Urgoiti y Achúcarro, Nicolás María de. Madrid, 27.X.1869 – 8.X.1951. Empresario papelero, editor de periódicos y libros.
Nicolás María de Urgoiti nació el 27 de octubre de 1869 en Madrid, aunque siempre se confesó vasco; su padre, Nicolás Urgoiti Galarreta, y su madre, Anacleta Achúcarro, lo eran. La familia paterna era vizcaína, procedente de Galdácano, de orígenes carlistas y probablemente campesinos. La de su madre, una familia de letrados de situación más desahogada, guipuzcoana y liberal, había emigrado a Madrid como consecuencia de las Guerras Carlistas. En esta ciudad nacieron los dos primeros hijos del matrimonio, Nicolás, el primogénito, y Ricardo, pero poco después la familia se trasladó a San Sebastián, donde el padre de Nicolás trabajó como consignatario de buques en el puerto. Allí nacieron otros tres hermanos y, cuando Nicolás tenía ocho años, murió la madre, Anacleta, y a las pocas semanas, la más pequeña de los hermanos, Blanca, casi recién nacida. Los dos hijos mayores, Nicolás y Ricardo, fueron internados por su padre en los Escolapios de Tolosa. Cuando terminó sus estudios allí, Nicolás siguió el consejo de su padre y, aunque le hubiera gustado seguir viviendo en San Sebastián, se trasladó a estudiar a Madrid, a la Escuela Politécnica, en la que terminó la carrera de Ingeniero de Caminos en 1892. Para entonces, había conocido a una prima suya, María Ricarda Somovilla Urgoiti, quien, pocos meses más tarde, se convirtió en su esposa. Serían padres de ocho hijos.
Tras algunos trabajos esporádicos y gracias a la intervención de un compañero de estudios, Nicolás María de Urgoiti recibió una oferta para ocupar el puesto de ingeniero en la fábrica de papel del Cadagua, en Las Encartaciones. La oportunidad de volver al País Vasco, con una oferta de trabajo fijo y casa propia le llevaron a aceptar. Sin embargo, la industria del papel atravesaba entonces por dificultades. Junto a las tradicionales molinerías en Cataluña y Valencia, en las que se fabricaban todavía distintas clases de papel a mano, habían surgido en las últimas décadas del siglo xix, especialmente en torno a Tolosa, fábricas modernas que instalaron máquinas de papel continuo. Más tarde, comenzó a utilizarse también una nueva materia prima, la pasta de madera, mecánica primero, química después. Surgieron más fábricas, muchas de ellas en Vizcaya, por la facilidad para importar pastas escandinavas y la disponibilidad de caudales de agua, imprescindibles para la fabricación de papel. El vertiginoso crecimiento industrial que en el último tercio del siglo xix cambió la fisonomía de aquella provincia había hecho surgir una clase empresarial en torno a la siderurgia, la construcción naval y la banca, que diversificó su actividad en otros sectores, como el papelero. Las fábricas vizcaínas eran capaces de producir grandes cantidades de papel, pero el consumo no creció al mismo ritmo. Otras papeleras más pequeñas, especializadas en determinados tipos de papel, se adaptaron mejor a los vaivenes del mercado.
Una de las fábricas con problemas era aquella a la que llegó Nicolás María de Urgoiti, la Papelera del Cadagua, constituida en 1890 bajo la presidencia de Enrique Aresti y Torres, futuro conde de Aresti, y que contaba entre sus consejeros a otros miembros de aquella clase emprendedora vizcaína, como Víctor Chávarri y Ramón Bergé. Urgoiti recibió el encargo de estudiar la posibilidad de una fusión como medio de hacer frente a la crítica situación y lograr un mayor control del mercado. Los intentos previos habían fracasado, pero tras un detenido estudio y complicadas negociaciones, el 25 de diciembre de 1901, el mismo año en que vio la luz Altos Hornos de Vizacaya, nació La Papelera Española, fruto de la fusión de once fábricas y con un capital de 20 millones de pesetas. Fue su presidente, por poco tiempo debido a su temprana muerte, José María de Arteche. Le sustituyó en la presidencia, éste sí por muchos años, Enrique Aresti. Nicolás Urgoiti fue director general y, desde aquel puesto tuvo que hacer frente a las enormes dificultades iniciales, derivadas de los compromisos asumidos en el proceso de fusión y de la estrechez del mercado, mayor de la prevista. Decisiones drásticas, como las de no repartir dividendos desde 1904 y cerrar las instalaciones obsoletas, así como la generosa ayuda que encontró en la banca que dirigía Juan Manuel Urquijo, le permitieron enderezar la situación de La Papelera a partir de 1908. Tuvo que trasladarse a Madrid y viajar a distintos países en busca de materias primas baratas y mercados para exportar, amén de tomar ejemplo de las grandes empresas, los trusts, que por entonces marcaban el horizonte de la industrialización.
