Acevedo Pola, José María Francisco de Borja. Vigo (Pontevedra), 15.X.1763 – Desierto de San José de las Batuecas (Salamanca), 3.VI.1837. Religioso carmelita descalzo (OCD).
Aunque oriundo de Asturias, nació en Vigo un sábado día de la fiesta de Santa Teresa, siendo bautizado en la iglesia colegial de Santa María, hijo de Manuel Jacinto de Acevedo y Navia, mariscal de campo, del que se cuentan brillantes hechos de armas, y de María Josefa Pola y Navia, noble dama dotada de eminentes prendas, profunda piedad y caridad sin límites.
En 1771 la familia se trasladó desde Vigo al solar de sus antepasados en el palacio de Miraflores (Noreña, Asturias). A los quince años, siguiendo la carrera de sus ascendientes, obtuvo plaza de cadete en el Real Colegio Militar de Segovia (1779-1782). De inmediato fue trasladado a Campo de San Roque, formando parte de las fuerzas que trataron, infructuosamente, de recuperar Gibraltar. Allí permaneció un año, pasando a Barcelona para ampliar durante dos cursos sus estudios militares.
Permaneció José María en la milicia por obediencia a los deseos e ilusiones de sus progenitores, ya que, en realidad, aspiraba a retirarse del mundo para dedicarse al servicio divino en la más absoluta soledad.
Muerto su padre en 1783, manifestó a su madre sus inclinaciones a la vida religiosa; mas ésta le puso no pocas trabas y le sometió a durísimas pruebas: penitencias, ayunos y retiros. El 21 de mayo de 1785 escribía a su madre desde Barcelona: “No puedo menos de desear el consentimiento de usted para dejar esta carrera en la que no tuve contratiempo.
Estoy con la mayor repugnancia, la que cada día toma un incremento sensible, como también el amor al claustro”.
Resueltas las dificultades, se dirigió primero a la cartuja del Paular, en Rascafría (Madrid), para darse —aislado del mundo exterior— por completo a la contemplación, si bien se da la circunstancia de que por aquel entonces no recibían novicios. De allí pasó al segoviano convento de San Juan de la Cruz, pero no siendo casa de noviciado, le enviaron al Carmen de Valladolid, donde ingresó en abril de 1786.
Pese a estar persuadidos de la firmeza de su vocación, el padre provincial creyó oportuno tenerle a prueba, como postulante, más del tiempo preceptuado, que era un mes. Finalmente, se le admitió al noviciado y vistió el hábito de carmelita descalzo el 14 de julio de 1786, cambiando sus ilustres apellidos por el “del Carmelo”.
Concluido el año de noviciado, fue aprobado para hacer la profesión y prepararse, por tanto, para su ordenación sacerdotal, que se llevó a cabo en Ávila el lunes 8 de marzo de 1790.
En 1796 se hallaba en situación de disponible para ser destinado a otro monasterio de la Orden; pero acogiéndose a la opción que la legislación del Carmelo daba para aquellos que decidieran abrazar la vida contemplativa del desierto, solicitó la pertinente autorización al padre provincial para retirarse como ermitaño perpetuo al desierto de San José de las Batuecas, en Salamanca. Mientras tanto, permaneció en el convento de Segovia. En este intervalo, su madre consiguió del padre general que ordenase a su hijo fuese a visitarla a su palacio de Asturias, viaje que realizó en mayo de 1797.
Finalmente, el 16 de noviembre emprendió el viaje, deteniéndose en Alba de Tormes, y celebró misa ante el sepulcro de Teresa de Jesús el día 19. Al día siguiente prosiguió su viaje a las Batuecas, siendo recibido por la comunidad con la solemnidad con la que eran admitidos los que allí acudían como moradores perpetuos. Su llegada se asentó en el Libro de los Ermitaños con esta nota: “Fray José María del Carmelo.
En veintiún días del mes de noviembre, por la tarde, vino la primera vez por ermitaño de este Santo Desierto con patente de Perpetuo el P. Fr. José María del Carmelo, natural de Vigo, obispado de Tuy, de edad de treinta y cuatro años; de Religión, doce”.
A partir de entonces, al padre José María se le comenzó a conocer como Padre Cadete, y cuando escribía desde su retiro de las Batuecas añadía en la firma: el Pecador.
No se dispone de fuentes detalladas acerca de la vida de este humilde fraile en la soledad del desierto carmelitano. Sin duda, los días transcurrirían poco más o menos igual todos los meses y todos los años, en medio de la pobreza y la austeridad, vida a la que se entregó con total dedicación. Por lo demás, en su correspondencia siempre fue muy cauto.
Sin duda, pasó los casi cuarenta últimos años de su vida en diversas ermitas, en especial en la llamada “del Alcornoque”, por estar formada por el tronco hueco de uno de estos árboles, célebre ya en 1606; “su interior tenía de cinco a seis pies de diámetro y unos treinta de circuito exterior. Se penetraba en él por un arco de una vara de altura, y dentro había un pequeño altarcillo, y tres mantas sobre una tabla para cama, las que tenía que arrollar y dejar a un lado para orar de rodillas. Una puertecita de corcho cerraba la entrada, y encima del arco un cráneo humano con dos huesos cruzados, incrustados en el tronco, y debajo esta sublime inscripción: morituro satis (para el que ha de morir basta)”; así era como la describían los cronistas del desierto.
