María Amalia de Sajonia. Dresde (Alemania), 24.XI.1724 – Madrid, 27.IX.1760. Reina de España, esposa de Carlos III y madre de Carlos IV.
María Amalia Walburga, princesa real de Polonia, duquesa electriz de Sajonia, era hija primogénita del elector de Sajonia, Federico Augusto III, rey de Polonia, y de la archiduquesa María Josefa de Austria, hija primogénita del fallecido emperador José I. Fue la hermana mayor de una numerosa familia de once hermanos, algunos de los cuales ella ya no conoció, porque nacieron después de su boda. Sus primeros años los pasó la princesa en Dresde, residiendo en verano en el palacio de Pilnitz. Tras la elección de su padre para ocupar el trono polaco en 1733, la familia se trasladó a Varsovia.
En 1736, cuando Carlos, entonces ya rey de las Dos Sicilias, al cumplir los veintiún años, decidió que había llegado la hora de contraer matrimonio y solicitó a sus padres que le buscaran una esposa, el conde de Fuenclara fue enviado a Viena para tratar de negociar un matrimonio con la archiduquesa María Ana, segunda hija del Emperador. Otras princesas fueron consideradas, pero no era fácil encontrar una adecuada. La solución vino de una propuesta de la emperatriz Guillermina Amalia de Brunswick, viuda de José I, quien sugirió el matrimonio de Carlos con su nieta María Amalia Walburga. Aunque esta opción no acababa de convencer a Carlos, pues la princesa era una niña de doce años, y su edad obligaría a retrasar la boda, Fuenclara, en una carta de julio de 1737, recomendaba a la princesa: “En el mes de noviembre cumple trece años; me aseguran que toda junta parece muy bien aunque no es hermosa; que es más alta y robusta de lo que corresponde a su edad; que tiene mucho espíritu y está muy bien criada”. A finales de agosto, de acuerdo con sus padres, Carlos se decidió a dar su consentimiento a la boda con María Amalia de Sajonia. El encargado de negociar las condiciones del matrimonio fue el embajador Fuenclara. El contrato matrimonial se suscribió en Viena el 16 de diciembre de 1737.
Para conocerse, los novios recurrieron al habitual intercambio de retratos. De la princesa se hicieron dos, uno destinado al novio y otro a los futuros suegros, los reyes españoles. El que se envió a España era un retrato de cuerpo entero, obra de Louis Silvestre.
Representaba a María Amalia, muy hermosa, blanca y delicada, con expresivos ojos, en pie, vestida de color rojo, con adornos de armiño. En su mano aparece el retrato en miniatura enviado por Carlos. La prestancia y vitalidad de la figura causa a la vez efecto de juventud y majestad. En abril de 1738 el embajador Fuenclara, que había visto el retrato, opinaba que era “sumamente parecido” y estaba hecho “de la misma estatura de la Reina”. Los reyes españoles quedaron admirados “por la hermosura, gallardía y espíritu que descubre concurren en el original”. En la Corte española todo el mundo la encontró “encantadora, tanto por su rostro como por su talla”. Para el novio se envió otro retrato. Carlos estaba entusiasmado y decía que la princesa era muy hermosa, siendo además “muy grande para su edad, muy bien hecha y que sería de mal gusto si no me hubiese gustado”.
A Carlos le llegaban numerosas noticias de su futura esposa. Según un caballero que la había conocido en Dresde, “era de muy buen parecer, robusta, muy alta para su edad, color claro, genio y espíritu digno de elogio, hablaba italiano y francés, montaba a caballo y estaba criada con principios de religión, piedad y virtud”. El embajador Fuenclara explicaba una entrevista que tuvo en marzo de 1738 en la que la princesa le habló graciosamente en italiano, manifestándole alegrarse mucho de haber sabido que Carlos hablaba el latín, el francés y el italiano, pues así podrían entenderse fácilmente, y también se alegraba de que fuese aficionado a la caza, pues ella también disfrutaba mucho con esa distracción.
La boda se celebró en Dresde la tarde del 9 de mayo de 1738. Tras la ceremonia religiosa, se celebraron grandes fiestas. La alegría de los festejos se vio empañada por la tristeza de la despedida, pues tanto para los reyes de Polonia como para su hija resultaba muy doloroso separarse. La novia emprendió el viaje a Nápoles, acompañada de su hermano el príncipe de Sajonia. Durante su paso por tierras imperiales fue agasajada por la nobleza y las autoridades. En Polten se entrevistó con la emperatriz Amalia, que tan importante había sido para la realización de la boda.
