Gregorio y Masnata, Leopoldo de. Marqués de Esquilache [o Squilacce, o Squillace] (I), en el reino de Nápoles. Génova (Italia), 21.XII.1700 – Venecia (Italia), 13.IX.1785. Ministro y diplomático.
Leopoldo de Gregorio pertenecía a una modesta familia oriunda de Génova, ciudad donde nació, así como su padre, Francisco María de Gregorio y Neroni, y su madre, María Úrsula Masnata y Rossi. Algunos años más tarde éstos se establecieron en Mesina (Sicilia), en donde vivirían hasta su muerte. También en Mesina, Leopoldo casó en 1722 con una joven de allí, Josefa Mauro y Grimaldi, quien falleció en fecha desconocida, después de haberle dado cinco hijos: Francisco, José (1725-1784), caballero de Santiago en 1784, Juan, Jerónimo y María.
No se sabe prácticamente nada de los inicios de la vida profesional de Leopoldo. Debió de pasar a Nápoles, donde fue empleado en la intendencia del Ejército de ese reino. En 1742 acompañó al contingente napolitano que se juntó con el cuerpo expedicionario español que combatió en Italia en la época de la guerra de sucesión de Austria. Su carácter abierto, su actividad y sus desvelos por el bienestar de las tropas le granjearon la confianza del duque de Montemar y del conde de Gages y sobre todo la del marqués de la Ensenada, secretario de Estado y Guerra del infante don Felipe y luego ministro del Rey Católico. Con el apoyo de tan altos protectores, llegó a ocupar el puesto de “proveedor general del ejército de expedición”, que aún ostentaba al final de la guerra y que le permitió acumular bastantes riquezas, “haciendo de ese don Nadie un hombre tan duro e intratable con sus dependientes como flexible y servil con sus superiores”.
Con el restablecimiento de la paz, empezó el despegue de la carrera política de Gregorio. Galardonado por el duque de Módena con un título de marqués, contrajo segundas nupcias el 19 de abril de 1748, desposando por procuración en Barcelona a una joven de veinticuatro años, María Josefa Verdugo y Quijada, hija de un comisario de guerra al que había conocido durante las campañas de Italia. De esta unión nacieron siete hijos: Carlos (1754), Antonio María (1755), ambos caballeros de la Orden de Carlos III (1788 y 1830), Manuel, Ángela, María Josefa, María Teresa y María Vicenta. Tras dejar el ejército, Leopoldo se encaminó a Sicilia cuando, a su paso por Nápoles, le detuvo una orden del rey de las Dos Sicilias que le nombraba director general y administrador de las aduanas de este reino (agosto de 1748). No tardó mucho en manifestar su inteligencia, su espíritu juicioso y sus dotes de organizador. En pocos años logró un considerable aumento en el producto de las aduanas, al mismo tiempo que cercenaba eficazmente el contrabando.
No satisfecha con tan halagüeños resultados, su ambición desenfrenada apuntaba a mayores destinos.
El apoyo de influyentes amigos, como la duquesa de Castropignano o el embajador de Francia, marqués de Ossun, y, sobre todo, su incansable afán de trabajo, le atrajeron la confianza, siempre creciente, del Rey. Por eso, cuando el anciano marqués de Brancaccio dimitió de la Secretaría de Estado de Hacienda, le sustituyó el marqués Gregorio (10 de agosto de 1753), al que se le encargaron también, poco después, los departamentos de Guerra y Marina. En 1755, le fue concedido el título de marqués de Esquilache y desde entonces compartió con Tanucci —con quien no congeniaba— el favor regio. Aludiendo al nuevo marqués, el embajador francés escribía: “Es más hacendista que político, y como ha llegado desde el estado más bajo al puesto eminente que ocupa, se halla bastante ignorante del sistema presente de Europa”. Por su parte, Ferrer del Río se ha hecho eco de varias opiniones contemporáneas: “Espíritu emprendedor [...] de todo presumía entender bastante, le desasosegaba el prurito de entrometerse hasta en lo más ajeno de su incumbencia, y sentía verdadera fruición en el continuo y perentorio trabajo [...] asegurándose a fuerza de celo por el servicio la Real gracia. Práctica de los negocios ministeriales tenía mucha, cualidades de un hombre de Estado pocas”. Se le acusaba de hablar mucho, a veces hasta la indiscreción, y de intentar hacerse una clientela, distribuyendo el dinero y los favores regios. Así y todo, Esquilache supo realizar en unos pocos años una obra considerable: fecundo en ideas y recursos, consiguió equilibrar el presupuesto de la Monarquía de las Dos Sicilias, reforzar notablemente su ejército y su marina y dar un impulso señalado a las obras públicas. De estos éxitos tenía el rey de Nápoles una conciencia clara que le afianzaba la alta opinión que se había formado de la capacidad de su ministro.
