Roda y Arrieta, Manuel de. Marqués de Roda (I). Zaragoza, 5.II.1708 – San Ildefonso (Segovia), 30.VIII.1782. Ministro ilustrado de Carlos III.
Bautizado en la Basílica del Pilar de Zaragoza, fue alumno del colegio de los jesuitas en su ciudad natal.
Estudió después Leyes, en calidad de “manteísta”, en razón del manteo que llevaban como señal distintiva de estudiante pobre o no noble. Esta circunstancia hizo de él un resentido social. Como estudiante universitario, según testimonio de sus compañeros, encontró al principio tiempo para hacer todos los días media hora de meditación en la capilla de su antiguo colegio, pero, al ir constatando la estrecha unión familiar y de intereses entre los “colegiales mayores” (estudiantes de posición económica desahogada y miembros de familias nobles) y los jesuitas, se fue apartando de éstos y acabó por convertirse en su más constante e insidioso enemigo. De Roda decía su amigo y corresponsal José Nicolás de Azara, agente de preces por muchos años en Roma, que en uno de los cristales de sus gafas tenía atravesado un jesuita y en el otro un colegial mayor.
Terminados sus estudios, se estableció en Madrid y ejerció durante una serie de años de abogado. De esta etapa de su vida se conservan sus dos tomos de Alegaciones sobre diversos asuntos (Madrid, 1734-1754). En esta época, para mejorar su situación social y económica, pretendió un canonicato, pero el jesuita Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI, no quiso atender su demanda. El mismo fracaso se registró cuando repitió su solicitud ante el secretario de Gracia y Justicia, marqués de Campo de Villar, quien le respondió, como excolegial mayor que era, que esas prebendas estaban reservadas a los de su casta. De entonces puede datarse su afiliación a la cábala del XII duque de Alba, antijesuita declarado y enemigo del marqués de la Ensenada, en cuya desgracia en 1754 influyó eficazmente.
Considerado Alba como muñidor del segundo equipo ministerial de Fernando VI, abrió a Roda la puerta de su carrera política.
Comenzó como agente de preces en Roma, cargo que ostentó de 1758 a 1765, y que desde 1760 simultaneó con el de embajador en la misma ciudad, a la muerte del titular de la embajada, el cardenal Portocarrero.
Ya en este tiempo, frecuentó la amistad de los enemigos más destacados de la Compañía de Jesús, como el cardenal Passionei, el prefecto de la biblioteca Vaticana, Bottari y el general de los agustinos, Javier Vázquez. Entre otros objetivos de este grupo, figuraba el empeño en promover la causa de beatificación del venerable Juan de Palafox, obispo de Puebla, en México, a mediados del siglo xvii, enemigo declarado de los jesuitas y autor de tres cartas al Papa Inocencio X solicitando la supresión de la Compañía de Jesús, lo cual era cohonestar, sobre todo a los ojos del piadoso Carlos III, la persecución general de que eran objeto los jesuitas. Aunque no pertenecía a esta cábala, en Roma se comentaba la estrecha amistad con la que “Don Emanuele” (Roda) distinguía al cardenal Ganganelli, futuro Papa Clemente XIV. El cardenal Torrigiani, secretario de Estado de Clemente XIII, pontífice en la época romana de Roda, no veía a éste con buenos ojos, pues lo consideraba declaradamente regalista, decantado del todo al servicio de su Rey en el caso de que hubiera fricciones entre la Iglesia y el Estado. Las hubo en este tiempo, particularmente con la instauración del “pase regio” o “exequatur” que Carlos III instituyó (existían numerosos precedentes, sobre todo en la época borbónica) para controlar por parte de la primera secretaría de Estado los documentos que llegaban de Roma. Opinaba Roda que existía un equívoco del que se aprovechaba la curia papal entre el cometido religioso y pastoral que correspondía al pontífice y su calidad de jefe de un Estado en el centro de Italia. Por ello, en sus cartas confidenciales nunca hablaba de “Santa Sede”, sino de la “Corte de Roma”.
