Gutierrez-Solana, José. Madrid, 28.II.1886 – 24.VI.1945. Pintor y escritor.
Un 28 de febrero de 1886, domingo de carnaval, nació en Madrid, en la calle Conde de Aranda, n.º 9, el artista, hijo de José Tereso Gutiérrez Solana, natural de Potosí (México), aunque de ascendencia santanderina, y de Manuela Josefa Gutiérrez Solana, perteneciente a una familia de abolengo de Arredondo (Cantabria), y prima carnal de su marido. De este matrimonio nacieron nueve hijos, ocupando José el quinto lugar.
El padre, aunque licenciado en Medicina en el colegio de San Carlos de Madrid, nunca ejerció su profesión en España, ya que vino como indiano acaudalado tras la fortuna conseguida por sus padres en ultramar con la minería. La infancia de Solana transcurrió, pues, en la casa familiar de Madrid, hogar de la alta burguesía con dos pisos y saturado de valiosos objetos coleccionados por el padre: alfombras, porcelanas, relojes, muebles isabelinos o libros antiguos, aunque tampoco faltaban máscaras, ídolos y figuras de cera mexicanos, objetos éstos que influirían en el impresionable muchacho y en su posterior obra. Comenzó, en todo caso, el bachillerato en el instituto San Isidro, aunque su padre, gran bibliófilo y buen aficionado a la fotografía, pronto observó su interés por la pintura y le alentó al respecto, recibiendo Solana clases particulares de Dibujo entre los siete y los doce años, momento en que su progenitor falleció.
Otro elemento perturbador para el joven Solana fue la presencia en la casa familiar de su tío Florencio, el hermano mudo de su madre, al que más adelante reflejará en un cuadro donde es claramente perceptible su perturbación mental. De igual modo, tras la muerte de su padre, Josefa, su madre, también se trastornaría, por lo que, si a ello se une el temprano fallecimiento de varios de sus hermanos, no es de extrañar que muerte y locura estuvieran también muy presentes en su carrera pictórica y literaria.
En 1900 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde tuvo como profesores a Alejo Vera en Colorido y a Moreno Carbonero en Dibujo, los dos pintores de historia con Primeras Medallas en las Exposiciones Nacionales. Pero él sintió especial debilidad por su profesor de Anatomía, José Parada y Santín, el único que, al parecer, guiaba a sus alumnos hacia una teoría moderna del color. Con Victorio Macho como compañero de clase preferido, Solana ya tenía en esos momentos una idea muy clara de la pintura a realizar, pues rechazaba las leyes tradicionales de modelado y composición para dar prioridad al “carácter” de la obra, no gustando tampoco del luminismo sorollista que entonces seducía a muchos de sus compañeros.
Por esta época copió en el Prado algunos cartones para tapices de Goya y estudió luego en profundidad la pintura española, desde El Greco a Ribera o Velázquez, así como a Brueghel el Viejo y su Triunfo de la muerte. Examinaba, asimismo, revistas extranjeras para conocer la pintura de Gauguin y Van Gogh y los avances del posimpresionismo europeo, ya que reprochaba al impresionismo mostrar una realidad fugaz y engañosa que apenas tenía que ver con lo que él consideraba auténtica pintura.
Comenzaron, además, sus primeras escapadas al Madrid castizo, visitando con preferencia, en compañía de Victorio Macho, Roberto Domingo o Daniel Vázquez Díaz, la zona del Rastro. Ello, sin embargo, no estaba reñido con el interés por sus estudios artísticos, siempre esperando la hora de ponerse a dibujar a las órdenes de Moreno Carbonero, De hecho, durante sus cuatro años de formación académica acudió con bastante regularidad a las clases, naciendo, precisamente, en la Academia su interés por acudir a las Nacionales de Bellas Artes.
Durante su último año en la Escuela, hacia 1903, comenzó a acudir por las tardes al Nuevo Café de Levante, en la calle del Arenal, conociendo en sus animadas tertulias de arte y literatura a personalidades como los Baroja, Rusiñol, Rubén Darío, los Machado, Corpus Barga, crítico de El País, y, sobre todo, Valle- Inclán, para muchos la verdadera alma del café. No tardó, por otro lado, en contactar allí con Regoyos, autor, junto con Verhaeren, de la España negra, famoso libro de 1899 que mostraba una visión no demasiado halagüeña del país y que interesaría sobremanera a Solana.
En todo caso, resulta especialmente notable la profunda evolución que experimentó su pintura desde este momento, pasando en apenas dos años de realizar escenas de corte sentimental, como Niños de la flor de almendro, de 1902, a lienzos ya dentro del personal y uniforme estilo que caracterizó toda su carrera, como Las Mulillas, de hacia 1904. En esta dinámica escena Solana articula las figuras de forma deliberadamente ingenua, como Regoyos, evocando también su textura cromática. Este mismo año se presentó a la Nacional con dos piezas, pero su pintura no agradó y fue destinada a un rincón de la primera planta del Palacio de Exposiciones, apenas visitado por el público.