Estos antecedentes explican las disposiciones tomadas por el rey Carlos antes de empezar su viaje a España para entrar en posesión del trono de esa Monarquía.
Por una parte, dejó a Tanucci en Nápoles, al cuidado de su hijo menor y sucesor; por otra parte, se llevó a Esquilache, con la perspectiva de emplearle en la gestión de la Hacienda de su nuevo reino. El marqués, extrañamente condecorado con el grado de teniente general, embarcó con la Familia Real en el Fénix, mientras su esposa y sus hijos subían a bordo del Terrible (6 de octubre de 1759). Después de la breve estancia de la Corte en Barcelona (17-22 de octubre), Esquilache siguió al Rey rumbo a Madrid, donde hizo su entrada el 9 de diciembre. El día anterior, en Alcalá de Henares, un Real Decreto había nombrado al marqués secretario de Estado y del Despacho de Hacienda, con la superintendencia de ella, en sustitución del conde de Valdeparaíso. Al mismo Esquilache se le confirieron luego el gobierno del Consejo de Hacienda (12 de diciembre de 1759), la Secretaría de Estado y de Guerra, vacante por la dimisión de Wall (9 de octubre de 1763), y una plaza de consejero de Estado (16 de febrero de 1764), siendo además premiado con hábitos de la Orden del Águila Blanca de Polonia (1763) y de San Genaro (1765): otros tantos cargos y honores que manifestaban el constante aprecio de Carlos III a su ministro, quien, por otro lado, disfrutaba del respaldo del duque de Losada, sumiller de corps del Rey, y del marqués de la Ensenada.
El encumbramiento de Esquilache originó toda clase de comentarios, algunos de ellos conformes con los ya emitidos en los años napolitanos. Entre ellos destacan los de Tanucci, más bien malévolos, los de Fernán Núñez y sobre todo los de los diplomáticos ingleses. Según el conde de Bristol, en 1761, el ministro “es más bien un hombre incansable para el trabajo que persona de entendimiento brillante; jamás se queja de tener mucho que hacer”. En 1766 su sucesor, el conde de Rochford es más incisivo en su retrato: “De humilde nacimiento, gran trabajador y amigo de ocuparse de todo [...] era de modales duros, impolítico y casi grosero en la conversación, sin el menor tinte de literatura. Su esmero y aplicación no podían suplir su falta de alcances y todo lo que podía hacer era emplear su celo en el despacho material y mecánico de los negocios; en suma este ministro no era más que una máquina. Naturalmente circunspecto, de carácter receloso, no tenía sentimientos elevados [...] Por otra parte era severo, inflexible, no tomaba jamás en cuenta la opinión pública”. Como ya solía hacer en Nápoles, repartía dinero público y favores para crearse una clientela. Tampoco olvidaba a su familia y parentela: a su esposa le regalaba, el día de su santo, un broche de diamantes y un collar de esmeraldas; a su hijo mayor le facilitaba un rapidísimo ascenso en la milicia y a otro hijo un pingüe beneficio eclesiástico. Pero tenía buen cuidado de negarse a aceptar cualquier presente personal. Esta relativa moderación le costaba las reprimendas de su mujer, que la enjuiciaba como una deliberada falta de previsión. Persona alta e interesada, la marquesa tenía tal fama de rapacidad y de venalidad que, al acercase a Madrid el 5 de enero de 1760, salió a su encuentro en la venta del Espíritu Santo una gran comitiva de coches, cuyos ocupantes venían a saludarla y cortejarla.
Dejando a un lado estas consideraciones, contrastadas y a veces contradictorias, para valorar el desempeño ministerial de Esquilache, resulta sorprendente la carencia de cualquier estudio serio al respecto. Sin embargo, el balance no parece arrojar un saldo negativo.
