Miró Ferrer, Gabriel. Alicante, 28.VII.1879 – Madrid, 27.V.1930. Escritor.
Nacido en el seno de una familia acomodada y de cierta formación, su padre Juan de Dios Miró Moltó, natural de Alcoy (ciudad que Miró recrea en el topónimo Serosca de su novela El abuelo del rey), ejerció en la capital alicantina su profesión de ingeniero de Caminos, y con motivo de sus tareas como responsable técnico del trazado de algunas carreteras provinciales, conoció a la que iba a ser la madre del escritor, Encarnación Ferrer Ons, hija de los propietarios de la posada en la que se alojaba el ingeniero Miró durante sus frecuentes viajes a Orihuela, población que el hijo de ambos, Gabriel, convirtió en la levítica ciudad de Oleza, en donde se ambienta el más ambicioso de sus ciclos narrativos.
La infancia del escritor transcurrió en Alicante, en diversas casas que casi siempre estaban próximas al puerto y, por tanto, mirando al mar (esos “miradores azules” a los que alude desde un cuento metaliterario que quedó inédito y que se concibió como una respuesta a la crítica injusta que le hizo Ortega a su novela El obispo leproso). En la capital alicantina recibió sus primeras lecciones escolares en el colegio San José, con el refuerzo de algún preceptor particular, hasta que a los ocho años (1887) fue matriculado interno en el colegio jesuita de Santo Domingo, en Orihuela (experiencia que duró hasta 1892 y que se reflejará ampliamente en varios momentos de su obra literaria).
También recibió clases de Pintura —fundamentales para entender su precioso y preciso estilo impresionista— en la Academia abierta con tal fin por su pariente el pintor Lorenzo Casanova (esposo de una hermana de su padre y a quien debemos algunos retratos del Miró niño). En 1894, y por breve tiempo, el joven Gabriel vivió en Ciudad Real (allí fue trasladado su progenitor), estancia que le sirvió para observar ejemplos de marginación y miseria en la insalubre vida de aquellos campos mesetarios, reflejados poco después en sus primeros artículos periodísticos, y que irán fraguando su omnímodo motivo de la “falta de amor”, que se acentuará luego, cuando entre en contacto con los grupos de marginados leprosos en las comarcas del interior alicantino.
Posteriormente Miró se licenció en Derecho, examinándose por libre en la Universidad de Valencia y finalmente en la de Granada, logrando el título en 1900, pero falto absolutamente de vocación, pues su verdadera afición por las letras se fue suscitando y afianzando entre el grupo de amigos reunidos en una tertulia local conocida como “Ateneo Senabrino”, en el barrio de Benalúa, en cuyo seno se creó la “Escuela Sincerista”, que obligaba a que cada uno de ellos se pronunciase con absoluta sinceridad en cuanto a sus aptitudes personales. En el culto de la amistad, se gestó uno de sus iniciales textos literarios, el retrato de uno de aquellos amigos de la tertulia, Domingo Carratalá, inserto en La Correspondencia Alicantina (1901). Allí conoció a diversas personas que luego tuvieron duradero contacto con el escritor y fueron algunos de sus primeros y mejores exegetas, como el pintor Parrilla, Pérez Bueno, Francisco Figueras o Guardiola Ortiz, su primer biógrafo. Y en aquel mismo barrio de Benalúa conoció a la que iba a ser su mujer, Clemencia Maignon, hija del entonces vicecónsul de Francia en Alicante, con la que se casó en noviembre de 1901.
Realmente los primeros textos impresos de Miró se gestaron en el ámbito provinciano, ya fuese en la revista El Ibero, creada por Figueras Pacheco, ya en las prensas de una imprenta alicantina. En el primer caso fueron varios artículos reunidos bajo el título Paisajes tristes (los de La Mancha conocida el año 1894) publicados en el verano de 1901, y en el otoño de ese mismo año la aparición de la primera novela, luego rechazada, La mujer de Ojeda, texto en el que Miró ya revela algunas de sus lecturas y de sus preocupaciones: se trata de un texto todavía inmaduro, tejido sobre el modelo de la novela epistolar, recurso a través del que se va analizando un proceso ilusionado y luego decepcionante de un enamoramiento apasionado, en un triángulo próximo al adulterio, que pudo inspirarse en Goethe y en Pepita Jiménez, de Valera, y que, pese a su evidente inmadurez, sienta las bases de la novela lírico-introspectiva en el narrador alicantino, que llegará a su culminación en la novela posterior Las cerezas del cementerio (1910). El motivo temático del matrimonio frustrado, por edades o sensibilidades dispares entre los cónyuges, que luego fue reiterado en las mejores novelas miroínas, ya se plantea en esta primera novela, de modo que el forzado casamiento por compensación de favores familiares entre la joven y delicada Clara con el rudo y viejo Ojeda adelanta la desarmónica pareja que forman la hermosa y sensual Beatriz y el violento y ebrio Lambeth, personajes de Las cerezas del cementerio; y en correspondencia, el personaje Carlos Osorio, de la novela de 1901, con su carácter contemplativo y sus altibajos temperamentales, propios de un ciclotímico, es un boceto del más logrado Félix Valdivia, el protagonista de la interesante novela de 1910.
