunos” y “malos quasi todos” según Lorenzana (Archivo General de la Diputación de Valencia, Fondo Duquesa de Almodóvar, e.1.4, caja 19).
Sus heterodoxas lecturas, su aprecio de la constitución inglesa, sus pronunciamientos contrarios al despotismo regio y favorables a significativas reformas de la legislación procesal y penal, como la abolición del tormento y la suavización de las penas mayores, favorecieron que se le relacionase en ocasiones con personajes sometidos a vigilancia y represión inquisitorial (Olavide) o involucrados en conspiraciones encaminadas a cambiar la constitución de la Monarquía (Picornell), lo que no empañó el aprecio que le mostraron sus contemporáneos. Sobre su personalidad y sobre su obra cayó pronto, sin embargo, un olvido que sólo desde fines del siglo pasado viene remediando la historiografía.
Obras de ~: “Carta del castellano de Avilés a un amigo suyo en Madrid, sobre la presente guerra de Alemania, la corte y estados del Rey de Prusia, su vida, tropa, gobierno, etc.” (1757), publicada como anónima en E. de Ulloa, Epistolario español. Colección de cartas de españoles ilustres antiguos y modernos, tomo II, Madrid, Rivadeneyra (BAE, tomo 62), 1870, pp. 184-193; Correspondencia diplomática del Marqués de Almodóvar, Ministro Plenipotenciario ante la corte de Rusia, 1761-1763, ed. por el Marqués de la Fuensanta del Valle, en Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, t. 108, Madrid, Imp. de José Perales y Martínez, 1893; Francisco María de Silva (seud.), Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia, Madrid, Sancha, 1781; Eduardo Malo de Luque (seud.), Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, Madrid, Sancha, 1784-1790, 5 vols.; Oraciones que en la Academia Española, en la de la Historia y en la de San Fernando... dixo el... Duque de Almodóvar, Madrid, Sancha, 1789.
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Jesús Vallejo Fernández de la Reguera