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Gaspar de Ávalos

Biografía

Ávalos, Gaspar de. Guadix (Granada), 1485 – Santiago de Compostela (La Coruña), 2.XI.1545. Prelado, cardenal y miembro del Tribunal de la Inquisición.

Hijo de Rodrigo de Ávalos y de Leonor de la Cueva, familia muy implicada en la campaña y en la organización granadina, tuvo la suerte de convivir y compartir con su tío, fray Hernando de Talavera, buena parte de los dramas de la España de los Reyes Católicos, especialmente los problemas judío y morisco y la implantación regional de la Inquisición, observando las consecuencias de su inserción progresiva en los criterios políticos de la Monarquía de los Reyes Católicos.

La herencia más viva y permanente recibida de fray Hernando fue la apuesta por el humanismo cristiano y por la nueva táctica pastoral que demandaba el improvisado cristianismo granadino.

No fue buscado ni colocado directamente por sus familiares y valedores en la carrera eclesiástica. Había realizado previamente una larga carrera académica con estudios de Teología en la Sorbona de París y en la Universidad de Salamanca. Fueron años de un anonimato penoso, especialmente en los años 1506-1507, en que su familia era llevada ante la Inquisición de Córdoba por el inquisidor Lucero, humillando gravemente a su tío, fray Hernando, arzobispo granadino, que murió en medio de esta tormenta. Pudo asentar su formación y buscar su inmediata colocación con una beca de colegial de Santa Cruz de Valladolid en los años 1509-1517. Con este aval era llamado a desempeñar una cátedra de Teología en el monasterio jerónimo de Guadalupe en 1517 y obtenía poco después una dignidad capitular en Murcia.

Probablemente alimentaba la esperanza de que Carlos V fuese un humanista en el poder, siguiendo las pautas de su antiguo maestro y ex gobernador del Reino, Adriano de Utrecht. Sin duda, los consejeros del soberano vieron también en Gaspar de Ávalos el arzobispo renovador que necesitaba Granada.

Tras un breve ensayo episcopal en Guadix en los años 1524-1526, es llevado a la sede granadina, en un momento en que el Emperador parece soñar con una Granada de nueva planta.

La Monarquía de Carlos emprendió con grandes alientos el programa de incorporación al Reino de la vida granadina. Creados los instrumentos jurídicos e institucionales que podrían vertebrar el reino granadino en la Corona de Castilla, con su cabeza en la Audiencia y en la Iglesia, se confiaba en que ésta con sus instituciones más operativas, la curia episcopal, el cabildo, la Capilla Real y sobre todo las órdenes religiosas diesen el necesario tono de moralización, catequesis y conducción de las iniciativas más urgentes, entre las que figuraban, por cierto, las escolásticas. En los años 1505-1525 se dotaba de sede y de normas y se constituía en el eje de la organización jurídica del Reino.

Tan ambicioso programa encontró pronto un realizador singular en el arzobispo Gaspar de Ávalos, por entonces obispo de Guadix, que rige la Iglesia granadina en los años 1537-1541. De su sensibilidad sobre la vida granadina queda su excelente Instrucción al Consejo Real en la que hace un análisis psicológico y moral de sus feligreses cristianos nuevos, a la vez que reclama actitudes de respeto y responsabilidad sobre los temas más candentes en que está implicado el Patronato Real: en unos casos, intromisiones jurisdiccionales de los oficiales de la Corona que claramente exceden las cláusulas pontificias del Patronato otorgado por la Santa Sede; en otros casos, despreocupación por cubrir dignamente los puestos de los beneficios granadinos, que se vacían apenas designados los titulares por la exigüidad de sus rentas, y sostener los hospitales y colegios, los primeros muy pobres en rentas y los segundos en pleno auge a fin de lograr una clerecía autóctona de buena calidad. Al exponer con vigor estas pautas y lamentar que uno de sus sufragáneos, el obispo de Almería, Diego Fernández Villalán (1523-1556) represente el antípoda de su proyecto, subraya Gaspar de Ávalos que sigue con fidelidad los pasos de fray Hernando de Talavera, que fue su educador e inspirador, y de fray Pedro de Alba, que elevaron el nivel de su clerecía durante sus respectivos pontificados.

Merece la pena comprobar el idealismo inicial con que fue concebido el proyecto académico. Se palpa en el año trascendente de 1526. De las antiguas instituciones talaveranas subsistían dos cátedras de Gramática, una en la catedral, sostenida por el cabildo para la formación del primitivo Colegio de acólitos y capellanes; otra en la ciudad, de Gramática y Lógica que el municipio había dejado de costear en los años veinte.

Estas escuelas no bastan para cubrir las aspiraciones de la Monarquía en Granada que se cifran en una institución típicamente renacentista: un colegio mayor con enseñanzas universitarias y capacidad de conferir grados académicos. En esta línea, los proyectos de la Monarquía son modestos y tradicionales: el Colegio Real, o sea, un colegio mayor de doce colegiales en el cual enseñarán maestros Lógica, Filosofía, Teología, Cánones y Casos de Conciencia o Teología Moral.

