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Alberto de Austria

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Biografía

Alberto de Austria. Wiener Neustadt (Austria), 13.XI.1559 – Bruselas (Bélgica), 13.VII.1621. Archiduque y príncipe soberano de los Países Bajos meridionales (1598-1621).

Noveno hijo del matrimonio entre Maximiliano II, emperador del Sacro Imperio, y la infanta María, hermana de Felipe II. Sus padrinos fueron Ladislav, barón de Bernstein, gran canciller de Bohemia y caballero del Toisón de Oro, y su esposa María Manrique de Lara, hija del segundo duque de Nájera y camarera mayor de la emperatriz. Pasó los primeros años de su vida en la corte imperial bajo el cuidado de la aya Polixena de Lasso. Luego le fueron asignados los preceptores Nicolás Coret, obispo de Trieste, Mathieu Othen, quien le enseñó el latín, y sobre todo Augerius Gislenius Busbequius, renombrado humanista flamenco y antiguo embajador de Maximiliano en la corte del Gran Turco.

En el verano de 1570, Alberto pasó, junto con su hermano menor Wenceslao, a la corte de Madrid, donde ya permanecían sus hermanos mayores Rodolfo y Ernesto. En aquellos años, Felipe II desconfiaba de la postura religiosa de su primo Maximiliano, que era considerada en Madrid como demasiado favorable al protestantismo. Con su oferta de educar a algunos hijos de su hermana en la Península Ibérica, el rey quiso asegurarse de que los futuros emperadores recibiesen una educación católica ortodoxa y se moldeasen según su propia visión política. En 1569, sin embargo, Maximiliano solicitó la vuelta de sus dos hijos, puesto que era necesario ungir a Rodolfo como rey de Bohemia y Hungría. Como compensación, y tras la intervención de la emperatriz María, consintió que Alberto y Wenceslao les relevasen.

Desde enero de 1571, el joven Alberto dispuso en la corte de Madrid de su propia casa de unos cincuenta servidores, constituida por el mismo Felipe II y dirigida por Juan de Ayala, gobernador del Real Sitio de Aranjuez, hombre con una larga carrera de cortesano al servicio del Emperador y luego del Rey Católico, y miembro del partido papista o ebolista dirigido por el secretario real Antonio Pérez. La educación del archiduque se concentraba en un primer instante en la religión y la historia griega y romana en latín, aunque por la tarde también se le dejaba libre para jugar con otros niños nobles de su edad. Es probable que durante estos momentos de ocio Alberto conociera a la que luego sería su esposa, la infanta Isabel Clara Eugenia, que en aquel entonces tenía cinco años de edad. Con el tiempo también aprendió el arte de gobernar, de forma que ya en 1576, a sus diecisiete años, fue presentado por el duque de Alba y sus partidarios como gobernador general de los Países Bajos. Sin embargo, el Consejo de Estado, por iniciativa de Antonio Pérez, decidió nombrar a Juan de Austria.

Con el fracaso de la propuesta del duque de Alba, también cambiaron las perspectivas de Alberto en la corte. A partir de este momento, Felipe II le reservó una carrera eclesiástica, obteniendo en 1577 para él el capelo cardenalicio de Gregorio XIII, con la iglesia de Santa Croce in Gerusalemme en Roma como iglesia titular. Para financiar la nueva casa que, conforme a su nueva dignidad, le fue asignada, el Rey Católico le reservó el arzobispado de Toledo, uno de los obispados más ricos de la cristiandad. No obstante, Antonio Pérez pudo convencer al Rey Católico de que, en la espera de que el archiduque ampliara sus conocimientos teológicos, se nombrara a un personaje de transición de edad ya avanzada. Felipe II accedió a su propuesta y nombró al entonces inquisidor general Gaspar de Quiroga, que en aquel momento tenía casi setenta años. Sin embargo, Quiroga no murió hasta 1594, y resultó ser necesario emitir un breve pontificio para nombrar a Alberto obispo coadjutor de Toledo.

El problema de la financiación de la casa del joven cardenal se solucionó con la concesión de una pensión anual de 20.000 ducados, cargada sobre las rentas de dicho arzobispado.

