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María Josefa Alonso Pimentel y Borja

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Biografía

Alonso Pimentel y Borja, María Josefa. Duquesa (XII) y condesa (XV) de Benavente. Madrid, 26.XI.1752 – 5.X.1834. Noble ilustrada.

María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel, Téllez Girón, Borja y Centelles, Diego-López de Zúñiga, Ponce de León, condesa-duquesa de Benavente, condesa de Mayorga, duquesa de Béjar, de Arcos, de Gandía, de Mandas y Villanueva, de Plasencia, marquesa de Lombay, de Jabalquinto, princesa de Anglona, de Esquilache, y otros títulos, además de duquesa de Osuna por matrimonio, fue la única heredera de uno de los linajes más importantes de España. En ella se concentra la herencia de su padre, Francisco de Borja Alonso Pimentel y Vigil de Quiñones, fallecido en 1763, conde-duque de Benavente, con títulos y mayorazgos que se remontan a la época de Enrique III, Juan II y los Reyes Católicos, junto con la herencia materna de María Francisca Téllez Girón, quien vivió hasta 1797, dama en Palacio desde 1757 con las sucesivas reinas Bárbara de Braganza, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma. María Josefa, por tanto, vivió y sobrevivió a los reinados de Fernando VI, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, siendo figura principal en el mundo social e intelectual en los tres reinados en los que se desenvolvió en su juventud y madurez.

Superviviente única entre cinco hermanos, en una época en que la mortalidad infantil era todavía devastadora, su cuna, su educación y su inteligencia la convirtieron en una de las mujeres protagonistas de la lenta conquista de un espacio público social en un mundo masculino, a través de los salones y tertulias en los que se desarrolló una nueva sociabilidad que facilitó la relación entre personas de distinta condición; reuniones en las que se cultivaban el arte, la música, la literatura, la curiosidad científica, y entre cuyos integrantes se ejercía por parte de una cierta nobleza ilustrada una importante labor de mecenazgo.

La condesa-duquesa de Benavente reunió todo para irradiar luz propia en ese mundo brillante: nobleza, gracia física, cultura, inteligencia, conocimiento perfecto de varias lenguas, encanto y fidelidad a sus amigos, generosidad como anfitriona, una curiosidad y una viveza que le acompañaron hasta la víspera de su muerte, a los ochenta y tres años, cuando recibió encantada el telescopio que había pedido a sus fieles amigos-editores y proveedores de París. Nada le fue ajeno en su larga vida: política, ciencia, arte, literatura. Jamás se la encuentra inactiva o despreocupada. Forma parte de un quinteto decisivo en una serie de acciones ilustradas de contenido social, a través de la Junta de Damas, de la que fue su primera presidenta; con las condesas de Montijo, de Trullás y las marquesas de Sonora y de Fuerte-Híjar, más otras muchas colaboradoras, contribuyeron todas a transformar las maneras y el alcance de la caridad tradicional y resultaron sin proponérselo pioneras en muchas cosas de una distinta relación de las mujeres con la contemporaneidad.

La condesa de Benavente gobernó sus estados y señoríos junto con el duque, su marido, crió y educó directamente a sus cinco hijos, después de pasar por la amargura de la pérdida de varios otros, y se preocupó de sus matrimonios, tal como era costumbre en la época. Su primogénito, Francisco de Borja, entroncó con la Casa del Infantado, mientras que su hija Joaquina fue la bellísima marquesa de Santa Cruz, retratada por Goya según el gusto neoclásico; su segundo hijo varón, Pedro Alcántara, príncipe de Anglona, casado con la hija del marqués de Motilla, fue director del Museo del Prado, miembro y director de la Academia de Bellas Artes y correspondiente de la Academia de la Historia; Josefa Manuela, la mayor de todos los hijos, marquesa de Camarasa por matrimonio, y María Manuela, la pequeña, duquesa de Abrantes al casarse con el duque de tal título, completaron una familia que siempre se movió en un ambiente intelectual rico y abierto. Así se comprende que el primogénito, Francisco de Borja, ya joven duque de Osuna en 1812, proclamase desde Cádiz —donde la familia estaba refugiada después de escapar de Madrid y de Sevilla ante el avance de las tropas francesas—, que acataba por completo las decisiones de las Cortes Constituyentes, en “lucha contra la tiranía” e “instrumento para nuestra felicidad futura, la Constitución”, y aceptaba, como “nacido antes Ciudadano que Grande”, los decretos en contra de los señoríos y jurisdicciones nobles, por “convenir así al bien general”. Y, asimismo, instó a la obediencia y respeto al “Soberano Congreso” y a la Constitución recién aprobada. (Archivo Histórico Nacional, Archivo de Osuna, leg. 512.) O que el otro hijo, el príncipe de Anglona, que en algún momento había preocupado a su madre por sus seductoras alegrías juveniles, fuera condenado posteriormente al exilio por Fernando VII por sus ideas liberales y no pudiera regresar a España y recuperar sus bienes confiscados hasta 1831, llegando más tarde, como se ha dicho, a director del Prado y académico de prestigio en los años cuarenta del siglo XIX.