El día 29 llegó la comitiva a tierras italianas, donde fue recibida por el cortejo enviado por Carlos desde Nápoles. En los Estados Pontificios también fue recibida con toda solemnidad.
Poco a poco, la novia se iba acercando a los confines del reino napolitano. Se hallaba ilusionada por encontrarse con su marido, tal como se desprende de las cartas que escribía. El día 18, le enviaba una carta a Carlos para agradecerle una joya que le había regalado, diciéndole “que pensaba guardarla siempre como prueba de su generosidad” y que “estaba deseando encontrarse pronto a su lado”. Carlos salió a recibir a su esposa a los límites de su reino. El lugar elegido para el encuentro fue Portello. Acabada la ceremonia de bienvenida, los novios, ya juntos, siguieron viaje hacia la ciudad de Nápoles. El encuentro de la pareja, el 19 de junio, lo relata Carlos en una de sus cartas a sus padres: “El día que la encontré a mi alcance, me coloqué desde luego con ella en la silla de posta, donde hablamos todo el tiempo amorosamente hasta Fondi. Allí comimos en la misma silla y después seguimos nuestro viaje hasta Gaeta, siempre hablando de lo mismo y donde nosotros llegamos un poco tarde y con el tiempo necesario para que la Reina se desnudase y quitara el peinado. Fue hora de cenar [...] nos acostamos a las nueve de la noche, temblábamos los dos pero [...]”. Aquella misma noche la real pareja consumó el matrimonio.
Carlos se mostraba entusiasmado con su joven esposa.
En las cartas a sus padres no cesaba de elogiarla.
Decía que era “mucho más hermosa que el retrato”, que poseía “el genio de un ángel”, que era “muy viva” y de “mucho espíritu”. Se consideraba “el hombre más dichoso y el más afortunado del mundo”. María Amalia también se sintió muy feliz con su marido. En una carta escribía que “se sentía muy contenta y que había encontrado en su querido esposo tanto amor y complacencia que la obligaban para siempre”. Todos los testimonios confirmaban la excelente impresión que se causaron los esposos.
En honor de la real pareja se organizaron grandes fiestas en Nápoles y en España. Tanucci explica el recibimiento que le dispensó la ciudad de Nápoles el 3 de julio: “El domingo llegaron allí los Reyes, que fueron recibidos en medio de las aclamaciones de un pueblo inmenso. Ayer se comió en público. El domingo por la tarde había serenata en el teatro. El semblante dulce e inocentemente animado de la Reina había sido contemplado con gusto por la muchedumbre”.
En conmemoración de su boda, Carlos creó la Real Orden de San Jenaro.
La joven Reina conquistó de inmediato el corazón de su esposo y el de su pueblo. La boda, que había sido, como todas las bodas reales, una alianza por razón de Estado, basada en el sentido del deber, acabaría siendo también una boda por amor. Carlos amó mucho a su esposa y siempre le fue fiel. Incluso sus defectos, su genio vivo y la exageración de sus expresiones, le causaban a él una cierta gracia. Según cuenta Fernán Núñez, la Reina “era afable y caritativa, y tenía un excelente corazón; pero la extremada viveza de su genio ofuscaba a veces en un primer momento, de que luego se arrepentía, el fondo de estas buenas calidades.
El Rey, su esposo, que la amaba tiernamente y que quería corregirla, le predicaba constantemente con el ejemplo de su persona, moderación y mansedumbre”.
María Amalia, por su parte, sintió siempre por su esposo y su Rey un gran respeto, admiración y cariño, sintiéndose entrañablemente unida a él y muy agradecida de la buena suerte que había tenido con su boda. La historia de esta pareja real fue una verdadera historia de amor, basada tanto en la vida familiar, como en los deberes de la realeza, compartido todo por ambos esposos.
Tanto Carlos como María Amalia eran sinceramente cristianos, muy devotos de la Virgen, especialmente bajo la advocación de la Inmaculada, y de san Jenaro, patrón de Nápoles. Siguiendo la costumbre napolitana, tenían un precioso Belén para celebrar la Navidad, que se llevaron consigo a Madrid en 1759.