En 1902, además del nacimiento de su hija Olympia, Miró siguió colaborando en El Ibero con nuevos artículos a la vez que preparaba una segunda novela que, como la primera, acabaría rechazando a la hora de hacer un recuento de su “obra completa”. Su título, Hilván de escenas (1903), es metáfora resumidora de la manera preferida de escribir de este autor: la estampa, la viñeta, el cuento, el esbozo de sensaciones, y ahora el modelo narrativo que se deja notar es Galdós y su novela de tesis acerca de la intransigencia, Doña Perfecta. Como en aquella novela del xix, una cacique, en un medio rural de la sierra alicantina, presiona hasta provocar la expulsión de un médico que se erige en defensor de unas libertades que la terrateniente doña Trinidad se propone reprimir a toda costa. En una de las secuencias de la novela (heredera todavía del naturalismo narrativo) aparece el motivo del cementerio, lugar recreado como espacio-símbolo por Miró en varias ocasiones, desde la novela de 1910 Las cerezas del cementerio al capítulo “Huerto de cruces” contenido dentro del que fue su último libro, Años y leguas (1928).
En 1904 se publica el primer libro que Miró reconoce como propio, aquel en el que el autor se identifica plenamente con su propia escritura, Del vivir, que ha empezado a componer dos años antes y completado en 1903. Este libro supuso varias cosas en la vida y en la literatura de Miró: fue la primera de sus diversas novelas cortas, fue también un espléndido viaje crítico por la comarca de los leprosos alicantinos (el libro se subtitulaba justamente “Apuntes de parajes leprosos”) y finalmente, en este libro sucede la aparición de un álter ego del autor que le acompañó a lo largo de toda su trayectoria literaria, “Sigüenza”.
En efecto, el libro surge de la excursión que hace el joven Miró (a través del contemplativo y apartadizo “Sigüenza”) por los valles del Girona y del Jalón, acompañando a su padre y al ingeniero Próspero Lafarga, que estudiaban el terreno para el trazado de una red de carreteras y caminos que entonces faltaba, coadyuvando a un mayor aislamiento de aquellas tierras, penosa circunstancia que el fino y sensible observador Miró detecta también entre los enfermos y los sanos de aquellos pueblos, en donde el estigma de la lepra ha hecho su presa, sin lazaretos ni cuidado médico que atienda a los aquejados de tan temido como “bíblico” mal. De este libro, verdadero fundamento de la escritura miroína, dijo Azorín en su artículo “El espíritu de Grecia” (ABC, Madrid, 27 de septiembre de 1905) que “todo el paisaje levantino vive con vida intensa en estas páginas. El autor es, ante todo, un paisajista; mas un paisajista originalísimo, que se ha creado en la lectura de los clásicos un estilo conciso, descarnado, lapidario, reseco, que nota los detalles más exactos con una rigidez inaudita y que llega, en ocasiones, a producir en el lector una sensación extraordinaria de morbosidad y de inquietud”. En ese mismo año nació su segunda hija, Clemencia.
Con Del vivir, Miró se afianza en su carrera de escritor que pronto saltará del ámbito estrictamente alicantino al nacional, cuando unos pocos años después, en 1908, concurrió, ganándolo, al concurso de narraciones cortas que convocó la colección El Cuento Semanal (dirigida por Eduardo Zamacois), ocasión que sigue a la publicación de otro cuento (1907) en el segundo número de la revista que dirigía F. Villaespesa, Revista Latina, con el título “Historia que no se cuenta”, un relato que Miró acabó convirtiendo dos años después en la novela corta de El hijo santo (Miró, escritor inconformista y preciso hasta el extremo, volvía con frecuencia sobre los borradores primeros para conseguir el cuadro definitivo), novela que todavía tiene una gran dependencia de la narración naturalista del siglo anterior, al incidir —con matices— sobre el trillado asunto argumental del sacerdote sin vocación y enamorado al que le pesa, como una losa, su celibato y la férrea influencia de la figura de la madre.