La condesa-duquesa de Benavente había iniciado su recorrido familiar propio al casarse, en 1771, con su primo Pedro Alcántara Téllez Girón, hijo segundo de los Osuna. Los novios no llegaban en ese momento a los veinte años de edad, se conocían desde niños y presionaron para el enlace cuando las dos grandes familias dudaban del matrimonio ya acordado al producirse el fallecimiento del hermano mayor de don Pedro y recaer inesperadamente el gran linaje de los Osuna sobre el segundón. Son dos estirpes con el orgullo de casta de unos linajes poderosos y ancestrales y el de los Pimentel, heredado y transmitido ahora por vía femenina, puede quedar demasiado oscurecido por el de los Osuna. Se sabe que no fue así y que la personalidad de la condesa-duquesa de Benavente mantuvo su propio y principal título, y así fue conocida, además del de duquesa de Osuna. En 1775 nació un primer hijo, que apenas sobrevivió un año; un segundo hijo murió a los pocos meses de su nacimiento; el tercero, una niña, falleció a los dos años y un cuarto niño, nacido en 1778, murió con cuatro años. Esta mortalidad pavorosa tiñó de sombra esa primera década de los jóvenes esposos. Por fin, el nacimiento, en 1783, de Josefa Manuela, coincidiendo con una estancia en Barcelona, rompió esa cadena de fallecimientos. En 1785 nació Joaquina; en 1786 el esperado varón y heredero, Francisco de Borja; en 1787, el segundo varón, Pedro de Alcántara y, finalmente, en 1794, Manuela Isidra. La condesa-duquesa se ocupó muy directamente de la higiene y educación de sus hijos, eligiendo cuidadosamente nodrizas y preceptores (Diego de Clemencín fue, quizá, el más conocido), inmersa en la atmósfera ilustrada del siglo que, desde Locke hasta Rousseau, había empezado ya a considerar a los niños como individualidades insustituibles con un mundo propio, y no simplemente como unos adultos en pequeño más o menos indiferenciados, actitud explicable emocionalmente por la alta mortalidad infantil. Del nuevo sentimiento de la infancia que es explícito en las clases educadas del siglo XVIII, la condesa-duquesa es, sin duda, representativa.

Las mejoras higiénicas y materiales, la repercusión de estas mejoras en la demografía, la profunda transformación de creencias, mentalidades y actitudes que había experimentado la propia institución familiar y muy especialmente las mujeres en su función de esposas y madres, todo ello explica en parte una mutación que se ha ido originando desde la segunda mitad del siglo XVII y se prolongó hasta avanzado el xix en toda Europa, con diferencias internas según regiones y grupos sociales, pero que confluye en una nueva actitud hacia la infancia que, con altibajos y retrocesos, se mantuvo hasta nuestros días y de la que son herederos los siglos XX y XXI.

