Ortega y Gasset, José. Madrid, 9.V.1883 – 18.X.1955. Intelectual, filósofo, ensayista y gran emprendedor cultural.
Fue el segundo hijo del matrimonio formado por Dolores Gasset y Chinchilla y José Ortega Munilla, quien por aquellos años dirigía la hoja literaria Los Lunes de El Imparcial, el principal periódico de la época, fundado por su suegro Eduardo Gasset y Artime en 1867, que había sido ministro de Ultramar en la efímera Monarquía de Amadeo de Saboya y fue miembro de la primera junta directiva de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de los Ríos. Cuando murió Eduardo, dos años después de nacer su nieto, su joven hijo Rafael heredó la gestión de El Imparcial, desde donde dio el salto a la política como ministro de Fomento en nueve ocasiones, primero con gabinetes regeneracionistas conservadores tras el Desastre de 1898 y más tarde con gobiernos liberales. Las ocupaciones políticas de Rafael Gasset hicieron que Ortega Munilla asumiera un papel cada vez mayor en El Imparcial. A partir de 1900, dirigió el diario y desde su fundación en 1906 jugó un papel principal en la Sociedad Editorial de España, conocida como el trust de la prensa porque unía los intereses de algunos de los principales diarios liberales. El padre de Ortega también se vinculó al proyecto político de su cuñado Rafael y fue diputado cunero en varias legislaturas por el distrito coruñés de Padrón. Ortega Munilla fue además un literato reconocido e ingresó en la Real Academia Española en 1902. Sus hijos dispusieron de una buena biblioteca y entraron en contacto con los más conocidos intelectuales y políticos de la época.
José Ortega y Gasset aprendió pronto a leer y devoraba todos los libros que caían en sus manos. Estudió el bachillerato entre 1891y 1897 en el internado jesuita de San Estanislao de Kotska, en la población malagueña de Miraflores de El Palo, donde fomentó su prodigiosa memoria, aprendió latín, se introdujo en el conocimiento del griego y de la historia universal con el padre Gonzalo Coloma, se interesó por la filosofía y perdió la ingenua fe de la infancia. Toda su vida se esforzó por que sus actos privados y públicos tuviesen un marcado carácter acatólico.
En 1897 empezó sus estudios universitarios de Filosofía y Letras y de Derecho en el Internado de Estudios Superiores de Deusto, también con los jesuitas.
En 1902 se licenció en Filosofía, ya en la Universidad Central de Madrid, donde había ingresado en 1899.
Por otro lado, nunca concluyó sus estudios de Derecho, carrera a la que le había guiado su padre para abrirle las puertas de la política.
El año que terminó su carrera inició su relación con Rosa Spottorno, que en 1910 se convirtió en su mujer.
Asimismo, este año empezó a ver su letra impresa al publicar en el Faro de Vigo una “Glosa” dedicada a Ramón del Valle-Inclán. En 1904, se doctoró en Filosofía con una tesis “Sobre los legendarios terrores del año mil” y empezó a publicar en El Imparcial, su “casa solariega”.
Entre 1905 y 1911 pasó tres largas temporadas en Alemania para completar sus estudios filosóficos. Primero acudió a Leipzig y Berlín (1905-1906) y más tarde a Marburgo (1906-1907 y 1911). En esta ciudad, encontró el idealismo objetivo que iba buscando para corregir el subjetivismo español. Las clases de Hermann Cohen y Paul Natorp le cautivaron, aunque siempre mantuvo una distancia crítica y poco a poco se fue distanciando del neokantismo y se aproximó, ya en su último viaje, a la fenomenología de Edmund Husserl, a quien no conoció personalmente hasta muchos años después, pero a quien leyó intensamente desde 1911.