En el transcurso de sólo seis años, y pese al tremendo coste de una guerra a la que no era proclive, el marqués tomó una serie de medidas, muchas de ellas acertadas, aunque a menudo decididas en un orden disperso, sin un plan general que las ordenase. Así en el campo de la Hacienda se reforzaron las providencias dadas para el manejo de las rentas, sin alteración en las contribuciones, se revisaron cuentas atrasadas, se implantó la Real Lotería, se suprimieron empleos inútiles, se redimieron bienes de la Corona enajenados, se establecieron montepíos de viudas de militares y empleados civiles, se puso en obra el pago por el clero de los derechos sobre bienes de manos muertas estipulados en el concordato, se autorizó el libre comercio de los granos, se organizaron los propios y arbitrios de los pueblos. Al sector de la milicia pertenecen las disposiciones relativas a las ordenanzas de reemplazo, a la mejora de las fábricas de artillería, a la fundación del Colegio de Artillería de Segovia. Tampoco se descuidaron las obras públicas, con la construcción o continuación de la red de carreteras reales, con la limpieza, enlosado y nuevo alumbrado de las calles de Madrid, con la edificación de las casas de correos y aduanas. A efecto de seguridad pública y de policía se debieron las medidas de vigilancia contra los vagabundos, malhechores y pretendientes, y también la prohibición de llevar armas cortas y de fuego.
A la misma preocupación obedecía el famoso bando del 10 de marzo de 1766 prohibiendo el uso en la Corte del traje de capa larga y sombrero redondo para el embozo, que desencadenó los disturbios conocidos bajo el nombre de motín de Esquilache.
Estos acontecimientos rebasan con mucho la persona de Esquilache, aun cuando ha podido aparecer como motivo, ocasión o símbolo de ellos. En la abundante literatura publicada acerca del tema, se ha hablado de sublevación “frumentaria”, de conspiración jesuítica o aristocrática, de intriga política, etc. Sin embargo, el marqués tuvo una responsabilidad limitada en un asunto tan complejo. Ninguna le incumbió en dos factores que tuvieron, sin embargo, una importancia notable: por un lado, su calidad de extranjero que alimentó la xenofobia más o menos latente de los naturales; por otro, las malas cosechas del quinquenio 1761-1765, con sus acostumbradas consecuencias, hambre y alza de los precios del pan, circunstancias a las que el ministro intentó poner remedio.
Pero tampoco se le puede absolver de errores personales. A la vez testarudo y voluntarioso, muy deseoso de fomentar la restauración del reino, no se detuvo en estudiar el terreno y medir sus pasos. Seguro de sí mismo, sin hacer el menor caso de la opinión pública, quiso quitar una cantidad de abusos y seguir el camino de reformas que juzgaba imprescindibles y ventajosas para el Estado y el reino, aun cuando chocaran con costumbres arraigadas o intereses creados.
Su método de ir adelante, empujando a la fuerza hasta el fin apetecido, entrañaba bastantes peligros, como ya apuntaba Tanucci en 1761 cuando escribía: “Hasta que el odio penetre en las clases populares, estará seguro”.
Como se sabe, el estallido popular se produjo en Madrid el domingo de Ramos, 23 de marzo de 1766. Al grito de “¡Viva el Rey! ¡Muera Esquilache!”, los amotinados enfurecidos se dirigieron al domicilio del marqués, la casa de las Siete Chimeneas, situada al final de la calle de las Infantas, con ánimo de darle la muerte. La registraron sin encontrar a los dueños.
La marquesa, que había salido de paseo a las Delicias, pero tuvo tiempo de pasar antes por casa a recoger sus alhajas y huir luego disfrazada por una puerta trasera para refugiarse en el convento de las Salesas, donde se educaban dos hijas suyas. En cuanto a Esquilache, se había ido a comer con unos amigos en el Real Sitio de San Fernando; a la vuelta, llegado a la puerta de Alcalá, se enteró de los sucesos, se disfrazó y, dando rodeos, se encaminó al Palacio Real, donde al poco tiempo llegó también su mujer. El día 24 de marzo se anunció el cese de Esquilache, quien con su familia acompañó al Rey y a la Corte a Aranjuez. En la noche del 26 al 27 de marzo, los marqueses y sus hijos Manuel y Jerónimo salieron a las tres de la mañana para Cartagena, escoltados por seis guardias de corps y dos oficiales. El 1 de abril Carlos III escribió a Tanucci para encomendarle a Esquilache, que estaba preparado para volver a Nápoles: “El pobre Squillace [...] va ahí y se ha sacrificado por mí en estas infelices circunstancias, y debo hacerle la justicia de que me ha servido bien siempre”.
