Arévalo, Faustino. Campanario (Badajoz), 29.VII.1747 – Madrid, 7.I.1824. Jesuita (SI) expulso, liturgista, teólogo y escritor.
Nacido en una villa perteneciente al priorato de Alcántara de Magacela, era hijo de Juan Fernández de Arévalo y de Catalina López. De los primeros años de su infancia no tenemos noticia, aunque sabemos que se educó en una familia cristiana en la que varios de sus miembros eran jesuitas: su tío paterno Francisco (1714-1781), su hermano Francisco (fallecido el 2 de abril de 1768) y su hermano mayor, Juan (1734-1812), quien unos años después de la expulsión de la Compañía se trasladó a Roma con Faustino para ayudarle en sus trabajos. Su biografía nos empieza a ser conocida a partir de 1761, año en el que ingresó en el Noviciado de Villagarcía de Campos, donde adquirió una exquisita formación como humanista (1761-1764), que luego se verá reflejada en sus obras. Aquí realizó Arévalo el noviciado bajo la dirección de Francisco Javier Idiáquez, hasta 1762, y pronunció los votos religiosos el 25 de septiembre de 1763. En 1764 continuó su formación en el Escolasticado de Medina del Campo, donde estudiaba Filosofía cuando, por el decreto de expulsión de Carlos III, salió desterrado en 1767. En España terminó los estudios de Lógica (1764-1765) y Física (1765-1766), pero no los de Metafísica (1766-1767), pues el programa de estudios de Filosofía y Teología se vio interrumpido en el tercer año con motivo de la expulsión de la Compañía.
Después de un penoso viaje, la provincia de Castilla fue alojada en Calvi (Córcega). Allí permanecieron durante catorce meses (agosto de 1767-octubre de 1768) Arévalo y sus compañeros, bajo la dirección del padre Idiáquez. Las condiciones de vida en las que se encontraban eran precarias, pero, pese a ello, Arévalo pudo terminar sus estudios de Filosofía y comenzar los de Teología. Cursó la Teología en Bolonia, donde había sido asentada la Provincia jesuítica de Castilla y se ordenó sacerdote en 1772 e hizo la tercera probación poco antes de la supresión de la Compañía en agosto de 1773.
Con la abolición de la Compañía, los jesuitas quedaron aislados y en precarias condiciones económicas, pero Arévalo tuvo la suerte de conocer a un colegial del Real Colegio de España o de San Clemente en Bolonia (Italia), Miguel Alfonso Villagómez, sobrino del arzobispo de Toledo, Francisco Antonio Lorenzana, y a través del cual surgirían los contactos con el cardenal, quien no muchos años después se convertirá en el gran mecenas de Arévalo.
A finales de 1780 logró del comisario Luis Gnecco el permiso para trasladarse a Roma, ciudad en la que permaneció (residiendo en la Casa del Gesù) y trabajó, de modo incansable, en sus archivos y bibliotecas. Lo animaba el deseo de situar a la Iglesia y las letras españolas en el lugar que merecían, pero también, sin duda, su deseo de reconocimiento personal, de contactos influyentes y, por supuesto, la obtención de pensiones, la búsqueda de buenas relaciones con el Gobierno español y dar comienzo a su producción literaria, que llegó a crearle una sólida reputación de hombre sabio y virtuoso.
A partir de ahora la biografía de Arévalo se confunde con la peripecia de su inmensa producción literaria a la que se consagró en cuerpo y alma hasta que, a partir de 1797 (llegada del cardenal Lorenzana a Italia), se vio forzado a participar más activamente en asuntos públicos, de manera que una fuente importante para conocer su biografía en este período (1780- 1800) son las amplias reseñas que el padre Luengo va dando de la aparición de todas sus obras.
En Roma, encontró Arévalo su lugar. La ciudad le ofrecía la riqueza de sus bibliotecas y archivos, amén de la oportunidad de descubrir círculos intelectuales y personas influyentes que estuvieran en contacto con el Gobierno y la Iglesia española. Se dedicó fundamentalmente al campo de la erudición eclesiástica y a la edición de poetas latino-cristianos, pero su obra magna fue la posterior edición de la obra de san Isidoro. Para sus proyectos contó con la ayuda de su hermano Juan y la de varios compañeros de la Orden, como el padre Zaccaria (Venecia, 1714 – Roma, 1795), con los que compartía intereses comunes.