Sus artículos en El Imparcial, tras el férreo análisis a que los sometió su padre, fueron haciéndose cada vez más frecuentes. A los artículos de corte literario se sumaron pronto los políticos y mantuvo sonadas disputas periodísticas con Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu y Azorín, al tiempo que discutía epistolarmente con la generación anterior a éstos, la de Francisco Giner de los Ríos y Joaquín Costa, y dialogaba con su propia generación, sobre la que ya empezaba a ejercer un influyente liderazgo. Con Gabriel Maura discutió en 1908 desde las páginas de la revista Faro, que había contribuido a fundar, sobre el sentido del liberalismo político, que entendía que debía ir transformándose en socialismo sin abandonar sus principios esenciales.
Otra fuente candente de disputas intergeneracionales fue el europeísmo. Ortega quería europeizar España no sólo trasladando a territorio patrio los inventos de la ciencia que habían permitido un bienestar material y político allende los Pirineos, sino haciendo ciencia desde España, porque, para Ortega, Europa era principalmente ciencia. Su disputa a este respecto con Unamuno fue bastante agria.
Ortega obtuvo en 1909 la plaza de profesor de Psicología, Lógica y Ética en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid y al año siguiente consiguió la Cátedra de Metafísica de la Universidad Central. En ella sistematizó el bagaje filosófico de sus muchas lecturas y pronto adquirió fama de buen profesor. Sus actividades en la Cátedra y en la prensa se completaron con su activa presencia en los centros neurálgicos de la vida intelectual y política española como el Ateneo de Madrid, la Sociedad El Sitio de Bilbao, la Casa del Pueblo de Madrid y la Residencia de Estudiantes, cuyo proyecto le era muy afín.
Sus críticas al liberalismo dinástico, por ser incapaz de llevar a cabo la transformación que Ortega consideraba necesaria para superar las anquilosadas estructuras de la Restauración, supusieron su ruptura con El Imparcial en 1913. Años atrás se había aproximado al socialismo y al republicanismo de Alejandro Lerroux. Ahora se movía en el entorno del Partido Republicano Reformista de Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate, fundado en 1912 con la intención de convertirse en una tercera vía de la política dinástica a pesar de definirse como republicano.
En este ambiente nació la Liga de Educación Política Española, que reunía a lo más granado de la joven generación intelectual (Manuel Azaña, Luis Araquistáin, Ramón Pérez de Ayala, Fernando de los Ríos, etc.) y algunos representantes de la generación anterior, como Antonio Machado y Ramiro de Maeztu, capitaneados por Ortega, quien la presentó en marzo de 1914 con una conferencia titulada “Vieja y nueva política”, una dura diatriba contra el régimen, al que calificaba de “fantasmagoría”. A la España oficial, vieja e impotente, había que imponer una España naciente, germinal, viva, que, bajo los principios de “liberalismo” y “nacionalización”, fuese capaz de llevar a cabo el proyecto de modernización y europeización de la política y de la sociedad española.
Las ideas de “Vieja y nueva política” las reiteró Ortega en su primer libro, Meditaciones del Quijote (1914), donde quedó plasmada su preocupación por el ser de España.“Dios mío, ¿qué es España?”, se preguntó en sus páginas. Su preocupación nacional, menos angustiada que la de los regeneracionistas y noventaiochos, tenía un fondo netamente proyectivo. En la pregunta iba implícita una respuesta. Ortega, que empezaba a ser consciente de la crisis de la modernidad, matizaba su europeísmo idealista de años atrás. No se trataba sólo de importar el método científico para hacer ciencia a la española, sino que España podía ofrecer en el nuevo tiempo su mirada histórica para profundizar en el ser de Europa y superar la modernidad. Suenan todavía en Meditaciones del Quijote resabios neokantianos, pero ya se muestra claramente la influencia que la fenomenología ejerció sobre la incipiente filosofía de Ortega. El perspectivismo le permitió ir más allá de la epistemología kantiana sin caer en el relativismo. Para Ortega toda realidad está integrada en una perspectiva, que a su vez forma parte de la misma realidad. La conexión de perspectivas —la filosofía, afirma, es “la ciencia del amor” que une las cosas— es la manera de llegar al conocimiento de la verdad.
