Castillejo, Cristóbal de. Ciudad Rodrigo (Salamanca), ¿1490? – Viena (Austria), 12.VI.1550. Escritor y secretario de Fernando de Austria, monje cisterciense (OCist.).
No existe dato alguno, ni documental ni literario, sobre sus ascendientes. Desde la infancia, acaso por la muerte o ausencia del padre, su educación y cuidado corrieron a cargo de otras personas, tal vez los parientes más próximos. Los nexos de la familia Castillejo con la Iglesia, y concretamente con la catedral de Ciudad Rodrigo, están testimoniados en la persona de uno de sus hermanos, Luis, que fue capellán del cabildo. Es probable que la educación del niño Castillejo se haya desarrollado en ese ámbito: las enseñanzas que se impartían entonces en las escuelas catedralicias eran las más adecuadas para el oficio que sus mentores le reservaban.
En efecto, aún no había cumplido quince años cuando fue llevado a la Corte para servir como paje al segundo hijo varón de Juana la Loca, el infante don Fernando, que, a la sazón recién nacido (Alcalá de Henares, 10 de marzo de 1503), fue dejado por su madre en España bajo el cuidado de sus abuelos los Reyes Católicos. A partir de entonces, al joven Castillejo le tocó vivir, con mayor o menor intensidad, todas las vicisitudes políticas que una tras otra se sucedieron en la Corte española desde la muerte de la reina Isabel, en noviembre de 1504, hasta la partida del infante Fernando en dirección a Flandes, en la primavera de 1518. En su calidad de paje, tuvo la oportunidad de completar su formación y estudios en contacto con los excelentes preceptores del infante, alguno de los cuales no sólo le proporcionó nuevos saberes, sino también un afecto duradero. Es el caso del dominico fray Álvaro Osorio, más tarde obispo de Astorga, quien, en 1522, actuando como embajador de Adriano VI ante Enrique VIII, viajará a Inglaterra acompañado de Castillejo y hasta el fin de sus días (1543) sostendrá con él una correspondencia regular.
Muchos de los avatares de los primeros tiempos de su oficio de paje se pueden rastrear en sus poemas, que con frecuencia muestran tanto su forma de vida, llena de incomodidades y dureza, como sus aspiraciones de triunfar en la Corte. Ésta será siempre una de las características de su escritura: que en mayor o menor grado aflorará en ella alguna experiencia vivida, ya en carne propia, ya como testigo.
En cuanto a sucesos históricos concretos, Castillejo es desigual. Guarda silencio sobre la etapa de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, es decir, sobre el lapso de tiempo en que Fernando el Católico dejó de gobernar en Castilla. Son vivencias demasiado dolorosas, cuando no tétricas. Por el contrario, hay en su obra numerosas referencias al Rey Católico a partir de su regreso como regente de Castilla, referencias que van desde el fastuoso recibimiento que se le hace en Burgos hasta la muerte en Madrigalejos, y en su mayoría posteriores a octubre de 1508, fecha en que el infante junto con sus servidores deja la triste compañía de doña Juana y se incorpora a la Corte del Monarca.
Situaciones a veces gratas, como la visita hecha a doña Ana de Aragón, nieta del Rey y futura duquesa de Medina-Sidonia, que Castillejo rememora en un breve poema (“A doña Ana de Aragón, estando en Santa Clara”); a veces llenas de melancolía, reflejo de su propio estado de ánimo, como atestigua el poema “En una partida de la Corte para Madrid” (¿1510?); y a veces agridulces (como los molestos desplazamientos a Andalucía o Extremadura) o abiertamente amargas, como el triste recorrido hasta Madrigalejo, que desemboca en la muerte del Rey, y que, pasado el tiempo, habría de recordar en una de sus composiciones extensas, el “Aula” (1547).
Los años de la regencia del Rey Católico fueron en principio muy favorables para Castillejo, que llegó a ocupar el cargo de secretario personal del infante. Un puesto de cierto relieve que sus propias dotes avalaban, tanto en lo profesional como en su trato. Y su vocación literaria se concretaba. Hacia 1512 todo parecía augurarle un futuro brillante que, sin embargo, no se hizo realidad. Así lo reconocía, bastantes años después, en la composición “Consolatoria estando con mil males” (1539). Las ilusiones de Castillejo fueron declinando al tiempo que se deterioraba la salud del Rey, a cuya muerte desaparecieron por completo. Las disposiciones testamentarias del Monarca no daban protagonismo alguno en España al infante Fernando, que habría de marchar a Flandes cuando llegase su hermano Carlos para ser proclamado Rey. Mientras tanto, el cardenal Cisneros tomaba sobre sí la tarea de vigilar muy de cerca al infante y sus servidores, que sólo encontrarían entonces un valedor, aunque de oscurecida autoridad: Adriano de Utrecht. En ese ambiente permanecieron en Madrid más de año y medio, sin apenas otras actividades —descontadas las rutinarias del servicio— que las de entretenimiento.