En tan incómodo lugar pasaba la mayor parte de su tiempo, salvo las temporadas que, según las normas, debía recluirse en una celda del monasterio, donde practicó de forma heroica tanto las virtudes cenobíticas como las de anacoreta.
Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses invadieron las regiones de la Peña de Francia y en 1810 —año en que casi toda España estaba en poder de los invasores— tuvo lugar en La Alberca (Salamanca) una batalla, durante la que el valle de las Batuecas sirvió de refugio a muchas gentes de la comarca, siendo el “Padre Cadete” su ángel tutelar. Ni siquiera pensó en marcharse, pese a que su anciana madre había obtenido de sus superiores que le permitiesen refugiarse en su palacio de Miraflores.
No sólo consiguió que los franceses respetasen el convento de las Batuecas —poco antes habían saqueado los cercanos de los dominicos de la Peña de Francia y de los franciscanos de Santa María de Gracia—; además, y esto era muy difícil, supo ganarse a oficiales y soldados de ambos bandos, apartados desde hacía mucho de las prácticas religiosas.
Tras la guerra, el desierto sería destinado a noviciado de hermanos legos y profesorado de coristas, siendo designado el padre José María como profesor de éstos, lo que supuso no sólo clases, sino muchas horas de consultas de conciencia, mucho confesionario y no poco púlpito. Hubo de abandonar, por breve tiempo, las Batuecas cuando, por segunda vez, la Santa Obediencia le enviase a visitar a su madre, ya muy enferma y que poco después fallecería tan santamente como había vivido. Por algunas semanas la capilla del palacio de Miraflores se vio muy concurrida por multitud de personas a las que administraba aquel fraile, que ya tenía fama de santo, el sacramento de la Penitencia.
Años después, el Gobierno liberal adoptaría una serie de medidas desamortizadoras —Ley de 17 de junio de 1812, por la que se incorporaban al Estado los bienes de los monasterios y conventos disueltos por las Cortes, y los Decretos de 11 de octubre de 1835 y 19 de febrero de 1836—, por las que poco a poco los conventos y casas religiosas se vieron abandonados.
A la comunidad de las Batuecas le llegó su fin en marzo de 1836.
Negándose a renunciar a sus hábitos y su querida soledad, el Padre Cadete se valió del bien ganado prestigio en que se le tenía en la comarca salmantino- cacereña, consiguiendo autorización del gobernador de Salamanca para permanecer en las Batuecas como custodio del monasterio con dos padres y algunos legos como ayudantes. Escogió a dos compañeros que anteriormente habían sido priores del desierto y a tres hermanos legos, que fueron autorizados a vestir de seglar; él lo hacía de hábito y los dos padres de sotana.
Se sintió enfermo y días después expiró, el sábado 3 de junio de 1837, a las cinco y media de la mañana, a los setenta y cuatro años de edad, cincuenta y uno de carmelita y cuarenta de ermitaño. Al día siguiente fue inhumado en la iglesia del desierto, con la asistencia que había podido acudir de los más próximos lugares al tener noticia de su óbito. Sus restos fueron cambiados varias veces de lugar, pero allí continúan en un sitio digno. Un testimonio contemporáneo lo describía así en sus últimos años: “Era muy viejo; su barba caía hasta la cintura y estaba tan consumido que la piel de su cara parecía pegada en una calavera”.
Los obispos de Plasencia y de Coria se consideraban sus hijos espirituales y se las arreglaban para hospedarle de vez en cuando en sus respetivos palacios, aunque sólo fuera por unas horas; ellos mismos gustaban de pasar algunas semanas en la soledad de las Batuecas para gozar de su ejemplo y sabia dirección.
En Plasencia dio ejercicios espirituales a las monjas carmelitas, al seminario y al clero.
Pese a tantas ocupaciones, encontró tiempo para aconsejar y ayudar al prójimo, desde uno de sus hermanos —que llevaba una vida un tanto desarreglada— hasta las gentes que le pedían consejo.
Cuando el rector del seminario le dice no sentir inclinación a la vida religiosa, le aconseja el ingreso en la Compañía de Jesús, llegando a ser un eminente jesuita. Con sus oraciones consiguió que una religiosa carmelita de Salamanca recobrase la vista.
Por toda España se extendió la fama de su santidad.
Entre 1935 y 1936 se efectuó el proceso diocesano de beatificación en las diócesis de Coria (Cáceres), Tuy y Oviedo. Sobre su vida se han escrito diversas biografías —la más extensa fue publicada en 1931, posteriormente reeditada y abreviada en 1999—, además de diversos trabajos en revistas y boletines.
Bibl.: D. de la Presentación, El Padre Cadete, ed. abrev. y anot. por F. M. del Niño Jesús, Madrid, Edibesa, 1999; M. del Niño Jesús, Monasterio de las Batuecas, Salamanca, Calatrava S. Coop., 2001.
Fernando Gómez del Val