El impulso de la Liga de Educación Política, la cual se diluyó sin dejar rastro, lo heredó la revista España, fundada en enero de 1915 y dirigida por Ortega durante el primer año. La revista fue el mejor compendio de los proyectos políticos de la Generación del 14: crítica a la vieja política, propuestas de reforma del liberalismo, análisis de la realidad social española y atención a Europa.
A finales de 1915 Ortega se sintió cansado por el esfuerzo que había hecho para transformar la realidad política y abandonó la dirección de España contrariado por la ayuda económica recibida de los servicios secretos ingleses para que apoyaran la causa aliada en la Gran Guerra, a pesar de que él prefería la victoria de los aliados frente a Alemania. Unos meses después aparecía el primer número de El Espectador, que nacía con la intención de convertirse en una revista unipersonal, la cual buscaba sus lectores entre aquellos que conservasen, “como el autor, [...] un trozo de alma antipolítico”. La activa vocación intelectual que le llevaba a actuar en el devenir de los acontecimientos públicos luchó siempre, no sin dificultades, con su vocación filosófica. Ortega impartió durante los últimos meses de 1915 y los primeros de 1916 un curso con el título “Sistema de psicología” en el Centro de Estudios Históricos. Se presentaba a sí mismo como el padre de una nueva filosofía que llamaba “sistema de la razón vital” y que definía como una ciencia fenomenológica descriptiva que vendría a superar el idealismo y el realismo.
En julio de 1916, viajó por primera vez a Argentina invitado por la Institución Cultural Española de Buenos Aires. Aunque Ortega había publicado algunos artículos años atrás en el diario porteño La Prensa, su nombre era muy poco conocido, mas pronto se convirtió en una celebridad y a sus lecciones sobre “Los problemas actuales de la filosofía” acudió abundante público. Impartió también un seminario sobre Kant en la Facultad de Filosofía y fue requerido para dar varias conferencias en Buenos Aires y en provincias, lo que le obligó a prolongar su viaje hasta enero de 1917.
A su vuelta a España, el éxito obtenido en América le animó a unirse al empresario Nicolás María de Urgoiti en su intento de hacerse con El Imparcial, que atravesaba dificultades económicas. Urgoiti, vinculado a los intereses papeleros vascos, quería lanzar grandes medios de comunicación que generasen una importante demanda de papel, al tiempo que creía en una prensa libre de intereses políticos. Rafael Gasset puso en sus manos el periódico y Ortega volvió a su “casa solariega”, pero su artículo “Bajo el arco en ruina”, en el que pedía la convocatoria de Cortes Constituyentes ante el levantamiento de las Juntas de Defensa, la previsible huelga obrera y la desarticulación de los partidos del turno, echó al traste el acuerdo. El fracaso de este proyecto hizo que el empresario vasco fundase en diciembre El Sol, que se convirtió en referencia de los sectores modernizadores del país. Ortega se incorporó al mismo desde el primer momento y fue durante tres años la pluma anónima que marcaba la pauta editorial. Desde las páginas de El Sol, defendió un proyecto político reformista basado en tres pilares: reforma constitucional que profundizase en el liberalismo y avanzase hacia la democracia; políticas sociales que beneficiasen a los más pobres, financiadas con impuestos sobre los más pudientes; y reestructuración territorial del Estado con mayor autonomía para las regiones.
Ortega utilizó frecuentemente hasta 1931 los “Folletones” de El Sol, un espacio en el faldón del periódico que le permitía exponer temas filosóficos, literarios, políticos y sociológicos con mayor extensión.
Aquí aparecieron como artículos antes de convertirse en libros algunos de los títulos más famosos de su producción: España invertebrada (1922), El tema de nuestro tiempo (1923), La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925) y La rebelión de las masas (1930).
Ortega hizo en España invertebrada un análisis histórico para interpretar la realidad presente de su país.