Después de la conquista de Portugal por el duque de Alba en 1580, Alberto acompañó a Felipe II a Lisboa, donde fue nombrado administrador del priorato de Crato. Como tal dispuso del ingreso más importante de todo el país. En 1583, después de su vuelta a Madrid, el Rey Católico le instaló como virrey de Portugal, mientras que por su mediación el Papa le nombró legado a latere. Además, le indicó un Consejo de Gobierno del que formaban parte Jorge de Almeida, arzobispo de Lisboa, Pedro de Alcáçova Carneiro y Miguel de Moura. El nombramiento de Alberto causó cierta sorpresa en la corte, ya que muchos esperaban que la responsabilidad de gobernar el territorio recién adquirido recayese sobre la emperatriz María, que había llegado a Madrid desde Viena en 1581 y después había viajado con la corte a Lisboa. En 1586, el archiduque además fue designado inquisidor general de Portugal, cargo que ejerció hasta julio de 1596. De esta manera reunió en su persona el poder supremo temporal y espiritual del reino. Sus años en Portugal serían para Alberto sin duda alguna una época en la que adquirió una vasta experiencia en el arte de gobernar, experiencia de la que luego sacaría mucho provecho como soberano de los Países Bajos.

Como virrey, Alberto no pudo ni probablemente quiso mantener Portugal fuera de los conflictos que España tenía con las naciones protestantes, en especial con Inglaterra. En los años anteriores a la Armada Invencible se prohibió la entrada de navíos ingleses en los puertos portugueses, lo cual significó el fin del comercio angloportugués legal y el resurgimiento de los corsarios ingleses. También fue en Lisboa donde se construyó la mayor parte de la Armada, lo que provocó el ataque inglés de Francis Drake en 1589. Como inquisidor general, Alberto abogó, aunque sin éxito, por la revisión, solicitada por el tribunal de Goa, del índice de libros prohibidos de 1581 con la intención de suprimir aquellos títulos cuyo contenido perjudicial no fuese demostrado. En cambio, favoreció una represión inquisitorial mucho más dura de los cristianos nuevos portugueses, iniciando así un período de persecución intensa que duró hasta finales del siglo.

Alberto también fue el primer inquisidor general en mandar, en 1591, un visitador a Brasil, donde se habían refugiado muchos conversos portugueses, entre los cuales había varios mercaderes de azúcar y, esclavos y arrendadores de impuestos.

En el verano de 1593 Felipe II retiró a Alberto como virrey de Portugal con el fin de que éste se preparase para la sucesión del moribundo cardenal Gaspar de Quiroga. Finalmente, el 29 de noviembre de 1594 Alberto fue nombrado arzobispo de Toledo, nombramiento que fue confirmado casi inmediatamente por el papa Clemente VIII. Sin embargo, su presencia en la corte de Madrid también tuvo otra finalidad.

Desde 1591, el Rey Católico sufría prolongados ataques de gota, que le impedían dedicarse al gobierno de la Monarquía con la misma intensidad que antes.

De vuelta de su último viaje a Aragón, quiso reunir a algunos hombres de confianza que le asistiesen en la administración superior del Estado. Al mismo tiempo, estaba formando un equipo de consejeros experimentados para que orientasen a su hijo Felipe y, en el caso de su propio fallecimiento, le auxiliasen durante los primeros años de su gobierno. Incluyó al archiduque en este grupo de asesores. Alberto abandonó Portugal el 16 de agosto de 1593 con dirección a Madrid, dejando el gobierno del reino en manos de cinco gobernadores. En el camino visitó a los duques de Braganza en Vila Viçosa, llegando a San Lorenzo de El Escorial a finales de dicho mes.

En Madrid, se asignó a Alberto la educación política del príncipe Felipe, acompañándole a las reuniones del Consejo Real así como a los actos públicos, y enseñándole el arte de gobernar. Además, le fueron confiadas las audiencias con los embajadores, a excepción de las presentaciones de cartas credenciales, y con los extranjeros en general, de tal forma que el rey pudiese invertir más tiempo en otros asuntos.

Asimismo, Alberto continuó ejerciendo los cargos de inquisidor general y legado a latere del Papa en Portugal, y de administrador del priorato de Crato.

Después de la muerte de Gaspar de Quiroga, el 20 de noviembre de 1594, se iniciaron los preparativos para administrar al nuevo arzobispo de Toledo las órdenes de presbítero. Estos preparativos fueron interrumpidos bruscamente al llegar desde Flandes la noticia de la muerte del archiduque Ernesto, hermano de Alberto y por aquel entonces gobernador general de los Países Bajos, al que Felipe II había elegido para casarse con su hija Isabel Clara Eugenia. Ya en marzo de 1595 Felipe II designó al archiduque como nuevo gobernador general, y en abril se mandaron cartas a Roma para solicitar la suspensión de la consagración de Alberto como arzobispo, o la dispensa de la obligación de residir en su arzobispado. El Papa concedió la petición, tras lo que Alberto delegó el gobierno de su diócesis en el cardenal García de Loaysa Girón, consejero de Estado y asimismo preceptor del príncipe Felipe. Sin embargo, el archiduque reservó para su servicio parte de los ingresos de la sede de Toledo.