Desde el principio, Urgoiti tropezó con las críticas de la prensa, temerosa de los efectos que pudiera suponer en los precios la aparición de lo que llamaron el trust del papel. Le atacaron por el punto más débil: la necesidad de protección arancelaria. Nicolás Urgoiti se defendió. Estaba convencido de que la industria papelera podría consolidarse como una potente industria nacional, moderna y competitiva. En 1912 inauguró la fábrica modelo de Rentería, en la que se producían tanto pastas como papel y que el rey Alfonso XIII visitó tres años más tarde. Volvió el reparto de dividendos. La Papelera Española había aumentado su producción desde 20.772 Tm a 32.740 disminuyendo el número de máquinas y de fábricas. El precio de coste había descendido de 55,50 pesetas por 100 kg. a 42,87, y el precio de venta de 59,76 pesetas a 47,89. El papel de periódico, frente a lo que la prensa propalaba, había bajado de 50 a 31 pesetas. Sin embargo, habían aparecido nuevas fábricas, y La Papelera había perdido cuota de mercado: del 68 por ciento entre 1901 y 1903, al 57 por ciento en 1912. Urgoiti luchó por nuevos acuerdos que evitaran una “guerra de precios” y, en enero de 1914, nació la Central Papelera, una central de ventas que sindicaba el mercado de papeles corrientes, asignando cupos de acuerdo con la capacidad de producción de cada fábrica. Nicolás Urgoiti fue nombrado presidente. Para entonces, era ya un empresario conocido. El único acontecimiento que empañó su alegría fue la muerte del marqués de Urquijo, un amigo que, además, había sido pieza esencial en la consolidación de La Papelera.
Poco después, comenzó la Guerra Mundial. Pasados los primeros meses, las consecuencias del conflicto se dejaron sentir sobre la economía española. La neutralidad multiplicó las posibilidades de exportar y hubo que sustituir importaciones. Aquella protección extraordinaria de la economía española propició un crecimiento sin precedentes en algunos sectores con un crecimiento extraordinario de los beneficios. La otra cara de la moneda fue el aumento de los precios y la escasez de determinados productos. En el caso de la industria papelera, se encarecieron las materias primas, la producción disminuyó y el precio del papel se triplicó, pero las exportaciones también se multiplicaron y los beneficios se acumularon: en 1915 se repartió un dividendo de un 5 por ciento, que se dobló en 1918 y 1919. Mientras, los periódicos se exasperaban por la subida del precio del papel. Por entonces, salvo contadas excepciones, la prensa española era una prensa política, de escasa calidad y tiradas cortas, con precios fijados oficialmente y muy dependiente del precio del papel. Su estrecha vinculación con los partidos que se alternaban en el poder convertía a los periódicos en un fuerte grupo de presión. En medio de un agrio conflicto, Urgoiti se atrevió a opinar sobre ello. Convergían en su ánimo una inquietud intelectual y política desde los tiempos en que estudiaba la carrera y se hizo socio del Ateneo de Madrid, y las necesidades de mercado de la industria papelera. Urgía, pensaba Urgoiti, una revolución en el mundo de la prensa. En 1915, desde la tribuna del Ateneo de Madrid, explicó lo que en su opinión debía ser un diario moderno. Estaba convencido de que un periódico moderno y de calidad, políticamente independiente, con una redacción profesional bien pagada y unos colaboradores de altura, capaz de utilizar la publicidad para sus ingresos, podía y debía ser, al mismo tiempo, un negocio. Se había convertido en director de una de las más importantes revistas gráficas del momento, Nuevo Mundo, donde escribió sus crónicas de la Guerra Mundial, y había fundado una nueva empresa, Prensa Gráfica Española, en cuyos estatutos se preveía la edición de un periódico diario.