Había dos problemas principales: el primero que España no existía como nación porque no estaba constituido un cuerpo orgánico en el que las partes se sintiesen solidarias del todo. Esto no afectaba sólo al particularismo regionalista, sino que cada grupo social se comportaba como todo independiente sin pensar en los demás. Para Ortega, una nación es sobre todo un proyecto activo de convivencia hacia el futuro, y eso precisamente es lo que faltaba en España.
El otro problema era la ausencia de los mejores, producida por una ancestral selección inversa que había permitido que se prefiriese habitualmente a los peores frente a los mejores, porque el pueblo español estaba enfermo de aristofobia.
Las críticas de Ortega a los gobiernos constitucionales de la Restauración durante estos años fueron muy severas —sólo recibió con cierto entusiasmo el gobierno de concentración nacional de Maura (1918)—, por lo que su silencio ante el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923 extrañó a muchos. Ortega se había distanciado de la lucha política desde años atrás, cansado de las tensiones que le provocaba su posición en El Sol y, además, creía con Urgoiti que lo que venía a hacer Primo de Rivera era la destrucción de la vieja política, proyecto que a la postre ellos compartían aunque prefirieran que fuese por métodos constitucionales.
Una muestra de la nueva distancia que Ortega mantenía con el mundo político es el editorial que puso al frente de la que sería su mayor fundación cultural, la Revista de Occidente. Los “Propósitos” de la misma eran atraer a los más lúcidos intelectuales nacionales y extranjeros para que iluminaran el futuro. Su lema era “¡claridad!” y, por eso, pretendían vivir “de espaldas a toda política, ya que la política no aspira nunca a entender las cosas”. La revista se publicó desde julio de 1923 hasta el comienzo de la Guerra Civil y reunió a los más prestigiosos intelectuales, científicos y literatos nacionales y extranjeros. Fue considerada una de las mejores revistas de su tiempo y fue también muy seguida fuera de España, especialmente en Hispanoamérica.
En 1924 nació la Editorial Revista de Occidente, que publicó obras muy relevantes del pensamiento y de la literatura, labor que el filósofo fomentó también desde la editorial Espasa Calpe. En torno a la revista se montó asimismo una famosa tertulia.
Ortega se dio cuenta pronto de que la dictadura no era la solución contra la vieja política y empezó a aconsejar desde las páginas de El Sol el paso a una situación constitucional. Sus análisis políticos de estos años se centraron sobre todo en la necesidad de poner fin al localismo caciquil por medio de grandes regiones autónomas que asumiesen poderes políticos y administrativos.
Durante la década de 1920, Ortega maduró su filosofía.
En diciembre de 1923 publicó El tema de nuestro tiempo, basado en la idea de que “la razón pura t[enía] que ceder su imperio a la razón vital” para superar el idealismo de la modernidad. El perspectivismo volvía a ser el punto de apoyo, pero ahora se añadía la idea de que la perspectiva también es histórica, reflejada a través de las generaciones. Cada una de ellas se enfrenta a las ideas de su tiempo y las acepta o las rechaza, y así se mueve la historia.
Para el desarrollo de esta filosofía le faltaba a Ortega una ontología de la vida humana, en la que profundiza a finales de la década de 1920, y la categoría de la razón histórica que empezará a desplegar en textos de 1924 como “El sentido histórico” y Las Atlántidas, pero que no completará hasta las décadas de 1930 y 1940 cuando exponga su teoría de las generaciones (En torno a Galileo, 1933), sus conceptos de “Ideas y creencias” (1936) y el propio concepto de razón histórica (“La situación de la ciencia y la razón histórica”, 1934, publicado casi íntegramente en inglés en 1936 como “Historia como sistema”, y los cursos “Sobre la razón histórica” de Buenos Aires, 1940, y Lisboa, 1944).
La razón vital se fundamenta en que la vida humana de cada cual es la realidad radical, aquella enque radican las otras realidades. “Yo soy yo y mi circunstancia”, como dijo en Meditaciones del Quijote.