Roda ayudó y aconsejó eficazmente a Guillermo du Tillot, primer ministro de la Parma de los Borbones en una campaña contra las inmunidades eclesiásticas en los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla, incluso aconsejando que el infante-duque tomara unilateralmente la iniciativa de hacer la justicia por su mano, prescindiendo de las protestas de la Santa Sede, que se consideraba dueña del ducado de Parma (“noster ducatus Parmensis”) por una serie de razones obsoletas de viejos derechos feudales, en los que ya no creían ni los antecesores en el pontificado. Torrigiani hizo todo lo posible para que Roda fuera removido de su cargo y quiso que el nuncio en Madrid iniciara una campaña, apoyándose en la reina madre Isabel de Farnesio, en que hiciera ver al Rey cómo en Roda se había roto la tradición de que los embajadores españoles pertenecieran a la nobleza y la continuación de “Don Emanuele” en el cargo constituía un desdoro para la Corona Española y para la Santa Sede.
Carlos III, nunca partidario de destituir a ninguno de sus ministros, aprovechó la baja producida por la muerte del marqués de Campo de Villar, secretario de Gracia y Justicia, para hacer titular de esta “cartera” ministerial a Roda. Era, al cabo de seis años de reinado, el primer nombramiento de un ministro español.
El propio Monarca comentaba con su corresponsal y confidente Bernardo Tanucci, primer ministro del Reino de las Dos Sicilias: Roda “espero que nos servirá bien, como lo ha hecho en Roma, a la que no sé si gustará tal elección”. El general de los jesuitas, Lorenzo Ricci, escribió al confesor de Isabel de Farnesio para que previniera a su regia penitente sobre las claras intenciones antijesuíticas del nuevo ministro que, aunque inteligente, íntegro y honrado, se profesaba enemigo de la Compañía de Jesús (“non abbiamo la sorte di meritare il suo favore”) y había anunciado en público su propósito de expulsar de España a los jesuitas.
La labor principal de Roda consistió en trabajar el ánimo de Carlos III, con quien a veces despachaba dos veces al día, haciéndole ver, con una cuidadosa selección de informes previamente manipulados que la Compañía de Jesús era el más temible enemigo para él y su real familia, entre otras razones, por defender la doctrina del tiranicidio, lo cual era falso, pues únicamente el padre Mariana (en su tratado De Rege et Regis Institutione, 1599) se había mostrado benevolente a ella, por lo que fue ásperamente reprendido por el padre general Claudio Aquaviva.
No costó mucho trabajo a Roda atraerse al confesor real, el franciscano conventual fray Joaquín de Eleta, llamado también padre Osma, por su lugar de origen.
El nuevo secretario de Gracia y Justicia le agitó el espantajo de una conspiración jesuítica que pretendía removerle del regio confesionario, para volverlo a confiar a los jesuitas que lo habían detentado desde el advenimiento de los Borbones hasta 1755. También fue fácil a Roda atraerse al fiscal del Consejo de Castilla, Campomanes, alineado ya años hacía en el frente regalista anti-jesuítico.
Los otros hombres de gobierno de Carlos III no fueron tan visceralmente enemigos de la Compañía.
Las últimas investigaciones exculpan casi del todo al conde de Aranda, quien, como presidente del Consejo de Castilla (1766-1773) fue cuidadosamente marginado en las deliberaciones previas a la expulsión de los jesuitas, y sólo se echó mano de él cuando estaba ya todo decidido, para que, en virtud de su cargo (el segundo del reino) se responsabilizara de la ejecución de la pragmática de extrañamiento. Grimaldi, primer secretario de Estado, era más bien antijesuita de conveniencia, lo mismo que el fiscal Moñino, más conocido como conde de Floridablanca, título que se ganó, siendo embajador en Roma, por su eficaz intervención para arrancar de Clemente XIV el breve de extinción de la Compañía.
