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Lope Luis Altamirano

Biografía

Altamirano, Lope Luis. Cártama (Málaga), 20.X.1689 – Algaiola (Córcega, Francia), 10.XII.1767. Jesuita (SI) expulso y superior.

Ingresó en la Compañía de Jesús el 19 de julio de 1716 en el noviciado de Sevilla. Fue ordenado sacerdote el 13 de enero de 1726 en Jaén e hizo los últimos votos el 15 de agosto de 1733 en Córdoba (España). Después de enseñar Filosofía en Granada (1733-1736), y Teología en Montilla y Córdoba (1738-1743), fue rector de los seminarios de Córdoba y Granada y, por períodos de uno a tres años, de los colegios de Jaén y Écija (Sevilla).

Siendo rector del último, el recién electo general Ignacio Visconti lo nombró (4 de octubre de 1751) su delegado para supervisar el cumplimiento del Tratado de Límites (firmado en Madrid el 13 de enero de 1750), que había modificado las fronteras coloniales de España y Portugal en Sudamérica. Su hermano menor, Pedro Ignacio (1693-Forli, 1770), fue también jesuita.

Lo más notable de la biografía de Altamirano es su participación en la aplicación del muy desfavorable Tratado de Límites, por el que España entregaba a los lusitanos la banda oriental del río Paraguay, bien poblada y fértil, dos veces mayor que Portugal. En esa banda había siete reducciones de guaraníes (centros de población india, dirigidos por los jesuitas, sometidos a la evangelización y a un régimen comunitario, muy reglamentado, basado en la obediencia, el trabajo y el igualitarismo socioeconómico) y los jesuitas se negaron al desalojo, pero, elegido nuevo general Ignacio Visconti el 4 de junio de 1750, pocos días después (21 de julio) escribió al superior de las misiones guaraníes del Paraguay que los misioneros facilitasen la tarea de los comisionados reales de aplicar el tratado, sin reticencia ni excusa, bajo pecado mortal. La actuación de Altamirano sólo hizo perjudicar los intereses de España y de la Compañía, pues, al principio tenía la excusa de la mala información, pero sobre el terreno pudo comprobar que los lusitanos no cumplían el tratado.

En compañía de su secretario, padre Rafael Córdoba (1712-1798), y de los comisarios de ambos países (el español era Gaspar de Munive, marqués de Valdelirios), Altamirano llegó a Buenos Aires el 20 de febrero de 1752, con plenos poderes sobre todos los jesuitas de cualquier rango de Paraguay, Perú y Quito. El padre José Isidro Barreda, nombrado provincial del Paraguay en 1759 por el padre general Retz, por juzgarlo libre del apego de las reducciones, informó a Valdelirios de que los guaraníes no aceptarían dejar sus tierras y en abril de 1752 escribió un memorial al Rey sobre las funestas consecuencias del desalojo, pero que no llegó a entregar por consejo de Altamirano, quien, por su parte, no escuchó ninguna representación e interceptó todas las cartas de otros jesuitas que se oponían al cumplimiento del tratado.

Por ejemplo, la del toledano padre José Cardiel (1704-1782) a Valdelirios afirmaba que “ni en Turquía ni en Marruecos se cometería injusticia tan notoria como la que contiene el Tratado”. No logrando que el comisionado portugués, Gomes Freire, aceptase la propuesta de dar un plazo de tres años, Altamirano ordenó, el 23 de mayo de 1752, a los misioneros proceder al traslado, y se dirigió a las misiones.

Salió de Buenos Aires el 20 julio 1752 y, antes de seguir a otros pueblos, reunió (15 de agosto de 1752) en Yapeyú a los curas de las siete reducciones implicadas de la banda oriental del Uruguay (en el actual Brasil), quienes le informaron de que varias reducciones estaban soliviantadas y que sólo una minoría de caciques aceptaba el traslado y el nuevo asentamiento. A pesar de ello, Altamirano les ordenó dirigir la mudanza, lo más tarde el 3 de noviembre de 1752. Convencidos de lo injusto de la orden y de que por ello no obligaba en conciencia, los jesuitas renunciaron a sus cargos en manos del gobernador de Buenos Aires. Aceptaron, con todo, continuar su ministerio sacerdotal mientras llegara el relevo, negándose a recibir estipendios de la Corona.