Por su parte, Pedro de Alcántara, duque de Osuna, desempeñó sus obligaciones militares y funciones cortesanas como uno de los Grandes de España que fue. Participó en embajadas especiales como la que le llevó a Italia, en el grupo de brillantes acompañantes del duque de Arcos, a representar al rey Carlos III en el bautismo de una nieta del rey nacida en Nápoles; combatió en las campañas que intentaron recuperar Gibraltar, en manos de los ingleses desde 1704, y fue con su regimiento a la conquista de Menorca, en donde triunfaron las tropas españolas, expulsando a los ingleses de la isla de la que se habían apoderado también a principios de siglo. La conquista de Menorca, en la que el duque fue distinguido por su coraje, marcó una nueva etapa en la vida de María Josefa Alonso Pimentel. Ella había permanecido todo el tiempo en Madrid, entre embarazos e hijos malogrados, hasta que murió el único que les quedaba en aquel momento, Perico Ramón, ya con cuatro años en 1782. Atendió entonces el requerimiento de su marido, que le instó para reunirse con él en Mahón y la duquesa emprendió por vez primera ese viaje a la isla, pasando por Barcelona. De su viaje y su estancia en Mahón se conservan sabrosas cartas que envió a su administrador y amigos. La de Benavente no fue sólo una ávida lectora, sino también una buena escribidora epistolar que reflejó en su copiosa correspondencia a lo largo del tiempo su gran personalidad, su gracia y viveza, su sentido del humor y su penetrante capacidad de comprensión de situaciones y personas.

Su estancia en la isla hasta fines de 1782 no fue para ella muy cómoda: había perdido a todos sus hijos y sufrió allí otro de sus abortos, sin los cuidados y comodidades a los que estaba acostumbrada, atosigada por los pleitos en ese momento con la Casa de Arcos por motivos de sucesión (litigios muy comunes entre la nobleza de la época), que acabó ganando en 1784, así como por la sucesión de los bienes de Béjar, que también ganó más tarde. Se resarció a su vuelta por Barcelona, donde se encontraba en enero de 1783 y en la que recuperó su ritmo de vida, sus tertulias y sus fiestas y relaciones sociales y en donde tuvo la alegría de ver nacer, como se ha dicho, a Josefa Manuela, rompiendo el maleficio de las muertes infantiles.

Volvió a Madrid después de un año, repuesta totalmente y será una de las principales protagonistas de al menos dos décadas, hasta la invasión de los franceses en 1808, de la sociedad cortesana e ilustrada española.

Desde el principio, el salón de la condesa-duquesa se convirtió en el más importante de Madrid. Primero en su palacio de la Cuesta de la Vega (no muy lejos, en la calle de Don Pedro, todavía se conserva el de los duques del Infantado, y en la misma zona, en la calle Duque de Alba, se encontraba el palacio de esta gran Casa, todos ellos cercanos al Palacio Real), y, cuando construyó el nuevo palacio de El Capricho, en la Alameda de Osuna, a principios de los años ochenta, las tertulias, fiestas y reuniones de los Osuna se convierten en el eje obligado de la gran vida social y cultural de la época.

Por el salón de la condesa-duquesa de Benavente pasó todo el mundo notable del momento: Moratín, Ramón de la Cruz —a quien llegó a subvencionar la duquesa con seis reales diarios—, Humboldt cuando pasó por España, Agustín de Betencourt, Martínez de la Rosa ya en Cádiz (cuando, en medio de la guerra y del bombardeo francés, prosiguieron las tertulias y la animación de los salones), Washington Irving, el general Castaños, Mariano Urquijo, diplomáticos extranjeros (algo no muy frecuente, pues se les cerraban la mayoría de las puertas por considerarlos poco menos que “espías”), artistas, músicos (fueron célebres las veladas musicales y la biblioteca musical de los duques), cómicos, bailarinas, escritores y poetas. Y allí se comenta todo tipo de noticias y de chismes sociales, las canciones y tonadillas de moda, las actrices y toreros de fama, pero también los libros llegados de Francia, los avatares de la política nacional e internacional, las obras de teatro y los gustos artísticos, los avances científicos en física y ciencias naturales. También asistía a estas tertulias el “cortejo” de la condesa, Manuel de la Peña, marqués de la Bondad Real. Una costumbre importada de Francia que suponía tener siempre cerca una especie de amigo y consejero para las mil y una pequeñas cosas cotidianas, que, según Domínguez Ortiz, no llegaban, en España al menos, a ser amantes, sino que debía parecerse, según el gran historiador, en algo parecido, en la mayoría de los casos, a las “devociones de monjas” del siglo anterior, proporcionando a las damas una compañía amable y una cierta libertad a las mujeres casadas. El salón de la condesa-duquesa de Benavente sobrevivió a todas las vicisitudes de la época: se mantuvo activo en los cinco años de refugio en Cádiz durante la invasión francesa, y se reavivó en Madrid a partir de 1830, aunque ya el protagonismo de la anfitriona en esos últimos años estuvo compartido por sus hijos y nietos.