El trío Roda-Osma-Campomanes, o, como alguien los llamaba en su tiempo, “triunviri rei publicae constituendae”, aunque no formaba un equipo propiamente dicho, pues cada uno de ellos trabajaba por su cuenta, fue el muñidor de la llamada “Pesquisa Secreta”, instituida para averiguar quiénes habían sido los autores de los motines de marzo de 1766 contra Esquilache. El artífice y manipulador de esta enorme operación policíaca fue Campomanes, que dispuso de la ayuda de un pequeño grupo de miembros del Consejo de Castilla, seleccionados por Roda entre los etiquetados como “thomistas”, una manera de denominar a los enemigos de los jesuitas, de acuerdo con su adscripción a una doctrina filosófica distinta y en algunos puntos contraria a la que se enseñaba en los colegios de la Compañía. Quedaban del todo excluidos de participar en esta “Pesquisa” los denominados “profesos de cuarto voto”, es decir, los jesuitas y a sus llamados “terciarios” De la “Pesquisa Secreta”, hábil y escoradamente llevada a cabo por Campomanes, salió a 31 de diciembre de 1766 su “Dictamen Fiscal” en 746 puntos, que supuso el catálogo más completo de acusaciones contra la antigua Compañía de Jesús y suministró los argumentos decisivos para el extrañamiento de los jesuitas de España y sus Indias y su ulterior extinción universal.
Una vez concluidas las labores del pequeño y cuidadosamente seleccionado grupo “thomista” del Consejo de Castilla, que culminó en el dictamen de su fiscal y en el paso de lo que podíamos llamar poder legislativo al ejecutivo o de “toma de providencias” por parte del Rey, Roda fue el protagonista de esta segunda parte del proceso de expulsión, sobre todo en su trato personal con Carlos III, haciéndole ver que eran los jesuitas los autores ocultos, pero eficaces de las algaradas contra Esquilache que tanto habían afectado al “real desánimo” del Monarca. Intervino decisivamente en una junta especial que, por mandato del Rey, se reunió para deliberar sobre el “Dictamen Fiscal” y los documentos aportados por la “Pesquisa Secreta”, reflexionar sobre ellos y dar un juicio definitivo antes de proceder a la expulsión de los jesuitas.
Componían esta junta los secretarios de Estado (naturalmente, Roda entre ellos) con la excepción del bailío Arriaga, ministro de Marina e Indias, abiertamente filo-jesuita, más el Padre Confesor, el duque de Alba y un representante del Consejo de Castilla.
La junta redactó un documento que ha estado oculto a los investigadores durante más de dos siglos y que hace pocos años se ha podido exhumar del Archivo del conde de Campomanes (Fundación Universitaria Española). Lleva fecha de 20 de febrero de 1767 y está escrito de puño y letra de Roda. Se adivina en los giros de la minuta la mano de uno que despacha diariamente con el Rey y sabe cómo presentarle los negocios para obtener un veredicto favorable a sus planes. Así recuerda en este escrito que el oficio del monarca es el de “padre común de todos sus vasallos, para el sosiego y quietud de los pueblos y seguridad del Estado”, hace saber que los miembros de la junta miran ante todo “a la seguridad de su sagrada persona y augusta familia”, recuerda que todavía no se ha dado satisfacción alguna “al decoro de la majestad [real] y de la vindicta pública por las graves y execrables ofensas cometidas en los insultos pasados”.
Roda endosó al presidente del Consejo de Castilla, conde de Aranda la ejecución de lo que él sarcásticamente llamó “operación cesárea”. Pero siguió actuando en su propósito de erradicar de España todo lo que oliera a jesuítico, por ejemplo, la doctrina filosófica y teológica del padre Francisco Suárez y las devociones más propagadas en los templos de la Compañía. Al mismo tiempo ponía en guardia a Carlos III sobre la posibilidad de que los jesuitas expulsos se vengaran en su hijo, Fernando IV de Nápoles, todavía en minoría de edad, lo que determinó el mandato del Rey de interceptar y examinar la correspondencia entre el secretario de Estado de la Santa Sede y el nuncio en Madrid. Ya en el mismo año 1767 se sumó a la campaña de extinción general de los jesuitas, iniciada en primer lugar por el ministro francés Choiseul, pero llevada a cabo fundamentalmente por el gobierno español y en gran parte por Roda. De él son estas líneas significativas: “No basta extinguir los jesuitas. Es necesario extinguir el jesuitismo, y en los países donde han estado, hasta la memoria de su doctrina, política y costumbres”.