Alberto llegó a los Países Bajos en febrero de 1596. El archiduque se encontró con un país que era continuamente atacado por los enemigos de la Monarquía.

En el norte, la ofensiva del príncipe Mauricio de Nassau tuvo cada vez más éxito, resultando de ello la pérdida de Groninga, Frisia y parte de Brabante. En el sur, Francia había declarado la guerra a España e invadió los condados de Henao y Artois. En la costa, la guarnición inglesa de Ostende, puerto en manos de las Provincias Unidas pero mantenido con la ayuda de la reina Isabel I de Inglaterra, se defendía con relativa facilidad y amenazaba gran parte de la provincia de Flandes hasta las murallas de Brujas y Nieuwpoort, impidiendo su florecimiento económico.

Alberto no tardó en reaccionar. Tomó el mando del ejército que luchaba contra los franceses y conquistó la ciudad de Calais en abril de 1596. Los meses siguientes conquistó Ardrés, Ham, Guines y Amiens.

Al mismo tiempo desencadenó un ataque contra las posiciones holandesas en Zelanda, asediando con éxito la ciudad de Hulst en agosto de 1596. La bancarrota de 1596, sin embargo, paralizó la actividad militar en Flandes, y el año siguiente Felipe II finalmente inició negociaciones con Enrique IV de Francia que condujeron a la Paz de Vervins de 1598. Mientras tanto, el archiduque apenas había tenido el tiempo de dedicarse a los asuntos interiores del país, aunque en 1596 apoyó la instalación de la nunciatura de Flandes en Bruselas, con jurisdicción sobre las provincias meridionales y septentrionales.

Siendo Alberto gobernador general en Bruselas, Felipe II concibió un plan para dar solución al problema flamenco y terminar con la guerra civil en aquellas provincias. Decidió ceder la soberanía sobre los Países Bajos y el Franco Condado —es decir, la herencia borgoñona de la Monarquía hispánica— a su hija Isabel Clara Eugenia, y no a su heredero, el futuro Felipe III. Y ésta debía casarse con su primo, el archiduque Alberto. Esperaba que la devolución de la soberanía a un gobierno independiente condujera a la reunificación de las provincias rebeldes con las obedientes y la creación de un estado flamenco bajo la autoridad de su hija. Estaba convencido de que la cesión era el verdadero camino para llegar a una paz duradera y deshacerse de las guerras intestinas que dividían el país. El Acta de Cesión se firmó el 6 de mayo de 1598, dos días después de la conclusión de la Paz de Vervins con Francia.

Los diferentes artículos del Acta de Cesión provocaron gran desconfianza entre los enemigos de la Monarquía hispánica, y sobre todo en las provincias rebeldes, donde las dudas acerca de las verdaderas intenciones del Rey Católico eran enormes; allí se interpretaba el plan como un intento de recuperar el norte protestante para la Monarquía, y se consideraba a los archiduques como meros títeres en manos de Felipe II. En efecto, los artículos 3 y 4 del Acta estipularon que los Países Bajos retornarían a la corona española en el caso en que Alberto e Isabel Clara Eugenia o sus sucesores quedasen sin herederos legítimos.

Los archiduques necesitaban el consentimiento del Rey Católico para el matrimonio de cada uno de sus herederos legítimos (artículo 7). Finalmente, el artículo 11 determinaba que cada nuevo Rey Católico, al subir al trono, debía aprobar la cesión, lo cual significaba que el nuevo estado nunca estaría del todo independiente de la Monarquía. La imagen de los Países Bajos meridionales como un estado satélite de Madrid quedó aún más reforzada en la primavera de 1599, cuando el Ejército de Flandes atacó por iniciativa propia la ciudad de Bommel mientras que Alberto se encontraba en España. No sorprende, pues, que apenas conocida la decisión del rey, los Estados Generales de las Provincias Unidas repartieron panfletos entre la población flamenca que hacían un llamamiento a una insurrección general contra los tiranos españoles.

Los archiduques no sólo tuvieron que luchar contra el escepticismo de las naciones protestantes, sino que también hubieron de hacer frente a la desconfianza del gobierno en Madrid, y en particular de Felipe III.