Su primera obra fue la Hymnodia Hispanica (1786), “uno de los más preciosos monumentos de la ciencia litúrgica”, al decir de Dom Gueranger. En ella presentaba una colección de himnos para la liturgia hispana, precedida de una amplia disertación sobre los himnos eclesiásticos. Las razones que le llevaron a escoger esta obra como primer trabajo fueron de distinto tipo. Arévalo consideraba necesaria una reforma del himnario hispano, pues las enmiendas realizadas con anterioridad habían sido poco satisfactorias. Con ello lograría, por una parte, tratar de ganarse el favor del Rey, y, por otra, intentar desplazar el Oficio franciscano; de ahí que, en lugar de escoger alguno de los himnos existentes, prefiera componer uno nuevo.
En la teoría de los himnos, Arévalo se muestra especialmente deudor de la obra del himnógrafo Guyet, o en la línea de la reforma del Breviario Romano llevada a cabo por Urbano VIII. Los himnos, un total de cincuenta (que completan los adecuados a cada festividad religiosa), veintisiete tomados de Oficios u obras anteriores, y veintitrés compuestos por el propio Arévalo, muestran el interés del jesuita por la corrección del lenguaje y la prosodia, basándose en las normas clásicas. La adecuación de los himnos al canto y la elegancia de las nuevas composiciones caracterizan a este autor, una de las figuras más representativas del Humanismo del siglo XVIII, cuyo trabajo es un ejemplo de equilibrio entre las preferencias personales (el latín clásico) y la ortodoxia religiosa, exigida por los ritos litúrgicos.
La obra recibió el reconocimiento de los intelectuales, y también de Lorenzana, que se mostró sumamente interesado y que, al parecer, ya entonces le encargó la difícil tarea de editar las obras completas de san Isidoro. El éxito de la obra fue reconocido en las Effemeridi Letterarie de Roma, y la Corte de Madrid premió a su autor en 1787 con la doble pensión. Pero, además, Arévalo recibió de Pío VI el permiso para acceder a los códices vaticanos, un privilegio dado a muy pocos y que fue de gran ayuda para la elaboración de sus siguientes trabajos. En definitiva, unas consecuencias que con seguridad sobrepasaron la expectativas de nuestro jesuita.
Su siguiente ocupación fue la edición de autores cristianos hispanolatinos; y también, como en el caso de los himnos, junto a la defensa de lo hispano que esta empresa representaba, destacaba la utilidad de la obra desde el punto de vista literario. El primer autor que editó fue Prudencio, su poeta predilecto, el máximo poeta lírico y el himnógrafo cristiano por excelencia, como lo juzgaba Arévalo. Sus versos eran los más sobresalientes ejemplos de poesía cristiana (“christianae poeseos monumenta praestantissima”) y el contenido, en ellos expresado, de gran utilidad, sobre todo, como arma contra la herejía. La edición de Prudencio, así como el resto de ediciones que llevó a cabo, supuso un avance respecto a las anteriores, pues Arévalo hizo uso de un número considerable de manuscritos, especialmente de los códices vaticanos.
La obra recibió el apoyo de Pío VI, quien se convirtió en su protector y la ayudó económicamente. Fue muy bien acogida, y de modo especial por Lorenzana, que le pidió entonces que, siguiendo el mismo método, editara las obras de Draconcio, autor que acababa de imprimir él para la colección de los Padres Toledanos. Mientras Arévalo se ocupaba en esta edición, recibió la visita en Roma de Gregorio Alfonso Villagómez, arcediano de Calatrava y sobrino predilecto de Lorenzana, que llegó a la ciudad a primeros de octubre de 1791 y allí permaneció hasta junio de 1792.