El negocio de la extinción no caía de lleno en el Ministerio de Gracia y Justicia, sino en la primera secretaría de Estado, detentada por Grimaldi, pero la actuación de Roda, entre bastidores (rasgo suyo muy repetido), fue decisiva en tres momentos importantes: en primer lugar, con ocasión del Monitorio de Parma (enero de 1768), para que de una airada protesta de las Cortes Borbónicas contra la “Corte de Roma”, que, en un principio, sólo pedían una reparación por la ofensa inferida a la rama menor de la “augusta” familia, se pasara a la exigencia vindicativa de la supresión de la Compañía. En segundo lugar, en el conclave de 1769, en el que trabajó con habilidad la candidatura de Ganganelli (Clemente XIV), a través del entonces embajador español Azpuru, de tal manera que todo el mundo comentaba en Roma, según informes del agente de preces Azara, que era “Don Emanuele” quien había precipitado la elección. Así lo reconoció también el cardenal Pirelli en un diario que escribió sobre la marcha y desenlace del conclave. El mismo nuevo Papa, que era franciscano conventual, en carta a Carlos III, certificaba que, después de la Virgen María y su seráfico padre San Francisco, era al Rey de España a quien debía su sumo pontificado. Por último, influyendo en el ánimo de Carlos III para que siguiera siendo el abanderado de la causa de la extinción, a pesar de la tibieza de la intervención francesa, cuando a fines de 1770 fue políticamente defenestrado el ministro Choiseul.
En cuanto a los colegios mayores, Roda se apoyó en el hebraísta valenciano Pérez Bayer y el obispo de Salamanca, Felipe Bertrán, para desmantelarlos, sobre todo haciendo que los manteístas tuvieran acceso a ellos. Al inicio del reinado de Carlos IV, los colegios mayores sólo eran una caricatura de su antiguo esplendor y prepotencia.
Se ha discutido acerca de si Roda fue miembro del llamado Partido Aragonés, que tuvo cierto protagonismo político en los reinados de Carlos III y Carlos IV. En realidad se trataba de una cábala bajo el protagonismo indiscutible del conde de Aranda, sin un programa político definido, aparte subrayar la condición militar de la mayoría de sus componentes, su oposición al “despotismo ministerial “ de los secretarios de Estado, pertenecientes, en su mayoría, al grupo de los “golillas”, es decir, al estamento civil, y una nostalgia de los tiempos en que la nobleza tenía mayor participación en el poder político, propugnando incluso una polisinodía al estilo de la de la regencia de Luis XV. Hay que tener en cuenta además que el conde de Aranda, desde 1773 a 1787, fue el titular de la embajada de París, y su “dorado destierro” dificultó significativamente su participación como jefe de la cábala en la política española. Roda, por ser zaragozano, manifestó externamente su simpatía por este Partido Aragonés y se confesaba amigo del conde de Aranda, pero como “golilla” y no noble, manifestó claramente sus preferencias por el sistema de gobierno imperante en el reinado de Carlos III, es decir, el del absolutismo ilustrado, con unos secretarios de Estado pertenecientes en gran parte al estado llano. Y más de una vez, sus planteamientos políticos, siempre en clave realista, le llevaron a actuar en contra del conde de Aranda.
Roda fue un hombre de libros y seguramente el ministro de más amplia cultura en el siglo XVIII, junto con Campomanes y Jovellanos. Tenía corresponsales en las principales ciudades de Europa que le informaban puntualmente acerca de las últimas novedades bibliográficas, sobre todo las que tocaran temas relacionados con el regalismo, el jansenismo y los jesuitas.
Por disposición testamentaria suya, su rica biblioteca, “su dama”, como él la llamaba, fue destinada a lo que había sido el colegio de los jesuitas de Zaragoza, donde él había estudiado, convertido en “Seminario de San Carlos”. Era uno de los fondos anti-jesuíticos más ricos de Europa en su época.
Roda tuvo inquietudes reformistas en el área de la pedagogía y los planes de enseñanza, pero no llegó a la talla de un Campomanes, un Jovellanos y un Olavide.
Hablaba con mucha frecuencia de la “buena doctrina” que había que impartir en los colegios y universidades, pero sin especificar en qué consistía, aparte de una larga carta programática sobre la educación de sus sobrinos nietos, hijos de su sobrino político Miguel Joaquín de Lorieri, que fue quien sucedió en el título de marqués de Roda que Carlos III le confiriera, y al que el propio Roda no dio especial importancia.