Los contertulios y visitantes de los duques de Osuna podían disfrutar de la generosidad, el refinamiento y buen gusto de unos anfitriones que, especialmente en la Alameda de Osuna, supieron combinar lo tradicional con las mejores novedades que venían de fuera, especialmente de Francia, culturalmente hegemónica en toda Europa en el siglo XVIII. El palacio de El Capricho es un ejemplo de la introducción de una forma de vida más confortable hasta entonces desconocida —algo que va unido, desde Rambouillet y su “salón azul”, a esta nueva forma de sociabilidad ejemplificada en los salones—; nuevos muebles y nueva, elegante y costosa decoración, en la que Goya fue el gran protagonista, desde pinturas al temple a cuadros y retratos de la familia Osuna y de cada uno de sus componentes, desde las pinturas como El columpio o La cucaña a El asalto al coche o La procesión o La conducción de piedra en una obra en los años ochenta, a los famosos cuadros de brujas en los años noventa.

Nuevos espacios con puertas y ventanas abiertas a la luz y a los magníficos jardines y fuentes y, lago artificial.

Todo ello contrasta con la antigua austeridad de cuadros y tapices que había sido lo habitual en los palacios nobles. Y siempre, la importancia de los libros, de la música, de las representaciones teatrales, de la cultura en suma. Se sabe, por testimonios de la época y por la correspondencia de la condesa de Benavente, su avidez lectora que, en alguna ocasión, le lleva a reclamar a la Inquisición los libros que había confiscado el Santo Oficio, procedentes de una herencia que le correspondía.

Esta actividad cultural, social, mundana y cortesana se compatibilizó en estas décadas de la plenitud de vida de la condesa de Benavente con la intensa dedicación en la Junta de Damas, de la que, como ya se ha dicho, fue su primera presidenta. La Junta se creó formalmente el 27 de agosto de 1787 por el impulso directo de Carlos III, que zanjó así una discusión que venía prolongándose desde once años antes en el seno de la Matritense y de otros foros de opinión sobre si las mujeres debían ser o no admitidas en las Sociedades Económicas de Amigos del País (y, por extensión, en otra serie de instituciones como academias, universidades, etc.). El zigzag de la discusión a lo largo de varias décadas, la paradoja de que algunos grandes nombres ilustrados fueran fieramente antifeministas, resulta significativo de los rechazos y resistencias que provocaba la participación de las mujeres en los espacios públicos, por modesta o subordinada que se pretendiera tal participación y a pesar de la alta cuna y buena formación de las interesadas.

El caso es que, al fin oficialmente constituida la Junta, las Damas organizan una serie de notables actividades. Además de ocuparse de distintos informes, consultas y dictámenes que, tanto particulares como el rey y sus gobernantes, les solicitan sobre asuntos variados, y de organizar sus cuotas, cotizaciones e ingresos varios, sus actividades más importantes se concentran en una asistencia social fundamentalmente dirigida a las niñas y mujeres en muy distintos frentes —la escuela, el hospicio, la cárcel— que merece la pena destacar.

Respecto a la educación, eje del pensamiento y de la acción de los ilustrados tanto para las clases populares como para las elites sociales, se puso inmediatamente bajo la responsabilidad de la Junta de Damas el cuidado de las llamadas “Escuelas Patrióticas”, fundadas por la Sociedad Matritense en 1776, con el fin de dar instrucción y ocupación a un sector de la población inactivo, particularmente a las mujeres, según había dispuesto la Real Cédula de 1783 de Carlos III, en donde, por primera vez, se establecía la obligatoriedad de la enseñanza gratuita a las niñas. La Matritense contaba con cuatro escuelas gratuitas —San Ginés, San Sebastián, San Andrés y San Martín—, donde las niñas de familias pobres aprendían un oficio (cardar, hilar, tejer) y recibían una instrucción primaria (leer, escribir y contar). Se unían así tanto el ideal educativo de ampliación a todos —dentro de cada nivel social, según el sentido estamental de la época—, como el sentido de utilidad que contribuía a la creación de riqueza y a la promoción de géneros nacionales, sobre todo en el sector textil. Las Damas de la Matritense, con la condesa Benavente al frente, sortearon como pudieron la endémica penuria económica de las Escuelas y lograron crear premios al estímulo y mantener cerca de trescientas alumnas que fueron pioneras de una enseñanza profesional, aprendiendo y produciendo al tiempo, e incorporando cambios pedagógicos y tecnológicos de la época. Todo desapareció en la gran conmoción de 1808, cuando todo el proyecto nacional y el sostenido y lento desarrollo quedó violentamente desbaratado por la invasión napoleónica y sus consecuencias. Especial importancia tuvo la Junta de Damas en la mejora de la Inclusa de Madrid, un hospicio creado en 1567 y que, en el momento de hacerse cargo de ella la Junta, sufría, según datos oficiales, una tasa de mortalidad de los niños acogidos del setenta y siete por ciento, pero que en realidad se acercaba al noventa y seis por ciento. Las Damas cambiaron los administradores, llevaron a las Hermanas de la Caridad al hospicio, tomaron medidas racionales sobre la alimentación, la higiene, la enseñanza a los pequeños; establecieron médicos-celadores, cambiaron de edificio, sacaron dinero de suscriptores caritativos y, en fin, lograron una cierta mejora material y moral, que se tradujo, al año de haber asumido la responsabilidad de la Inclusa, en la reducción de la mortalidad infantil en la institución al cincuenta por ciento.

