Valle y Fernández, Evaristo del. Gijón (Asturias), 11.VII.1873 – 29.I.1951. Pintor y escritor.
Su arte conjuga, a juicio de todos los que se han ocupado de su obra, dos cualidades que parecen excluirse: localismo y universalidad.
La infancia de Valle transcurrió en su villa natal hasta 1883, cuando su progenitor, que ejercía como juez de paz, fue nombrado magistrado de la Audiencia de San Juan de Puerto Rico, y toda la familia se trasladó a tierras caribeñas. Seis meses después fallecía el padre a consecuencia de unas fiebres, y su viuda y sus seis hijos se vieron así obligados a regresar a Gijón, a donde arribarían en 1885. Evaristo acudió a la escuela y al instituto, pero pronto tuvo que ganarse el sustento. Muy poco se conoce con exactitud sobre sus tribulaciones laborales, aunque sí se sabe que la litografía y la caricatura fueron base de su arte y espinazo de su economía, pero también rémora para su eclosión como pintor. Valle, como se puede comprobar por sus escritos, siempre se supo predestinado a la pintura, aunque hasta 1902 no pudo dedicarse a ella por completo.
Recién cumplidos los veintitrés años decidió marcharse a París con lo puesto. Se ignora durante cuánto tiempo logró sostenerse allí, seguramente en 1897, cuando aparecieron publicados algunos de sus dibujos en el semanario satírico barcelonés La Saeta, ya estaba de retirada en Gijón. Mas no con la ilusión y la determinación perdidas. A la capital francesa, entonces también capital mundial del arte, volvería en otras tres ocasiones. Se pueden cifrar con precisión estos períodos parisinos, unos boyantes otros de penuria: desde 1898 hasta 1900, entre 1903 y 1905, y desde 1908 hasta 1911.
En la primavera de 1908 iniciaba su postrer etapa en la ciudad del Sena, la más larga y fructífera. Se instaló en su antiguo estudio, uno de los seiscientos cubículos del infame falansterio para artistas de la calle Belloni, famoso por haberse alojado allí Amadeo Modigliani, a quien Valle conoció y trató. El escritor Luis Bonafoux, que siempre le había ayudado y estimulado desde las páginas de El Heraldo, procuró en esta ocasión introducirle en medios que pudieran otorgarle oportunidades de ventas y encargos. Muy eficaz fue la presentación a un periodista argentino, Eugene Garzón, redactor del poderoso Figaro, el periódico que había lanzado a Zuloaga. Bien relacionado en París, en particular con la colonia hispanoamericana, Garzón suministró abundante clientela al pintor, que alcanzó cierta reputación como retratista y una sustanciosa mejora en sus finanzas. En 1910 expuso en la Societé Nationale y algunos marchantes empezaron a interesarse por su obra. El difícil camino del arte parecía presentársele despejado, pero el destino o el carácter impusieron sus arcanos rumbos. A finales de 1911, Evaristo Valle se hundía en una tremenda zozobra espiritual, cuyos motivos mantuvo en la intimidad más inaccesible; los síntomas, que sí anotó puntualmente, permiten darle nombre: angustia agorafóbica.
En 1912, recogido en Gijón, Valle entraba en un período muy oscuro, que por lo demás no sería el último. París no le había otorgado la fortuna ni la fama pero sí la luz. Se había ido lleno de días y sembrado de referencias pictóricas y humanas.
No es posible, dentro de los límites de este artículo, entrar con detalle en la peripecia vital de Evaristo Valle, de la que sus textos autobiográficos dan perfiles muy exactos. Se mencionan, a título informativo, algunas de las figuras de su particular retablo social: Ramón Pérez de Ayala, José Ortega y Gasset, Daniel Urrabieta, Ignacio Zuloaga, Aurelio Arteta, Anselmo Miguel Nieto, Cristóbal Ruiz...
Durante los cuatro años que siguieron a su gran crisis apenas pintó, pero halló en la escritura un lenitivo a su dolor. A partir de 1916, con el ánimo recobrado y puesto otra vez su norte vital en la pintura, concurrió a diversas colectivas en Oviedo y en Gijón. Tantas cavilaciones y aguijones no habían sido estériles.
Aparecieron los “Crepúsculos”, obras de pequeño formato, figuras menudas y amplios fondos de paisaje que iniciaban una de sus fases creativas más fecundas; y las “Carnavaladas”, piezas que constituyen su vena expresiva más propia, alcanzaron la formulación escénica canónica: entre montañas húmedas y prados verdes, estalla un bárbaro festín humano, que tiene tanto de alucinada y ancestral danza báquica como de agria y actual tragedia grotesca. Los años siguientes, durante los que pintó cuadros por docenas, supusieron la entrada definitiva de Evaristo Valle en el mundo artístico español.
En enero de 1919 inauguró una exposición individual en el Salón Masaveu de Oviedo. La prensa asturiana y la madrileña se ocuparon de ella ampliamente.
De este abundante pecio hemerográfico cabe destacar un artículo, debido a Fernando Vela, que aporta una biografía abreviada de Valle, la primera propiamente dicha, y dos sorprendentes anuncios: el pintor, “este hombre andariego e inquieto que hacía mucho tiempo que se sometía al régimen de una vida provinciana”, iba a dejar Asturias para mostrar sus cuadros en Nueva York, aunque los expondría primero en Madrid.
El viaje a la ciudad de los rascacielos se demoró aún cerca de diez años. En cambio, la muestra madrileña se inauguró poco después en el Salón Lacoste. La crítica capitalina vio acertadamente la obra y señaló su originalidad excepcional. Pero quizá la adhesión más provechosa para Valle fue la del escritor y crítico de arte José Francés, de rancia vena modernista —no deben olvidarse sus influyentes reportajes de La Esfera y sus no menos decisivos volúmenes de El año artístico, todos ellos profusamente ilustrados—.