Dos años más tarde, en 1917, tras un intento fallido de desembarcar en uno de los grandes diarios liberales de la época, El Imparcial, y con el apoyo de La Papelera Española para la instalación de los talleres tipográficos, fundó El Sol C.A., una compañía anónima con un escaso número de accionistas —entre ellos, mayoritariamente, la familia Urgoiti—, y el 1 de diciembre salió a la calle el primer número de El Sol. Aquel periódico, que desde un principio contó con un diseño moderno y la colaboración de los mejores intelectuales de la época, entre ellos y a la cabeza José Ortega y Gasset, recibió también los más duros ataques de otros periódicos, que lo consideraron mero portavoz y beneficiario del trust papelero. Pese a los conflictos, tuvo Urgoiti la capacidad de implicar todavía a La Papelera en otro sector, el del libro, mediante la creación el 1 de junio de 1918 de Calpe (Compañía Anónima de Librerías, Publicaciones y Ediciones). También aquí, además de buscar salida a la fabricación del papel mediante la producción de libros y su exportación a América Latina, tenía también un objetivo intelectual y formativo. Creía que el lento crecimiento del negocio editorial en España pese a la gran difusión del idioma español, se debía a la ausencia de empresas con potencialidad financiera y un proyecto definido. Eso era lo que quería para Calpe, un negocio que concibió como una compañía filial de La Papelera, aunque separada en su gestión y administración por la complejidad que requería.
Nicolás María de Urgoiti se había convertido en un personaje público bien conocido, amigo de intelectuales y escritores, consejero de políticos; envuelto en polémicas, pero con fama de experto hombre de negocios y, al mismo tiempo, un liberal de su tiempo, consciente de los desafíos sociales y políticos dentro y fuera del país. Incluso recibió del político conservador Antonio Maura la propuesta de incorporarse como independiente al gobierno que formó en 1919. Urgoiti no aceptó. El final de la Guerra Mundial, sin embargo, trajo consigo graves dificultades para la industria del papel, que perdió su protección arancelaria como consecuencia de las presiones de la prensa. Los negocios periodísticos y editoriales en los que Nicolás María de Urgoiti había embarcado a La Papelera gozaban de gran prestigio intelectual pero eran un negocio ruinoso y, además, su independencia procuró más de un conflicto político a la compañía papelera. De poco servían iniciativas tan bien acogidas en su actividad editorial y cultural como el proyecto de construcción de la Casa del Libro en la Gran Vía, la imponente avenida que se abría paso entonces en el centro de Madrid. Urgoiti pasó una nueva época de difícil y frenética actividad hasta que finalmente, y tras superar una grave depresión, dejó encauzado el negocio papelero mediante la promoción de nuevas fusiones. El 30 de octubre de 1925 decidió abandonar la dirección de la compañía a la que tantos esfuerzos había dedicado, para volcarse en la empresa periodística y editorial. Había tenido que aceptar la separación de Calpe mediante su fusión con Espasa, con la que había firmado dos años atrás un compromiso para la publicación de su enciclopedia. Con la creación de Espasa-Calpe los accionistas de La Papelera respiraron aliviados.
Desde su dimisión, Nicolás Urgoiti se había dedicado en cuerpo y alma a El Sol. En 1920, cuando el diario fue momentáneamente suspendido por incumplir las normas sobre tamaño y precio de los periódicos que el gobierno adoptó por decreto, se decidió sacar un vespertino, La Voz. Fue un éxito, el periódico de mayor venta en la calle, en Madrid, en poco tiempo. El Sol, sin embargo, aunque consolidado, tenía mayor competencia. Urgoiti introdujo cambios en la organización y atribuciones de directivos y gestores, así como en las remuneraciones e incentivos, y se rehizo la composición del periódico procurando aligerarlo sin, con ello, perder contenidos. Hasta 1922, El Sol C.A. no había tenido beneficios y todo lo que desde entonces se ganó, se dedicó a amortizar la deuda con La Papelera. Los efectos de los cambios introducidos, junto con un aumento general de las tiradas de los periódicos en 1929, al adquirir mayor interés la vida política, permitieron que El Sol consiguiera enjugar casi totalmente la deuda con La Papelera. Justo en ese momento, se aplicó un acuerdo aprobado en 1924 y, a cambio de lo que quedaba por pagar, La Papelera recibió 386 acciones de El Sol C.A. que quedaba en cartera, convirtiéndose así por primera vez en accionista directa, en un momento político muy delicado.