La vida humana es una fatalidad, pero es al mismo tiempo un quehacer libre, puesto que, aunque nos es dada sin que ninguno la pidamos, no nos es dada hecha sino que cada uno tiene que hacerse la suya.
Por tanto, la vida humana no es un ser estático y suficiente como el que ha buscado siempre la filosofía, sino un “ser indigente”, que necesita de la circunstancia, una vis activa, un “siendo”, “un ir haciéndose”. Si ese hacerse se lleva a cabo desde el cumplimiento de la vocación que cada uno siente ser, esa vida es auténtica; si no, es falsa.
La primera exposición desarrollada de estas ideas aparece en dos cursos que dio Ortega en Buenos Aires en 1928, titulados “Meditación de nuestro tiempo” y “¿Qué es la ciencia, qué la filosofía?”. El filósofo había dejado en Argentina una grata impresión. Además, publicaba desde 1923 en La Nación de Buenos Aires con bastante asiduidad, y la Revista de Occidente y sus libros también llegaban al país de La Pampa. Esta notoriedad hizo que la palabra y hasta los gestos de Ortega fueran ahora analizados con mayor suspicacia, y que el ambiente fuese menos receptivo. En torno a su figura, a su obra y a sus palabras surgieron varias polémicas, tanto durante los meses que pasó allí como a su vuelta, cuando se atrevió a opinar sobre los argentinos desde las páginas de El Espectador con dos artículos: “La Pampa, promesas” y “El hombre a la defensiva”.
Algunas de sus amistades argentinas, como Victoria Ocampo, salieron en su defensa.
Otro de los temas esbozados en sus conferencias bonaerenses lo desarrolló Ortega al regresar a España a principios de 1929. Durante este año y el siguiente aparecieron en El Sol los artículos que luego compusieron La rebelión de las masas, el libro más famoso del autor, traducido inmediatamente a muchas lenguas y convertido en un best-seller en Estados Unidos y Alemania. Ortega había abordado el tema de la relación minorías/masas desde sus primeros artículos, pero ahora lo exponía dentro del debate de la crisis de Europa. Para el filósofo, el hecho de la presencia de las masas en la vida pública ofrecía dos caras: una positiva, el aumento del nivel de vida de una gran parte de la población, y una negativa, el predominio de un tipo de hombre, el hombre-masa, que era un bárbaro en medio de un mundo civilizado porque no era consciente del esfuerzo de generaciones que suponían los dos avances que habían permitido su situación histórica: el desarrollo tecnológico e industrial nacido de la ciencia, y la democracia liberal, base de cualquier régimen político futuro según el filósofo.
Para salir de la situación en que se encontraba Europa, ésta necesitaba un proyecto esperanzador de futuro, que Ortega piensa que es la fundación de un Estado supranacional.
Una muestra de la rebelión de las masas era cómo el hombre-masa recibía el nuevo arte que Ortega calificó de deshumanizado, un arte que no buscaba mover los sentimientos sino la pura expresión estética.
El filósofo había expuesto esta idea en una serie de artículos publicada en 1924 en El Sol, recogida al año siguiente en el libro La deshumanización del arte, que se convirtió en una referencia dentro del debate internacional sobre el arte nuevo.
En 1929, Ortega reiteró y amplió los fundamentos de su filosofía en el curso “¿Qué es filosofía?”, que empezó en la Universidad Central pero concluyó en la Sala Rex y en el Teatro Infanta Beatriz tras dimitir de su Cátedra por la dura represión que la dictadura ejerció contra los estudiantes que protestaban por su legislación universitaria. Un año después, al caer la dictadura, Ortega fue repuesto en su Cátedra.