Al lado de esta institución académica, llamada a crecer hasta el rango universitario, quiere la Monarquía crear el gran centro popular: el colegio-escuela para un centenar de niños granadinos que serán en un primer momento exclusivamente hijos de convertidos, es decir, niños y niñas moriscos; una institución puesta en marcha con gran esfuerzo por los sucesivos arzobispos, transformada lentamente en colegio mixto de cristianos nuevos y viejos en los años cuarenta y propuesta en los años sesenta para seminario tridentino.

Carlos V urgía al arzobispo fray Pedro de Alba a ponerlo en marcha: primero elaborando las Constituciones de la nueva institución académica; luego, disponiendo la inversión que aseguraría la construcción de los dos centros escolares.

En un momento de grandes esperanzas de un futuro granadino próspero, se sentían también urgidos los consejeros de Carlos V al reto de una escolarización y catequesis que se tradujese de hecho en las Escuelas parroquiales. Protagonistas de la obra serían los nuevos curas “catequistas” que habrían de emplearse con entusiasmo en el adoctrinamiento de sus feligreses, sobre todo de los moriscos, tarea por la que recibirían nuevas gratificaciones.

Gaspar de Ávalos tiene un sueño: una nueva Sorbona parisina que tendría por sede un edificio monumental capaz de albergar cuatrocientos estudiantes y disponer de las aulas necesarias para la docencia. Sería además el sol de la vecina África que recuperaría su fe cristiana desde la nueva Escuela granadina. Por conseguir este ideal no paraba el arzobispo de insistir con cartas y mensajeros ante el Emperador y sobre todo ante el Papa, pues, según manifiesta en 1533, “tuvimos en Roma dos años solicitando esto, y así, a instancia de Su Majestad, se concedieron las dichas bulas que nos costaron muchos dineros”.

Le corresponde al nuevo arzobispo Gaspar de Ávalos la tarea de verificar la viabilidad de estas directrices tan ambiciosas y teóricas. Su constatación será mayoritariamente negativa: no había la clerecía deseada; la dotación fundacional no cubría los gastos ocasionados; los desórdenes y tensiones eclesiales se habían extremado en el obispado de Almería, por el proceder destemplado e imprudente de su prelado y el efecto negativo que estas conductas estaban llevando a los nuevos cristianos; el ejercicio del Patronato real que estaba practicando el Consejo Real parecía a todas luces abusivo e incompatible con las bulas fundacionales; sus convicciones pastorales, heredadas de su maestro fray Hernando de Talavera tenían opositores y detractores. Eran sus constataciones a la altura de 1530, expresadas en varios memoriales enviados a la Corte mediante mensajeros personales, algunos de los cuales eran expertos excepcionales en la situación morisca, porque habían sido visitadores reales en los obispados granadinos por comisión real, como Esteban Núñez o el doctor Utiel.

Gaspar de Ávalos pasa estas páginas amargas para fijarse en una que le da esperanza y en la que se siente piloto y guía: los tres colegios granadinos y, muy especialmente, la universidad. Apenas llegado a Granada, Ávalos se apresuró a poner en marcha la academia, tratando de atajar la sangría de un cuerpo apenas nacido, pues “se van los maestros y los estudiantes, viendo la poca esperanza que tienen de su provecho”.

Redactó las constituciones y las confió a su agente romano, el abad de Ujíjar, que se empleó a fondo durante dos años por conseguir la aprobación pontificia, desafiando la indiferencia del embajador romano que no había tomado en serio las instrucciones del Emperador sobre el tema, dadas en Colonia a fines de 1530.

Se consiguió la deseada bula de institución el día 14 de junio de 1531. En ella se aprueba la concesión de los grados académicos que imparten las universidades de París, Bolonia, Salamanca y Alcalá con todos los privilegios inherentes y se nombra a los arzobispos de Granada “protectores, administradores y jueces conservadores”, y legisladores con facultad para dotar al centro de estatutos y ordenaciones propias.

El panorama universitario granadino e incluso el entero proyecto escolar cobran vigor en los años treinta, particularmente en el verano de 1533, cuando el Emperador regresa de su largo viaje europeo y se recrea por tierras barcelonesas. Es el momento que elige el arzobispo Ávalos para describir el nuevo proyecto granadino que según él estaba inspirado por el Emperador y sus consejeros en su programa de 1526. Era la hora de hacerlo realidad y sólo se esperaba una nueva visita de don Carlos para que se pudiera declarar mayor de edad. Confiaba este mensaje un tanto pentecostal a su fiel mensajero el doctor Utiel.

Por otra parte, el arzobispo Ávalos quería atraer a los clérigos nativos o avecinados a una preferencia religiosa y beneficial por la provincia eclesiástica granadina.

Lo gestionaba en el mismo año 1537. Se conseguiría manteniendo la renta beneficial de cada título íntegra, sin permitir que clérigos extraños pudiesen percibir pensiones sobre los beneficios granadinos, práctica habitual en la administración beneficial tanto pontificia como real; exigiendo que los beneficios servideros o de obligada residencia, entre los que destacaban los curatos, fuesen provistos mediante oposición en clérigos naturales del Reino y dando una ventaja y preferencia a los estudiantes y graduados granadinos, incluidos los incorporados de otras universidades, para conseguir los beneficios servideros de todas las diócesis de la provincia de Granada.