Realizó dos ediciones más de autores cristianos, las dos, al parecer, por iniciativa propia. La siguiente fue la de Juvenco, autor cuya publicación, como expresa Arévalo en los Prolegómenos, no necesitaba justificación, pues además de ser su obra el vetustissimum christianae poeseos monumentum, él había sido el primero en realizar la concordia de los cuatro Evangelios.
Comenzó después la edición de Sedulio, así como a buscar materiales para su posterior edición de san Isidoro, pues sabía que sería ésta una empresa costosa. En una carta a Lorenzana, fechada el 29 de mayo de 1793, Arévalo le agradecía que hubiera colocado en la Biblioteca arzobispal de Toledo un retrato suyo. El texto de Sedulio, de difícil interpretación en algunos lugares, como había ocurrido en el caso de Juvenco, le planteó problemas, pero en dos años dio fin al trabajo, que se publicó en 1794, y fue dedicado también al cardenal Lorenzana.
Una vez concluidas sus ediciones de poetas cristianos, emprendió su dedicación intensa a la edición de las obras de san Isidoro. En 1796 empezó Arévalo a enviar a Lorenzana lo que iba teniendo preparado de la edición, quien ese mismo año le pidió que lo representara en la visita ad limina que debía hacer como arzobispo y que veía imposible como consecuencia de la guerra contra Francia; Arévalo le contestó agradecido y cumplió con la tarea.
En la edición de san Isidoro trabajó durante varios años. La impresión de algunos tomos se vio detenida por la situación de crisis, pues la amenaza de la guerra era constante desde la primavera de 1796, y, en efecto, las tropas revolucionarias francesas ocuparon Milán en mayo de este año y también Bolonia en el curso del mismo; Arévalo tenía al tanto a Lorenzana.
Pero no fue éste el único proyecto “enciclopédico” en el que trabajó Arévalo. También se había propuesto, y de esta idea ya hay algún indicio en la propia Hymnodia, revisar y completar la monumental Bibliotheca Hispana de Nicolás Antonio, lo cual era una muestra de su espíritu universal, y de su deseo de rigor crítico y de actualización en la ciencia literaria. Sin embargo, pese a la cantidad de materiales reunidos no pudo llevar a término su objetivo.
En 1797 tuvo lugar el primer encuentro entre Lorenzana y Arévalo. El arzobispo-cardenal había sido forzado por Godoy a abandonar el cargo de inquisidor general y fue enviado a Roma en una embajada eclesiástica, que no pocos vieron como destierro. El Papa se vio forzado a abandonar Roma, al proclamarse la República en esa ciudad en 1798; lo acompañaron Lorenzana, su secretario y el propio Arévalo, y poco después murió, el 29 de agosto de 1799. El nuevo papa, Pío VII, fue proclamado el 14 de marzo de 1800, tras haber tenido lugar en Venecia el Cónclave, que duró 104 días. Lorenzana y su acompañante Arévalo pasaron a Bolonia, al Real Colegio de España o de San Clemente en Bolonia (Italia), y el 14 de septiembre llegaron de regreso a Roma.
Una vez en esta ciudad, Arévalo recibió de Pío VII y a petición del cardenal de la Somaglia, vicario de Roma y prefecto de la Congregación de Ritos, el puesto de Himnógrafo Pontificio, cargo creado expresamente para él. Seguía trabajando en su edición de san Isidoro, tarea que le había impedido volver a España en 1798, año en que Carlos IV permitió la vuelta a los ex-jesuitas. A finales de 1803 logró Arévalo concluir su edición de las obras completas de Isidoro de Sevilla; constaba de siete volúmenes e iba dedicada a su mecenas, Lorenzana, quien falleció el 17 de abril de 1804. En su testamento (12 de agosto de 1802) quedó demostrada, una vez más, la confianza y el afecto que sentía por Arévalo. Lo nombraba su ejecutor testamentario, y además fideicomisario en caso de que su secretario faltara de Roma. Arévalo pronunció el 9 de julio, en la Academia de la Religión Católica de la Universidad de la Sapienza, una Laudatio Funebris en honor de su mecenas.
