Borja, César. Duque de Valentinois y de las Romañas. Roma (Italia), IX.1475 – Mendavia (Navarra), 12.III.1507. Cardenal, arzobispo de Valencia, capitán general de la Iglesia.
Primero de los hijos que el cardenal Rodrigo de Borja tuvo de la romana Vannozza de Catanei, al que seguirían Juan, Lucrecia y Jofré. César Borja nació en Roma, hacia el mes de septiembre de 1475. Destinado a la carrera eclesiástica, fue dispensado del defecto de ilegitimidad por una bula de Sixto IV (1 de octubre de 1480) y por un privilegio de Fernando II de Aragón, a fin de que pudiera acceder a los beneficios.
Éstos no se hicieron esperar, con sólo seis años recibió el cargo de protonotario apostólico, al que siguieron las prebendas de canónigo de Valencia (10 de julio de 1482), paborde de Albal (5 de abril de 1483), arcediano de Játiva y párroco de Gandía (16 de agosto de 1483), tesorero de Cartagena (12 de septiembre de 1484) y canónigo de Lérida. La administración temporal y espiritual de todas ellas quedó en manos de su padre.
En 1489 fue enviado, bajo la tutela del clérigo valenciano Joan de Vera, a estudiar ambos Derechos en la Universidad de Perusa, trasladándose en 1491 a la de Pisa. Todavía era estudiante cuando Inocencio VIII le entregó el obispado de Pamplona (12 de diciembre de 1491), mientras los reyes de Aragón y Castilla le concedían los arciprestazgos de Guipúzcoa y Valdonsella (Huesca).
La elección pontificia de su padre como Alejandro VI (11 de agosto de 1492) impulsó su carrera eclesiástica, pues recibió de sus manos el rico arzobispado de Valencia y la abadía cisterciense de Valldigna (31 de agosto de 1492), si bien tuvo que renunciar a la mitra de Pamplona. El nuncio Francesc Desprats se encargó de vencer la resistencia de los Reyes Católicos, quienes se negaban a darle posesión de estos beneficios porque le habían sido concedidos sin su consentimiento. En marzo de 1493 se estableció en Roma, despertando admiración tanto por “su excelente ingenio y su preclara índole”, como por su “porte propio del hijo de un gran príncipe”. Entonces, su padre barajó por un momento la posibilidad de casarlo con Lucrecia de Aragón, hija natural del rey Ferrante I de Nápoles, pero pronto abandonó esta idea, y, a pesar de la poca inclinación que el muchacho mostraba a la vida eclesiástica, pues ponía más interés en fiestas, cacerías y armas que en el cumplimiento de sus deberes como clérigo, le hizo cardenal diácono del título de Santa María Nova (20 de septiembre de 1493) —con escándalo de la Corte española—, según un plan en el que al primogénito Pedro Luis competía encabezar el engrandecimiento nobiliario de la familia, y a César continuar la fortuna de ésta en la Iglesia. Asimismo, dispuso que recibiera las órdenes menores y las mayores de subdiácono y diácono (26 de marzo de 1494).
A partir de este momento ejerció un influjo creciente sobre el Pontífice y su política. A lo largo del mes de marzo de 1494 intervino en las negociaciones abiertas por Alejandro con Alfonso II de Nápoles.
Y cuando en enero de 1495 Carlos VIII de Francia pasó por Roma, obligó al Pontífice a que el cardenal Valentino le acompañara a Nápoles como legado pontificio. Pero huyó del campamento francés y se refugió en la fortaleza de Spoleto, marchando después a Roma, desde donde acompañó al Papa en sus desplazamientos a Orvieto (de la que fue nombrado protector, con poderes de legado a latere) y Perusa, para evitar un encuentro con el francés que se retiraba de Nápoles. El 17 de diciembre, Alejandro solicitó a los Reyes Católicos la sede de Coria para César, pero éstos se la negaron.
Nombrado legado papal para coronar a Federico de Nápoles (8 de junio de 1497), ocho días después el cuerpo sin vida de su hermano Juan apareció en el Tíber, dando lugar, varios meses más tarde, a voces que le atribuían el asesinato, las cuales pasaron sin fundamento a las crónicas contemporáneas. El luctuoso acontecimiento no impidió que el 22 de julio partiera a desempeñar su legación en Nápoles, donde permaneció hasta el 22 de agosto, negociando con el Rey la consolidación de los señoríos familiares en el reino.