Castillejo dejó constancia de algunas de estas últimas en sus poemas de entonces, básicamente de carácter amoroso, galante o de circunstancias sin más.
En el verano de 1517 se trasladaron a Aranda de Duero, donde se incrementarán las disensiones entre los principales de la casa del infante y los hombres de Cisneros en sintonía con los flamencos. Castillejo se vio involuntariamente envuelto en las intrigas de las altas esferas, quizá por la deslealtad de algún amigo o superior que, a la postre, pretendió convertirlo en chivo expiatorio. Al respecto, habría que concluir que las cosas finalmente se aclararon, dado que Castillejo ni fue removido de su puesto por Cisneros ni fue considerado por el infante y los suyos como un traidor.
Pero es indudable que una experiencia de tal naturaleza hizo profunda mella en su ánimo y le dejó un fuerte poso de amargura y desconfianza que, al cabo de treinta años, saldría a la superficie en unos versos de su poema “Aula”.
Castillejo permaneció en su puesto hasta que, a mediados de abril de 1518, tras la muerte de Cisneros y la jura del príncipe Carlos como Rey, fueron designados los miembros del séquito que había de acompañar al infante a Flandes, en su mayor parte extranjeros.
Frente a los poquísimos españoles seleccionados, Castillejo contaba entre los despedidos y se vio obligado a dar una nueva orientación a su vida. Final mente, después de casi dos años sin lograr nada satisfactorio, desengañado del mundo, tomó el hábito del Císter en el convento de Santa María de Valdeiglesias el día 2 de febrero de 1520; y plasmaría entonces sus encontrados sentimientos de desengaño, añoranza del pasado y dolor por el infortunado presente en los poemas “Mal engañado me has”, el “Romance contrahecho...”, la “Glosa del romance ‘Tiempo bueno’” y la “Querella contra Fortuna”. Dejaba atrás la movida existencia cortesana para integrarse en la rígida disciplina monástica, orientada a la oración y la piedad.
Al período conventual han de adscribirse, en la mayor parte, sus obras de ambiente religioso, tanto las piadosas propiamente dichas —así, las que traducen himnos litúrgicos, como el “Himno a la Cruz”, el “Himno a Nuestra Señora ‘Ave, maris stella’”, o el “Magnificat”, que se incluye en un extenso poema narrativo, “La Visitación de Santa Isabel...”, además del drama litúrgico En una aldea, para cantar la noche de Navidad— cuanto las de carácter satírico relacionadas con su entorno.
En 1522, el acontecimiento extraordinario de su viaje a Inglaterra con el obispo de Astorga, por mandato directo del papa Adriano VI —Adriano de Utrech—, vino a romper temporalmente la rutina de su vida conventual. Fruto literario de este viaje, infructuoso en lo diplomático, será la “Canción de Nuestra Señora viniendo en la mar” y algún poema de circunstancias.
Su estancia en el convento de Santa María de Valdeiglesias concluyó definitivamente en 1525, cuando, a petición del infante Fernando, ya archiduque de Austria, partió hacia Viena para desempeñar de nuevo el cargo de secretario del que había sido removido siete años atrás. La readmisión en el puesto constituía una prueba evidente de que Castillejo respondía a la perfección tanto a las dotes profesionales como a las cualidades de toda índole exigibles al secretario del hermano de Carlos V, que, a su vez, será elegido rey de Bohemia al año siguiente, y, poco después, rey de Hungría. El recién llegado, que, además de cualificado y leal secretario, era un buen conversador, de notable ingenio, supo desenvolverse con acierto desde el principio. De modo que su intervención en los asuntos de Estado irá en aumento, no sólo en los relacionados con España, sino incluso con otros países, muchos de los cuales le tocó visitar desde muy pronto, ya como acompañante del Rey, ya como legado suyo. Así en 1530, con motivo de la Dieta de Augsburgo, tuvo el honor de ser el único español del séquito de don Fernando, quien, a su vez, acompañaba a su hermano el Emperador y sería elegido al término de la Dieta como rey de Romanos, es decir, como sucesor de Carlos V en el imperio, y coronado como tal en Aquisgrán al año siguiente. No mucho más tarde, Castillejo mencionará las tres coronas reales de don Fernando en el Diálogo entre el autor y su pluma.