En un primer instante, éste había aceptado el Acta de Cesión, aunque no sin grandes dificultades. Desde 1601, sin embargo, cuando era obvio que los archiduques tenían problemas de fertilidad, se consideró cada vez más el soberano legítimo de los Países Bajos, tratando desde entonces a los archiduques como unos simples gobernadores generales. No sorprende, pues, que desde muy pronto Alberto intentara establecer un reino en los Países Bajos, al mismo tiempo que quisiera hacerse coronar rey de Romanos. Aun en 1609 Alberto informó ante el Papa sobre la posibilidad de adquirir una corona real para él y su esposa. Huelga decir que Felipe III siempre se opuso a esta idea.

En el verano de 1598, los Estados Generales de los Países Bajos se reunieron en Bruselas para discutir el proyecto de cesión. Se habían preparado bancos para los representantes de las provincias rebeldes, pero éstos no aparecieron. En ausencia de la delegación del Norte, el 21 de agosto los representantes del Sur aprobaron las cláusulas de la cesión, insistiendo en la presencia de un ejército español en Flandes para proteger el territorio contra los ataques de los holandeses y contra la amenaza francesa que, hasta la muerte de Enrique IV, estuvo presente de forma casi continua.

Unas semanas antes, el 13 de julio, Alberto ya había ofrecido su vestidura cardenalicia a la estatua milagrosa de Nuestra Señora de Hal cerca de Bruselas, confirmando así su renuncia a sus beneficios eclesiásticos.

Aceptada la creación de un estado flamenco independiente por sus futuros súbditos, Alberto abandonó la capital flamenca el 14 de septiembre, un día después de la muerte de Felipe II, y se dirigió a la Península Ibérica para casarse con la infanta Isabel Clara Eugenia, tal como el Acta de Cesión preveía. El 18 de abril de 1599 los archiduques celebraron su entrada solemne en la capital. La misma tarde el nuncio papal ratificó su matrimonio, ceremonia que dio inicio a un mes de fiestas, torneos y corridas. Finalmente, el 7 de junio el séquito archiducal se despidió de los reyes y embarcó en el puerto de Barcelona con destino a los Países Bajos. El 20 de agosto, los nuevos soberanos flamencos llegaron a Thionville, primera ciudad de los Países Bajos. El 5 de septiembre se instalaron en el palacio de los duques de Borgoña en Bruselas. Exactamente cincuenta años después de que Felipe II hubiese abandonado los Países Bajos para regresar a Castilla, los soberanos legítimos del país habían vuelto a residir en el Coudenberg.

Los archiduques pasaron los primeros meses de su estancia en los Países Bajos meridionales celebrando su feliz entrada en las capitales del país, primero en Lovaina y Bruselas (noviembre de 1599), Malinas y Amberes (diciembre de 1599), y luego en Gante (enero de 1600), Courtrai, Lille, Tournai, Douai, Arras, Cambrai y Valenciennes (febrero de 1600).

Estas entradas, de origen medieval, servían sobre todo para renovar el lazo entre soberano y pueblo, ya que durante ellas los soberanos debían jurar fidelidad al pueblo y respeto a sus privilegios y leyes, mientras que los representantes del pueblo juraban a su vez lealtad a los soberanos. Eran, por tanto, una ocasión única para formular los deseos del pueblo al nuevo gobierno. El mensaje que los habitantes de las capitales flamencas les dieron a los archiduques, a través de los numerosos arcos triunfales, tableaux-vivants, representaciones teatrales y discursos, era siempre el mismo: después de cuarenta años de guerra civil querían paz con las provincias rebeldes y prosperidad económica.

Desde un principio, Alberto puso de manifiesto el nuevo estilo de gobierno que quería manejar y en el que involucrarían a los diferentes sectores de la sociedad flamenca. Varios nobles del país fueron admitidos a su Consejo de Estado o fueron nombrados gobernadores de provincia. Algunos recibieron el Toisón de Oro. Finalmente, y terminada su gira por las provincias obedientes, convocaron el 20 de marzo de 1600 a los Estados Generales con la intención de someterles un plan de financiación de la guerra contra los holandeses y discutir sobre la situación militar y económica del país. No obstante, Alberto pronto se desilusionó del modelo de gobierno representativo, ya que los Estados exigieron el control sobre el Ejército de Flandes y sus ingresos procedentes de Madrid, a cambio de los impuestos que debían financiar las campañas militares en el norte. En los meses siguientes se produjeron intensas y difíciles negociaciones entre la corte y los Estados, que finalmente terminaron con la inesperada disolución de la asamblea por mando de Alberto, que además consideró como aprobados los impuestos solicitados.