Igual acción beneficiosa ejercieron en la terrible cárcel de mujeres de La Galera, donde pocos meses después de asumir la Junta su cuidado, consiguieron tal cambio de condiciones de las presas que su acción se extendió a las otras dos cárceles de mujeres de Madrid y a la imitación en provincias de su acción, como también había ocurrido con el ejemplo de su actuación en la Inclusa. Las Damas se adelantaron a todos en su labor de enseñar oficios a las presas, de darles un salario por su trabajo, de buscarles una rehabilitación para el futuro, de cuidarles en la enfermedad y en los embarazos, de manifestarse en contra de los castigos penales infamantes, de considerar la mayoría de los delitos de las pobres mujeres como fruto de la miseria y no de la maldad. Hasta 1800 no se fundó una asociación masculina parecida para las cárceles masculinas e incluso se adelantaron a la famosa sociedad, cuáquera mayoritariamente, de Filadelfia que, en 1790, emprendió la reforma de los penales, pidiendo la abolición de mutilaciones y flagelaciones así como los trabajos gratuitos y otros abusos carcelarios.

También participaron activamente las Damas de la Junta en el movimiento a favor de la vacunación contra la viruela, que tanta resistencia ocasionaba en los sectores tradicionales y, en general, en toda la población, y de la que España fue pionera con la famosa expedición de Balmis, pagada por la Corona en 1803, que extendió la vacuna de Jenner, que había demostrado su eficacia, por hispanoamérica y acabó dando la vuelta al mundo.

Todo este mundo ilustrado que empezó a conmocionarse a partir de la Revolución Francesa, se fracturó definitivamente en 1808. Nuestra condesa de Benavente, afrancesada cultural como la inmensa mayoría de las clases educadas, no se convirtió sin embargo, en afrancesada política. Nunca dejó de tener fuertes relaciones intelectuales y comerciales con Francia, pero nunca apoyó a los Bonaparte. Había vivido en el París de 1799 durante un largo año, al ser nombrado su marido, el duque de Osuna, embajador de España en Austria, cargo y país al que nunca llegó.

Como a la fuerza, en el viaje a Austria, tenían que pasar los duques de Osuna y su numeroso séquito, por la revolucionaria e insegura Francia —aun cuando había cesado el Terror—, la acomodación provisional en el palacio que los duques del Infantado tenían en París, rue Saint-Florentin, mientras los Osuna esperaban el placet de Austria para continuar viaje, se convirtió sin embargo en destino final y estancia confortable por lo demás durante ese año, pues el placet nunca llegó; por motivos políticos complejos y el recelo de Viena hacia los acuerdos que España tenía en ese momento con el Directorio de Francia, el emperador se negó a recibir al embajador. Osuna quedó, se podría decir, en “tierra de nadie” porque, si Viena recelaba de la actitud española, lo mismo sucedía en la misma Francia y especialmente el gobierno francés desconfiaba de la anglofilia del duque de Osuna. La numerosa correspondencia de doña María Josefa, así como la de otros coetáneos que están cerca de los duques de Osuna en esa época, proporcionan copiosa información de su día a día. La duquesa disfrutó con su curiosidad y su vitalidad de todo aquello que representaba París: monumentos, libros, vida social, nuevas amistades, nuevas costumbres posrevolucionarias.

