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María Luisa de Parma

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Biografía

María Luisa de Parma. Parma (Italia), 9.XII.1751 – Roma (Italia), 2.I.1819. Reina de España.

La reina María Luisa fue en su tiempo maltratada en la correspondencia diplomática y en los libelos que, con finalidad política, circularon en Francia y, parte de su contenido, también en España. El libelo Vie politique de Marie-Louise de Parme, Reine d’Espagne, publicado en 1793, es el compendio de las calumnias que circulaban por entonces. Los rumores calumniosos sobre su vida íntima debieron de extenderse en ciertos sectores o ámbitos populares, como muestra un pasquín madrileño del que queda testimonio y del que no es del caso tratar aquí. Versiones sobre la intimidad de María Luisa —y lo afirma el marqués de Villaurrutia, uno de sus peores biógrafos— corrieron “por mentideros, botillerías y salones” y pasaron “a la posteridad en despachos oficiales de embajadores, relaciones de viajeros, cartas y memorias de españoles y libelos de franceses”. Años después de la muerte de María Luisa, comenzaron a interesarse por su vida íntima personajes poco afectos a ella, como el canónigo Escoiquiz, entusiasta admirador de las virtudes de Fernando VII, y el abate Muriel, autor de una Historia de Carlos IV, escrita para rebatir las Memorias de Godoy. Desde entonces, un gran número de biógrafos y de historiadores se han interesado por la reina María Luisa y han dado versiones, casi todos ellos, sobre su carácter y vida íntima sin otro fundamento que el rumor, el chisme y la calumnia. Algunos de los biógrafos se basaron, en sus obras, en una correspondencia diplomática atenta siempre —como la francesa después de la Revolución y, muy especialmente, en el Consulado y el Imperio— a denigrar a los Reyes y a sus familias.

Un historiador que escribió sobre María Luisa, Carlos Pereira, señaló que, para esta Reina, la historia no había sido “sino un cuento, anecdotilla, conseja, basura acumulada por la malevolencia y recogida sin discriminación”. Uno de sus más eficaces detractores, el canónigo Escoiquiz, a pesar de la crueldad con que hizo el retrato moral de la Reina, no pudo por menos de reconocer que la figura de la Soberana, “aunque no hermosa”, era atractiva; que tenía “una viveza y gracia extraordinarias en todos sus movimientos; un carácter aparentemente amable y tierno, y una sagacidad poco común para ganar los corazones, perfeccionada por una educación fina y por el trato del mundo”.

El infante Felipe, hijo de Carlos III, duque de Parma, padre de María Luisa, contrajo matrimonio con la princesa Luisa Isabel, hija mayor de Luis XV.

Esta fille de France, era denominada, después de su boda con Felipe, Madame Infante. Felipe y Luisa Isabel tuvieron dos hijas y un hijo. La hija mayor, Isabel, nació en Madrid el 31 de diciembre de 1741; Fernando, heredero del ducado de Parma, nacido el 20 de enero de 1751, y Luisa María Teresa, la que habría de ser reina de España —ella siempre firmó Luisa—, nació el 9 de diciembre del mismo año. Los tres niños perdieron muy pronto a su madre: Luisa Isabel murió en 1759. La primogénita, Isabel, contrajo matrimonio con el archiduque José de Austria en 1760 y murió en Viena tres años después. Luisa contrajo matrimonio en 1765, cuando contaba sólo trece años, con el príncipe de Asturias, Carlos-Antonio de Borbón —el futuro Carlos IV—, de diecisiete años de edad.

La Corte de Parma era una de las más ilustradas de Europa, con gran influencia de los enciclopedistas (en Parma se reeditó enseguida la gran Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences des arts et des métiers, en cuidada edición que contribuyó a difundir más eficazmente la obra en toda Europa). En la Corte parmesana, tenían gran arraigo las doctrinas regalistas y antijesuitas, tan influyentes en la Europa de mediados del siglo xviii. Dada la vocación cultural y política de aquella Corte, se explica que los duques hubieran elegido como ayo de su hijo al célebre Étienne Bonnot de Condillac (1715-1780), muy influido por Locke, enciclopedista, autor del Essai sur l’origine des connaisances humaines, publicado en 1746, de un Traité des systèmes (1749) y de un Traité des animaux (1755).