Los Estados sólo consiguieron el permiso de ponerse en contacto con sus colegas del Norte para conocer sus puntos de vista.

Estando los Estados Generales reunidos en el ayuntamiento de Bruselas, también se rompió la ilusión de una solución pacífica del conflicto bélico con las Provincias Unidas. En el verano de 1600, el ejército del príncipe Mauricio de Nassau, que contaba 12.000 infantes y 3.000 jinetes, invadió el condado de Flandes con la intención de ocupar los puertos flamencos de Nieuwpoort y Dunquerque para privar al país del acceso al mar. Aunque su invasión no desencadenó la esperada sublevación de las ciudades flamencas —Brujas y Gante cerraron sus puertas ante la llegada de su ejército— sí demostró la vulnerabilidad del país. Con una facilidad enorme Mauricio avanzó sobre Nieuwpoort, mientras que los Estados Generales de las Provincias Unidas se reunieron en Ostende para seguir la campaña de cerca. Alberto, sin embargo, logró reunir en Gante un ejército de 10.000 soldados y se dirigió a la costa. Cortando las líneas de abastecimiento de los invasores, acorraló al ejército de Mauricio en las dunas cerca de Nieuwpoort. Allí se produjo, el 2 de julio de 1600, la famosa batalla, en la que los españoles perdieron a más de 3.000 soldados, mientras que Alberto fue herido por una estocada.

Sin embargo, Mauricio no pudo aprovechar la victoria. Tuvo que embarcarse en la flota holandesa que protegía el costado izquierdo de su ejército, y volver a Zelanda.

La batalla de Nieuwpoort había demostrado una vez más que la ocupación holandesa de Ostende significaba un peligro continuo para la seguridad y la estabilidad del país. Desde Ostende, los holandeses no sólo invadían con cierta regularidad el campo flamenco, sino también controlaban las rutas marítimas que vinculaban los Países Bajos meridionales con la Península Ibérica. Por tanto, la conquista de Ostende libraría al país de una amenaza importante, además de ofrecer un nuevo acceso al mar, tan necesario con el Escalda controlado por los holandeses y Amberes sin salida al mar. No obstante, el sitio de la ciudad se anunciaba como una empresa difícil, ya que los rebeldes la abastecían con relativa facilidad desde el mar. Considerando los pros y los contras, Alberto decidió iniciar el asedio. El 6 de julio de 1601 la artillería del conde de Bucquoy abrió el fuego. Durante más de tres años, las operaciones militares frente a Ostende ocuparon los ejércitos de Alberto y absorbieron los medios humanos, militares y financieros de ambos países. Mientras que la ciudad fue defendida sobre todo por tropas inglesas, el príncipe Mauricio y el ejército holandés intentaron varias incursiones y asedios contra ciudades en el Sur, con el fin de obligar al archiduque a abandonar el sitio (Grave en 1602, Bois-le-Duc en 1603, La Esclusa en 1604). En Madrid, Felipe III se convenció cada vez más de que Alberto carecía de las capacidades para conducir una campaña militar. Mandó al genovés Ambrogio Spínola a los Países Bajos para dirigir el asedio, el cual, gracias a los medios financieros que trajo de Italia, finalmente tomó la ciudad en septiembre de 1604.

Desafortunadamente, en agosto de aquel año Alberto ya había perdido La Esclusa a favor de las Provincias Unidas.

El sitio de Ostende había agotado tanto a los Países Bajos meridionales como a las Provincias Unidas.

En 1605 Spínola, entretanto promovido a maestro de campo general, aún tomó Grol y Rijnberk, pero la falta de recursos le obligó a parar la ofensiva en el norte. Poco a poco Alberto se convenció de que continuar la guerra no tenía sentido, y de que sería mejor concluir una paz con las provincias que de facto ya eran independientes de la Monarquía. La realidad en el campo de batalla también había convencido a Spínola, que en un primer instante fue el hombre de confianza de Felipe III en Bruselas, pero que pronto se convirtió en el mayor defensor de las ideas del archiduque.

En 1607 escribió al Rey Católico una carta en la que le propuso elegir entre mandar anualmente a Flandes los 300.000 ducados necesarios para continuar con éxito la guerra, o una paz con el enemigo.