Miró también la olvidó a la hora de disponer el índice de sus Obras Completas, a pesar de que ese asunto del clérigo atraído por una mujer reaparecerá sutilmente en El obispo leproso.
La novela corta ganadora del concurso antes mencionado, y aparecida dentro de aquella colección con el título Nómada, trata del viaje iniciático de un solitario que parte de su lugar tras una crisis profunda para regresar al punto de partida, convencido de una tesis moral acerca de la convivencia de las gentes, que se formula en el subtítulo de la novelita, y que es uno de los lemas fundamentales de la cosmovisión literaria de Miró: “de la falta de amor”. Una novela corta que en su diseño —el viaje circular de un romántico soñador, defensor de una utopía de convivencia, que sólo cosecha rechazos y burlas, hasta que lo conducen maltrecho y vencido a su punto de origen— se empieza a notar la intensa influencia de Cervantes sobre la literatura del narrador alicantino.
Este texto, definitivo para el reconocimiento de Miró como escritor de cierto prestigio fuera ya del ámbito provinciano, llega después de unos intentos fallidos de opositar a judicaturas, y cuando, incluso, se le ha negado el cargo de juez municipal de su ciudad natal, y tiene que ganarse la vida como administrador del Hospital de San Juan de Dios. El jurado que le otorgó el premio estuvo compuesto por Valle- Inclán, Baroja y Trigo y tenía una bolsa de 500 pesetas, considerable cantidad para aquel tiempo, que también contribuyó a cambiar notablemente la vida de Miró. Tal respaldo le animó a continuar en la carrera literaria con nuevas colaboraciones en revistas y periódicos de mayor ámbito y prestigio como la ya citada Revista Latina, Heraldo de Madrid, Los Lunes del Imparcial y Prometeo (que dirigía el joven Ramón Gómez de la Serna). En tales cabeceras van a apareciendo en los siguientes meses cuentos o fragmentos de novelas de inmediata publicación, como Los amigos, los amantes y la muerte, El parabién de un viejecito, Dos lágrimas, El rápido París-Orán, El reloj, La niña del cuévano, etc., y tuvo ocasión de acompañar al escritor modernista Salvador Rueda a una excursión a la isla de Tabarca, frente a la costa alicantina, de la que el poeta malagueño sacó una excelente impresión reflejada en uno de sus poemas escrito en honor de Gabriel.
En otoño de 1908 se publicaba el tercer título de Miró, La novela de mi amigo. Es uno de los textos miroínos en los que se nota más claramente su inicial formación y vinculación con la estética modernista y con el simbolismo, ya en retirada. Un retrato de un artista (un pintor, en concreto) obsesionado con el sino de la muerte que cree llevar impresa en su alma y en su cuerpo (a través de una lesión cutánea que le va comiendo el rostro: es una constante en la literatura de este autor la interacción psico-somática en sus personajes) lo que le influye decisivamente en su obra y en sus relaciones afectivas y familiares, hasta que esa profunda depresión le lleva, primero, a creencias y prácticas espiritistas y, finalmente, a un suicidio que Miró narra con preciosismo modernista y estilo decadentista en las últimas páginas de la novela, viendo cómo el pintor avanza sobre las aguas del mar, hasta hundirse, siguiendo la estela de luna que riela sobre la superficie marina. Y en esos meses se puede situar la amistad de Miró con el músico alicantino Oscar Esplá, con quien inició una colaboración al proporcionarle la idea y el texto para una obra sinfónica de argumento mitológico que iba a llevar por título El sueño de Eros, estrenada en 1913. Y el escritor pasó, además, a ser un colaborador asiduo y retribuido del Diario de Alicante.
