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Adriano VI

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Biografía

Adriano VIAdriano de Utrecht. Utrecht (Holanda), 2.III.1459 – Roma (Italia), 14.IX.1523. Papa, regente y humanista.

Ensalzado por sus contemporáneos tanto por sus letras como por sus virtudes, Adriano Florencio Boeyens —Adriano de Utrecht— nacía en el seno de una familia humilde. Si bien los distintos autores no coinciden al señalar su lugar de nacimiento (Renzano, Deel, Utrecht) sí muestran su conformidad en que fue en esta ciudad holandesa donde vivió su infancia.

Iniciaba su formación como alumno de los Hermanos de la Vida Común. Tras ingresar en la Universidad de Lovaina, donde alcanzaba el título de doctor en Teología en 1491, desempeñaba diversos cargos en la misma, puesto que fue profesor y canciller. Asimismo, actuaba como párroco en su localidad natal.

Posteriormente, fue nombrado deán de la catedral.

Su relevancia política se iniciaba cuando Maximiliano de Austria le designó como preceptor de su nieto Carlos en 1507. Perteneciente al grupo más cercano a Margarita de Austria, la influencia que tenía sobre su pupilo colisionaba con los intereses de Chièvres, quien trató de encontrar una misión que propiciase el alejamiento del maestro. Así, en 1515, el joven Carlos encomendaba a Adriano de Utrecht acudir ante Fernando el Católico. Si bien debía traer apariencia de embajador, contaba con poderes para tomar posesión del reino cuando se produjese el fallecimiento del rey aragonés. La designación en su testamento del arzobispo de Zaragoza y del cardenal Cisneros como regentes forzaba a que el franciscano y Adriano hubiesen de mantener una tensa entrevista en el Monasterio de Guadalupe. La resolución transitoria adoptada fue que ambos compartirían esta labor hasta que se cursasen órdenes desde Flandes.

Sin embargo, el acuerdo fue bien acogido, dado que, por una parte, se estimaba que la separación de Cisneros del cargo podría tener graves consecuencias políticas, y, por otra, se dudaba de la capacidad de Adriano para asumir esta función. Esta opinión era sustentada por sus adversarios políticos en la Corte, señaladamente por Chièvres. En este sentido, el propio Adriano favorecía la existencia de esta creencia al mostrar en su correspondencia la incomodidad que suponía su incorporación a la regencia sólo de manera formal, puesto que era Cisneros quien desempeñaba ésta de manera efectiva.

Sus primeras actuaciones estuvieron dirigidas a impedir que se conformase en torno a la reina Juana un grupo que alentase la posibilidad de que hiciese uso de su poder. Para ello, en febrero de 1516, establecía que todas las visitas que doña Juana recibiese en Tordesillas debían contar con su expresa licencia.

Del mismo modo, prestaba su apoyo a Cisneros para erradicar los conatos de rebeldía protagonizados por los partidarios del infante don Fernando. La determinación del franciscano de convertir a Adriano en el maestro del infante, de igual modo que lo había sido de su hermano Carlos, puso en nuevas dificultades al humanista, puesto que los intentos de incrementar su influjo tanto sobre el propio don Fernando como en su círculo de servidores más cercanos hicieron que su proceder resultase sospechoso. Si bien su intención era plegarse a los designios de Cisneros, su indiscreto comportamiento ponía de manifiesto su desconocimiento de la realidad hispana.

En este sentido, todos aquellos que se veían perjudicados por las reformas emprendidas por el cardenal en diversos ámbitos trataron de lograr el apoyo de Adriano a su causa. Así, los cambios introducidos por Cisneros en la justicia y hacienda de las órdenes militares provocaron que el prior y comendadores de la Orden de Santiago buscasen la anuencia de Adriano, que facilitaba que tanto ésta como el resto de las órdenes implantadas en Castilla hiciesen llegar sus quejas contra la actuación del franciscano hasta Flandes. Del mismo modo, trataron de recabar su ayuda quienes procuraban introducir novedades en aquellos asuntos que se encontraban bajo la influencia de los antiguos servidores de Fernando el Católico.

En concreto, fray Bartolomé de las Casas acudía ante Cisneros y Adriano para presentar sus quejas sobre la actuación de algunos consejeros de Indias y en torno al tratamiento que recibía la población indígena.

En este sentido, el proyecto de reforma de la política indiana que el cardenal comenzaba a ejecutar contaba con el respaldo de Adriano de Utrecht.

A su designación como obispo de Tortosa en agosto de 1516, se sumaba el nombramiento como inquisidor general para los reinos de la Corona de Aragón que el pontífice León X realizaba el 14 de noviembre del mismo año. Ambas provisiones habían sido sugeridas por Cisneros al joven Carlos unos meses antes.