Ya terminados sus estudios, Solana acudía con asiduidad a las tascas y tugurios de la calle de la Aduana y alrededores, mientras, junto a su hermano Manuel, daba largos y diarios paseos por ese Madrid popular de las afueras que tanto le gustaba, como los merenderos de la Bombilla o los ventorros de Cuatro Caminos.
En este aspecto, su encuentro, en 1906, con Ricardo Baroja en el café de Levante sería también vital en su trayectoria, animándole el vasco a entrar aún más en contacto con los suburbios de la capital y observar el mundo de los traperos, mendigos y demás desheredados de la urbe. En esa línea cabría situar Los chulos, donde fantasmales personajes del mundo del hampa, apenas esbozados, observan al espectador con gesto agrio e inquietante mirada, vivo testimonio del Madrid más sórdido.
En la Nacional de este año, y pese a la mala colocación de sus obras, situadas de nuevo en las galerías superiores del edificio para disgusto de Balsa de la Vega, obtuvo una mención honorífica por el conjunto de sus dieciocho lienzos presentados, fruto la mayoría de sus contactos con el Madrid arrabalero, antes citado, como Reunión de pobres. Balsa mostró sus preferencias por El tío de la vela, aunque fue Procesión en Toledo el que gustó especialmente a Ignacio Zuloaga, elogiándolo calurosamente en el café sin conocer la presencia allí mismo del autor. Una vez presentados, el eibarrés fue otra de las personalidades que más influyó en los comienzos de Solana, recordándole siempre como el que verdaderamente le ayudó a descubrir la auténtica esencia de la España popular.
En 1907 pintó El ermitaño, cuadro de peculiar ambiente devoto que regalaría un año después a Valle- Inclán, y Los autómatas, descorazonadora visión de loshabitantes de un pueblo donde, junto al sacerdote de negra sotana, aparecen ancianos llenos de resignación o tristeza o personajes marcados por la idiotez. Todo adquiere en la aldea un aire de pesadumbre, como si Solana ya hiciera propia la visión del país que emanaba del libro de Regoyos y que, en parte, también asumirían Ricardo Baroja o Zuloaga.
A continuación expuso en el Círculo de Bellas Artes telas como Per sécula seculórum y Procesión de Semana Santa, títulos que escandalizaron al público y provocaron fuertes comentarios entre la perpleja crítica, Balsa de la Vega incluido, coincidiendo algunos en que la religiosidad expresada en los lienzos era todo un canto a lo que los extranjeros más repudiaban de España. Pese a este violento rechazo, no faltaron los que apreciaban su forma de pintar, admirados por la trágica humanidad que mostraba el artista. Entre ellos los había de gran talla intelectual, como Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna, con quien entró ahora en contacto y simpatizó de inmediato, estableciéndose entre ambos una profunda amistad.
Solana partió de Madrid hacia Santander a finales de 1908, junto a su hermano Manuel y el resto de la familia, ya que los médicos esperaban que así mejorase la salud mental de la madre. Allí se instalaron en un viejo caserón familiar en el paseo de la Concepción, donde José, desde su buhardilla, contemplaba el barrio marinero y encontró, por primera vez, el sosiego necesario para madurar su arte. Pero Madrid le seguía atrayendo, retornando a la ciudad periódicamente. Así, en 1910 pintó en la capital Las vitrinas, evocación de las figuras de cera que servían de soporte, algunas ya ajadas o rotas, a los vestidos de época que entonces se exhibían en el Museo Arqueológico de Madrid, donde Solana las contemplaría en relación con los objetos inanimados que, heredados de su padre, compartía con su hermano Manuel.
En 1912 acabó en la capital cántabra un cuadro comenzado en Madrid, El entierro de la sardina, fantasmal escena de cementerio en la que unas calaveras vestidas de blanco tocan trompetas sobre un carro tirado por bueyes, clara transposición de la barcaza llena de esqueletos del cuadro de Brueghel en el Prado, mientras un goyesco universo de máscaras se agita frenéticamente en la lúgubre ceremonia. En la misma línea apocalíptica plasmó La guerra, donde la muerte, evocando de nuevo el citado cuadro del flamenco, cabalga sobre un campo de calaveras montada en esquelético caballo, cruel testimonio de un mundo sin esperanza.