Condillac pasó a Parma en 1768 para dirigir la educación del príncipe Fernando. También es autor de una obra de la que se suele decir fue escrita para instruir a los príncipes parmesanos. Se atribuye a Condillac el haber influido en la moral de aquellos niños, por lo que, según Geoffroy de Grandmaison, habrían recibido una educación philosophique, y, a causa de tal maestro, María Luisa habría salido, de la tutela de aquel preceptor, “sans foi et sans principes, vaine, ambitieuse, corrompue”. Como se ve por las fechas, cuando Condillac llegó a Parma —1768— hacía tres años que María Luisa había salido de allí, pues se casó y vino a España en 1765, por lo que Condillac no pudo ejercer influencia sobre ella, al no haberlo ni siquiera conocido. Una inexactitud más en la que fundar el rumor malicioso, como ocurre con tantas otras versiones sobre la vida y costumbres de la Reina.

La educación parmesana de María Luisa tal vez influyese en su gusto por las bellas artes, aunque fue en España en donde se formó, como princesa y futura Reina, en la Corte de Carlos III. Su afición a la pintura y a la música debió de afirmarse en aquellos años, junto a su marido. Carlos IV, cuando era príncipe de Asturias, ya se distinguía como protector de las artes y formaba una buena colección de pinturas, con obras de las diferentes escuelas, aunque sabía que iba a heredar el prodigioso conjunto que decoraba las estancias del Palacio Real y las de los palacios de los Reales Sitios.

La influencia ejercida por Carlos III en los príncipes tuvo que reflejarse en el orden a que debieron someterse en todo cuanto hacían, dada la regularidad del acontecer en aquella Corte, con un rey de “genio desconfiado”. Según el príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV, en la Corte, era necesario disimular, pues todos allí estaban acechando para ver si se podían “agarrar de cualquier bagatela” para que el Rey desconfiase de su hijo, cuando así convenía al éxito de ciertas intrigas de los cortesanos. Del gran número de chismosos e imprudentes y falsos, dio cuenta Floridablanca en sus cartas a María Luisa, del año 1782, en las que también consta que los príncipes estaban rodeados de espías, y que todo se lo contaban al Rey “para meter cizaña”.

Mientras María Luisa fue princesa de Asturias, aparte de sus paseos regulares, convenientemente acompañada como exigía el protocolo cortesano, estaba recluida en sus habitaciones “sin otros placeres que los de la conversación, que ella sabía animar, y los de la música”. El príncipe se apartaba de ella sólo para acompañar a su padre a la caza. Las distracciones de los príncipes en los años 1780-1782, cuando frisaban los treinta años, eran las mismas de siempre. Las describió María Luisa en carta al padre Eleta, confesor de Carlos III, al referirse al partido de gentes que intrigaban para enemistarla con el Rey y con el príncipe, todo para que admitieran como amigos a personas no convenientes, gobernadas por ese partido, al que pertenecían criadas de ella, “clérigos y frailes, duques y duquesas, y algún criado notable de los hermanos, y otros, esparcidores de voces contra el honor de ella y el del príncipe”. En la severa Corte de Carlos III, el tedio y el aburrimiento tenían que exasperar a una princesa joven como María Luisa, que, a pesar de los impedimentos de embarazos, partos y abortos, era de carácter alegre y festivo.

El 19 de septiembre de 1771, seis años después de la boda, María Luisa dio a luz un niño. Recibió el nombre de Carlos Clemente. Falleció en El Pardo el 7 de marzo de 1774. El 25 de abril de 1775 nació la infanta Carlota Joaquina. María Luisa, después de este parto, abortó dos veces. El 11 de septiembre de 1777, nació otra niña, a la que se puso por nombre María Luisa Carlota. Esta infanta murió en el Real Sitio de San Ildefonso el 2 de julio de 1783. A otro aborto, en 1778, sucedió nueva gestación, seguida de parto normal, el 10 de enero de 1779, de una niña que recibió en el bautismo los nombres de María Amalia. Transcurrido poco más de un año, María Luisa dio a luz un varón: Carlos Domingo Eusebio. Este niño falleció poco después de cumplidos los tres años. Después de un nuevo aborto, el 6 de julio de 1782, dio a luz una niña, a la que se le puso el mismo nombre que a la infanta fallecida el 2 del mismo mes (María Luisa). El 5 de noviembre de 1783, tuvo lugar un nuevo parto de la princesa de Asturias, que fue celebradísimo: el de los infantes gemelos Carlos Francisco de Paula y Felipe Francisco de Paula, cosa que no había ocurrido nunca en la Real Familia. El parto tuvo lugar en La Granja de San Ildefonso y se festejó en todo el reino.