Los encuentros con el Emperador en tierras alemanas, tanto en la mencionada Dieta de Augsburgo como en las de Ratisbona de 1532 y de 1541, fueron ventajosos para Castillejo. Con ocasión de la primera, Carlos V le concedió una pensión anual de 500 ducados sobre el obispado de Ávila; con la de 1532, en consideración de los servicios por él prestados a la Casa Real no sólo en España sino también en Francia, Bélgica, Alemania, Hungría y Bohemia, un privilegio de nobleza y mejora del escudo de armas, aplicable a sus familiares; y con la de 1541, una pensión de 300 ducados sobre el obispado de Córdoba. Aún más, por razón de su buen hacer, fidelidad y constancia, don Fernando lo había nombrado en 1534 miembro de su Consejo Real.
En el terreno amoroso, por el contrario, Castillejo nunca fue ejemplo de fidelidad y constancia. Parece haber sido más bien un hombre enamoradizo. Y no sólo sus poemas amatorios —en los que, confesada su proclividad a enamorarse, se encuentra un nutrido elenco de nombres femeninos— podrían dar fe de ello. También la opinión de alguno de sus contemporáneos, como Francisco de los Cobos, opinión que se recoge en la correspondencia que sostiene Martín de Salinas, embajador de don Fernando ante Carlos V, con el propio Castillejo. Por este medio se sabe, aunque de forma escueta, que Castillejo tuvo al menos un hijo. De ese y otros documentos pueden entresacarse asimismo datos relativos a algunos de sus sobrinos.
Entre éstos cabría destacar a un Juan de Castillejo, ayudante y colaborador suyo como secretario real; y a Antonio de Castillejo, doctor en Artes y Teología, que llegaría a obispo de Trieste en 1549.
A pesar de la dureza del clima y de las penalidades de los desplazamientos, no sólo en los viajes extraordinarios sino en los continuos traslados de la Corte —de Viena a Innsbruck, Praga, etc.—, Castillejo se encontraba en su elemento y supo adaptarse enseguida al nuevo ambiente. Muchos de los altos cargos de la Corte lo favorecieron con su trato y aun amistad, y, más allá de lo estrictamente cancilleresco, sostuvo correspondencia con personajes relevantes de otros países. Así, al menos desde 1530, con Pietro Aretino.
Tampoco olvidaba su vertiente literaria. A los primeros años de su etapa vienesa debe asignarse La historia de Píramo y Tisbe, traducción que respeta el sentido original de la conocida fábula ovidiana y que en la dedicatoria aparece fechada en 1528. Constituye esta pieza, dentro de la literatura española, la primera traducción de una fábula mitológica desprovista de la aplicación moral o alegórica característica de las traducciones medievales. Con igual o incluso mayor acierto tradujo por primera vez al castellano el Canto de Polifemo. Y con proximidad en el tiempo, ya que no en el resultado poético, la Fábula de Acteón, de innegable intención didáctica muy en línea, en cuanto al carácter de “aviso de príncipes”, con su posterior Consiliatoria al Rey de Romanos. De Ovidio, por otra parte, además de parafrasear algunos pasajes de los Amores en dos de sus poemas “A una dama” y en uno “Al Amor”, se servirá también en buena medida a la hora de componer su Sermón de amores. En varias ocasiones se inspiró en los versos de otros poetas latinos, especialmente en Catulo. Y, dejando eventualmente el verso, tradujo los dos conocidos diálogos de Cicerón De senectute y De amicitia, cuyo más interesante tributo a nuestras letras, aparte de los valores intrínsecos de la traducción, es la alabanza de la lengua castellana contenida en la carta-dedicatoria que los precede.
Conforme se familiarizaba con el entorno, nuevos temas reclamaban su atención. Algunas de sus composiciones remiten a circunstancias y sucesos reales, de mayor o menor calado, que le provocan reflexiones de carácter político, ya en tono grave, ya satírico: ejemplo significativo de lo primero sería el titulado “Al año nuevo...”, despidiéndose del aciago 1540; de lo segundo, el “Razonamiento de un Capitán general a su gente”, amarga sátira contra un militar cobarde.
Otras, a consideraciones filosóficas y morales, como el “Diálogo entre Adulación y Verdad”. O a sus problemas de salud —así, “En alabanza al palo de las Indias”, “Consolatoria estando con mil males”, etc.—, problemas que, al inicio de la última década de su vida, ya parecían importantes y lo obligaban a dejar periódicamente los trabajos de la Corte. Un tiempo que, en contrapartida, resultará especialmente fructífero en lo literario: le dio ocasión de escribir sus obras extensas, es decir, el Sermón de amores, el Diálogo de mujeres y el “Aula”. Pero también otras muchas, entre las que cabe citar la conocida “Contra los que dejan los metros castellanos y siguen los italianos”. Esta composición, contra lo que en el pasado se dijo, no encierra un categórico rechazo a los introductores de la métrica italianizante, que sólo son acusados de sus aires de superioridad y de cierta petulancia, sino que acaba por dar pie al propio Castillejo para probar suerte.