En 1909 el nombre de Miró apareció hasta tres veces en la lista de autores publicados en la colección Los Contemporáneos, dirigida también por Zamacois: La palma rota (número del 29 de enero), El hijo santo (11 de junio) y Amores de Antón Hernando (26 de noviembre). La primera es una truncada historia de amor basada en el orgullo de una mujer encerrada en su ámbito, como la palma que crece en el centro de una torreta semiderruida, hasta que un rayo la troncha, y que es el emblema de aquella historia; la segunda, ya comentada, incide en el motivo del sacerdote enamorado y en crisis vocacional y, finalmente, la tercera que se desarrolló posteriormente en la novela Niño y grande (1922) es un clásico ejemplo de “novela de formación”. Y alcanzó además un puesto administrativo que iba mucho mejor con el talante y la formación del escritor, cual era el de cronista de la provincia alicantina, cargo en el que fue destituido y repuesto posteriormente.
En 1910 llega la fecha de la edición, ya en una imprenta barcelonesa, de la primera de sus grandes novelas, Las cerezas del cementerio, que había empezado a redactar años atrás (de hecho, en El Heraldo de Madrid en agosto de 1907 se había publicado un breve adelanto). Es una novela en la que se notan las lecturas de los místicos españoles, de Cervantes, de Senencour, de los decadentistas franceses como Barbey d’Aurevilly, y sobre todo de Nietzsche. El personaje Félix Valdivia, de la misma estirpe de “Sigüenza”, es un individuo ciclotímico que se orienta entre dos extremos, la mujer y la naturaleza, y ante las que tiene una postura intensamente sensual. En una primera parte de la novela Félix se va iniciando en el amor atrayente, pero prohibido, por una dama mayor que él, Beatriz, que ya había sido amante de un pariente romántico y aventurero que parece reencarnado en la figura del joven. Tras la experiencia plenamente neoplatónica, de comunión con la Naturaleza, cuando el personaje asciende a la cima de “La Cumbrera” (topónimo ficticio tras el que se esconden las cimas de la sierra alicantina de Aitana) y después del descenso, sobreviene la crisis de decepción de este contemplativo soñador que, en forma de una grave dolencia angiovascular, se resuelve en muerte. Como don Quijote, uno de sus modelos, este personaje acomoda la realidad a sus particulares percepciones, y la muerte, como al héroe cervantino, le llega cuando el cerco familiar intolerante, hipócrita y coercitivo le atrapa, tras condenar lo que ha reputado como sus heterodoxias, y Valdivia agoniza en su cama, mientras a su alrededor se atenta contra la Naturaleza a través de un pobre murciélago al que se le quema vivo, y se oye su grito horrísono que coincide con el grito letal del ataque cardíaco que mata definitivamente al personaje miroíno.
Pero su ejemplo —como Don Quijote en Sancho— vence más allá de la muerte. Y cuando el bello joven es enterrado al pie de un feraz cerezo que crece dentro de las lindes del camposanto rural, las mujeres que lo amaron comen de aquella hermosa fruta, de modo que “ahora sorbían y comulgaban la esencia del amado con las cerezas del cementerio”. En esta novela también Miró empezó a poner en práctica uno de sus lemas estéticos fundamentales: “decir las cosas por insinuación; no agotar los episodios”, confianza en la capacidad centrífuga de sensaciones de la palabra a la que Miró se refiere también en este párrafo del comienzo de El humo dormido: “la palabra creada para cada hervor de conceptos y emociones, la palabra que no lo dice todo sino que lo contiene todo”.
Al suprimirse el cargo de cronista provincial (aunque lo recuperó después) Miró peregrinó por nuevos cargos administrativos que le hastiaban y le robaban el tiempo necesario para su actividad literaria, como el de delegado gubernativo en las obras del Puerto y el de secretario del alcalde alicantino. Así transcurrió un año de transición, 1911, en el que Miró sólo tradujo la novela de Alfred von Hedenstjerna, El señor de Halleborg. Un tiempo después decidió trasladarse a Barcelona, en donde encontró el apoyo de varios amigos e intelectuales catalanes (Carner, Ruyra, Maragall, D’Ors y otros nuevos que se suman a la lista cuando se instala en la capital catalana: Granados, Ramón Turró, Prat de la Riba, Pi Suñer) que le permitieron publicar sus artículos y libros en el mucho más importante ámbito cultural catalán. En 1914 Miró reconocía en una carta a Rafael Altamira —ilustre paisano a quien ya había acudido en busca de apoyo—: “no puedo seguir en este retiro provinciano sin perjuicio de mi hogar. Decido trasladarme a Barcelona [...] Comienza para mí una nueva vida”. Hasta tanto, se produjo ese traslado definitivo, Miró siguió aportando originales a la imprenta barcelonesa desde Alicante, como la recopilación de cuentos Del huerto provinciano, publicada en 1912 y en la misma casa editorial Doménech en que había aparecido la novela de Félix Valdivia, además de hacer la última entrega a la serie de Los Contemporáneos, en un número del mismo año: La señora, los suyos y los otros, texto que mejorará de título (además de otros cambios) al reeditarse en 1927: Los pies y los zapatos de Enriqueta; y adelantaba en el Diario de Barcelona materiales de libros inmediatos, como las Figuras de la Pasión del Señor y El libro de Sigüenza. Todavía en 1913 volvió a colaborar con la editorial Doménech traduciendo la novela de Henri Lavedan Sire, con el título de Su Majestad.