Carlos III quiso que hubiera fiestas y luminarias por el nacimiento de los dos infantes gemelos y por la paz firmada con Gran Bretaña. El 14 de octubre de 1784, nació en El Escorial un infante al que se le bautizó con el nombre de Fernando y que, con el tiempo, reinó como Fernando VII. Los dos infantes gemelos fallecieron en noviembre, por lo que Fernando pasó a ser el heredero de la Corona.

El 29 de marzo de 1788, María Luisa dio a luz, en Aranjuez, un niño, al que se le bautizó con el nombre de Carlos María Isidro. El 6 de julio de 1789, ya como Reina, María Luisa dio a luz una niña: María Isabel.

A partir de entonces, tuvo tres abortos seguidos. Un nuevo embarazo culminó en parto feliz, el 16 de febrero de 1791. La recién nacida, María Teresa, habría de morir antes de cumplir los cuatro años, el 2 de noviembre de 1794, por no sobrevivir a la viruela. El 28 de marzo de 1792, a los trece meses del parto anterior, nació un niño, bautizado con los nombres de Felipe María Francisco. Este niño falleció, cuando iba a cumplir cuatro años, el 1 de marzo de 1794. Un aborto más sucedió al nacimiento del infante Felipe María Francisco, a principios de 1793. El último hijo de María Luisa nació el 10 de marzo de 1794: el infante Francisco de Paula Antonio. La Reina tenía entonces cuarenta y siete años. Después de este parto, tuvo dos abortos. Como experta en embarazos fracasados, María Luisa, por medio de carta dirigida a Godoy el 22 de marzo de 1800, recomendaba, dada su experiencia, que la princesa de la Paz, embarazada por tercera vez, siguiera el método adecuado de ejercicio. A la Reina no le parecía conveniente que hiciese ejercicio a pie hasta que no estuviese en los últimos meses, “y eso no con demasía”. Ella —María Luisa— recordaba en esta carta que había “malparido diez o doce veces” y que “más le perjudicaba el ejercicio a pie que el de coche”.

Le recomendaba que saliera “al jardín a tomar el aire puro”, pero que el andar, por poco que fuese, en los primeros meses de embarazo, le parecía muy mal.

María Luisa, cuando frisaba los cincuenta años, manifestaba en sus cartas haber entrado en la menopausia, por sus menstruaciones intermitentes, que ella no confundía con embarazo. En cartas a Godoy, se expresa así: “Nunca creí fuese embarazo esa detención, sí el ya irse despidiendo”. El 12 de marzo, refiriéndose a las irregularidades en su menstruación, expresaba: “Mi novedad que hace visajes”, a la vez que estaba aprensiva y sentía “ser tan vieja y tan inútil”. El 13 de septiembre de 1800 —cuando iba a cumplir cuarenta y nueve años— aludía a que apuntaba algo su “novedad”.

Y el 18 del mismo mes, se expresaba así: “Es mi novedad que apunta algo y no puede, como que se va agotando ese manantial, como ha de ser, ya si antes valí poco, ahora ya nada”. Godoy la consolaba: “Conocida ya la causa de la incomodidad que suele molestar a Vuestra Majestad, es menor el cuidado de sus consecuencias; verdad es que ese salto en las damas suele ser tan molesto como en las jóvenes al empezar, pero terminado ya, es una fortuna y se vive bien, engordando, Vuestra Majestad lo verá, y así le sucederá”.

Ella sabía que, de una Reina se esperaba, más que cualquier otro servicio, que prestase el de ser madre.

Por ello, se sentía inútil al dejar de ser fértil, a pesar de haber parido catorce hijos vivos y de haber tenido diez abortos. De esos catorce hijos, sólo siete llegaron a edad adulta. Debido a partos y abortos, a falta de ejercicio y a una alimentación inadecuada —como era común entonces—, María Luisa envejeció muy pronto. La descalcificación la dejó sin dientes y el aspecto que ofrecía su rostro se resintió de ello. El embajador de Rusia, Zinoviev, la describe así, cuando ella sólo tenía treinta y un años: “Partos repetidos, indisposiciones, y, acaso, un germen de enfermedad hereditaria la han marchitado por completo: el tinte amarillo de la tez y la pérdida de los dientes fueron el golpe mortal para su belleza”.

