Grimaldi y Pallavicini, Pablo Jerónimo. Marqués y duque de Grimaldi (I). Génova (Italia), c. 1709 – 1.X.1789. Diplomático y político genovés al servicio de la Monarquía española.
Nació en Génova en torno al año 1709, según los testimonios más fidedignos, y murió en la misma ciudad en la madrugada del 30 septiembre al 1 octubre 1789, aunque la necrológica de la Gaceta de Madrid (23 de diciembre de 1789) le adjudica ochenta y tres años (haciéndole nacer, por tanto, en 1706) y da el 30 de octubre como fecha de su óbito. Era hijo de Francisco María Grimaldi, ministro (embajador) de Génova en Francia (1713-1715), en España (1715) y en Austria (1726-1727), y de Juana Pallavicini y Spinola.
Tras recibir órdenes menores, y por ello como abate, Grimaldi llegó a Madrid en 1734 para seguir un proceso.
Ya en la ciudad fue nombrado enviado extraordinario de la República de Génova ante Su Majestad Católica, recibiendo su primer despacho el 21 de diciembre de 1739. Pasó al servicio de España en 1746, al recibir (por intercesión del príncipe de Campoflorido, que era hombre de confianza del clan de los “vizcaínos” y de la clientela de Isabel Farnesio en la Corte española) una comisión secreta, con calidad de embajador extraordinario ante la Corte de Viena, para negociar un tratado de paz (22 de febrero de 1746), que no concluyó con éxito a pesar de permanecer en el mismo puesto durante más de dos años. Conocido desde entonces como marqués de Grimaldi, fue designado ministro plenipotenciario de España en Suecia (7 de julio de 1749), permaneciendo en su nuevo destino hasta ser enviado en misión ante el rey de Inglaterra en su visita a su electorado de Hannover (8 de agosto de 1752). Terminada la misión, regresó vía París a Madrid, donde fue nombrado (10 de septiembre de 1753) embajador de España en las Provincias Unidas, aunque en su camino realizó una misión ante el infante Felipe de Borbón, duque soberano de Parma (23 de diciembre de 1753 a 24 de agosto de 1754), llegando a La Haya el 25 de febrero de 1755. A su regreso y durante su estancia en Madrid (9 de diciembre de 1757 a 26 de marzo de 1760) tuvo oportunidad de conocer al nuevo monarca Carlos III, circunstancia que será relevante para su futura carrera. Reintegrado de nuevo a La Haya (14 de mayo de 1760), recibió instrucciones para intervenir en las conversaciones como mediador entre Francia e Inglaterra y con el objetivo de evitar el reparto entre ambas potencias de las conocidas como “islas neutras” (Tobago, Dominica, Santa Lucía y San Vicente). Fue al final de esta misión cuando obtuvo el nombramiento de embajador ante Luis XV, rey de Francia (14 de enero de 1761), hecho que abrió una nueva etapa en su vida política.
Durante su estancia en la Corte de Versalles, estableció sólidos lazos de amistad con el ministro de Asuntos Exteriores, Etienne-François de Stainville, duque de Choiseul, con el que concluyó la negociación del Tercer Pacto de Familia, siguiendo los deseos de Carlos III y también sus propias inclinaciones favorables a Francia y contrarias a Inglaterra. Tras una serie de proyectos y contraproyectos, los veintiocho artículos del Pacto de Familia fueron firmados el 15 de agosto de 1761, así como una Convención complementaria que sería modificada por Choiseul y Grimaldi el 31 de enero de 1762 antes de dejar paso al texto definitivo de 4 de febrero de 1762. Se trataba de una alianza hispano-francesa contra Inglaterra, que incluía además la cesión por parte de España de las cuatro “islas neutras”, la promesa de Francia de entregar a España la isla de Menorca conquistada a los ingleses y la garantía a Felipe de Parma de la posesión del Placentino reclamado por el rey de Cerdeña.