Igualmente, fue el elegido para sustituir al franciscano como inquisidor general de Castilla. Si bien su nombramiento se producía el 4 de marzo de 1518, parece que su participación en los asuntos de la Inquisición castellana de forma conjunta con Cisneros se remontaba a 1516. No obstante, conviene señalar que, a pesar de que la designación como inquisidor general de ambas Coronas recaía en la misma persona, esto no significó la unificación de las Inquisiciones, puesto que la diferenciación se mantuvo hasta 1528. Del igual modo, su relación con los temas vinculados a la política indiana continuaba tras el fallecimiento del franciscano. Así, estuvo presente en las reuniones que mantenía el primer organismo colegiado, conformado principalmente por miembros del Consejo de Castilla, que pasaba a ocuparse del tratamiento de los mismos.

En seguimiento de las teorías lascasianas, volvía a insistir ante el Rey sobre la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los indígenas en 1520. Asimismo, Carlos I ordenaba que la Casa de la Contratación de Sevilla dirigiese sus despachos a Adriano.

El 27 de junio de 1517 fue nombrado cardenal por el pontífice León X con el título de San Juan y San Pablo. Asimismo, fue designado comisario general de Cruzada junto a Pedro Ruiz de la Mota. En este sentido, el conocimiento que tenía de los asuntos relacionados con este cargo se remontaba a la labor de mediación que había realizado entre Cisneros y Juan Rodríguez de Fonseca. Por orden expresa de Carlos I, asistía a la tensa asamblea del clero celebrada en 1519. Al igual que el resto de comisionados reales, fracasaba en la misión encomendada de conseguir que se efectuase un pago autorizado por el pontífice.

A pesar del beneplácito papal, los miembros de la asamblea aludieron a la contradicción en la que entraba el requerimiento efectuado con lo acordado por los concilios sobre esta materia.

De igual modo, Adriano cumplía con el mandato cursado por Carlos I para que acudiese a Valencia con el objetivo de lograr que el reino se aviniese a jurar a un rey ausente. Para ello, debía convencer a los valencianos del compromiso de éste de respetar sus fueros y privilegios. Sin embargo, los esfuerzos efectuados por el obispo de Tortosa para culminar su misión con éxito fueron inútiles. Además, las concesiones realizadas por el Rey sobre las distintas demandas que le fueron presentadas favorecieron que la situación se fuese tornando más inestable, sobre todo por el consentimiento dado a medidas que conllevaban armar al pueblo.

El agitado ambiente que vivía Castilla se encrespaba con la marcha de Carlos V para recoger la Corona imperial y el nombramiento de Adriano de Utrecht como regente. Su designación no fue bien recibida ni por las Cortes ni por la nobleza, que aludían a cómo su condición de extranjero contravenía las leyes establecidas sobre el ejercicio de este cargo. Para poder afrontar las responsabilidades inherentes a éste, Adriano hacía dejación de algunas de sus múltiples ocupaciones. Así, nombraba presidente del Consejo de Inquisición a Francisco de Sosa. Tanto el regente como el Consejo trataron de salvaguardar la calma ante los primeros síntomas del estallido de la revuelta comunera. Procuraron conducir la situación mostrándose favorables a prestar su apoyo a las ciudades en sus reivindicaciones ante Carlos V. Sin embargo, la actuación militar de Antonio de Fonseca en Medina del Campo determinaba que se desencadenasen las hostilidades, sin que el cese de Fonseca, efectuado por el presionado Adriano de Utrecht, evitase el endurecimiento del conflicto. Para fortalecer el poder real, el emperador sumaba a la regencia al Condestable y al Almirante de Castilla en septiembre de 1520, pero no procedía a ampliar las atribuciones de la misma. En este sentido, la obligatoriedad de consultar las decisiones que se estimaban oportunas suponía la máxima dificultad para obtener una mejora de la situación, puesto que el intercambio epistolar precisaba unos plazos temporales que imposibilitaban actuar con la agilidad que hubiese sido conveniente. Las quejas de Adriano de Utrecht ante Carlos V fueron reiteradas, como su escepticismo sobre que la medida de ampliar los componentes de la regencia favoreciese la obtención de resultados positivos.