Sin esperar la respuesta de Madrid, Alberto concluyó, el 13 de marzo de 1607, un alto el fuego de ocho meses con las Provincias Unidas, reconociendo de esta manera su independencia. Felipe III finalmente ratificó el alto el fuego, con lo cual abrió el camino a negociaciones complicadas con el Norte.

Desde enero de 1608 las delegaciones de ambos países —la de los archiduques encabezada por el mismo Spínola— se reunieron en La Haya para llegar a una paz duradera. De parte de las Provincias Unidas se exigía el reconocimiento previo de su independencia antes de pasar a la negociación. Madrid dejó saber que esta independencia sólo se reconocería si las Provincias Unidas desistiesen de la navegación a las Indias y si permitiesen el ejercicio pleno de la religión católica en su territorio. Los Estados Generales rehusaron, lo cual significó el final de las negociaciones. A esto, el intermediario francés Jeannin, presidente del Parlamento de Borgoña, propuso negociar una tregua por determinada duración. En septiembre de 1608 las delegaciones se trasladaron a Amberes, donde se reunieron en el ayuntamiento de la ciudad. Aunque Alberto no pudo conseguir la reapertura del Escalda y el libre ejercicio del catolicismo en Holanda, mientras que tuvo que reconocer a las Provincias Unidas como estado libre por la duración de la tregua y aceptar las conquistas territoriales, supo conseguir, a través de su confesor Íñigo de Brizuela, que Madrid aprobase el tratado. El 9 de abril de 1609 se firmó la Tregua de los Doce Años, que significó el final de las operaciones militares entre España y las Provincias Unidas en Europa, y que preveyó cierta libertad religiosa para los súbditos de los Estados Generales en los territorios de la Monarquía, incluyendo los Países Bajos meridionales.

La Tregua de los Doce Años permitió a Alberto dedicarse a la reconstrucción del país. Como Madrid apenas estaba interesada en los asuntos internos de los Países Bajos meridionales, el archiduque dispuso de mucha libertad para llevar una política interior independiente.

En búsqueda de la paz doméstica, Alberto e Isabel Clara Eugenia impusieron la fe católica como el factor ordenador y civilizador más importante de la sociedad flamenca. No lo hicieron a través de la represión del protestantismo —la Tregua de facto lo impedía—, sino mediante su apoyo incondicional a la Contrarreforma. Consideraron que una buena educación religiosa de la población, más que las hogueras, era la mejor arma contra la herejía. Por esta razón contribuyeron económicamente a la reconstrucción de la infraestructura eclesiástica, invirtiendo sumas importantes en la reedificación de iglesias y monasterios.

Cooperaron con la “renovación espiritual” de los santuarios, entre otras cosas, prestando atención a las estatuas milagrosas en pequeños lugares de peregrinaje que pronto florecieron como consecuencia de su visita —la basílica de Monteagudo en Brabante es el mejor ejemplo de esta política religiosa— y regalando a otras iglesias las reliquias de santos que habían recuperado en la República holandesa. Atrajeron a nuevas órdenes religiosas y estimularon el crecimiento de aquellas que ya existían en los Países Bajos. Finalmente, prestaron mucha atención al aspecto de “recursos humanos” de la Contrarreforma y se preocuparon por la calidad del personal religioso en sus países. Desde 1600 volvieron a ejercer el derecho de proponer a obispos, abades y priores, derecho que había caído en desuso en los años de anarquía del siglo xvi.

La restauración de la infraestructura educacional estaba estrechamente vinculada con la dispersión de la Contrarreforma. Esta infraestructura había sufrido mucho durante la Rebelión y había desaparecido en muchos pueblos y ciudades. Las escuelas fueron incendiadas y usadas como alojamiento para las tropas, y su base financiera fue destrozada. Los padres prefirieron mantener a sus hijos consigo mismos en aquellos años de inseguridad; más importante aún, los maestros de escuela habían abandonado el país o habían sido ejecutados por sus simpatías protestantes.

Alberto llevó una política activa de recuperación, aunque una vez más su apoyo era selectivo. Su atención se concentraba en la educación jesuítica que promovía los ideales religiosos de Trento. En Bruselas intervino personalmente en la fundación de un colegio de esta orden. En Amberes asimismo financió la construcción de un edificio adicional al colegio. La red de escuelas agustinas era menos amplia, aunque también contaron con el apoyo de los archiduques.

La construcción de su colegio en Bruselas fue financiada en parte por la corte, mientras que el arquitecto Jacques Francquart diseñó los planos de la iglesia.