Desde la caída de Godoy, “la leyenda” sobre la reina María Luisa se hizo sumamente complicada y adquirió dimensiones cada vez mayores e incongruencias sorprendentes. Los propicios a dar crédito a los chismes calumniosos de alcoba se cebaban en ella y, según quien fuese el maldiciente, y sus intereses, admitía como ciertos unos hechos y atribuía protagonismo a personajes cuya acción cortesana resultaba incompatible con realidades documentadas. Esos biógrafos de alcoba arreglaron las cosas como pudieron para mantener sus afirmaciones, sin someterlas a la crítica más elemental. Cada uno extrajo la conclusión apetecida, amañando los hechos. Venturas y desventuras de ciertos personajes dieron lugar a narraciones novelescas, carentes de fundamento y de sentido común.

Durante los años de la Convención francesa, se intensificaron las campañas de propaganda calumniosa contra las reinas María Luisa de España y María Carolina de las Dos Sicilias. Durante el Consulado y el Imperio, prosiguió la acción denigratoria de las Reinas, impulsada por lo conveniente de deslegitimar a los sucesores en las casas reinantes, lo cual redundaba a favor de los intereses de la nueva dinastía Bonaparte.

De entre los diplomáticos que se ocuparon de la vida privada de Carlos IV y de la reina María Luisa, destaca el embajador de Francia, Alquier. En sus despachos, vierte sorprendentes exageraciones, como las referentes al número de mulas y caballos utilizados en las partidas diarias de caza y a la descripción de las aburridas veladas, jugando al tresillo. De creer a Alquier, el Rey no dispondría de tiempo ni siquiera para hablar con sus ministros y, menos aún, para celebrar consejo con todos ellos.

Se suele reconocer que Carlos IV era de carácter abierto y franco, cumplidor de su palabra, muy casto, sin jamás haber participado en la menor intriga e incapaz de pensar mal de nadie, aunque se le atribuye ser irresoluto. La vida apacible del Rey y la versión sobre un completo desinterés por los asuntos de Gobierno permitían fundamentar leyendas de que la Reina y el Príncipe de la Paz tenían en sus manos todo el poder. Así lo señaló Luciano Bonaparte al afirmar que María Luisa era la que reinaba y que “sus observaciones, su asentimiento o su negativa” daban “la ley irrevocable”.

La supuesta parcialidad de María Luisa queda reflejada en el informe de Alquier al manifestar que sacrificaba siempre los intereses más preciosos de la Monarquía a la extravagancia de sus gustos y a los caprichos más escandalosos. Tal conducta —de ser cierta— se explicaría que envileciese y que llegara a hacer odioso el reinado de Carlos IV, a quien Alquier califica como “el mejor de los hombres y el más débil de los reyes”.

Para Alquier, María Luisa no tenía otro talento que el de inquietar a quienes se le acercaban con las más bajas intrigas. Sólo sabría reinar sobre lacayos e inquietar permanentemente a quienes la rodeaban.

En la correspondencia diplomática de tiempos de Carlos IV, los embajadores acreditados en Madrid daban como ciertas noticias recogidas en los mentideros de la Corte, verdades a medias que anunciaban según lo que les interesara propagar. La boda de Godoy con la condesa de Chinchón y el papel desempeñado por María Luisa en la preparación del matrimonio fueron asuntos que se presentaron de acuerdo con el argumento que ya estaba generalmente admitido como verídico en la Europa de aquellos años, lo mismo que los amores de Godoy con Pepita Tudó. La documentación diplomática reunida en la Corte de San Petersburgo, en la que figuran los informes y despachos de Zinoviev y de quienes le sucedieron, puede tomarse como muestra de las versiones fundadas en aquellos rumores y chismes.

Jovellanos no gozó de la simpatía de la reina María Luisa. Cuando, a causa de la amistad con Cabarrús, fue destinado a Asturias, con unos encargos con los que se quiso apartarle de la Corte, deseaba manifestaciones expresas del Rey que diesen a entender a todos que gozaba de la gracia de Su Majestad. Sabía que no le iba a ser fácil obtener “alguna distinción”, “alguna gracia pública” indicativa de que se aceptaban —y valoraban— sus servicios. Era consciente de que había “un estorbo”, y que no era el Rey; que podía vencerle el duque de la Alcudia pero que quizá no se atreviese.

Tampoco el ministro Valdés era capaz de vencer “el alto estorbo”. Al fin, fueron superadas las resistencias y, gracias al empeño de Godoy, Jovellanos recibió el nombramiento de ministro de Gracia y Justicia.