Cuando se produce el golpe de Estado del 18 de brumario, el 19 de noviembre de 1799, que determinó el ascenso definitivo de Napoleón Bonaparte, el duque de Osuna —que había pasado por un delicado estado de salud y que se encontraba a disgusto en la posición de embajador sin embajada e igualmente con el nombramiento de “inspector de los ejércitos del Rhin” por parte del gobierno español, cargo que no era precisamente de su agrado—, estaba deseando poder volver a España. Los duques estaban gastando a manos llenas y la estancia en París era sumamente cara, a cargo de su propio peculio, sin la ayuda que suponía el cargo de embajador. Consiguió, por fin, el permiso de regreso y a principios de diciembre, los duques, junto con sus hijos y su numerosa comitiva, emprendieron el regreso a Madrid, donde llegaron el 7 de enero de 1800.

Esa primera década del nuevo siglo estuvo marcada por los matrimonios de casi todos sus hijos, por el fallecimiento del duque en 1807, y por los acontecimientos que desembocaron en 1808. La duquesa no fue precisamente santo de la devoción de la reina María Luisa, ni del poderoso Godoy y, al producirse los sucesos de Aranjuez y posteriormente las abdicaciones de Bayona, los Osuna se encontraron —madre e hijos— del lado de Fernando VII, como la gran mayoría.

El joven duque de Osuna fue de los que fueron a Bayona con el rey y volvió desilusionado ante el engaño francés. La familia vivió el 2 de mayo en Madrid, acogieron y cuidaron heridos del choque contra los franceses y mantuvieron la esperanza alta después del triunfo de las tropas españolas en Bailén. La llegada de las tropas napoleónicas hasta Somosierra, bajo el mando del propio Napoleón para reconquistar Madrid, fuerza a la familia a marchar hacia Sevilla primero, donde la duquesa se encontró con sus viejos amigos Lord y Lady Holland hacia febrero de 1809 y, luego, hacia Cádiz, donde residió durante cinco años largos. Allí vivió los avatares políticos y constitucionales, reanudó su vida social, fue buena anfitriona y amiga del propio Wellington y disputó y sufrió con sus hijos, especialmente con el mayor, al que ya se ha visto que fue sinceramente constitucionalista y a quien le cabe el honor de haber sido perseguido —y confiscado sus bienes— tanto por Napoleón como, posteriormente, como se vio, por el rey Fernando VII en su vuelta absolutista. Sin duda, la condesa-duquesa se mantuvo en una posición más conservadora políticamente que las de sus dos hijos varones, aunque siempre patriótica y de temperamento abierto hacia otras posturas ideológicas que no eran la suya.

En Cádiz, como antes en París, como siempre en Madrid y en la Alameda de Osuna, y en todos los lugares en que vivió, los pleitos, los apuros financieros y los gastos excesivos persiguieron a la duquesa. Pese a su inmensa fortuna, fue mala pagadora, generalmente por falta de liquidez como toda la nobleza en el Antiguo Régimen. Los gastos ostentosos eran parte sustancial de la reputación noble, en el sentido que Norbert Elias y otros historiadores han estudiado y profundizado.