Luego presentó su obra en el Majestic-Hall de Bilbao; su antecesor en aquellos salones había sido Julio Romero de Torres; la acogida fue, como en Madrid, excelente.
Valle cerró este productivo 1919 publicando a sus expensas su novela Oves e Isabel.
Pletórico y tesonero Evaristo Valle inició la nueva década redoblando esfuerzos. En junio de 1922 expuso en el salón del Museo de Arte Moderno. La inauguración tuvo rango de acontecimiento. Allí estuvo la flor y nata del Madrid intelectual de la época. Éste, sin duda, fue el éxito de mayor resonancia en su carrera.
Algunos artistas y críticos convocaron un banquete homenaje al pintor. La concurrencia fue numerosísima, más de cien comensales. Como coronación de la fiesta le entregaron un pergamino, con las firmas de los asistentes, que conservó siempre en su estudio.
No se adormeció con los éxitos, y el verano de 1923, sin más credenciales que sus cuadros, emprendió viaje hacia Londres. Allí entró en contacto con J. P. Konnody, sensible e influyente crítico en The Observer, quien conmovido por sus pinturas reprodujo seis en la revista Drawing and Design, junto con un texto de presentación, elogioso y agudo, donde fijó la célula primordial del arte de Valle: “Poder de visión y sensibilidad”. Con semejante entusiasmo acogió su pintura una de las mayores autoridades de la crítica inglesa en aquel momento: Sir Claude Phillips, que dejó constancia de sus favorables impresiones en The Daily Telegraph. Además de competente juicio y desinteresado apoyo, J. P. Konnody le ofreció la realización de una exposición. Pero había que esperar y Valle retornó a Gijón, dejando previsoramente sus telas depositadas en el Centro Español, hasta que las gestiones dieran resultado. La exposición, que se celebró en las Dorien Leigh Galleries, se inauguró el 19 de noviembre de 1924. No hubo muchas ventas, pero su repercusión fue extraordinaria. Durante 1926 Valle permaneció en Gijón, sumido en un dulce abandono provinciano. Se hizo famosa entonces la tertulia que celebraba junto con Gerardo Diego, Julián Ayesta, Ignacio Lavilla, Nicanor Piñole y otros amigos.
A finales de 1927 Evaristo Valle y sus cuadros atravesaron el Atlántico camino de Nueva York. Un cuadro en el Museo de Brooklyn y unos dólares de otras ventas fueron los magros resultados de tan largo viaje.
Regresó a España haciendo escala en Cuba, donde la indiferencia y el encono cercaron su persona y su obra. En 1929, acaso como resultado de la gimnasia humorística que necesitó practicar tras tanta expectativa frustrada, tenía ya listos los primeros lienzos de una de sus series más hermosas y valientes, los “Cuadros de temática caribeña”. Su obra se inundaba ahora de alegría y color, complacencia sensual que no significaba mengua en su mirada radical.
A la aventura trasatlántica siguieron nuevos tiempos de molicie. Después un vértigo más oscuro pero no menos inquietante que la agorafobia: el de la lucidez.
Una idea muy precisa de lo que entonces pensaba y sentía Valle la dan un cuadro —Las guardianas de la piara, que envió a la Nacional de Bellas Artes de 1934— y una pieza teatral —El sótano, compuesta alrededor de 1935—.
En 1932 había logrado una tercera medalla en la Nacional, con una “Carnavalada” de ambiente minero, en 1936 se asomó de nuevo a dicho certamen, esta vez sin ningún éxito. Ánimos y recursos financieros ya caminaban indisolublemente parejos, vendía muy poco y a bajos precios y su economía descendió a un nivel lamentable. Estalló la guerra, luego la posguerra y por último, tras largos años de sordo desgarramiento y silenciosa congoja, vino la calma. Calma que se manifestó, así se deduce de sus escritos, como una especie de solidaridad epicúrea con el mundo.
Evaristo Valle ya no salió nunca más de su Asturias.
En 1946 trabó amistad con Enrique Lafuente Ferrari. La admiración que su arte suscitó en tan egregio profesor le ayudó a renovar su fe en la pintura.
Consagró así los últimos seis años de trabajo y vida a levantar un fabuloso inventario, plástico y literario, de recuerdos y visiones; un resumen ideal e irónico sobre el misterio de la existencia. Era la ofrenda y el legado de un artista sensible a la diversidad y especificad de lo humano, y a la perenne belleza y variedad de la naturaleza; elementos que, desde un primer momento y por siempre, fueron fuentes inagotables y permanentemente renovadas de su inspiración.
Obras de ~: Pintura; La orgía, c. 1903; Emigrantes, c. 1904; La romería, c. 1909; Pierrot, c. 1909; La madre del pintor, c. 1909; Tríptico italiano, c. 1912; Procesión, c. 1917; El viejo marinero, c. 1921; En la calleja, c. 1922; En la cuenca minera, 1922; Pelea de gallos, 1929; Carnavalada, c. 1930; Ciprianao “el hojalatero”, c. 1945; Demetrio “el guapo” en la taberna, c. 1949; Carnavalada grotesca, 1949; El jesuita, 1949; Autorretrato “Colón”, c. 1950; Pescadores, c. 1949; Bernard Shaw, 1950.
Escritos: Oves e Isabel, novela, Gijón, 1919; El sótano, comedia dramática en dos actos, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos y Diputación Provincial, 1951; Algunos datos de mi vida, autobiografía, Gijón, Fundación Museo Evaristo Valle, 2000; Recuerdos de la vida del pintor, autobiografía, Madrid, Trama editorial, 2000.
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Francisco Zapico Díaz