Ya viviendo en Barcelona, Miró trabajó como administrador de la Casa de Caridad y se ilusionó con un ambicioso proyecto editorial que le familiarizó con el mundo bíblico (que luego repercutió en sus textos) y le dio no pocos disgustos económicos y personales.
La empresa Vecchi y Ramos le encargó la dirección de una monumental Enciclopedia Sagrada que fracasó a causa de la situación de guerra mundial y “por culpa de sacerdotes y cansancio del editor” (según testimonio epistolar de Miró a su amigo Figueras Pacheco en octubre de 1915); pero el fallido proyecto hizo acrecer en Miró el interés por el universo bíblico que ya había adquirido durante su formación infantil en el colegio jesuita de Orihuela.
Repuesto apenas del disgusto, Miró tuvo que volver a cargos administrativos que le permitieron cierto desahogo económico, como un empleo en el Archivo Municipal de Barcelona, en tanto fue ascendido a cronista de la capital catalana, a la vez que procuró cumplir con los compromisos literarios pendientes, empezando por una segunda colección de relatos aparecidos en la prensa madrileña a lo largo de los últimos años de la década anterior y alguno inédito, con el título de uno de ellos: Los amigos, los amantes y la muerte. En Barcelona Miró se encontró más satisfecho a pesar de que seguía con estrecheces económicas que le restaban la holgura y la tranquilidad espiritual que siempre echó de menos. Fueron unos años muy productivos en la creación miroína, que se notan en un notable conjunto de libros de vario contenido, como el que recoge la reaparición de “Sigüenza” en los capítulos de índole varia (pero en los que domina el componente autobiográfico) del Libro de Sigüenza (1917), una nueva novela corta —Dentro del cercado (1916)— y otra larga —El abuelo del rey (1915)— en la que Miró ensaya la narración acerca de la evolución de un espacio urbano y cerrado sobre sí, con el enfrentamiento de dos mentalidades, la retrógrada y la innovadora, adelantando así el universo narrativo de lo que se considera como su culminación en la novela: el ciclo de las Novelas de Oleza. Y finalmente el libro más genuino de esta etapa lo constituye el muy divulgado Figuras de la pasión del Señor, primera entrega de un proyecto ambicioso (Estampas Viejas) que la temprana muerte de Miró dejó inconcluso. Figuras... fue la más clara consecuencia de aquel proyecto fallido de la Enciclopedia Sagrada. A través de una serie de relatos, el escritor desarrolla pasajes o personajes tomados de los Evangelios, imaginando libérrimamente circunstancias, ambientes, situaciones, etc., de aquéllos.
No son episodios de la vida de Cristo, sino de otros personajes que, en algún momento, aparecen, con mayor o menor protagonismo, relacionados con los últimos días de la vida del Redentor, como el gobernador Pilatos, el apóstol Judas, el ladrón Barrabás o la Samaritana, al lado de otros mucho menos destacados en los textos evangélicos como el mancebo que quiso seguir a Jesús y éste le exigió la renuncia de todos sus bienes o el judío que cedió el local en donde Cristo celebró su cena pascual con los doce discípulos. Los quince relatos que constituían los dos volúmenes de la obra (1916 y 1917) son un excelente ejemplo de la prosa elaboradísima de Miró, de su capacidad y documentación para recrear los ambientes y los lugares de la antigua Jerusalén y a lo largo de todos ellos se hace acopio de un riquísimo léxico y de un encadenado de deslumbrantes metáforas e imágenes. Por otra parte, el pensamiento y la literatura de Miró se sienten influidos en esos años por la filosofía del catalán Miguel Turró, a quien acaba traduciendo también.