El dominico Alfonso de Medina acudía ante el cardenal como portavoz de los requerimientos de la Junta establecida en Tordesillas. Así, se instaba a Adriano a que abandonase el título de gobernador, desistiese de buscar el apoyo de la nobleza, y se ocupase únicamente de sus obligaciones como inquisidor general. Si bien la Junta no reconocía la autoridad del regente, de quien se pensaba que su condición de extranjero resultaba incompatible con el desempeño de este cargo, siempre otorgaron un trato respetuoso al mismo. Los comuneros no escatimaron elogios a su honestidad y calidad personal, en contraposición con las duras críticas que dirigieron contra otros consejeros flamencos de Carlos V, y valoraron su actuación ante el Emperador, ante quien había denunciado los diversos abusos que habían propiciado la revuelta. Durante su estancia forzada en Valladolid, Adriano no cejó en sus intentos para lograr apaciguar la rebelión. Se mostró dispuesto a hacer efectiva su dimisión si con ello se producía la vuelta al orden, así como a viajar para que Carlos V pudiese conocer a través de sus informaciones las peticiones de los comuneros. A pesar de que ninguna de sus gestiones produjo el resultado apetecido, no abandonó su talante negociador a lo largo del conflicto. Así, tras huir a Medina de Rioseco, buscó alcanzar un acuerdo con los miembros de la Junta mediante el envío de emisarios. No obstante, los contactos mantenidos estuvieron marcados por la tensión, y la progresiva radicalización de la Junta imposibilitó alcanzar la tregua deseada por el cardenal.

Una carta interceptada por los comuneros mostraba el perfecto conocimiento que Adriano tenía de los problemas que afectaban a Castilla, de las tensiones que habían conducido a la rebelión, así como de la política que había que seguir para alcanzar la pacificación. Todo ello era analizado por el regente en dicha epístola dirigida a Carlos V. Para el cardenal, la cuestión esencial era introducir una serie de cambios en el método de gobierno. Apuntaba que la ambición y la falta de acierto en la actividad desarrollada por parte de los consejeros de Carlos V constituían las causas principales del conflicto. Aunque en los primeros momentos se había dado mayor protagonismo a los aspectos fiscales, éstos constituían sólo una parte entre las motivaciones que habían conducido a la revuelta. Del mismo modo, advertía que los nobles habían apoyado al Emperador con el único objetivo de mantener intacto su patrimonio y evitar la expansión del movimiento antiseñorial, pero su fidelidad al mismo estaba supeditada a los cambios que pudiese producir el devenir de los acontecimientos.

De cualquier manera, la nobleza esperaba ver recompensado el respaldo procurado a Carlos V frente a las ciudades con el ejercicio del poder político.

Este objetivo había condicionado su renuencia a tomar las armas en contra de los comuneros, así como a realizar una campaña rápida y eficaz. Se inclinaban por tratar de alcanzar una solución negociada, de la que esperaban obtener importantes beneficios al actuar como árbitros del conflicto.

Derrotados los comuneros en Villalar, el cardenal trató de evitar que las represalias fuesen duras, y procuró mediar para lograr que se personase a los implicados. En este sentido, fue encargado por el Papa de enjuiciar a los miembros del clero excluidos del Perdón General. Si bien se veía forzado a asumir el mandato como parte de sus obligaciones como inquisidor general, esta actividad causaba importantes problemas de conciencia a Adriano, por lo que buscó delegar esta labor. Este deseo se vio favorecido por su marcha a Roma, donde continuó protegiendo a alguno de los inculpados. Por otra parte, tampoco dudó en comunicar a Carlos V su indignación ante la corrupción que se había generado en torno a la venta de los bienes confiscados a los comuneros condenados.

Su denunciaba provocaba que se produjese la intervención del Consejo Real y la suspensión de estas transacciones hasta que el Emperador hubiese retornado. Del mismo modo, las opiniones expresadas por el cardenal provocaron que fuesen revocados todos los nombramientos realizados en los cargos que habían quedado vacantes. Igualmente, el cardenal mostraba especial preocupación por la situación que se había generado en el arzobispado de Toledo tras la muerte de Guillermo de Croy. Según su criterio, era conveniente proceder rápidamente a designar nuevo prelado para que se terminase con los problemas surgidos en el seno del cabildo catedralicio.

Indicaba a Carlos V que Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago, era una persona idónea para ocupar la silla episcopal de la Iglesia Primada. Asimismo, ordenaba la realización de una visita a la Universidad y Colegio de Alcalá de Henares al predicador real fray Miguel Ramírez a finales de 1520. Adriano significaba la necesidad de poner en marcha este procedimiento para acabar con las tensiones existentes y para reformar la institución, que debía ajustarse a las constituciones establecidas por su fundador.