La consecuencia inmediata de la firma del Pacto de Familia (que no consiguió la adhesión ni de Fernando IV de Nápoles ni de Felipe de Parma) fue la entrada de España en la Guerra de los Siete Años tras la ruptura de las hostilidades por parte de Inglaterra (4 de enero de 1762), una guerra que fue desfavorable para las armas hispano-francesas y que se saldó con la Paz de París (10 de febrero de 1763), negociada por Grimaldi como plenipotenciario con el duque de Bedford y que significaba para España, frente a la recuperación de La Habana y Manila ocupadas por los ingleses, además de la devolución de la colonia de Sacramento, la renuncia a la isla de Menorca, la cesión de las dos Floridas, el abandono definitivo de las reivindicaciones sobre la pesca en Terranova, la concesión de la libre corta de palo tintóreo en Honduras y el reconocimiento de la libre navegación por el Mississippi. Como compensación, Francia cedía a España el territorio de Luisiana. La rapidez de la conclusión de la paz se debió a la ansiedad de la Corte española por la devolución de La Habana y Manila, lo que le valió a Grimaldi el respaldo a su actuación por parte de Carlos III, que escribía a Bernardo Tanucci a Nápoles el 9 de noviembre de 1762: “Grimaldi ni ha sido ni ha hecho más de lo que yo he querido”.
Del mismo modo, la cesión francesa de la Luisiana pareció una adecuada compensación a la pérdida de la Florida, pues, como escribía Ricardo Wall, el secretario de Estado, a Grimaldi el 23 de octubre de 1762: “Más teme Su Majestad que la Luisiana quede en poder de éstos (los ingleses) que de perder la Florida”.
Con el Pacto de Familia y la Paz de París se inició una luna de miel hispano-francesa que iba a durar hasta el año 1770, cuando se produjo la caída de Choiseul y el conflicto de las Malvinas, que sometería a dura prueba la firmeza de la alianza. En este período, y como consecuencia de los acuerdos, se dio solución satisfactoria a la cuestión del Placentino. Así, el convenio de París (10 de junio de 1763) permitió la reversión de Piacenza y el Placentino al duque de Parma, mediante una compensación económica al rey de Cerdeña, el reclamante de aquel territorio.
El 1 de septiembre de 1763, Grimaldi fue promovido a primer secretario de Estado, lo que comportaba la dirección de la política internacional y la asunción de determinados asuntos internos (como la protección de las reales academias o el cuidado de los asuntos relativos al real patrimonio), así como la intervención, junto a los restantes ministros, en las demás cuestiones de gobierno, dado, además, que Carlos III ordenó (noviembre de 1763) que Grimaldi, el marqués de Esquilache, secretario de Hacienda y de Guerra, y Julián de Arriaga, secretario de Marina e Indias, se reuniesen semanalmente para discutir los asuntos de Estado, lo que ha sido interpretado como un primer despacho colectivo de ministros, aunque la exclusión del secretario de Gracia y Justicia privase a tal experiencia del carácter de precedente del consejo de ministros. Interrumpidas estas reuniones en algún momento indeterminado, hubieron de reanudarse de nuevo (febrero de 1776) para atender específicamente a los asuntos de política internacional.
Éste es el período más significativo de la carrera política de Grimaldi, ya que desempeñó su cargo sin interrupción desde 1763 (con su entrada en funciones el 14 de octubre) hasta 1776 (con la presentación de su dimisión el 9 de noviembre), superando incluso la crisis motivada por el motín contra Esquilache (1766), en cuyo transcurso se clamó contra los ministros extranjeros. El camino a la 1.ª Secretaría de Estado le fue facilitado por su antecesor, el hombre que le hizo entrega de los despachos, Ricardo Wall, aunque sólo después de un proceso en el que intervinieron las fuerzas en presencia en la Corte madrileña. En 1752, antes del triunfo de la conjura contra el marqués de Ensenada, ya el embajador inglés en España, Benjamin Keene, había reparado en Grimaldi, según se desprende de su nota al ministro Newcastle (28 de julio de 1752): “There is more fiddle faddle in him than solidity and I think you may mould him to your purpose, at least take away part of his fondness for the French”. Porque, en efecto, por estas fechas la francofilia del genovés se ponía en contraste con la anglofilia de Wall, quien todavía, años más tarde, necesitaba defenderse de tal acusación, como se ve en una carta dirigida a Cristóbal Gregorio Portocarrero, conde de Montijo, en la que contrapone su caso al del genovés (14 de febrero de 1758): “Soy injustamente acusado de anglofilia [...] y Grimaldi lo es de francofilia”. En cualquier caso, la moderación de Grimaldi parece haberle granjeado las simpatías de todos: José de Carvajal le propuso para la embajada de Suecia y luego para la de La Haya (por mucho que el cáustico Keene considerase este último cargo más bien un destierro dorado que una promoción, en un despacho al duque de Newcastle (30 de julio de 1753); se conquistó asimismo la confianza de Bernardo Tanucci, el ministro napolitano del futuro Carlos III, pese a su inicial hostilidad; y se ganó finalmente la simpatía de Wall, a pesar de los repetidos rumores de que iba a ser su sustituto ya en 1757, consiguiendo su decisivo apoyo frente a una de sus hechuras, José Agustín del Llano, lo que le franqueó definitivamente el acceso al Gobierno.