Las circunstancias políticas se agravaron algunos años más tarde. El 2 de febrero de 1808 los franceses ocuparon Roma. El 2 de mayo de ese mismo año tuvo lugar en Madrid el alzamiento contra los franceses. Tras la proclamación de José Bonaparte como rey de España (25 julio), exigió —en octubre de ese año— juramento de fidelidad, por parte de todos sus súbditos, a él y a la Constitución de Bayona. Entre los jesuitas hubo división, pues no aceptar el juramento suponía la retirada de la pensión. El papa Pío VII se manifestó contrario a que los jesuitas hicieran el juramento.
En la casa del Gesù veinticinco lo aceptaron y treinta se negaron; entre éstos estaba el padre Arévalo, que fue por ello encarcelado, como el resto de sus compañeros. Sin embargo, poco más tarde, a mediados de mayo de 1809, fue puesto en libertad. Escribió, además, al Papa un memorial en el que justificaba el comportamiento de aquellos de sus compañeros que habían jurado, explicando lo difícil de la situación.
En 1809 sucedió a Alfonso Muzzarelli como teólogo de la Penitenzieria y muy poco después, el 10 de junio del mismo año, Napoleón fue excomulgado por Pío VII en virtud de la bula Cum memoranda. El Papa fue deportado a Savona, donde permaneció prisionero hasta 1812. Muchos cardenales fueron desterrados a París, entre ellos Michele di Pietro, que antes de partir nombró a Arévalo “Teólogo de la Penitenciaría”.
Además, el 23 de abril de 1810, Napoleón ordenó que todas las Congregaciones religiosas salieran de Roma; Arévalo se negó nuevamente y fue encarcelado, esta vez durante algunos días, tras los cuales pudo volver al Gesù. Posteriormente, el 16 de julio de 1812, murió su hermano Juan.
El 24 de mayo de 1814 Pío VII regresó a Roma y, el 7 de agosto de ese mismo año, restableció la Compañía de Jesús por medio de la bula Sollicitudo. Arévalo emitió la profesión solemne el 2 de febrero de 1815 en la iglesia del Gesù y, al poco tiempo, expresó al Papa su deseo de volver a España, por lo que le pedía, asimismo, que lo destituyera de sus cargos como Himnógrafo Pontificio y como Teólogo de la Penitenciaría. Arévalo encontró algunas dificultades, puesto que ni el Papa ni el cardenal Di Pietro querían que se marchara, pero finalmente obtuvo el permiso. Partió de Roma el 25 de septiembre de 1815 acompañado por otros tres jesuitas. El Rey expresó su alegría al conocer la noticia de su vuelta. Llegaron a Pamplona entre el 11 y el 14 de noviembre y allí permanecieron un tiempo para emprender luego viaje a Loyola, donde llegaron el 29 de abril de 1816.
El 11 de mayo de 1816 Arévalo tomó posesión como rector de la casa de Loyola y ocupó este cargo y el de maestro de novicios hasta 1820. El 14 de marzo de 1820 murió en Madrid el padre Zúñiga, superior de los jesuitas en España desde la restauración de la Orden, y su sucesor fue el padre Arévalo, pero éste, por razones de salud, delegó en Pedro Cordón. Después marchó a su ciudad de nacimiento, donde permaneció durante todo el Trienio Liberal. En noviembre de 1823 regresó a Madrid, y se alojó en el antiguo Colegio Imperial, donde murió el 7 de enero de 1824.
Arévalo, jesuita convencido, tratará de revivir lo mejor del Humanismo cristiano con sus infatigables tareas literarias y, sobre todo, poner en el lugar que le correspondía a la Iglesia española y su Historia eclesiástica. De su amplia producción, la Hymnodia Hispanica marcó las pautas de su rigurosa erudición, y las obras completas de san Isidoro el cénit, producto de su continuo afán investigador en bibliotecas y archivos, de su basta cultura y buen hacer. Arévalo, poeta, filólogo, traductor de los clásicos, bibliófilo inquieto (al venir a restaurar la Compañía en España en 1815, tomó la precaución de conservar la propiedad y reservarse la libre disposición de sus libros) y continuador de Nicolás Antonio, ha pasado a la historia de la filología por haber rescatado del injusto olvido a los antiguos escritores eclesiásticos españoles, gracias al mecenazgo del cardenal Lorenzana. Quizá todavía no se tenga una justa valoración de la obra de Arévalo por carecer de un estudio profundo de su producción total, a pesar de que todas sus obras recibieron el reconocimiento que merecían entre sus contemporáneos y convirtieron a Arévalo en un personaje cada vez más respetado en los círculos influyentes de Roma, como demuestran los diversos nombramientos de que fue objeto.