El 5 de septiembre volvió a Roma, y su conducta aseglarada hizo crecer los rumores de que pronto abandonaría la dignidad cardenalicia para volver al estado laical. En efecto, con el respaldo de su padre, intentó que el rey de Nápoles le traspasara los feudos napolitanos de su hermano Juan en lugar de al hijo póstumo de éste, e incluso que le diera como esposa a su hija Carlota, quien aportaría como dote el principado de Táranto. Pero Federico se negó, excusándose en la oposición de los Reyes Católicos al proyecto.
Entonces Alejandro y César se dirigieron a Luis XII de Francia, que deseaba obtener del Papa el divorcio de su esposa Juana de Valois, para casarse con la viuda de su antecesor, Ana de Bretaña, y mantener unido este ducado a la Corona francesa. Como resultado de los contactos se estableció un tratado secreto, por el que el Papa concedía al Rey el divorcio a cambio de dar a César los condados de Valence (que sería elevado a ducado) y de Diois y la señoría de Issoudun, con una renta de veinte mil francos de oro, así como entregarle el mando de un cuerpo de cien lanzas, con el que serviría al Monarca.
Sólo cuando tuvo tales seguridades César abandonó el estado eclesiástico, aduciendo que había sido forzado a entrar en él y que se había utilizado para su promoción al cardenalato una bula falsa, que le hacía pasar por hijo legítimo de Domenico d’Arignano y su esposa Vannozza. Este hecho provocó una crisis diplomática con los Reyes Católicos, contrarios a la secularización de César, que incitaron a los cardenales españoles a oponerse. Finalmente, el Papa le concedió la dispensa para pasar al estado secular (17 de agosto de 1498), previa renuncia en sus manos a las iglesias de Pamplona y Valencia y al resto de sus beneficios, que le proporcionaban unos ingresos de ciento veinte mil ducados anuales.
El 1 de octubre César partió para Francia y dos meses más tarde se encontraba con Luis XII en Chinon, al que le llevaba, amén de otras gracias, la dispensa para su matrimonio con Ana de Bretaña y la tácita anuencia del Papa a la ocupación francesa del ducado de Milán. Por su parte, el Rey le concedió los feudos previstos, con lo que de cardenal Valentino (de Valencia) pasó a convertirse en duque Valentino (del Valentinois), le invistió caballero de la Orden de San Miguel y concertó sus nupcias con la princesa Carlota de Albret, hermana del Rey consorte de Navarra, matrimonio que se celebró en Blois (10 de mayo de 1499) y del que al año siguiente nacería una hija, llamada Luisa. Aunque no tuvo amantes reconocidas, tendría con posterioridad dos hijos naturales, Girolamo y Camila.
De acuerdo con los pactos establecidos, César sirvió al rey de Francia con sus tropas y entró triunfalmente en Milán en el séquito del Monarca (6 de octubre de 1499). Tras de lo cual vio llegada la hora de ejecutar, con la ayuda francesa, su programa de crearse un dominio propio en tierras de la Iglesia, conquistando los pequeños vicariatos de Romaña, Umbría y las Marcas, realizando así, al mismo tiempo, el proyecto tan caro a Alejandro de asentar su autoridad sobre estas levantiscas regiones de los Estados Pontificios, mediante una acción que servía tanto a sus intereses políticos como nepotistas. Para justificar la intervención militar, el Papa depuso a los señores de esta zona por no haberle satisfecho los tributos y llevó a cabo una acción diplomática en Ferrara y Venecia, encomendada al cardenal Juan de Borja-Llançol, que aseguró la neutralidad de estas potencias en el conflicto. En noviembre César dejó Lombardía con un ejército de casi ocho mil hombres, en su mayor parte franceses pagados por el tesoro pontificio, y marchó contra las ciudades de los Sforza y Riario. Rápidamente tomó Ímola (11 de diciembre de 1499) y Forlí (12 de enero de 1500), señoríos de Catalina Sforza, y se dirigió contra Pésaro, dominio de su ex cuñado Juan Sforza, pero hubo de suspender la conquista de esta plaza porque las tropas francesas le abandonaron, al ser reclamadas por Luis XII en Milán. Para salvar este forzoso paréntesis, César dejó a Ramiro de Lorca como gobernador de las plazas conquistadas y tornó a Roma, donde entró triunfalmente el 26 de febrero de 1500.