Después de su brillante gestión de la embajada francesa en una etapa particularmente delicada de las relaciones internacionales, Grimaldi vivió como secretario de Estado un período de relativa calma entre el fin de la Guerra de los Siete Años y el comienzo de la Guerra de la Independencia de las Trece Colonias, en la que España participó sólo a partir del año 1779, cuando ya se había producido su relevo en la dirección de la política exterior. Por ello, su atención se centró en otros frentes que, si bien no cabe calificar de menores, no constituían el eje principal de la lucha por la hegemonía entre las grandes potencias. Una circunstancia que ha dejado su actuación un tanto oscurecida frente a la de sus antecesores y sucesores.
Aparte de promover algunas reformas en la diplomacia (como la creación del cargo de agregado de embajada para jóvenes en formación o la supresión de la legación en los Cantones Suizos, cediendo la gestión de los negocios al embajador español en la Corte de Turín), hubo de interesarse singularmente por el triple frente de Europa, América y los estados musulmanes.
En el primero de estos escenarios, hay que poner en su pasivo el retroceso en favor de Austria de la influencia española en Italia, donde la obra de Isabel de Farnesio de la primera mitad del siglo se vio comprometida tanto por la boda de la archiduquesa María Carolina con Fernando IV de Nápoles (1768), lo que a la larga supondría la caída de Tanucci y la ruptura con Madrid (1778), y la boda de la archiduquesa María Amalia con Fernando de Parma, que también iría en detrimento del ascendiente madrileño pese a la imposición por Grimaldi de José Agustín de Llano como secretario de Estado en 1771. En cambio, continuó con éxito la política de Wall con respecto a Rusia (donde había sido enviado en 1761 el marqués de Almodóvar en calidad de plenipotenciario), dada la preocupación de España por la presencia rusa en las costas americanas del Pacífico y por una presunta alianza de la zarina Catalina II con Inglaterra.
Lugar aparte merecen las relaciones con Roma.
En este marco, hay que considerar la intervención de Grimaldi en un asunto de tanta trascendencia como la expulsión de los jesuitas y la disolución de la Compañía de Jesús, ya que si, por un lado, fue uno de los que dieron su opinión favorable al extrañamiento en el consejo de los cuatro secretarios de Estado (“personas del más elevado carácter y acreditada experiencia”), convocado por el Monarca y presidido por el duque de Alba, también contribuyó, mediante el nombramiento de José Moñino, futuro conde de Floridablanca, como embajador en Roma (1772), a la extinción de la Compañía, una cuestión que durante varios años (1767-1773) fue una de las principales preocupaciones de la diplomacia española, aunque sus palabras otorgasen toda la iniciativa al propio Soberano: “Carlos III fue quien preparó y obtuvo este suceso, tras largo y obstinado trabajo”. Al respecto, debe recordarse la posición claramente regalista de Grimaldi, tanto en la cuestión de los beneficios eclesiásticos (“Ya tenemos en nuestras manos la materia beneficial, que es el verdadero Potosí de Roma, pues aun para las dispensas en este asunto es necesario permiso de la Cámara”), como en su enemiga contra los miembros del clero regular, que a su juicio “son los que aniquilan la Monarquía, los que la despueblan y fomentan sus atrasos, su ignorancia y superstición”, al amparo de su indudable influencia entre las clases populares: “[Los frailes] son infinitos, les conviene la independencia y desorden, y llaman hereje al que procura el remedio, y como tienen ganado al vulgo y a los entendimientos débiles vencen al fin y aun escarmientan a los bien intencionados”.
En América, que siempre suscitó su interés y permaneció en su horizonte político, aunque durante su mandato se produjeron importantes episodios de la última expansión española tanto en el norte (California, desde 1769) como en el sur (numerosas expediciones a Patagonia, ocupación de la isla de Pascua en 1770 y de Tahití entre 1772 y 1776), las cuestiones más graves que hubo de atender fueron las relativas a la frontera con los territorios portugueses y la defensa de las islas Malvinas. Sin embargo, en el primer caso, el ambiguo proyecto de “Tratado de Unión y Defensa Recíproca” con Portugal preparado por Grimaldi no condujo a ninguna resolución y las diferencias se mantuvieron hasta la ocupación de la isla de Santa Catalina y la colonia de Sacramento (marzo y junio de 1777) y las firmas de los tratados de San Ildefonso (octubre de 1777) y El Pardo (marzo de 1778), ya con Floridablanca como secretario de Estado.