Del despilfarro de la condesa de Benavente se cuentan sabrosas anécdotas: frente a la tacañería que parecía mostrar el embajador francés al ponerse a buscar una moneda caída bajo la mesa en la que jugaba (los juegos de azar siempre hicieron furor en el Antiguo Régimen, como ahora mismo), María Josefa Alonso Pimentel y Borja le proporcionó la luz necesaria encendiendo un fajo de billetes que tenía a mano; en otra ocasión en que había faltado el champán en una fiesta a la que habían invitado a los Osuna, en la siguiente que dio la condesa en su finca hizo recibir a sus invitados con cubos de champaña para abrevar los caballos de los carruajes en los que llegaban. Aun cuando el detalle de estas anécdotas sea apócrifo, pues se encuentran historias parecidas en otros países de Europa, sí refleja su espíritu algo cierto: la relación que una sociedad cortesana tenía hacia el dinero y las riquezas, con su propia racionalidad basada en la reputación y la fama; muy distinta de la racionalidad de nuestras sociedades económico-mercantiles. La Casa de Osuna hizo de esta ostentación obligada para no rebajar su imagen ni su linaje un ejemplo que contribuyó a su ruina en el siglo siguiente. En cualquier caso, esa actitud no estaba ni mucho menos reñida con una administración responsable y, en contra del tópico generalizador del “absentismo” y del “desorden administrativo” atribuibles al ocio y a la despreocupación de la nobleza, la investigación historiográfica matiza sustancialmente estos estereotipos, sobre todo por lo que respecta al siglo XVIII. Por otra parte, hay que tener en cuenta en estos gastos lo que significaba el patronazgo y los señoríos de mayorazgo, la servidumbre numerosa en una estructura productiva fundamentalmente agrícola, y los “familiares” de todo tipo que quedaban a cargo del señor, incluso de por vida, en una situación de dependencia que afectaba a cientos e incluso miles de familias en muchas de las grandes casas nobiliarias. Una red de responsabilidades, obligaciones y dependencias que se rompieron con la revolución industrial y el desarrollo económico, además del cambio de mentalidades. Por todo ello, no es extraño que la condesa-duquesa de Benavente se ocupase muy directamente con sus administradores del estado de sus propiedades, las cuales, en la mentalidad del Antiguo Régimen, pertenecen al grupo y no simplemente a cada individuo que hereda, por lo que, a su vez, debe transmitir esta herencia a sus sucesores lo más intacta posible o incrementada.

Así lo declara expresivamente, considerando el celo y cuidado que debe tenerse en la administración y la “obligación en conciencia de ceñirse a lo que cada uno tiene”, pues de la ruina de la Casa y familia, además de la persona, tendrá que rendirse cuentas ante el tribunal divino.

María Josefa Alonso Pimentel falleció a los ochenta y tres años rodeada de hijos y nietos, no sin haber pasado por la pena de haber visto morir a su hija mayor y especialmente la tragedia de su nieto Santa Cruz, además de sufrir por amigos queridos desaparecidos y de contemplar en sus últimos tiempos la inestabilidad de la situación política española. En 1833 todavía asistió a la muerte de Fernando VII y a la proclamación de Isabel II, pero ya se barruntaba la guerra civil cuando, finalmente, murió el 5 de octubre de 1834 en su casa de la Puerta de la Vega. Gran figura femenina del siglo XVIII, toda una época ilustrada y liberal acababa también con ella.

 

Bibl.: J. Ezquerra del Bayo y L. Pérez Bueno, Retratos de mujeres españolas del siglo XIX, Madrid, Junta de Iconografía Nacional-Imprenta de Julio Cosano, 1924; Vizconde de San Alberto, Los directores de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País y las Presidentas de su Junta de Damas de Honor y Mérito, Madrid, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, 1925, C. Muñoz Roca-Tallada, Condesa de Yebes, La condesa-duquesa de Benavente: una vida en unas cartas, Madrid, Espasa Calpe, 1955; P. de Demerson, La Real Inclusa de Madrid a finales del siglo XVIII, Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, 1972 (Separata de: Anales del Instituto de Estudios Madrileños, t. VIII); R. P. Sebold, “La condesaduquesa de Benavente y los placeres de la conversación”, en su Cadalso: el primer romántico “europeo” de España, Madrid, Credos, 1974, cap. I; P. Fernández-Quintanilla, “El salón de la condesa-duquesa de Benavente”, en La mujer ilustrada en la España del siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Cultura, 1981; C. Iglesias, “La nueva sociabilidad: mujeres, nobles y salones literarios y políticos”, en Nobleza y Sociedad en la España Moderna. II, Oviedo, Nobel, 1987, págs. 177-230; “Notas sobre ‘las mujeres en tiempos de Goya’”, en F. Calvo Serraller (comisario), Goya y las mujeres, catálogo de exposición, Madrid- Nueva York, 2001; ; E. Palacios Fernández, La mujer y las letras en la España del siglo XVIII, Madrid, Ediciones del Laberinto, 2002; J. P. Fernández González, El mecenazgo musical de las Casas de Osuna y Benavente (1733-1844): un estudio sobre el papel de la música en la alta nobleza española, Granada, Editorial de la Universidad de Granada, 2005; C. Iglesias, “Infancia y familia en el Antiguo Régimen”, en F. Calvo Serraller (coord.), La infancia a través de la historia del arte, Madrid, Unicef España, 2006, págs. 75-112 (todos estos trabajos reeditados en No siempre lo peor es cierto, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2008).

 

Carmen Iglesias Cano

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