Durante su estancia en la Urbe no permaneció inactivo, pues, amén de participar en las fiestas y celebraciones del jubileo del año santo, legitimó su poder sobre las tierras conquistadas: el 9 de marzo fue investido vicario pontificio de Romaña por el Papa, quien veinte días después lo confirmó en su cargo de capitán general de la Iglesia y le distinguió con la rosa de oro. Entonces, para romper los lazos que aún ligaban al Pontífice con la dinastía aragonesa de Nápoles y forzarle a entrar de lleno en la política filofrancesa que auspiciaba, ordenó el asesinato de Alfonso de Bisceglie (18 de agosto de 1500), marido de su hermana Lucrecia, con lo cual se extendió su fama de hombre cruel e inmoral.
En octubre de 1500 inició la segunda fase de sus conquistas, con un ejército de doce mil hombres, pagado con los ingresos de las últimas nóminas cardenalicias.
Pésaro y Rímini se rindieron en pocos días (28 y 30 de octubre), pero Faenza resistió y fueron necesarios cuatro meses para someterla. Después pensó marchar contra Bolonia, pero Luis XII tomó la ciudad bajo su protección, y tuvo que contentarse con la entrega de Castel Bolognese. Con la práctica totalidad del territorio romañol en su poder, Alejandro le concedió el título de duque de Romaña (15 de mayo de 1501) y vicario de Pésaro y Faenza, con lo que unía las tierras conquistadas en un gran feudo, un verdadero “estado de los Borja” dentro de los Estados Pontificios. Proyectaba la toma de Piombino (cabeza de puente para la expansión en Toscana) cuando nuevamente hubo de suspender la empresa, pues Luis XII le requería en la conquista de Nápoles, reino que el Pontífice había dividido entre Francia y España, hecho que valió a César la concesión por parte de los Reyes Católicos de una renta de ocho mil ducados sobre sus nuevos vasallos de Pulla y Calabria.
Tras militar un año a sueldo del francés, distinguiéndose en el sitio de Capua, volvió a Roma (15 de septiembre de 1501), donde el 31 de diciembre asistió al matrimonio de su hermana Lucrecia con Alfonso de Este, heredero del ducado de Ferrara, alianza que favorecía sus planes de extender su dominio a Toscana y Bolonia.
Con el dinero proporcionado por la cámara pontificia, la tercera fase bélica comenzó en junio de 1502 y en menos de un mes tenía como resultado la conquista de Camerino y del ducado de Urbino. Esto hizo cundir la alarma entre algunos de sus capitanes, señores de pequeños territorios, quienes en el mes de octubre se reunieron en la fortaleza de La Magione (propiedad de los Orsini) con representantes de Siena, Bolonia y del duque de Urbino, y se aliaron contra el Valentino para evitar ser “a uno a uno divorati dal dragone”. Aunque su padre le envió dinero para reclutar nuevas tropas y proceder contra los rebeldes, César prefirió usar la astucia e inició tratos por separado con los conjurados; de ese modo los dividió y acabaron poniéndose de nuevo bajo su mando. Entonces les ordenó tomar la plaza de Senigallia, donde se reunió con ellos el 31 de diciembre con la excusa de proyectar las nuevas campañas, los apresó e hizo ajusticiar, recuperando de inmediato las ciudades que se habían rebelado. Este hecho acrecentó su fama de príncipe astuto y sin escrúpulos. Después, iba a marchar contra Siena, para iniciar la conquista de Toscana, cuando tuvo que volver a Roma contra su voluntad, pues le reclamaba imperiosamente el Papa para conducir la guerra contra los Orsini, que su hermano Jofré era incapaz de concluir con éxito. Con César al frente, las operaciones bélicas tomaron otro cariz y a lo largo de los meses de marzo y abril de 1503 capitularon los castillos de Ceri y de Bracciano.
Entretanto, las victorias españolas en Nápoles obligaron al Papa a distanciarse de Francia e inclinarse a la alianza que los Reyes Católicos le proponían con Venecia y el Imperio. Nueva coyuntura que aprovechó para favorecer a César, pues reclamó como condición para entrar en la liga el respaldo a la conquista pontificia de las ciudades toscanas, que Luis XII impedía.