Las Malvinas, islas situadas en una posición estratégica en la ruta del cabo de Hornos, se habían convertido en objeto de la apetencia de franceses e ingleses.
Así, mientras Antoine-Louis de Bougainville fundaba Port Louis en la Malvina oriental (1764), una expedición inglesa al mando del capitán John McBride fundaba Port Egmont en la Malvina occidental (1766).
España obtuvo de Francia el abandono de su colonia (fundando a continuación Puerto Soledad, 1767), pero no consiguió que aplicaran las cláusulas del Pacto de Familia para apoyar a España contra Inglaterra.
Este “desengaño” fue el que obligó al gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucareli, a enviar una expedición naval que consiguió expulsar a los ingleses (junio de 1770), lo que provocó una grave tensión, no resuelta hasta que el embajador español en Londres, el príncipe de Masserano, aceptó el retorno a la situación anterior, aunque manteniendo el principio de la soberanía hispana sobre las islas (22 de enero de 1771), que finalmente (tal vez como resultado de un pacto secreto contenido en el acuerdo Rochford-Masserano) serían abandonadas por Inglaterra años más tarde (22 de mayo de 1774). Este conflicto tuvo como efecto la consolidación de Grimaldi, apoyado de siempre por los “golillas” y partidario de una política de conciliación con Inglaterra, frente al “partido aragonés” del conde de Aranda, más radical en su posición antibritánica, quien en 1773 fue exonerado de la presidencia del Consejo de Castilla y puesto a la cabeza de la embajada de París, que (contando con algún apoyo en el círculo del príncipe de Asturias) se convirtió desde entonces en la capital de la oposición política al ministro genovés.
Grimaldi, por último, se ocupó activamente de las relaciones con los vecinos musulmanes, y singularmente con Marruecos. El deseo de un acercamiento a España por parte del sultán Mulay Muhammad ibn Abdallah, negociado a través del gobernador de Ceuta, Diego Ossorio, condujo al envío desde Madrid de una misión presidida por Bartolomé Girón (1762-1763), a la embajada encabezada por Sidi Ahmed El Gazel (1765), al establecimiento de relaciones diplomáticas, con el nombramiento de Jorge Juan Santacilia como embajador (noviembre de 1776), a la creación de un consulado general en Larache (con Tomás Bremond al frente) y de dos viceconsulados en Tánger y Tetuán y, finalmente, a la firma del primer tratado de paz y comercio (28 de mayo de 1767), que implantaba la navegación libre por el estrecho de Gibraltar, el derecho de España a la pesca en aguas marroquíes y la creación de una comisión mixta para resolver los posibles conflictos en las zonas fronterizas con los plazas españolas. Sin embargo, la libre interpretación de estas cláusulas por el sultán permitió los sucesivos ataques a los presidios españoles de Melilla (defendida con éxito entre septiembre de 1774 y enero de 1775) y del peñón de Vélez de la Gomera, igualmente retenido tras el ataque de febrero de 1775.
Más desafortunada fue la política mantenida frente a Argel. Los ataques de sus corsarios contra las naves españolas indujeron a Grimaldi a enviar contra aquella plaza una gran expedición que, desde Cartagena, se dirigiría a las costas africanas a bordo de una escuadra al mando de Pedro González Castejón. Su responsable militar, Alejandro O’Reilly, cometería graves errores durante la operación (el ejército quedaría detenido en un arenal bajo el fuego de la fusilería y la artillería argelinas), sufriendo una completa derrota, que, según las cifras oficiales, dejó sobre el campo seiscientos muertos y gran cantidad de heridos, aunque algunas noticias extraoficiales que circularon en su momento elevaron hasta seis mil las bajas entre las tropas españolas. El desastre de Argel minó la posición de Grimaldi, que no pudo resistir la presión de sus rivales políticos, encabezados por el conde de Aranda, y hubo de presentar su dimisión como secretario de Estado a Carlos III (9 de noviembre de 1776), pero no sin antes garantizarse su sucesión en la persona de Floridablanca, a quien a su vez relevaría en la embajada de Roma (17 de enero de 1777), de forma que la operación adoptó prácticamente la forma de una permuta entre integrantes de un mismo grupo político.