Wenzel Cobergher, otro arquitecto de la corte, trazó los planos de la iglesia y del colegio de la orden en Amberes.

El logro educacional más importante de los archiduques fue sin duda la reforma de la Universidad de Lovaina. Durante las últimas décadas del siglo XVI, el nivel de enseñanza y de disciplina habían decaído significativamente, a la vez que la aplicación de los privilegios universitarios halló cada vez más resistencia.

En 1607 los archiduques nombraron una comisión de inspección. Diez años después esta comisión entregó su informe final, que constituyó la base de la reforma de 1617. Se nombró un comisario de gobierno en la universidad, se reorganizaron los programas de estudios de las diferentes facultades, y se establecieron nuevas condiciones para los títulos académicos y para el acceso limitado a profesiones médicas y jurídicas.

El éxito de la reforma de la Universidad de Lovaina significó el restablecimiento de la autoridad archiducal tanto en el nivel eclesiástico como en el cultural.

La religión y la educación no fueron los únicos medios con los que Alberto inició un proceso civilizador que debía terminar en una renovada ordenación de la sociedad flamenca. Mediante una amplia actividad legislativa quiso terminar con la anarquía que dominaba la vida pública desde la Rebelión de Flandes.

Continuó el proceso de codificación del derecho consuetudinario, iniciado con poco éxito por el duque de Alba, ofreciendo una mayor seguridad legal a sus súbditos al mismo tiempo que aumentaba el control del gobierno sobre el derecho local. Impuso edictos que regulaban la caza, la embriaguez, las disputas públicas sobre asuntos religiosos, y las bodas y entierros. El producto legislativo más renombrado de su gobierno fue sin duda el Edicto Eterno de 1611 que regulaba un sinfín de asuntos del derecho privado y que impuso la prueba escrita sobre las testificaciones orales, dándole más importancia a aquél. Finalmente, fue durante el gobierno de Alberto e Isabel Clara Eugenia cuando se iniciaron los primeros procesos de hechicería en los Países Bajos meridionales.

El proceso civilizador archiducal asimismo se caracteriza por sus intentos de reconstruir el tejido social de la sociedad flamenca mediante la confirmación de los privilegios de un número importante de gremios y otras corporaciones profesionales, dándoles de nuevo su papel de cimiento social entre las diferentes capas de la población. Por la misma razón Alberto e Isabel Clara Eugenia apoyaron la fundación y el resurgimiento de las cofradías religiosas que constituyeron una parte esencial de este tejido social. Asimismo, concedieron gran importancia al contacto directo con las diferentes clases sociales del país. De esta forma honraron con su presencia algunas bodas y fiestas campesinas en las cercanías de su palacio en Mariemont, en el condado de Henao, al mismo tiempo que participaron en el tiro de arco anual de varias corporaciones municipales de archeros en Bruselas y Gante.

La reconstrucción de la sociedad flamenca durante la Tregua de los Doce Años fue facilitada por el florecimiento de la economía urbana y rural. En pocos años las empresas flamencas en la mayoría de los sectores económicos compitieron de nuevo con las del Norte. Donde se produjo una crisis económica, Alberto intentó solucionarlo mediante conferencias regionales o incluso nacionales. Al mismo tiempo intentó suavizar las consecuencias del cierre del Escalda, ordenando la construcción de una amplia red de canales que vinculaban el interior de país con la costa flamenca, y en particular el puerto de Ostende. Combatió la inflación a través de un número importante de edictos monetarios. Al mismo tiempo promovió la fundación de Montes de Piedad para combatir los abusos de la banca privada.

Finalmente, el gobierno de Alberto e Isabel Clara Eugenia se vincula con el florecimiento de las artes en los Países Bajos meridionales. Fue Alberto quien convenció a Pieter Paul Rubens a quedarse en Flandes y aceptar el puesto de pintor de cámara. Fue la corte de Bruselas la que le dio los encargos artísticos más importantes de la etapa inicial de su carrera. Sin embargo, Rubens no fue el único pintor que disfrutaba de la confianza de los archiduques. Jan Brueghel el Viejo, Otto Venius, Wenceslas Cobergher, Jacques Francquart, Denijs van Alsloot, Theodoor van Loon y muchos artistas más pudieron contar con el apoyo moral y económico de los archiduques, cuyo mecenazgo artístico convirtió al palacio del Coudenberg en un centro de cultura barroca europeo de primer orden. La serie de cuadros sobre los Cinco sentidos, de la mano de Jan Brueghel, en los que se representan las ricas colecciones archiducales de pintura, armería, tapicería, escultura, joyería e instrumentos musicales y científicos, refleja esta riqueza artística flamenca de los años de la Tregua.