Para justificar la invasión procuró en vano que el emperador Maximiliano concediese a César la investidura de Siena, Pisa y Lucca, mientras recaudaba fondos con que formar un gran ejército, extorsionando a los judíos y vendiendo cargos de la curia. Mas no pudo realizar su proyecto, pues el 18 de agosto Alejandro moría, mientras César, víctima también de la malaria, no pudo controlar la situación. Este inoportuno percance desbarató sus planes, pues, aunque trató de presionar a los cardenales para que eligiesen un Papa que le fuera favorable, éstos le exigieron alejarse de Roma para proceder al cónclave. Incapaz de imponerse militarmente, se retiró a Nepi (2 de septiembre) con los restos de su ejército, mientras las ciudades conquistadas en Umbría se rebelaban contra su dominio y en Romaña se producían revueltas.
El nuevo Papa, Pío III, le confirmó sus cargos, pero no le suministró fondos, con lo que las pocas tropas que le quedaban comenzaron a abandonarle y muchos de los señores a los que había desposeído de sus territorios volvieron a ocuparlos. Sintiéndose inseguro en Nepi, volvió a Roma, pero allí le esperaban sus enemigos Orsini y Colonna, quienes aprovecharon el estado de anarquía que reinaba a causa de la mala salud del Papa para asaltar el palacio de César, quien se refugió en Castel Sant’Angelo, donde quedó prácticamente prisionero.
A la muerte de Pío III (18 de octubre de 1503) cometió el error de pactar con el más encarnecido enemigo de los Borja, el cardenal Juliano della Rovere, que le ofreció protección a cambio de los votos de los cardenales de su partido en el cónclave. Una vez convertido en Julio II gracias a este apoyo, el nuevo Papa confirmó a César como vicario de la Romaña, para evitar que los venecianos extendiesen allí su dominio.
Pero éste, sin el apoyo de su padre, parecía falto de la agudeza y resolución política que le habían caracterizado y no se decidía a actuar, de modo que las ciudades que aún tenía fueron cayendo en manos de los venecianos, hasta que el Papa le ordenó entregar a la Iglesia las pocas fortalezas que conservaba (Cesena, Forlí y Bertinoro, regidas por castellanos compatriotas suyos), y ante la negativa del duque lo hizo arrestar en la torre Borja del palacio vaticano y lo cesó como capitán general de la Iglesia.
En enero de 1504, Julio II negoció con César la entrega de las fortalezas en un plazo de cuarenta días a cambio de su libertad, mientras tanto estaría bajo custodia del cardenal Bernardino de Carvajal en Ostia.
Liberado en abril, aunque todavía faltaba por entregar Forlí, se embarcó para Nápoles, donde le hospedó su tío el cardenal Pedro Luis de Borja-Llançol. Allí trató de convencer a Gonzalo Fernández de Córdoba para que le ayudase a tomar Piombino y Pisa en nombre de los Reyes Católicos, pero Fernando II, que no estaba dispuesto a enojarse con el Papa, se opuso y ordenó arrestar a César (27 de mayo de 1504). Al saberlo, su lugarteniente en Forlí acabó entregando la fortaleza (10 de agosto de 1504), con lo que se deshizo el estado de los Borja en el centro de Italia. Diez días después zarpaba prisionero hacia España. Desembarcó en Valencia y durante unos meses estuvo preso en el castillo de Chinchilla, hasta que lo transfirieron al de la Mota en Medina del Campo, de donde huyó al cabo de dos años, y en diciembre de 1506 apareció “como el diablo” en Pamplona. Aunque concibió quiméricos proyectos para recuperar sus dominios italianos, tuvo que contentarse con servir a su cuñado el rey de Navarra —quien le nombró general de sus ejércitos— en la represión de sus vasallos rebeldes. Al inicio de 1507 conquistó Larraga y puso cerco al castillo de Viana, en cuyas inmediaciones, cerca de Mendavia, encontró la muerte el día 12 de marzo, en una escaramuza con soldados del conde de Lerín. Su cadáver fue sepultado en la iglesia de Santa María de Viana, hasta que en el siglo xvii un obispo de Calahorra ordenó que sus restos fueran extraídos del templo y enterrados en la vía pública, pues había muerto excomulgado.
Ejerció un discreto mecenazgo con algunos literatos y poetas menores, siendo lo más relevante en este campo su relación con Leonardo da Vinci, al que hizo “arquitecto e ingeniero general” de sus fortificaciones. Nicolás Maquiavelo lo presentó en su obra El Príncipe como “exemplum” de astucia política, transmitiendo a la historia la imagen de César como príncipe amoral y sin escrúpulos que ha pasado al imaginario occidental.
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Miguel Navarro Sorní