Por aquellas fechas, se documenta un desgraciado episodio relacionado con Miró y con las muchas reticencias que suscitó su figura y buena parte de su literatura, empezando por el libro de las Figuras, al que, además, se le negó el premio Fastenrath de la Real Academia Española como un adelanto de la negativa posterior de la Corporación a elegirlo académico de número, cuando su candidatura fue presentada unos años después por Azorín. Y ocurrió que en abril de 1917 el periódico gijonés El Noroeste reprodujo un fragmento del capítulo “Mujeres de Jerusalén”, tomándolo de La Publicidad de Barcelona, a causa de lo cual fue procesado el redactor-jefe de dicho periódico, José Valdés Prida, porque el juez de Gijón consideró que en el citado texto se atacaba y se injuriaba el dogma, por lo que el mencionado periodista llegó a sufrir cincuenta horas de encarcelamiento. Se iniciaba así una postura hostil contra Miró de parte del tradicionalismo integrista español que se hizo mucho más virulenta cuando se publicó la novela El obispo leproso.
Entre 1918 y 1919, Miró invirtió los últimos meses de su estancia barcelonesa en preparar los capítulos de su siguiente libro —El humo dormido— que fue publicando previamente, por entregas, en el diario La Publicidad, y como volumen lo hizo en 1919, pero ya en una editorial madrileña: Atenea. Los diversos capítulos del libro (con la técnica de las “estampas”) revelan aspectos esenciales de la personalidad del autor alicantino. Al finalizar el último año de la segunda década del siglo, Miró reconocía en carta a Antonio Maura que “Barcelona me desalienta para mi trabajo y me exalta sin eficacia lírica siquiera”. Un nuevo estado de desasosiego e insatisfacción que le obligó a cambiar de lugar, Madrid, y así iniciar su tercera y última etapa bio-bibliográfica. El traslado a la capital de España sucedió en el verano de 1920, cuando el político Maura, su último importante valedor, le procuró un puesto en el Ministerio de Justicia. En realidad Miró iba buscando un espacio en el que encontrarse a sí mismo, en el que aislarse con el mundo literario del que todavía le quedaba por entregar lo mejor de toda su obra. Miró inició la búsqueda del “lugar hallado”, que no iba a ser otro que el retorno a la comarca alicantina de La Marina, el paisaje —en Miró siempre la suma de espacio y gentes— en donde había iniciado su obra literaria y en donde la terminará.
En Polop empieza el escritor a pasar los veranos, a partir de 1921, en donde se hizo edificar una casa de recreo que apenas llegó a disfrutar. En ese año citado se publicó uno de los libros más hermosos de Gabriel Miró, una de las cimas de su estilo preciosista, de una sensibilidad impresionista como en pocas ocasiones se puede señalar en la Literatura española: El ángel, el molino y el caracol del faro. Si en más de una ocasión la narrativa de Miró ha sido calificada de “novela poemática”, los cuentos y estampas de este libro, hermoso donde los haya, justifican plenamente tal marbete. En 1923, Miró logró el puesto administrativo que mejor podía consonar con su talante y su profesión de escritor, “Auxiliar competente, artístico y literario para la organización de Concursos Nacionales de protección de las Bellas Artes”. Miró amplió además su campo de acción en el apartado de las colaboraciones de prensa, enviando al prestigioso rotativo La Nación de Buenos Aires las entregas de lo que fue su último libro, Años y Leguas. Este libro, que suponía además el retorno del personaje álter ego creado al comienzo de su carrera literaria, “Sigüenza”, le dio a Miró algunas de las escasas satisfacciones que la literatura le proporcionó en vida, como fue el prestigioso premio Mariano de Cavia concedido a una de las mejores “estampas” contenidas en el citado volumen, Huerto de cruces, sobre el recinto —cementerio— que al modernista Miró le interesó tratar, y recrear, desde sus más tempranos escritos.
Era el año 1925, el mismo en que el apartadizo Miró aceptó la única conferencia que pronunció en su vida, “Lo viejo y lo santo en manos de ahora”, y fue en el Ateneo Obrero de Gijón, como compensación —parece— al suceso antes referido con el periodista asturiano. En aquella conferencia Miró explicó el significado profundo de su libro Figuras de la Pasión del Señor, y a la vez algunas importantes anotaciones sobre su particular estética literaria.