El Sol, que había recibido en 1923 la dictadura de Primo de Rivera con una actitud expectante, se desmarcó tres años más tarde afirmando su ideario liberal e independiente. Desde 1928, la industria papelera había recibido del Estado por decreto una protección para cinco años, a cambio de que se respetara el privilegio de importación de papel para periódicos y revistas. Nadie quería poner en peligro semejante ayuda, y las opiniones en El Sol, bien utilizadas por algunos, amenazaban la ayuda oficial. Cuando, tras la caída de Primo de Rivera, el periódico comenzó a defender la necesidad de convocar elecciones a Cortes Constituyentes, La Papelera, temiendo la reacción política, retiró sus consejeros. El 15 de noviembre de 1930, un artículo de José Ortega y Gasset en el que, bajo el título de “El error Berenguer”, el filósofo afirmaba “Delenda est Monarchia”, aceleró el proceso y, tras largos y muy desagradables forcejeos, la única salida fue que tanto la compañía papelera como el propio Urgoiti y sus familiares vendieran a terceros sus acciones de El Sol C.A.
El 24 de marzo de 1931, Nicolás Urgoiti, con gran dolor, se despidió del personal del periódico. El director, Félix Lorenzo, y muchos colaboradores decidieron irse con él. El 4 de abril, con el dinero que había obtenido de la venta de sus acciones promovió la salida de una revista trisemanal, Crisol, que sería la preparación de un nuevo periódico diario, Luz. Al proclamarse la República, Urgoiti intentó recuperar El Sol, pero no encontró apoyos políticos. Nunca antes había militado en un partido político, pero ahora se adhirió a la Agrupación al Servicio de la República que lideraban Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, e incluso aceptó presentarse por San Sebastián a las elecciones a Cortes Constituyentes. Pronunció el único discurso político de su vida, pero la experiencia no fue agradable: hubo conflictos en la candidatura, que finalmente se rompió. Tampoco le satisfacía la marcha política de la República. Le preocupaba la falta de atención a la situación económica, tan delicada, y junto con Ortega trató de promover la creación de un Partido Nacional, capaz de poner los intereses generales por encima de la política menuda.
Fueron demasiadas emociones después de la tensión que la pérdida de El Sol le había producido. Su salud empeoró y el 25 de junio de 1932 sus hijos decidieron trasladarle a un sanatorio en Suiza. Hizo algún viaje esporádico a Madrid, pero pasó en Suiza los años de la Guerra Civil. No volvió a Madrid hasta 1939, y aún tardó unos cuantos en sentirse del todo bien. Sus nuevas energías las dedicó a presidir el comité de gerencia de los laboratorios IBYS (Instituto de Biología y Sueroterapia), que, siguiendo sus inquietudes, había fundado en 1919, por iniciativa del doctor Pittaluga, para la fabricación de sueros y vacunas. Los últimos años de su vida los pasó tratando de poner orden en sus papeles y de escribir una autobiografía que empezó más de una vez, y que nunca terminó. Le torturaba la idea de que por sus iniciativas periodísticas pudiera caberle alguna responsabilidad en la tragedia que había supuesto la Guerra Civil. Murió en 1951.
Bibl.: G. Redondo, Las empresas políticas de Ortega y Gasset, Madrid, Rialp, 1970, 2 vols.; S. Carrasco, R. Cruz, A. Elorza y M. Cabrera, “Las fundaciones de Nicolás María de Urgoiti: escritos y archivo”, en Estudios de Historia Social n.os 24-25 (1983), págs. 267-451; M. Cabrera y A. Elorza, “Urgoiti-Ortega: el Partido nacional en 1931”, en La II República. El primer bienio, Madrid, Siglo XXI, 1987, págs. 233- 266; M. Cabrera, “Nicolás María de Urgoiti, biografía de un empresario”, en Papeles de Economía Española n.os 39-40 (1989), págs. 535-541; “Nicolás María de Urgoiti: el fervor de un empresario singular”, en Revista de Economía, n.º 7 (1990), págs. 145-149; M. Cabrera, La industria, la prensa y la política. Nicolás María de Urgoiti (1869-1951), Madrid, Alianza Editorial, 1994; “Un empresario y un filósofo en política”, en Revista de Occidente, n.º 180 (1996), págs. 112-130; “Nicolás María de Urgoiti y Achúcarro (1869-1951)”, en E. Torres (dir.), Los 100 empresarios españoles del siglo xx, Madrid, Editorial LID, 2000, págs. 176-180; M. Gutiérrez Poch, La industria papelera española: entre la tradición y el cambio técnico (1750-1936), tesis doctoral, Barcelona, Universitat, Departament d’Història e Institucions Econòmiques, 2005; J. M. Sánchez Vigil, CALPE. Paradigma editorial (1918- 1925), Asturias, Ediciones TREA, 2005.
Mercedes Cabrera Calvo Sotelo