El arzobispo Ávalos había hecho apuestas generosas por la nueva Granada, que pocos compartían. Entre éstos estaba en primer término el Emperador que correspondió a las demandas del arzobispo con una nueva gracia típica del Patronato Real: veinte beneficios eclesiásticos granadinos para otros tantos maestros y colegiales eminentes en los estudios.

Por lo que toca a Gaspar de Ávalos, había llegado la hora de un retiro gratificante. Se esperaba normalmente en una nueva sede arzobispal de gran abolengo y eventualmente en el título cardenalicio. En 1542 llegó efectivamente esa hora, que probablemente no le ilusionaba. Iría a la lejana Compostela. Todavía tenía energías para llevar a las tierras jacobeas alientos de renovación. Era maestro, pastor avezado y comprometido en el gobierno pastoral. Por otra parte, aparecían signos de cambios positivos en el gobierno de la iglesia de Santiago. Lo comprobará durante el breve lapso de tres años en que pisó suelo gallego.

Es muy probablemente el primer prelado moderno que verificó in situ la situación de su iglesia. El 12 de marzo de 1543 podía afirmar que había realizado la “visitación personal del arzobispado”. En consecuencia, se sentía en condiciones de evaluar la situación beneficial, para lo cual obligaba a los arcedianos y vicarios con potestad de proveer beneficios a que le presentasen la relación completa de los titulares de beneficios de sus respectivas jurisdicciones. Con estas informaciones establecería una “cuenta y razón de los que son beneficiados ya quien se encomiendan las animas de los que se nos ha de demandar cuenta como pastor dellas”. Pretendía, por tanto, elaborar su “libro del estado de las ánimas”, adelantándose a los preceptos del futuro Concilio de Trento. Anunciaba, por tanto, un proyecto trascendente de gobierno pastoral que merecía mejor acogida que la que recibió.

En efecto, concitó la oposición general de los arcedianos y vicarios compostelanos que rechazaron el plan por juzgarlo lesivo a sus derechos. Un rechazo que vino a reforzarse por la ausencia del prelado durante la segunda parte de 1543, en la comitiva del emperador en viaje por Alemania.

Era apenas un síntoma de algo más crudo: la anarquía civil y eclesiástica causada por la ausencia de sus predecesores. A Gaspar de Ávalos le inculpaban los burgueses compostelanos con los argumentos tradicionales de que los prelados oprimían las libertades públicas con las exorbitancias de sus oficiales; los impuestos abusivos; la crueldad de sus castigos, en especial de sus cárceles; la arbitrariedad de sus demandas como el aposentamiento de sus gentes de armas; la invasión de las competencias puramente civiles. Esgrimían estos argumentos en un momento favorable, pues les escuchaba con gusto la Audiencia de Galicia, acostumbrada a interferir la jurisdicción arzobispal en la Tierra de Santiago y especialmente en Compostela; y se dejaba convencer de la bondad de sus lamentos el mismo príncipe regente, Felipe II. Estas inculpaciones se recogían en las misivas del Príncipe de Valladolid, 10 de octubre de 1544 y 4 de abril de 1545 y del mismo Emperador (16 de diciembre de 1544).

En ellas se le encarecía que procediese de forma que los compostelanos no tuvieran quejas de su gobierno; se daban seguros reales a algunos de los acusadores; se sometía a juicio de residencia a los oficiales seglares del arzobispo. Animados por este tono de las cartas reales, también los oficiales de la Audiencia de Galicia hacían gala de su iniciativa avasalladora interfiriendo en el gobierno temporal del prelado.

Con ser afrentosas estas controversias para un prelado de gran talla moral y política, no hubieran encogido su ánimo bien templado en sus vigorosas empresas granadinas. Tampoco debieron de emborronar su hoja de servicios ante el emperador, ya que el octubre de 1545 le era impuesto el capelo cardenalicio con la complacencia del soberano, mientras Gaspar de Ávalos lo contemplaba como una honra funeraria. Fue la última página, cerrada con la muerte, a los sesenta años, el 2 de noviembre de 1545, sin tiempo para emprender nada importante en una iglesia tan dilatada y convulsa como era entonces la sede compostelana.

 

Bibl.: F. Bermúdez de Pedraza, Historia eclesiástica, principios y progresos de la ciudad y religión católica de Granada [...], Granada, Imprenta Real, 1639; A. López Ferreiro, Historia de la Santa Apostólica Metropolitana de Santiago, vol. VIII, Santiago de Compostela, Imprenta y Encuadernación del Seminario Conciliar Central, 1905, págs. 99-116; C. Gutiérrez, Españoles en Trento, Valladolid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1951, págs. 500-502; M. Casares, “Ávalos, Gaspar de”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, CSIC-Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 155; J. García Oro, La Iglesia en el reino de Granada durante el siglo XVI, Granada, Capilla Real, 2004.

 

José García Oro