A partir de la extinción general de la Compañía de Jesús, parece que Roda dejó de ser el ministro preferido o uno de los preferidos de Carlos III. Había pasado su hora estelar y comenzaba a brillar, incluso sobreviviendo a la muerte del Rey, la estrella del conde de Floridablanca. El mismo Carlos III ya no prestaba oídos tan complacientes al que en tantos aspectos y a lo largo de muchos años había sido para él una especie de oráculo. En una ocasión en que se presentó ante el Monarca con un escrito que, para él, suponía el cuerpo de un delito merecedor de un castigo ejemplar, el Rey mostró su enojo y le dirigió estas palabras: “Siempre has de venir con alguna cosa para hacer daño a alguno”. Roda quedó muy turbado con estas palabras del Rey, pero continuó detentando la secretaría de Gracia y Justicia. A Carlos III no le gustaba destituir a sus ministros.
Roda no contrajo nunca matrimonio y tampoco se le atribuyen hijos ilegítimos. Contra lo que algunos han escrito, fue fiel hijo de la iglesia y abundan testimonios suyos escritos en que hablan de devociones que practicaba, por supuesto no jesuíticas, y, con ocasión de sus cumpleaños, nos revela su preocupación por prepararse a la muerte con una vida más recogida y polarizada hacia el “unum necessarium”. Se le ha acusado de jansenista. Pero se ha demostrado que sólo tenía simpatía a algunos de sus postulados, sobre todo en la vertiente política y episcopalista propia del jansenismo no tan moralizante del siglo XVIII. A lo más, podía integrársele en lo que el historiador francés Appolis llama el “tiers parti”, que suponía un jansenismo más descafeinado.
En su testamento, Roda pidió ser enterrado en la parroquia de la localidad donde le sorprendiera la muerte. El hecho de que muriera estando la Corte en agosto de 1782 en el real sitio de San Ildefonso (Segovia), como era costumbre durante el verano, determinó que fuera sepultado en la iglesia parroquial de dicha localidad.
Otra manda testamentaria curiosamente habla de una suma de dinero destinada a costear la tumba de Clemente XIV, que se encuentra en la iglesia de los Doce Apóstoles en Roma. Roda, aunque fue fiel hasta el final a la amistad del papa Ganganelli (1769-1774), dejó de escribirle cuando supo de su ascensión a la más alta dignidad de la Iglesia y ello a pesar de las repetidas instancias del nuevo pontífice. Roda fue siempre coherente con sus principios regalistas y consideró que su auténtico “jefe” (así lo llamaba) era el Monarca y que una correspondencia sostenida con el Papa podía interpretarse como un servicio a dos señores.
Obras de ~: Alegaciones sobre diversos asuntos, Madrid, 1734- 1754, 2 vols.
Bibl.: L. Sala Balust, Visitas y reformas de los 4 Colegios Mayores de Salamanca en tiempos de Carlos III, Valladolid, Gráficas Andrés Martín, 1958; V. Rodríguez Casado, La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid, Ediciones Rialp, 1962; R. Olaechea, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del XVIII: la agencia de preces, 2 vols., Zaragoza, Talleres “El Noticiero”, 1965; El conde de Aranda y el partido aragonés, Zaragoza, Talleres Editoriales Librería General, 1969; J. A. Escudero, Los orígenes del Consejo de Ministros en España, 2 vols., Madrid, Editora Nacional, 1979; I. Pinedo, Manuel de Roda: su pensamiento regalista, Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 1983; T. Egido e I. Pinedo, Las causas “gravísimas” y secretas de la expulsión de los jesuitas por Carlos III, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1994; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda, El poder y sus hombres. Por quiénes hemos sido gobernados los españoles (1705-1998), Madrid, Actas, 1998; I. Fernández Arrillaga (ed.), Manuel Luengo S. J. Memorias de un exilio. Diario de la expulsión de los jesuitas de los dominios del Rey de España (1767-1768), Alicante, Universidad, 2002; E. Giménez López (ed.), Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el siglo XVIII, Alicante, Universidad, 2002.
Isidoro Pinedo Iparraguirre