La Reina era especialmente piadosa. Se retiraba a orar y meditar a una pequeña capilla muy austera, presidida por un Cristo y una calavera. María Amalia tenía también gran veneración por santa Teresa de Jesús.
Durante su reinado en Nápoles Carlos y María Amalia llevaron siempre una vida muy sencilla y familiar.
Aunque habían ordenado construir magníficos palacios, no les agradaba sentirse encerrados en ellos.
Dedicaban sus ratos libres a la caza y a la pesca, pues su mayor placer era disfrutar de la naturaleza y del aire libre. Les gustaba mucho vivir en el campo. Pasaban largas temporadas en Capodimonte y en Portici.
La Reina era aficionada a pasear por la orilla del mar, recogiendo conchas, con las que formó una pequeña colección. Le gustaban mucho los animales y tenía varias mascotas, perros, pájaros, sobre todo tenía afición por los animales exóticos, como los papagayos y los monos. Fue una gran fumadora, disfrutaba con el tabaco, “de lo más fuerte y mucho”.
La vida familiar era importante para los Monarcas.
No faltaron graves problemas, pero las dificultades unieron todavía más a los esposos. El afán de asegurar la sucesión del trono les llevó a formar una gran familia.
Tuvieron trece hijos entre 1740 y 1757. La primera fue la infanta María Isabel, que nació en 1740 y murió dos años después. Siguieron luego cuatro hijas más, la infanta María Josefa Antonia, nacida en 1742 y fallecida cuando tenía dos meses, otra niña llamada también María Isabel, nacida en 1743 y muerta en 1749. Después María Josefa Carmela, nacida en Gaeta en 1744, y que, según Fernán Núñez, era pequeña y contrahecha, pero que logró sobrevivir. Permaneció soltera toda su vida y murió en Madrid en 1801. Y a continuación María Luisa Antonia, nacida en 1745, una niña sana y robusta que tendría un brillante futuro, pues el año 1765 se casaría con el archiduque Pedro Leopoldo, hijo de la emperatriz María Teresa, el futuro emperador Leopoldo II y, a través de este matrimonio, María Luisa llegaría a ser primero duquesa de Toscana y en 1790 emperatriz de Austria; le dio a su esposo doce hijos, con lo que aseguraría la descendencia de la casa de Habsburgo-Lorena.
Pero las hijas no eran suficientes en una dinastía como la borbónica, regida por la Ley Sálica, que excluía a las mujeres del trono. Después de cinco infantas seguidas, llegó por fin el ansiado príncipe heredero.
La reina María Amalia dio a luz en Portici a un niño, el 13 de junio de 1747, al que bautizarían con el nombre de Felipe Pascual. Su nacimiento causó gran alegría, pues era la esperanza de sucesión para sus padres y para todo el reino. Pero muy pronto esta esperanza desapareció. El niño estaba muy enfermo física y mentalmente, incapacitado para la relación social y también para el oficio de reinar. Seguirían después otros cinco niños, Carlos en 1748, Fernando en 1751, Gabriel en 1752, Antonio en 1755 y Francisco Javier en 1757. Vendrían luego otras dos infantas, María Teresa, nacida en 1749, y María Ana, en 1754, que vivieron pocos meses.
Cinco hijas malogradas era un duro tributo a la muerte. Pero si triste era la muerte de las hijas, muy triste era también para los Reyes contemplar la incapacidad del hijo primogénito, el príncipe Felipe Pascual.
Durante su vida en Nápoles la relación de Carlos y María Amalia con sus hijos era muy cariñosa, pero no estaba exenta de firmeza. Los Reyes sentían una gran preocupación por la educación de sus hijos y no dudaban en corregirlos si lo consideraban conveniente.
Según explica Fernán Núñez, “era la Reina Amalia una Princesa sumamente religiosa, aplicada a sus obligaciones domésticas como una simple particular, cuidadosa en extremo de la educación de sus hijos, a quienes nada disimulaba”.
María Amalia de Sajonia asumió plenamente su responsabilidad como Reina. Aceptó el poder como un derecho y un deber de su rango. Desde que cumplió con su misión primordial de dar un heredero al trono, Carlos la incorporó al Consejo y asistía regularmente a las reuniones del Rey con los ministros en que se trataban los asuntos de Estado. Tuvo considerable influencia, pero nunca decisiva, pues Carlos no era hombre ni Rey para aceptar tutelas femeninas.