Acto seguido inició desde Santander un intenso recorrido por pueblos de Cantabria, Aragón, las dos Castillas o Extremadura, donde, como antes Regoyos y Verhaeren, se nutrió de experiencias y recuerdos que más tarde cristalizaron en su obra literaria más famosa, La España negra. En todo caso, entre los resultados pictóricos de este periplo habría que destacar sus Disciplinantes, macabra y nocturna procesión de penitentes, casi convertidos en espectros, por las cercanías de Ávila. Aparte del influjo de alguno de los goyas de la Academia de San Fernando, se perciben aquí efluvios del propio Zuloaga, tanto en lo terroso de la paleta como en la misma aparición, al fondo, de la amurallada ciudad, ambos elementos presentes en su Cristo de la Sangre, realizado un año antes. En este fructífero año Solana también realizó Chozas de la alhóndiga o Esperando la sopa, lóbregas escenas de suburbio que estarían en relación con su libro Madrid.
Escenas y costumbres, de 1913.
Participó en la Nacional de 1915 con Los caídos, obra protagonizada por una familia de seres marginales junto a la cama de una humilde habitación, como un prostíbulo. La tela, prácticamente oculta durante la visita de Alfonso XIII al evento, también fue atacada por la crítica, aunque no faltaría la pluma de una joven Margarita Nelken para defenderla con firmeza.
Con Mujeres de la vida sigue incidiendo en la sordidez del arrabal, aunque ahora dote a las figuras de más presencia corpórea y de mayor expresividad en los gestos, algunos de mirada dura y altanera. En el cuadro Nochebuena, de formato apaisado como el anterior, los personajes llegan a cubrir la composición casi por entero, olvidando Solana el entrañable carácter de la festividad para mostrar, con oscuro cromatismo, todo un friso de personajes con rostros que varían entre lo triste y lo grotesco.
De esta época son también los retratos de El torero Lechuga, con la figura en solitario del diestro posando con ruda apostura bajo un fulgurante cielo crepuscular, y El Lechuga y su cuadrilla, visible aquí el influjo de Zuloaga. Ambos óleos, en todo caso, son como un tributo de admiración hacia los humildes toreros de pueblo, no en vano el propio Solana aparece como novillero en una foto de 1909 tomada en Montilla, Córdoba, cuando formaba parte de la cuadrilla del torero Bombé.
En la Nacional de 1917 obtuvo su primer éxito importante al alcanzar una Tercera Medalla con Procesión de los escapularios, cuadro muy relacionado con su Procesión de noche. Solana, siempre proclive a mostrar lo sombrío de la religiosidad popular, exagera esa tendencia en todo lo referente a los pasos procesionales, ceremonias donde, desde los rostros ceñudos de beatas y cofrades a los propios grupos escultóricos, expresan para él la muerte antes que el mensaje evangélico.
No obstante, las luces de faroles y velas animan en ocasiones la negrura de la noche y dotan a estas escenas de gran plasticidad. A finales de año Solana decidió volverse definitivamente a Madrid con su madre y su inseparable hermano Manuel, instalándose en la calle de Santa Feliciana, en el barrio de Chamberí.
Era un gran caserón de un solo piso, el lugar ideal para albergar sus colecciones de minerales, animales disecados y relojes.
Se convirtió, además, en asiduo contertulio del café Pombo, en la calle Carretas, mientras en 1918 publicó la segunda parte de Madrid, escenas y costumbres.
Al tiempo, se percibe una mayor presencia de los objetos en su producción, como en La peinadora, donde introduce unos expresivos y casi siniestros maniquíes de cartón. El cuadro, como antes sus vitrinas, fascinó a Gómez de la Serna en una etapa en que los objetos también cobraban para él especial relevancia; valga como ejemplo su aún reciente El Rastro, de 1915, donde hizo una suerte de irónico inventario de las mismas piezas que atraían a Solana. Así, Ramón encontró en el artista una especie de alma gemela capaz de mostrar en sus pinturas la misma poética que él plasmaba en su obra literaria.
El año de 1920 fue pródigo para el artista, realizando, por ejemplo, Fiesta de aldea, presentación de un grupo de enmascarados en la plaza de un pueblo con los utensilios que solían utilizar a modo de orquesta, como escobas o sartenes. La máscara en Solana siempre tiene un fondo de angustia, símbolo a veces de estupidez, como pudiera ocurrir en el caso de esta destartalada comparsa, o incluso de muerte, aunque resulte curioso que, pese a esta repulsión, no deje de mostrarlas, quizás al ejercer sobre él el atractivo de lo prohibido. Pero con este lienzo no agotaba su repertorio, como demuestra en Clowns, marcados los personajes por cierto aire trágico pese a sus cómicos disfraces, o en El profesor de Anatomía, cuadro con una profusión de objetos raramente superada en su carrera y donde tampoco faltan tétricos modelos de anatomía de presencia casi humana.