En abril de 1521, Adriano de Utrecht ordenaba la prohibición de los escritos de Martín Lutero. Este mandato obedecía a un breve remitido por el papa León X, en cuya ejecución se comprometía también al almirante y al condestable de Castilla. No obstante, era el inquisidor general quien procedía a realizar esta actuación, que se encontraba en consonancia con las censuras efectuadas por las universidades de París y Lovaina. De igual manera, promulgaba unas Instrucciones para el gobierno del Santo Oficio e impulsaba el proceso de implantación territorial de la institución a través de la remodelación de los distritos de los tribunales de Logroño, Zaragoza, Valladolid, Cuenca, Valencia y Murcia, así como de su expansión a las Indias.

Elegido pontífice en enero de 1522, tomaba el nombre de Adriano VI. Recibía esta noticia cuando se encontraba en Vitoria, desde donde dirigía el asedio a Fuenterrabía, ocupada por tropas francesas. Las actividades desarrolladas por el embajador imperial don Juan Manuel y por el cardenal Julio de Medecis, quien lideraba en el seno de la Curia a los partidarios del Emperador, habían resultado esenciales para contrarrestar las presiones ejercidas por Francisco I y que Adriano alcanzase el solio pontificio. En este sentido, el propio Carlos V no dudó en comunicar a su antiguo preceptor que esta elección obedecía a sus deseos, así como su propósito de disponer del nuevo pontífice del mismo modo que lo había hecho en los años precedentes. Por su parte, Adriano se preocupó de expresar de manera inequívoca su intención de anteponer sus deberes para el conjunto de la cristiandad a los intereses del Emperador.

Antes de acudir a tomar posesión de su nuevo cargo, Adriano hacia dejación de las funciones que había desempeñado. Así, el 20 de febrero de 1522, designaba a García de Loaysa presidente de ambos Consejos de Inquisición. Sin embargo, no procedía a expedir su nombramiento como nuevo inquisidor general, actuación que le correspondía realizar como nuevo pontífice. Él mismo continuó en el ejercicio del cargo hasta que embarcaba en Tarragona con destino a Roma en agosto de dicho año. Adriano VI no expidió las bulas referidas a esta designación hasta septiembre de 1523, e hizo recaer esta promoción en Alonso de Manrique. De igual modo, visitó la diócesis de Tortosa antes de su marcha, donde pudo constatar los excesos cometidos por los cuestores en el cobro de los derechos portuarios. Así pues, sin esperar a que se produjese el encuentro entre ambos que Carlos V deseaba, y tras elegir un itinerario alternativo al propuesto por las distintas cancillerías europeas como muestra de su intención de mantener su independencia, Adriano era recibido en Génova por las tropas imperiales victoriosas en Biccoca. A pesar de los requerimientos efectuados por los jefes militares, se negaba a otorgar el perdón de las tropelías cometidas por las mismas.

Tomaba posesión de la Silla de Pedro el 31 de agosto de 1522. Su decisión de revocar las expectativas y reservas, suprimiendo los indultos y las indulgencias, hizo que aumentase su impopularidad entre los miembros del Colegio Cardenalicio, que se habían visto muy favorecidos por la prodigalidad del pontífice anterior. En este sentido, cabe señalar que el pontificado de León X finalizaba en un estado de bancarrota técnica. Por otra parte, este descontento se vio aumentado por el establecimiento de otra serie de reformas relacionadas con la propia concepción que el nuevo Papa tenía de la vida eclesiástica. Así, propiciaba la introducción de cambios en las costumbres de los aseglarados curiales, mientras que los lujos y las fiestas quedaron erradicados de la vida social de Roma, en la que Adriano VI trató de implantar la austeridad que él aplicaba a su propia existencia.

Asimismo, intentó mantener una utópica neutralidad entre los intereses enfrentados de los príncipes cristianos, señaladamente entre Carlos V y Francisco I, con el objetivo de que, conseguida la pacificación entre ellos, aunasen sus fuerzas para enfrentarse a los herejes e infieles. Además de intervenir para reducir los problemas derivados de la división existente en la Curia entre los partidarios del Emperador y del monarca francés, el pontífice hubo de hacer frente al convencimiento generalizado de que la relación que le había vinculado a Carlos V le impediría cumplir con sus obligaciones como pontífice de forma correcta, puesto que siempre favorecería los intereses imperiales por encima de los comunes de la cristiandad.

A pesar de ello, Adriano VI iniciaba su pontificado con una actuación acorde con sus principales intenciones y motivaciones: la erradicación de la herejía y la lucha contra el infiel. Así, ordenaba a Francisco Chieregati acudir a la Dieta de Nuremberg en septiembre de 1522. Su misión era conseguir que la misma aprobase una actuación enérgica que concluyese con la extinción de la herejía luterana y la apertura de hostilidades contra los turcos. Para lograr el respaldo de la asamblea a estas iniciativas, el nuncio debía poner en conocimiento de ésta la reforma que el Papa proyectaba realizar en el seno de la Iglesia.