Miró alcanzó su culminación como escritor en la década de 1920, pues en el primer año de ese período, recién instalado en Madrid, dio a las prensas la primera de las partes del ciclo Las novelas de Oleza, Nuestro Padre San Daniel, y tras un paréntesis de cinco años (que disgustó a Miró y pudo influir en la escritura de la novela) la continuación de la historia en la segunda parte, conocida como El obispo leproso (1926) y ya en editorial distinta, Biblioteca Nueva, con la que Miró firmó un contrato ese año para reeditar en varios volúmenes toda su obra. El primero de la serie recogía Del vivir acompañado de una selección de trece de sus cuentos, encabezados por uno de los más hermosos, “Corpus”, en el que Miró muestra dos de sus grandes motivos literarios: el de la estética de las fiestas litúrgicas y el de la psicología de la infancia. Las dos novelas del 21 y del 26 se han reunido, como se apuntaba, en ese título facticio, Las novelas de Oleza, porque ambas son las dos partes de una historia que se centra en la proyección literaria de la Orihuela (“Oleza” en la ficción) que Miró conoció cuando niño, durante los años de internado con los jesuitas, como modelo de la ciudad profundamente levítica, y con el telón de fondo de un integrismo carlista en retirada, pero todavía nostálgicamente activo en algunas de las figuras de la novela como don Álvaro Galindo o el controvertido “Cara-rajada”. En esa ciudad, y a través de la evolución de la familia Egea y del último descendiente de la misma, Pablo (el “hombre nuevo” del Evangelio) Miró analiza el traumático cambio que se produce en una sociedad ahincada en el hábito de la intolerancia, que comulga con un sentido tremendista y culpable de lo religioso (emblematizado en la figura de Nuestro Padre San Daniel —o sea, un icono y un símbolo del Antiguo Testamento— y su mirada condenatoria) frente a una serie de gentes que creen en una apertura liberal del mundo y de la vida, con una mirada hacia el otro mucho más limpia, luchando por una abolición de la intolerancia. El decisivo impulso para la transición de la Oleza vieja, plegada sobre sí misma, a una Oleza nueva, abierta al exterior (por su nuevo ferrocarril) vendrá del nuevo obispo que llega a gobernarla, quien asume en la dolencia leprosa de su cuerpo, y en su muerte final, la redención de la “lepra moral” que aqueja a toda la sociedad olecense, al mismo tiempo que la familia insigne, fundacional, de los Egea recobra el paraíso de “la Heredad” de la que había sido arrancada al comienzo de los tiempos. Las dos partes de la novela parecen corresponderse, desde un deliberado recuerdo de la Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento: no en vano una parte central de El Obispo Leproso se ambienta en dos tiempos litúrgicos directamente vinculados con el dogma de la redención y exaltación eucarística del Nuevo Testamento: la Semana Santa y la festividad del Corpus, además de ser la ocasión en la que Miró transfiere al período escolar del niño Pablo en el colegio jesuita de Oleza su propia experiencia de internado.
La publicación de esta novela fue seguida de una agria polémica contra su autor compensada por el apoyo decidido de los jóvenes escritores del Veintisiete que encontraban en el estilo y la imagen literaria de Miró un modelo de la renovación estética que iban procurando. Pero el disgusto mayor se lo llevó Miró con la crítica, a todas luces desacertada, cicatera e injusta, que de El Obispo Leproso le hizo Ortega y Gasset, a quien Miró respetaba profundamente, hasta el punto de que se negó a publicar la respuesta que, en forma de apólogo (“Sigüenza y el mirador azul”) había preparado.
En 1928 Miró, apenas repuesto de tanta incomprensión y ratificándose en su deseo de vivir al margen del mundanal ruido literario, dio a la estampa su último libro, que enlaza con el primero, pues hace regresar a su proyección “Sigüenza” a los mismos lugares de la sierra alicantina por donde le había hecho transitar en 1902: Años y leguas. A punto de salir esta última obra, Miró seguía lleno de fe y entusiasmo en su tarea de escritor; y así le escribía a Benjamín Jarnés (uno de sus más fieles defensores y practicante, como él, de la “novela lírica” en España) estas palabras que valen por toda una rápida etopeya del autor: “cada día siento que es el primer día de mi vida de escritor. Cada cuartilla me parece la primera que escribo”.