La última etapa de la vida de Grimaldi transcurrió, así pues, en Italia. Tras dejar Madrid (22 de febrero de 1777) se detuvo en Génova antes de llegar a Roma (1 de diciembre), donde se mantuvo en su puesto hasta que, tras pedir una licencia para pasar a Génova (13 de noviembre de 1783) y presentar su dimisión (27 de noviembre de 1784, aceptada el 21 de diciembre), regresara definitivamente a su ciudad natal, donde permanecería dedicado a actividades privadas hasta su muerte.
El marqués de Grimaldi fue recibiendo sucesivos honores de la Corte española. Así, si Fernando VI le otorgó la llave de gentilhombre de Cámara (1757) y Carlos III le nombró, durante su mandato como secretario de Estado, caballero de la Orden del Toisón de Oro (1765), de la Orden del Saint-Esprit (1762) y de la Orden de Carlos III (1772), para, más tarde, concederle el título de duque de Grimaldi y la Grandeza de España (28 de febrero de 1777).
De su persona se tienen algunos retratos literarios debidos a testigos contemporáneos o historiadores posteriores fidedignos. William Coxe lo presenta así en sus primeros años en Madrid: “Era muy cuidadoso de su persona y le llamaban generalmente ‘el bello abate’. La amenidad de su trato y sus agradables modales hicieron tanta impresión como la belleza de su fisonomía. Estas ventajas le valieron el favor de varias personas que gozaban de mucho crédito en Madrid” (Coxe, 1846, IV: 130-131). Más tarde, el mismo autor recoge el testimonio del viajero inglés Henry Swinburne: “Grimaldi, descendiente de una familia ilustre y acostumbrada a la sociedad culta de las cortes, era elegante en sus modales, grande, generoso, amigo del lujo, gustando mucho de tener casa abierta y de obsequiar a los que le favorecían. Despachaba los negocios con facilidad suma, y en sus relaciones resplandecía un brillo y exactitud que agradaba infinito a su soberano. Gustábale el recreo, pero jamás sacrificó a las distracciones los serios deberes de su empleo. [...] Aunque era de carácter tímido, no había adquirido aquella circunspección que es peculiaridad de los diplomáticos encanecidos en las intrigas. A menudo mostrábase hablador y expansivo más de lo que debiera [...]” (Coxe, 1846, IV: 159). Reproche este último que también le dirigió en 1753 Benjamin Keene: “He [...] always talked loud and much; he now talks more and louder” (Lodge, 1933: 341).
En cambio, en 1764 un anónimo viajero francés sólo subraya sus cualidades: “Tiene mérito y celo, con muchos conocimientos. Ha adquirido en sus embajadas una gran reputación. Este ministro, aunque genovés, es franco, sin mala intención y lleno de deseos justos y honestos” (Palacio Atard, 1945: 115).
Bibl.: W. Coxe, España bajo el reinado de la Casa de Borbón, trad. de J. de Salas y Quiroga, t. IV, Madrid, P. Mellado, 1846; R. Lodge, Private Correspondence of sir Benjamin Keene, Cambridge, 1933; V. Palacio Atard, El Tercer Pacto de Familia, Madrid, Marsiega, 1945; V. Rodríguez Casado, Política marroquí de Carlos III, Madrid, Instituto Jerónimo de Zurita, 1946; O. Gil Munilla, Las Malvinas. El conflicto anglo-español de 1770, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1948; D. Ozanam, “Política y amistad. Choiseul y Grimaldi. Correspondencia particular entre ambos ministros (1763- 1770)”, en VV. AA., Actas del Congreso Internacional sobre Carlos III y la Ilustración, t. I, Madrid, Ministerio de Cultura, 1988, págs. 217-237; M. P. Ruigómez García, “La política exterior de Carlos III”, en La época de la Ilustración, II. Las Indias y la política exterior, en J. M. Jover Zamora (dir.), Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, t. XXXI, Madrid, Espasa Calpe, 1988, págs. 363-447; D. Ozanam, Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle, Madrid-Bordeaux, Casa de Velázquez- Maison des Pays Ibériques, 1998; E. Giménez López (ed.), “Y en el tercero perecerán” en Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el siglo XVIII, Alicante, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2002; E. Giménez López, “Las relaciones internacionales”, en I. Enciso Alonso-Muñumer (coord.), Carlos III y su época, Barcelona, Carroggio, 2003, págs. 215-233.
Carlos Martínez Shaw