Tanto el Sermón de amores como el Diálogo de mujeres se publicaron en vida del poeta, pero ocultando su autoría. El fermento del Sermón de amores está en una comedia del mismo, la Costanza, hoy perdida, cuyos vestigios, incluso formales, se hallan en la parte introductoria de aquél. Pero la creación última, el Sermón de amores como tal, se despega del género dramático y se adscribe a la oratoria dentro de los paródicos sermons joyeux o burlescos, ajustándose de manera cuidadosa y compleja al esquema que las artes praedicandi exigían para el sermón serio. En líneas generales, el predicador defiende la idea de que todo aquel —hombre o mujer— que esté a disgusto con su pareja podrá libremente buscar nuevo acomodo.
El Diálogo de mujeres aparece dos años después, en 1544. Sus interlocutores mantienen una postura antagónica respecto a la mujer y aunque el de más edad y experiencia defiende con mayor fuerza, más por extenso y con muy expresivo aderezo de ejemplos sus negativos puntos de vista, es incapaz de convencer a su contrario.
El “Aula”, cuya dedicatoria está fechada en 1547, completa el grupo de las obras mayores del poeta y constituye asimismo el epílogo de su producción literaria.
Los oponentes de este diálogo sobre la vida áulica —el joven Lucrecio, ilusionado y ávido de triunfar en la Corte, y el anciano Prudencio, cuya experiencia se traduce en una visión muy negativa de la misma— conforman un cuadro de la vida cortesana que, en cierto modo, compendiaría la trayectoria y las experiencias del propio Castillejo, aderezadas éstas con motivos tópicos formulados ya en la literatura clásica —Luciano, Horacio, Juvenal...— y recogidos particularmente en la renacentista, a partir de Eneas Silvio Piccolomini. Para entonces, Castillejo, achacoso y sin fuerzas, apenas participaba en las tareas de la Corte. Pero, aun así, no regresó a España. Permaneció en Viena, en cuyo ambiente estaba plenamente integrado, como él mismo revela en la “Respuesta del autor a un caballero que le preguntó qué era la causa de hallarse tan bien en Viena”. Hace un cumplido elogio de la ciudad, centro de cultura y lugar ideal para vivir, residencia de algunos de sus amigos y visita obligada de otros muchos, especialmente desde la vecina Italia. Todos ellos le daban ocasión de estar al día en las materias de su interés. Sirva como ejemplo la nueva corriente literaria de carácter satírico que, conocida con el nombre de anti-petrarquismo, comenzaba a cobrar fuerza en Italia y de la que en buena medida él mismo se hace eco en su poema “Contra los encarecimientos de las coplas castellanas que tratan de amores”, lamentando la insustancialidad de cierta poesía amorosa castellana que no pasa de ser una mala imitación de Petrarca.
En febrero de 1550, seriamente enfermo, redactó su testamento. Como era preceptivo, y salvo los cinco mil ducados que previa licencia papal pudo legar a sus familiares, dejaba al monasterio de Santa María de Valdeiglesias, el convento donde había tomado el hábito y hecho sus votos, todos sus bienes. Ascendían a 54.610 ducados, según consta en el Tumbo del propio monasterio. Cifra exorbitante: hasta entonces la mayor herencia recibida por el monasterio no sobrepasaba los mil ducados. Este dato echa definitivamente por tierra la leyenda secular de la pobreza de Castillejo, error que sin discrepancia ha venido repitiéndose hasta nuestros días. Tan respetable suma se utilizó para engrandecer artísticamente la iglesia del monasterio. Con resultados admirables, como atestiguó Ponz en su Viaje de España.
Castillejo murió en Viena y fue enterrado en la vecina Neustadt (hoy incorporada a la urbe), en la iglesia del monasterio cisterciense de Neukloster, frente al altar mayor. En su lápida, además de figurar entre otros honores que era miembro del consejo secreto del rey don Fernando, se lee que murió el 12 de junio de 1550.
Para entonces ya se habían publicado el Sermón de amores y el Diálogo de mujeres, si bien con carácter anónimo al igual que el “Diálogo entre el autor y su pluma”, que apareció en 1550 incluido en la Primera parte de la Silva de varios Romances. La primera edición de las obras completas —cuya licencia de publicación había solicitado en vano en 1552 un sobrino del poeta a Felipe II— no vio la luz hasta 1573, tras severas correcciones y supresiones inquisitoriales.
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María Dolores Beccaria Lago