Una apendicitis aguda lo apartó para siempre de su particular “lugar hallado” a los cincuenta y un años, dejando una novela inconclusa, La hija de aquel hombre.
Obras de ~: Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1926-1947, 12 vols. (hay una ed. en un solo vol., con prefacio de C. Miró, de 1943); Obras Completas, ed. conmemorativa por los “Amigos de Gabriel Miró”, Barcelona, Tipografía Altés, 1932-1949, 12 vols. (con próls. de Azorín, Unamuno, Marañón, Baeza, D. Alonso, Madariaga, Diego, etc., y con una escrupulosa anotación de variantes al final de cada volumen realizada por P. Caravia Hevia); Obras escogidas, nota prelim. de M.ª Alfaro, Madrid, Aguilar, 1950; Nuestro Padre San Daniel y El Obispo Leproso, ed. de C. Ruiz Silva, Madrid, Ediciones de la Torre, 1981 (ed. de M. Ruiz-Funes, Madrid, Cátedra 1988; ed. de M. A. Lozano Marco, Madrid. Espasa Calpe, Austral, 1991); Sigüenza y el mirador azul y prosas del Ibero, ed. de E. L. King, Madrid, Ediciones de la Torre, 1982; Niño y Grande, ed. de C. Ruiz Silva, Madrid, Castalia, 1988; Las cerezas del cementerio, ed. de M. A. Lozano Marco, Madrid, Taurus, 1991; Obras Completas, dir. por M. A. Lozano Marco, Alicante, Diputación Provincial, Instituto de Cultura Juan Gil Albert (en curso de publicación, hasta el momento han aparecido los siguientes vols.: Libro de Sigüenza, ed. de R. Landeira, 1990; Novelas cortas, ed. de M. A. Lozano Marco, 1991; El humo dormido, ed. de E. L. King, 1991; El abuelo del rey, ed. de G. Torres Nebrera, 1992; Dentro del cercado, ed. de K. Larsen, 1992; El obispo leproso, ed. de I. R. MacDonald, 1993; Nuestro Padre San Daniel, ed. de E. L. King, 1994; Corpus y otros cuentos, ed. de G. Torres Nebrera, 1995; El ángel, el molino, el caracol del faro, ed., intr. y notas de R. Johnson, 2004; Hilván de escenas, ed., intr. y notas de E. Rubio Cremades, 2004; Las cerezas del cementerio, ed., intr. y notas de I. Clúa Ginés, 2007; Epistolario, 2009).
Bibl.: J. Guardiola Ortiz, Biografía íntima de Gabriel Miró. El hombre y su obra, Alicante, 1935; A. W. Becker, El hombre y sus circunstancias en la obra de Gabriel Miró, Madrid, Revista de Occidente, 1958; J. Guillén, En torno a Gabriel Miró, Madrid, Arte y Bibliofilia, 1970; V. Ramos, El mundo de Gabriel Miró, Madrid, Gredos, 1970 (2.ª ed.); R. L. Landeira, Gabriel Miró. Trilogía de Sigüenza, Valencia, Castalia, y North Carolina University, 1972; I. R. Macdonald, Gabriel Miró: private library and his literary background. London, Tamesis Books, 1975; I. E. Miller, La novelística de Gabriel Miró, Madrid, Códice, 1975; R. L. Landeira, An annotated bibliography of Gabriel Miró (1900-1978), Lincoln, Society of Spanich and Spanichs American Studies, 1979; M. G. R. Coope, Reality and time in the Oleza, novels of Gabriel Miró, London, Tamesis Books, 1984; R. L. Johson, El ser y la palabra en Gabriel Miró, Madrid, Fundamentos, 1985; F. Márquez Villanueva, La esfinge mironiana y otros estudios sobre Gabriel Miró, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, 1990; J. H. Hoddie, Unidad y universalidad en la ficción modernista de Gabriel Miró, Madrid, Orígenes, 1992; M. A. Lozano Marco (ed.), La novelística de Gabriel Miró. Nuevas perspectivas, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, 1993; A. Porpetta, El mundo sonoro de Gabriel Miró, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1996; V. Ramos, Vida de Gabriel Miró, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, 1996; M. A. Lozano Marco y R. M. Monzó (eds.), Actas del I Simposio Internacional “Gabriel Miró”, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1997; G. Laín Corona, Retrato liberal de Gabriel Miró, Sevilla, Renacimiento, 2015.
Gregorio Torres Nebrera