En octubre de 1752, Altamirano envió una circular a los jesuitas de la provincia, en la que recordaba las órdenes del padre general y les mandaba, en virtud de santa obediencia y bajo pecado mortal, no impedir o resistir, directa o indirectamente, por escrito o por palabra, el traslado de los indios. Asumió en persona la dirección de la operación, aunque, por consejo de otros jesuitas, no llegó a las reducciones más conflictivas y se estableció en Santo Tomé, adonde debían ir los misioneros a darle los informes, que no fueron alentadores, pues la mayoría de los indios se declararon súbditos de España, enemigos de los portugueses y no dispuestos a dejar su pueblo. El 18 de octubre, Altamirano escribió al comisario español Valdelirios comunicándole que la resistencia no decaía, a pesar de que había amenazado a los indios con quitarles los misioneros. Aunque no llegó a dar esta orden, sí la blandió ante los misioneros. El 20 de noviembre de 1752 Altamirano escribe al padre general diciéndole que “solamente he penitenciado al padre José Cardiel, quien tuvo aliento para escribirme una carta [...] con proposiciones inconsideradas”.

En los primeros meses de 1753 continuaba la revuelta de los indios, capitaneados por Sepé (el alférez José Tiarayú) y Altamirano redobló confusamente sus amenazas de dejarlos sin curas y aumentó la agitación al rumorearse que Altamirano era portugués y que los indios de la reducción de San Miguel estaban de camino para arrojarlo al río Yapeyú. El 12 de marzo de 1753, Altamirano partió a Santa Fe, desde donde envió otra circular a los misioneros para que pusiesen mayor celo en hacer cumplir las órdenes de desalojo del rey, pero la agitación se había generalizado y los mismos misioneros ya no estaban seguros, pues los indios los acusaban de haber recibido dinero de los portugueses.

El 12 de mayo de 1753, Altamirano ordenó a los misioneros convencer a los indios de la inutilidad de su resistencia y hacerles dejar los pueblos, poniendo como plazo el 15 de agosto, pero todos contestaron de la inutilidad del nuevo intento de convencer a los guaraníes.

El 31 de julio de 1753 estaba en Buenos Aires, pues su secretario Rafael de Córdoba pronunció el tradicional discurso en honor del santo fundador, san Ignacio de Loyola. La falta de tacto, en la gestión de Altamirano, contribuyó a encender una guerra (1753- 1756) en la que sólo salieron ganando los portugueses, quienes ocuparon, en la práctica de manera irreversible, vastas zonas del imperio colonial español.

Convencido de que los jesuitas de las reducciones se oponían al tratado, muy confiado en su propio juicio y de carácter impositivo, Altamirano siempre actuó sin consultar el parecer de los misioneros. Decidido a hacer cumplir la voluntad del padre general, pese a todas las injusticias que se seguían contra los indígenas, amenazó a los jesuitas de Paraná y Uruguay con la excomunión y expulsión de la Compañía, en caso de no cumplir cada una de sus órdenes.

Durante 1754 la Guerra de las Siete Reducciones o Guerra Guaranítica (1753-1756) fue favorable para los sublevados, pues el gobernador de Buenos Aires, José de Andonaegui, director del ejército español y otros generales tienen que retirarse y aceptar una tregua. Durante 1755 Sepé hostiga a los españoles con una táctica de guerrillas. En 1756 muere Sepé y el ejército guaraní es derrotado definitivamente en Caayabaté.

Sofocada la sublevación de los indios en 1756, Altamirano acusó a los jesuitas, ante Fernando VI de España, de fomentar la revuelta, por lo que la Guerra Guaranítica, mal interpretada por Altamirano, significó el principio de la decadencia del prestigio jesuítico frente a las autoridades españolas y preanunció su expulsión. Rendidos los guaraníes, se iniciaron investigaciones sobre la participación de los jesuitas en la guerra, pero debieron sobreseerse, por falta de pruebas, a pesar de que había muchos intereses para culpar a los jesuitas de tantos años de derrotas frente a los ejércitos guaraníes. Aunque a la muerte de Visconti (1755) cesaba en su cargo de visitador, Altamirano delegó sus poderes en el padre Diego Orbegozo antes de volver a España (octubre de 1757). Durante la última década de su vida, Altamirano estuvo sombríamente de operario en el Colegio de Córdoba hasta la expulsión de 1767, y falleció ese mismo año en la isla de Córcega.