La Junta de Damas de Honor y Mérito de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, supervisora de la Casa de Expósitos, formó la Asociación de Presas de la Galera y el Montepío, además de la Escuela de Bordados y de sus cuatro escuelas patrióticas. La Corona impulsó y estimuló las acciones de la Junta y dio el ejemplo de que ingresaran en ella María Luisa, siendo princesa de Asturias, y las infantas. En el Archivo General de Palacio constan las dádivas de María Luisa a la Junta, con cargo a su bolsillo secreto. También es de señalar el interés que mostró en que fuera adecuada la enseñanza en las escuelas patrióticas. El interés de María Luisa por la educación infantil se reflejó en cómo cuidó de que sus hijos recibieran la enseñanza debida. La muestra más elocuente la proporciona la infanta Carlota Joaquina en los exámenes públicos en los que demostró sus conocimientos de Religión, Latín, Gramática y Sintaxis, Historia, Geografía, Cosmografía y Francés.

La reina María Luisa, en el año 1791, tuvo la idea de fundar una Orden de damas nobles. Encargó que se hiciera un proyecto. La Orden llevó el nombre de la Reina y fue creada por Real Decreto de 21 de abril de 1792. Intervino en la formación de los Estatutos.

Con la colaboración del conde de Aranda, por entonces primer secretario de Estado, trató la Reina de todo lo concerniente a la Orden. Los Estatutos fueron firmados por ella el 15 de marzo de 1794. Las damas que pertenecieran a la Orden tenían la obligación de hacer visitas a hospitales o a asilos de mujeres y de otras atenciones sociales de beneficencia.

La protección que la reina María Luisa dispensó a los artistas, especialmente a Goya, y los estímulos con que favoreció el desarrollo cultural fueron reconocidos en elogios y en dedicatorias de libros. Aunque en este género se exageren las alabanzas, sobresale, en el conjunto, una valoración indudable de la protección dispensada por la Reina. María Luisa, con el Rey y las infantas María Amalia y María Luisa, el infante Antonio y el príncipe de Parma, visitó la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en julio de 1794. Con motivo de la visita, donaron a la Academia obras suyas, pintadas de su mano, para honrar las nobles artes e impulsar su prestigio. Parece evidente que la reina María Luisa tenía una gran afición a la pintura y que fomentó que sus hijos —dando ejemplo ella misma, al tomar los pinceles— aprendiesen a pintar.

El favor que los Reyes dispensaran a Goya queda manifiesto en las cartas a Zapater, y en el número de pinturas que le encargaron, y por los elogios de María Luisa a algunos de los retratos que le hizo, especialmente el ecuestre en 1799. La Reina parece que intervino en la decoración de estancias del palacio de Madrid y de los Reales Sitios. Se atribuye a María Luisa el haber inspirado la “maravillosa fórmula” consistente en combinar sillas, sofás, sillones, consolas del estilo que, en España, se denominó Carlos IV, y que es conocido como Luis XVI, pero con unas notas y peculiaridades que le añaden gracia y distinción. Estos muebles se combinaron con los que conocemos como “directorio” y todo ello, enriquecido con los maravillosos tapices de la Real Fábrica, tejidos según los cartones que pintaron Goya, Bayeu, Castillo y que daban a las estancias, sin que perdieran su solemnidad, un aire popular que les añadía gracia, sencillez e intimidad. Parece que la reina María Luisa fue la inspiradora de la “casitas” o palacetes de los Reales Sitios.

La Casa del Labrador, en Aranjuez es una versión del Trianón de Versalles, aunque concebido, en su mobiliario y decoración, con mayor lujo y refinamiento.

La Reina puso el mayor interés en la edificación y mobiliario de la Casa del Labrador, por ser Aranjuez la residencia regia que ella prefería.

El matrimonio del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, con la princesa María Antonia de las Dos Sicilias, hija de los reyes Fernando IV y María Carolina, fue el origen de intrigas palaciegas que tenían su origen en el cuarto de los príncipes. Las fomentaba el canónigo Escoizquiz. Allí se intrigaba contra Manuel Godoy y para favorecer la alianza con Gran Bretaña. Al fallecer la princesa María Antonia en 1804, y ante la nueva coyuntura, después de los éxitos militares y políticos de Napoleón Bonaparte, los cortesanos que rodeaban al príncipe Fernando —y el canónigo Escoizquiz como promotor— cambiaron de actitud e intrigaron para favorecer una alianza con el Emperador. Las intrigas tenían, como objeto principal, desacreditar a los Reyes para conseguir la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo. La conspiración de El Escorial ha de verse como antecedente del motín de Aranjuez en marzo de 1808, que provocó la caída de Godoy y la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo.