Muchos jóvenes le tenían como guía y querían que se implicase más políticamente, lo que en 1930 quería decir que se declarase republicano. Ortega deseaba centrarse en la construcción de su filosofía, que abordó en varios cursos durante estos años, y recelaba de una nueva implicación política. A los que le presionaban para que se definiese, les decía que el intelectual no podía ser “hombre de partido”, y que eran fechas propicias para que los intelectuales pensasen las ideas que reclamaba el nuevo tiempo, y eso requería la calma que necesita la ciencia y no la agitación que exige la política. Pero Ortega, al final, ante la situación de derrumbe de la Monarquía, dio el paso que le exigían los jóvenes y en un artículo que se hizo famosísimo, “El error Berenguer”, publicado en noviembre de 1930, apostó por la República: “¡Españoles —concluía el artículo—, vuestro estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia”. Si su artículo “Bajo el arco en ruina” echó al traste el intento de Urgoiti de hacerse con El Imparcial, este nuevo artículo supuso unos meses después la salida de Urgoiti y del filósofo del diario El Sol.
Ortega, junto a Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, fundó a principios de 1931 la Agrupación al Servicio de la República (ASR) para crear el clima propicio que permitiese la proclamación de la República.
Proclamada ésta tras las elecciones del 12 de abril de 1931, la ASR se transformó en partido político y se presentó a las elecciones a Cortes Constituyentes del mes de junio. Ortega fue diputado por León y pronunció en las Cortes varios importantes discursos. En ellos defendió la idea de que España se constituyese como un Estado autonómico y no como una federación, porque pensaba que esta última opción era ir contra la historia al poner en cuestión la soberanía indivisa del pueblo español.
El filósofo se sintió pronto incómodo con el rumbo que tomaba la República y en septiembre de 1931 intentó dar “Un aldabonazo” al expresar en la prensa lo que ya había dicho antes en privado: ‘“¡No es esto, no es esto!’. La República es una cosa, el “radicalismo” es otra. Si no, al tiempo”. Y en diciembre dio una conferencia con el significativo título de “Rectificación de la República” y lanzó la idea de fundar un gran partido nacional centrista. La ausencia de apoyos hizo que Ortega se distanciase nuevamente de la política y en el otoño de 1932 dio por concluida la labor de la ASR. Desde entonces apenas participó en la vida parlamentaria y dejó de publicar artículos políticos. Sólo levantó su voz tras las elecciones de noviembre de 1933 ante el triunfo de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), cuando quiso dejar clara su fe republicana y la necesidad histórica de que la República pudiese llevar a cabo su proyecto. Publicó entonces dos artículos titulados “¡Viva la República!” y “En nombre de la nación, claridad”.
Ortega era consciente desde mucho tiempo atrás de la necesidad que sentía de desarrollar su pensamiento filosófico. El libro de Martin Heidegger, Sein und Zeit, publicado en 1927, en el que encontró expuestas muchas ideas que él había expresado hacía tiempo o que le rondaban en la cabeza, le espoleó para emprender lo que él mismo llamó “la segunda navegación”.
Si en su juventud había pensado que la mejor manera de introducir la filosofía en España era a través de la plazuela pública de la prensa, a estas alturas creía que era tiempo de construir libros filosóficos, porque, gracias en parte a la labor orteguiana, había un nuevo ambiente intelectual del que era reflejo lo que más tarde se conocería como “Escuela de Madrid”, un excelente grupo de filósofos reunidos en torno a la Facultad de Filosofía y Letras: Xavier Zubiri, Manuel García Morente, José Gaos, María Zambrano...
La producción intelectual de Ortega entre 1932 y el comienzo de la Guerra Civil fue notable: puso un extenso prólogo autobiográfico a una recopilación de sus Obras (1932); reunió casi todas sus publicaciones de Revista de Occidente en Goethe desde dentro (1932); desarrolló la idea de la vida como realidad radical en su curso “Principios de metafísica según la razón vital” (1932-1933), publicado después de su muerte como Unas lecciones de metafísica (1966); expuso su visión de la ciencia en un curso titulado “Meditación de la técnica” (1933); y esbozó ampliamente en varios cursos y series de artículos, como ya se ha dicho, las ideas centrales de lo que denominó razón histórica, desarrollo de la razón vital sobre la idea de que “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene... historia.
O, lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia —como res gestae— al hombre”.
Al estallar la Guerra Civil, Ortega huyó del Madrid republicano temeroso del peligro que podía correr su vida, a pesar de su compromiso con la República, la cual temía que pudiese convertirse en un régimen comunista totalitario. Aunque las noticias que le llegaban del autoproclamado bando nacional no le gustaban, se inclinó privadamente a favor de este bando, pero no quiso implicarse de forma pública en ninguna estrategia frentista. Vivió durante la guerra entre Francia, Holanda y Portugal. Al terminar la misma, era consciente de que no sería bien recibido en la España franquista y, ante el temor de que estallase la guerra en Europa, como así fue, emigró a Argentina.
No encontró allí el ambiente receptivo de las ocasiones anteriores, y sólo pudo sobrevivir gracias algunos cursos y conferencias, a sus colaboraciones en La Nación, a la reedición de sus libros y a la composición de algunos nuevos en Espasa Calpe.
A principios de 1942 se instaló en Portugal y desde el verano de 1945 frecuentó España, aunque simbólicamente quiso mantener su residencia en Lisboa. En 1946 aceptó reinaugurar el Ateneo de Madrid con una conferencia sobre “Idea del teatro”. En 1948 fundó con su discípulo Julián Marías el Instituto de Humanidades. Bajo su rótulo impartió dos cursos que le pusieron nuevamente en contacto con la sociedad española: “Sobre una interpretación de la historia universal”, un comentario a la obra de Arnold Toynbee que le permitió ahondar en sus propias concepciones históricas, y “El hombre y la gente”, que era un tema que le ocupaba desde los años treinta y del que había dado un curso en Buenos Aires en 1939-1940. El filósofo, que pensó publicar con este título un libro simultáneamente en varias lenguas aunque no llegó a hacerlo, expuso su idea de lo social, como aquello que va más allá de lo individual y de lo interindividual, una “cuasi naturaleza” que conforma buena parte de la vida del hombre.
Tras las dos experiencias del Instituto de Humanidades, Ortega no quiso continuar la labor del mismo por el ambiente hostil que encontraba, especialmente en la prensa católica. Sus estancias en España solían saldarse con un profundo descontento que le hacía recluirse en Portugal, donde trabajaba intensamente en varios manuscritos, muchos de los cuales no vieron la luz hasta después de su muerte, como La idea de principio en Leibniz, un amplio recorrido crítico por la historia de la filosofía.
En los últimos años de su vida, el éxito que su obra había tenido internacionalmente se concretó en su presencia en numerosos países. En 1949 acudió a los actos del bicentenario del nacimiento de Goethe en Estados Unidos y Alemania, donde pronunció también una famosa conferencia en la Universidad Libre de Berlín con el título “De Europa meditatio quaedam” para reiterar la necesidad de construir unos Estados Unidos de Europa. El filósofo pasó largas temporadas en la República Federal Alemana entre 1949 y 1954. Resonó internacionalmente su encuentro con Heidegger en los “Coloquios de Darmstadt” de 1951 para debatir sobre “el hombre y la técnica”. Ortega recibió los doctorados honoris causa por las Universidades de Glasgow y Marburgo mientras que muchos en España querían silenciar su voz, si bien en 1953, en vísperas de la jubilación de Ortega, Pedro Laín Entralgo, rector de la Universidad Complutense —como recuerda en su Descargo de conciencia—, le visitó para “hacerle esta súplica: que sólo para dar en ella [en la Universidad] un cursillo, o incluso una simple conferencia, vuelva usted a su antigua Facultad”; petición que Ortega agradeció, pero no aceptó.
El 21 de mayo de 1955 Ortega pronunció su última conferencia. Tuvo lugar en Venecia y versó sobre “La Edad Media y la idea de nación”. Pocos meses después, el 18 de octubre de 1955, murió en su Madrid natal.
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Javier Zamora Bonilla