Los últimos años de la vida de Alberto fueron dominados por las difíciles negociaciones con las Provincias Unidas sobre la continuación de la Tregua de los Doce Años. Con la ejecución del pensionario Johan van Oldenbarnevelt en La Haya en 1619, el partido de guerra de Mauricio de Nassau ganó el pleito en Holanda.

Las conversaciones con los representantes del Norte no condujeron a una solución pacífica. Pocos meses después de la expiración de la Tregua, el 13 de julio, Alberto falleció. Su muerte anunció el fin del breve período de independencia de los Países Bajos meridionales. En todas las ciudades del país las tropas españolas estaban preparadas para sofocar las sublevaciones populares que Madrid esperaba. Sin embargo, la transición a la incorporación de los Países Bajos en la Monarquía hispánica ocurrió sin ningún problema, en parte porque Isabel Clara Eugenia aceptó el puesto de gobernadora general del país en nombre de Felipe IV. En los veinte años de su gobierno, los archiduques habían logrado restablecer la autoridad de la Casa de Habsburgo en Flandes. Los españoles ya no fueron recibidos como opresores, sino como defensores del país contra las agresiones holandesas y francesas.

Según la costumbre española, el cuerpo de Alberto no fue enterrado inmediatamente. Sólo el año siguiente, el día 7 de marzo de 1622, el cortejo fúnebre del archiduque recorrió las calles de Bruselas avanzando lentamente entre el palacio del Coudenberg y la catedral de Santa Gudula, donde el difunto fue enterrado en la capilla del Santísimo Sacramento de Milagros. Madrid aprovechó el entierro para reafirmar la soberanía de la Casa de Habsburgo sobre los Países Bajos meridionales. Pero, sobre todo, el cortejo reforzó las aspiraciones de los Habsburgo sobre las provincias rebeldes; en efecto, entre las banderas que representaban los títulos y territorios del archiduque se encontraron aquéllas que formaban parte de la República holandesa. Madrid no abandonó la idea de reconquistar el Norte.

Los numerosos elogios funerarios que aparecieron poco después del fallecimiento de Alberto dieron cuerpo a la memoria que de él los belgas tuvieron y aún tienen. Crearon una imagen idealizada del archiduque como soberano perfecto que debía servir como modelo a futuros reyes y gobernadores. La oración que fue leída durante el mismo entierro, pronunciada por el predicador de la capilla archiducal Bernard de Montgaillard, incluso se intituló Le soleil éclipsé. En ella, Montgaillard resaltó la piedad y la religiosidad de Alberto e insistió en su papel como pacificador del país. Otro capellán del Oratorio, Aubertus Miraeus, redactó la primera biografía en la que también subrayó ampliamente las virtudes del archiduque, y sobre todo su piedad. Sendos escritos, Le soleil éclipsé y De Vita Alberti Pii, crearon una imagen del archiduque que ha persistido en la historiografía belga hasta bien iniciado el siglo xx, y en la memoria colectiva de los belgas hasta el día de hoy.

 

Fuentes y bibl.: I. Bochius, Historica Narratio Profectionis et Inaugurationis Serenissimorum Belgii Principum Alberti et Isabellae, Antuerpiae, ex oficina plantiniana, apud ioannem moretum, 1602; B. de Montgaillard, Le soleil éclipsé ou discours sur la vie et la mort du sérénissime archiduc Albert, Bruxelles, chez Hubert Anthoine, 1622; A. Miraeus, De vita Alberti pii, sapientis, prudentis Belgarum principis, Antuerpiae, Ex offic. Plantiniana, 1622; J.-C. Bruslé de Montpleinchamps, Histoire de l’archiduc Albert, gouverneur général, puis prince souverain de la Belgique, Colonia, Chez les heritiers de Corneille Egmond, 1693; C. Potvin, Albert et Isabelle. Fragments sur leur règne, Bruxelles, A. Lacroix-Van Meenen et cie., 1861; Baron de Saint-Genois, “Albert d’Autriche”, en Biographie nationale, vol. I, Bruxelles, l’Academie Royale des Sciences, des Lettres et des Beaux-Arts de Belgique, 1866, págs. 184-189; L.-P. Gachard y C. 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Werner Thomas

 

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