Obras de ~: De Imagine Sacri Cordis Iesu ab Equite Pompeio Battoni elegantissime depicta, in nono templo Vlyssiponensi a Regina Fidelissima erecto, et Sacro Iesu Cordi consecrato collocanda. Carmen. Authore P. Faustino Arevalo Provinciae Castellanae, Roma, 1781 (un poema); Hymnodia Hispanica, Roma, 1786 (reed. de E. Gallego Moya, Los himnos de la “Hymnodia Hispánica”, Alicante, Universidad, 2002); M. Aureli Clementis Prudentii Carmina, Roma, 1788-1789, 2 vols.; Dracontii Poetae Chistiani Saeculi IV Carmina, Roma, 1791; C. Vetii Aquilini Iuventii Presbyteri Historiae Evangelicae Libri IV, Roma, 1792; Caelii Sedulii Opera omnia, Roma, 1794; Ad D. Georgium Duran Hispanum e Castris Caeciliis Quum Romae primum primi ordinis Architecturae praemium in annuo, eodemque seculari certamine reportaret. Epigramma Faustini Arevali, Roma, Typis Jo. Bapt. Cannetti prope Pantheon, 1795 (1 hoja); Sancti Iuliani Episcopi Toletani Ars grammatica, Poetica et Rhetorica, Roma, Apud Antonium Fulgonium, 1797 (autoría discutida); S. Isidori Hispalensis Opera omnia, Roma, 1797-1803, 7 vols.; Laudatio funebris Eminentissimi D. Cardinalis Francisci Antonii de Lorenzana, Roma, Imprenta de la Academia Católica de la Sapienza, 1804; Missale Gothicum secundum Regulam Beati Isidori Hispalensis Espiscopi iussu Cardinalis Francisci Ximenii de Cisneros in usum Mozarabum prius editum, Roma, Antonio Fulgoni, 1804 (autoría discutida); Scriptores hispani, aut de rebus hispaniensibus agentes, in Inveneariis Bibliothecae vaticanae indicati, ms. Biblioteca Nacional (Madrid) (inéd.); Aratoris poetae Opera omnia ex antiquis Codicibus Mss. correcta, notisque perpetuis illustrata (inéd.); S. Damasi Hispani, Pont. Max. Opera quae supersunt, cum Prolegomenis, notis variisque Lectionibus (inéd.); Melchoris Cani, Ord Praed., Opus egregium de Locis Theologicis, cum Observationibus (inéd.); Bibliotheca Hispana tum Vetus tum Nova Nicolai Antonii aucta, illustrata, defensa et, ubi opus fuerit, correcta, atque in novem classes distributa: Quarum prima Scriptores Ethnicos chronologice complectetur, ms., Archivo Histórico de Loyola (inéd.); Bibliotheca Hispana seculi XVIII, scilicet Scriptonum qui sub Regibus Borbonicis floruerunt in Hispania (inéd.); Disertación sobre la naturaleza del alma de los animales (inéd.); Disertación sobre si los nuevos físicos deben llamarse filósofos (inéd.); Introducción a la Historia Eclesiástica (inéd.); Mozarábica. Estudio sobre la Misa y Oficio Mozárabes (inéd.); Notae in Breuiarium Mozarabicum (inéd.); Adversarium rerum ad Canonizationem SS. pertinentium (inéd.); Faustinus Arevalo iterum Jesuita Societatem Iesu renascentem Doctoris Angelici patrocinio commendat hoc carmine (inéd.).
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Antonio Astorgano Abajo