Sin embargo, el intento de atraer a los componentes de la Dieta a estos propósitos fueron inútiles. De igual manera resultaron infructuosas las gestiones realizadas pontífice para lograr atraer a Zwinglio o para detener la expansión de la reforma protestante por Escandinavia.

Por otra parte, la polémica generada en torno a las obras de Erasmo de Rotterdam forzaba la intervención de Adriano VI, que imponía el silencio a sus detractores. El contacto entre ambos se realizaba principalmente a través de Pierre Barbier, viejo amigo del humanista y capellán del pontífice, a quien había acompañado a España y posteriormente a Roma. El Papa conocía el Enchiridion, obra que había merecido su juicio favorable, y había recibido de Erasmo la dedicatoria de una edición de Arnobio.

Sin embargo, estas cordiales relaciones se enfriaron a causa de la negativa del humanista a responder positivamente a los requerimientos realizados por Adriano, en primer lugar, para que escribiese en contra de la herejía luterana, y después, para que acudiese a Roma. La decepción que causó en el pontífice el proceder de Erasmo condicionó que el Papa no respondiese al proyecto de reforma presentado por el humanista como alternativa a su resistencia a condenar las tesis de Lutero.

Igualmente, el pontífice prestaba su ayuda al rey Luis de Hungría para detener la ofensiva turca. La pasividad mostrada por las monarquías europeas tras la caída de Rodas en manos de Solimán I causaba desesperación en Adriano VI, que veía muy mermada su capacidad de intervención a causa de las dificultades económicas que atravesaba la Santa Sede. Para solventar esta situación, el Papa combinó dos tipos de actuaciones. Por una parte, recurría a los diezmos y tributos sobre el clero, mientras que por otra, procedía a realizar diversas concesiones a los monarcas cuyo apoyo pretendía conseguir para hacer frente a los otomanos. En el transcurso de las negociaciones, el cardenal Julio de Médicis, quien posteriormente accedía al solio pontificio con el nombre de Clemente VII, aportó pruebas referidas a cómo el cardenal Soderini, colaborador de Adriano VI, se encontraba al servicio de Francisco I. Por esta causa, favorecía la actuación gala sobre el Milanesado y potenciaba la organización de una conspiración contra Carlos V en Silicia. Como consecuencia de este episodio, Soderini fue encarcelado, mientras que el influjo del cardenal Medici sobre el Papa se incrementaba considerablemente.

Por otra parte, también provocó que cambiase la actitud del pontífice sobre algunas cuestiones.

Adriano VI había procurado mostrarse equitativo y mantenerse neutral en el enfrentamiento mantenido entre Francisco I y Carlos V a pesar de las presiones ejercidas por ambos a través de sus embajadores. En este sentido, cabe señalar que las relaciones entre el Papa y don Juan Manuel se habían deteriorado considerablemente.

Incluso, Adriano VI llegó a amenazar al mismo con la excomunión, lo que propició su relevo por el duque de Sessa. Para procurar reconducir la atención de las cancillerías europeas sobre la amenaza turca, el 30 de abril de 1523, el pontífice decretaba una tregua para toda la cristiandad por un espacio de tres años. Sólo unos días después, otorgaba una bula por la que quedaban incorporados a la Corona de Castilla los maestrazgos de las órdenes de Santiago, Alcántara y Calatrava, así como su administración, a perpetuidad. A comienzos del mes de agosto, el pontífice integraba la liga formada para impedir el avance de los ejércitos galos por Lombardía.

Si bien el Emperador deseaba que esta alianza defensiva establecida contra la actuación francesa diese paso a actuaciones ofensivas, los problemas de salud que aquejaban a Adriano VI impidieron que se pudiesen culminar las negociaciones conducentes a este propósito. A pesar de ello, el Papa podía favorecer otra de las pretensiones de Carlos V. Así, en los primeros días de septiembre, otorgaba a su antiguo pupilo la facultad de presentación de los prelados destinados a ocupar los obispados y las abadías consistoriales de los reinos hispanos. El fallecimiento del pontífice se producía en Roma el 23 de septiembre de 1523. Durante su trayectoria vital, los distintos autores han resaltado cómo su actuación había provocado críticas y dudas sobre su capacidad política, pero, de igual manera, se muestran unánimes en destacar su carácter bondadoso y caritativo.

 

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Henar Pizarro Llorente

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