En efecto, los Esquilache, embarcados en Cartagena el 24 de abril, tomaron tierra en Nápoles el 6 de mayo. Allí fueron acogidos más bien fríamente.
Tanucci nunca había tenido simpatía por el marqués y el joven Rey achacaba a este ministro los sucesos de Madrid. Poniendo a mal tiempo buena cara, Esquilache afectaba un comportamiento tranquilo, disertaba sobre los asuntos gubernativos y políticos, y no sólo se declaraba satisfecho de lo que había hecho, sino que decía tener el deseo de conseguir otra vez un ministerio o a lo menos una embajada en Italia. En realidad aspiraba a un puesto cualquiera, aunque fuera provisional, para satisfacer su honor, ya que se encontraba “como un delincuente metido en un pozo”; y Carlos III no parecía lejos de darle la razón cuando escribía a Tanucci: “Cree que no me olvidaré de él, y que cuando pueda y sea tiempo oportuno para ello, lo haré ver”. Sin embargo, Esquilache tuvo que esperar más. El 21 de julio de 1766, desengañado y amargado se resolvió a marchar a Mesina con su mujer y los hijos que se habían llevado. Allí vivieron holgadamente, disfrutando de su cuantiosa fortuna y de dos pensiones regias. Al cabo de algún tiempo, la familia regresó a Nápoles. En aquella ciudad fue donde, por fin, supo el marqués que Carlos III se acordaba de él: recibió el nombramiento de embajador de España cerca de la República de Venecia, con un sueldo anual de 240.000 reales de vellón (23 de junio de 1772).
Llevándose sus instrucciones, fechadas en 8 de septiembre, llegó a Venecia el 14 de octubre y presentó sus credenciales el 17 del mismo mes. Desempeñó este cargo durante trece años, hasta su muerte.
Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Dirección General del Tesoro, invent. 16, g. 22, leg. 51-52; Tribunal Mayor de Cuentas, legs. 2069 y 2121; Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 3447; Orden de Carlos III, exp. 274; Órdenes Militares, Santiago, exp. 3618.
G. Coxe, España bajo el reinado de la Casa de Borbón, trad. J. de Salas y Quiroga, t. IV, Madrid, P. Mellado, 1847; A. Ferrer del Río, Reinado de Carlos III en España, ts. I y II, Madrid, Matute y Compagni, 1856; M. Danvila y Collado, Reinado de Carlos III, ts. I y II, Madrid, El Progreso Editorial, 1892; G. Stiffoni, “Gli ultimi anni del marchese di Squillace a Venezia (1778-1785)”, en L’Europa nel xviii secolo: studi in onori de Paolo Alatri, t. I, Napoli, Edizioni scientifiche italiane, 1980, págs. 139-161; F. Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española, 1521-1812, Madrid, Consejo de Estado, 1984; M. Batllori (coord.), La época de la Ilustración, I. El Estado y la cultura (1759-1808), en J. M. Jover Zamora (dir.), Historia de España R. Menéndez Pidal, t. XXXI, Madrid, Espasa Calpe, 1987; F. Aguilar Piñal, Bibliografía de estudios sobre Carlos III y su época, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1988; Fernán Núñez, Vida de Carlos III, ed. A. Morel-Fatio y A. Paz y Meliá, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1988; F. Strazzullo, Leopoldo di Gregorio, marchese di Squillace, ministro di Carlo di Borbone, Napoli, Liguori, 1997; D. Ozanam, Les diplomates espagnols du xviiie siècle, Madrid-Bordeaux, Casa de Velázquez-Maison des Pays Ibériques, 1998; J. Andrés- Gallego, El Motín de Esquilache, América y Europa, Madrid, CSIC, 2003.
Didier Ozanam