Los mismos historiadores posteriores de la Compañía, como el navarro Antonio Astráin, el argentino Guillermo Furlong (1789-1774), el murciano Francisco Mateos (1896-1975) y el alemán Wilhelm Kratz (1874-1955), condenan sin ambages su actuación, sin paralelo en la historia jesuita. El conquense Lorenzo Hervás y Panduro reseña a Rafael de Córdoba, secretario de Altamirano, destacando su faceta de humanista, filósofo y poeta, pero de la aventura guaranítica sólo apunta que “fue visitador de la provincia del Paraguay” (Biblioteca jesuítico-española, 1793), y vivió el exilio aislado en Génova.

Todavía hoy sorprende el espíritu resignado con que Altamirano acató la desgracia de los guaraníes y la tenacidad con que intentó apaciguar el clamor contra la injusticia sufrida por sus compañeros y cumplir las odiosas órdenes reales. La guerra que siguió fue una consecuencia lógica del Tratado de 1750, que Altamirano no supo gestionar, como demuestra el hecho de que su principal contradictor, el padre José Cardiel, a partir de 1755 fuese colaborador y amigo del nuevo gobernador Pedro Ceballos, encargado de concluir aquel lamentable tratado, mientras Altamirano era oscuramente restituido a su provincia de Andalucía, de donde nunca debió salir.

 

Bibl.: A. Astráin, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, vol. VII, Madrid, Razón y Fe, 1902- 1925, págs. 655-673; J. B. Hafkemeyer, Victimas da calumnia. O tratado de 1750 e os jesuitas, Petropolis, Vozes de Petrópolis, 1912, págs. 39-41; R. J. Streit, Bibliotheca Missionum, vol. III, Freiburg, im-Breisgau, 1916-1975, pág. 163; J. Muriel y M. Hernández, Historia del Paraguay, Madrid, V. Suárez, 1918, págs. 27-36 y 287-295; A. M. Díaz, “El tratado de permuta de 1750 y la actuación de los misioneros del Paraguay”, en Estudios 60 (1938), págs. 764-769; F. Mateos, “El tratado de límites entre España y Portugal de 1750 y las Misiones del Paraguay (1751-1753)”, en Missionalia Hispánica (Madrid), 6 (1949), págs. 331-378; W. Kratz, El tratado hispano-portugués de límites de 1750 y sus consecuencias, Roma, Institutum Historicum SI, 1954; R. B. Cunnincham, A Vanished Arcadia, New York, Haskell House Publishers, 1968, págs. 242-247; J. Cortesao (ed.), Do Tratado de Madrid à conquista dos sete povos. Manuscritos de Angelis, vol. VII, Río de Janeiro, Biblioteca Nacional, 1969, págs. 149-150; C. Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, vol. V, Buenos Aires, Editorial Don Bosco, 1969, págs. 198-205; Institutum Historicum Societas Iesus, “Altamirano, Lope Luis”, en Q. Aldea Vaquero, J. Vives Gatell y T. Marín Martínez (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 47; P. Caraman, The Lost Paradise, An Account of the Jesuits in Paraguay, 1607-1768, London, Sidgwick & Jackson, 1975, págs. 243- 247; C. Bruno, Las reducciones jesuíticas de indios guaraníes, 1609-1818, Rosario, Didascalia, 1991, págs. 114-116; P. Caraman, “Altamirano, Lope Luis”, en Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2001, págs. 84-85 y 139-144; L. Hervás y Panduro, Biblioteca jesuítico-española, est. introd., ed. crít. y notas de A. Astorgano, Madrid, Libris – Asociación de Libreros de Viejo, 2007, pág. 148.

 

Antonio Astorgano Abajo