María Amalia fue muy feliz en Nápoles y se llevó un gran disgusto al convertirse en reina de España al morir Fernando VI el 10 de agosto de 1759. Junto a su esposo y varios de sus hijos, Carlos, Gabriel, Antonio, Francisco Javier, María Josefa y María Luisa, la Reina partió en barco rumbo a España el 7 de octubre de aquel año. Hicieron su entrada por Barcelona, adonde llegaron el siguiente día 17. De allí, por Zaragoza, donde permanecieron unas semanas por la enfermedad de los infantes y de la Reina, se dirigieron a Madrid, donde llegaron el 9 de diciembre, siendo recibidos por Isabel de Farnesio en el palacio del Buen Retiro, donde fijaron su residencia madrileña. En primavera se trasladaron a Aranjuez, regresando a Madrid en junio, para los festejos de la entrada real, que tuvo lugar el 13 de julio.
Nunca se acostumbró a vivir en tierras españolas.
En sus cartas a Tanucci recordaba con añoranza los buenos días napolitanos. A sus preocupaciones se sumó la convivencia con su suegra, Isabel de Farnesio.
Las relaciones de las dos Reinas, nuera y suegra, no eran buenas, pero ambas eran demasiado inteligentes para manifestar un conflicto que el Rey no hubiera tolerado. Las rivalidades entre las dos mujeres se desarrollaron siempre encubiertamente, mientras Carlos las ignoraba o aparentaba ignorarlas. María Amalia se hallaba muy deprimida. Su salud se resentía y nunca logró adaptarse a su nuevo reino. Aunque se había convertido en Reina de una Monarquía mucho más importante, el engrandecimiento no le compensaba de la pérdida de Nápoles.
Se hallaba la Familia Real en La Granja cuando la salud de la Reina empeoró y volvieron todos a Madrid el 11 de septiembre. María Amalia falleció en Madrid el 27 de septiembre de 1760, a los treinta y siete años de edad, antes de cumplirse el año de su llegada a España. Había compartido con su esposo más de veinte años de feliz matrimonio y le había dado trece hijos, de los que sobrevivieron ocho. Compartió con él la Corona de las Dos Sicilias, pero apenas pudo acompañarle durante su reinado en la Monarquía española.
La muerte de su esposa fue un terrible golpe para el rey Carlos. Las cartas que esos días escribió a Tanucci muestran el cariño que el Rey profesaba a su mujer, el dolor por su pérdida y la profunda fe con que aceptó la dura prueba. Cuatro días antes de la muerte de María Amalia, Carlos escribía: “Estoy en los últimos momentos de que me suceda el más para mí, pues la Reina está desde ayer en los últimos instantes de su vida y ya sin la menor sombra de esperanza, lo cual te dejo considerar cómo me tiene, amándola tan tiernamente como la he amado siempre, pero es menester resignarse a la voluntad de Dios, que es el dueño de todo, y del que espero firmemente que la premie con la vida eterna, que es lo que nos importa a todos, pues muere como ha vivido siempre, dando ejemplo a todos; y también espero que me dé fuerzas para resistir a tan terrible golpe para mí, como me las ha querido dar hasta ahora, y que yo mismo no comprendo”. Carlos III hizo voto de no volver a casarse y permaneció viudo hasta su muerte. María Amalia fue enterrada en el Panteón Regio del monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Bibl.: E. Flórez, Memorias de las reynas cathólicas, historia genealógica de la casa real de Castilla y de León, todos los infantes, trages de las reynas en estampas; y nuevo aspecto de la Historia de España, Madrid, Antonio Marín, 1761, 2 vols.; M. Danvila y Collado, Reinado de Carlos III, Madrid, 1891 (Madrid, El Progreso Editorial, 1894); C. Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez, Vida de Carlos III, biografía del autor, apéndices y notas por A. Morel-Fatio y A. Paz y Meliá, pról. de J. Valera, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1898, 2 vols. (ed. Madrid, Fundación Universitaria Española, 1988); M.ª T. Oliveros de Castro, María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1953; Carlos III, Cartas a Tanucci (1759-1763), ed. de M. Barrio, Madrid, BBV, 1988; M.ª Á. Pérez Samper, La vida y la época de Carlos III, Barcelona, Planeta, 1999; M.ª V. López-Cordón, M.ª Á. Pérez Samper y M.ª T. Martínez de Sas, La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.
María de los Ángeles Pérez Samper