La reina María Luisa acompañó al rey Carlos IV a Bayona, y sufrió con él las coacciones de Napoleón.

Durante los años que permanecieron en Francia —Compiègne, Aix-en-Provence y Marsella—, sobrellevó con paciencia y resignación las tribulaciones del destierro. Ya en Roma, desde 1812, fue más llevadero, para ambos, el exilio al que se vieron condenados mientras vivieron.

El interés de la reina María Luisa por el arte se manifestó, durante su exilio en Roma, en que ella y el rey Carlos IV llegaron a formar una importante colección de pinturas para decorar los palacios en que residieron: el palacio Barberini, adornado con frescos de Pietro de Cortona, la villa que mandaron edificar al lado del convento de San Alejo, en el Aventino, y el palacio de Albano que compraron en 1816 al príncipe Corsini. Las pinturas que reunieron en el palacio Barberini y en la villa del Aventino fueron inventariadas por José de Madrazo y por Juan-Antonio de Rivera, pintores de cámara. Los Apuntes para formar los borradores de los inventarios que se hicieron a la muerte de los Reyes se guardan en el Archivo del Palacio Real de Madrid. En total, la colección que formaron en Roma constaba de seiscientas ochenta y ocho pinturas.

Las mejores estaban atribuidas a Tiziano, a Correggio, a Leonardo, a Lucas Cranach, a Andrea del Sarto, al Parmigianino, al Bronzino, a Palma el Viejo, a Tintoretto, a Veronés, a Poussin, a Gaspar Dughet, a Alessandro Turchi. Fueron traídas a Madrid para formar lotes y hacer el reparto entre los herederos.

La reina María Luisa sufrió en Italia vigilancia y coacciones por causa de las llamadas “alhajas de la Corona”. Fernando VII, desde que regresó a España en 1814, al comprobar que no se guardaban en el Real Palacio, supuso que las habían llevado sus padres a Bayona en el viaje a que les había obligado Napoleón.

Ante la insistencia de que María Luisa las devolviera, el embajador Vargas Laguna medió entre Fernando VII y sus padres para resolver la cuestión.

Según manifestación de Carlos IV al embajador, las alhajas de la Corona habían sido entregadas a Fernando VII en Aranjuez después de abdicar en marzo de 1808, y que ellos sólo habían llevado a Bayona algunas de las que eran propietarios particulares.

Durante los dieciocho meses de cautividad en Francia, los Reyes se vieron obligados a vender algunas de las alhajas para sufragar sus gastos, al no recibir de Bonaparte las cantidades convenidas en el convenio de 5 de mayo de 1808 y en el tratado de 5 de julio del mismo año, firmados en Bayona.

Manuel Godoy siguió a Carlos IV y a María Luisa en su destierro y no les abandonó jamás. Los Reyes quisieron compensar a Manuel Godoy por la fidelidad probada y los sacrificios a que le obligó su pobreza, al verse privado de todos sus bienes. La única posibilidad que tenían para aquella compensación fue hacer un testamento a favor de Godoy. La Reina testó el 24 de septiembre de 1815, con la aprobación y firma del Rey. En el documento, manifestaba instituir y nombrar heredero universal a Godoy, a quien expresaba deber “esta indemnización por las muchas y grandes pérdidas que había sufrido, obedeciendo sus órdenes y las del Rey y porque, cuando lo había solicitado, le habían impedido hacer dejación de los empleos y cargos que tenía”. La Reina, en aquel documento, suplicó a sus hijos e hijas que respetaran aquella decisión, por ser un acto de justicia cristiana.

La elección de Manuel Godoy como primer secretario de Estado y del Despacho se había producido después del fracaso de Floridablanca y de Aranda en la política a seguir ante el proceso revolucionario francés. Los Reyes, afligidos e indecisos en sus resoluciones, cuando ya era inminente la ejecución de Luis XVI, quisieron contar con un hombre independiente, que se lo debiera todo y que velase por ellos y por los intereses de España, de una “manera indefectible”. La fidelidad y la lealtad de Godoy a los Reyes, probada durante toda su vida, mostró lo acertado de la elección, ya que les acompañó hasta la muerte y no quiso entregar sus Memorias reivindicativas del reinado de Carlos IV y de su persona mientras vivió Fernando VII, por lo que no se publicaron hasta 1836.

 

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Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, marqués de Castrillón

 

 

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