En todo caso, dos hechos diferentes convirtieron este año en clave para su carrera, pues, por un lado, publicó La España negra, libro de temática pesimista que, con gran capacidad de descripción y sin artificios literarios, muestra un país gris poblado por personajes sin alegría, dedicando el volumen a Gómez de la Serna. También terminó La tertulia del café Pombo, escena en la que sobresale Ramón entre sus contertulios en actitud de pronunciar un discurso, mientras su mano descansa sobre un ejemplar de su libro Pombo. Destaca también la presencia de José Bergamín, Manuel Abril y Mauricio Bacarisse, escritores, junto a Bartolozzi, gran dibujante, y el propio Solana, en el extremo de la derecha y mirando al espectador.
El óleo fue expuesto primero en el Salón de Otoño y colgado después, ya en diciembre, en las paredes del café con grandes honores. Al respecto, Francisco Alcántara, antes hostil a su pintura, lo consideraría profundo, trágico y pleno de vibración poética.
Poco después, ya en 1921, sus contertulios le dedicaron un banquete-homenaje, multiplicándose las adhesiones entre la elite cultural y científica de España; baste como ejemplo la opinión de Beruete, entonces director del Prado, quien situaría la obra entre las más interesantes de nuestro momento artístico. Al tiempo, participó en la Exhibición de Pintura Española de la Royal Academy de Londres, donde Singer Sargent adquirió su Carnaval en la aldea, y a continuación pintó Los pájaros, extraño asunto, casi superrealista, donde sobresalen dos personajes, mitad hombres, mitad pájaros, con utensilios de pescar o cazar mariposas, no olvidando tampoco el mundo de los barrios bajos con sus Pobres a la lumbre y Los traperos, telas donde muestra con serenidad a los parias del Madrid de principios de siglo sin necesidad de suavizar lo duro de su existencia. Este año celebró, por otro lado, su primera exposición individual en el Ateneo de Santander.
Solana, que visitaba a menudo dicha ciudad durante los veranos, siempre manifestó su admiración por los marineros cántabros, reflejándolos en Marineros de Castro Urdiales o en su Vuelta de la pesca, obra ésta con la que obtuvo Primera Medalla en la Nacional de 1922 y donde las ocho figuras de curtido rostro que acaban de regresar a puerto, visible el bosque de barcas al fondo, prestan a la escena un acertado tono entre épico y costumbrista. Pintor de amplio espectro, este mismo año realizó El Rastro, animada visión del popular lugar que le sirvió como excusa para reflejar todo un cúmulo de cachivaches.
Un año después publicó Madrid callejero, que dedicó a Ignacio Zuloaga, mientras, como en 1912, siguieron sus peregrinaciones por los pueblos de ambas Castillas y Aragón en busca de imágenes insólitas que encajaran en sus cuadros. En La corrida de toros muestra a los viejos y famélicos caballos de los picadores indefensos ante el astado; no en vano, y pese a sus comienzos taurinos, en estos temas de Solana siempre parece sentirse, como en sus procesiones, la invisible presencia de la muerte. En El desolladero, realizada un año después, volvió a incidir en la crueldad de la Fiesta al mostrar, en la penumbra del patio trasero de una plaza, cómo el toro, incluso muerto, es tratado de forma primitiva. Al tiempo, la casa de Chamberí era declarada en ruinas y la familia tuvo que buscar nueva residencia, trasladándose a otra de la calle de Reina Victoria, mucho más pequeña que la anterior, viéndose obligados los hermanos Solana a vender gran parte de sus colecciones.
Estuvo presente en la Nacional de 1924, así como en la habitual muestra de Pittsburg o en el Salón de Otoño. Eugenio d’Ors se sorprendió por su pintura y comenzó sus comentarios en la Revista de Occidente, creándose posteriormente entre los dos una buena amistad que influyó en momentos concretos de la vida del artista. Su libro Dos pueblos de Castilla se publicó ese mismo año, mientras en la línea de su Café del Pombo, aunque con diferente argumento, plasmó La vuelta del indiano, escena donde ocho caballeros en torno a una mesa escuchan el brindis del homenajeado, todos en postura estática y con el rostro fruncido o ausente.
En 1925 pintó el retrato de El viejo armador, imagen patriarcal y nostálgica, pero no exenta de severidad, de un viejo hombre de mar que parece ensimismado en sus recuerdos. La efigie guarda mucha relación con otra posterior, El capitán mercante, quien muestra su duro rostro con expresión de estar dotado para el mando, aunque, como la anterior figura, también parezca pensativo y con la mirada proyectada hacia el horizonte. En ambos retratos llenos de vigor, como en el posterior de Unamuno, Solana demuestra su capacidad creadora también en este género, lo que confirmaría al reflejar en El bibliófilo a su hermano Manuel, absorto en la lectura mientras los libros parecen rodearle por entero.
Durante 1926 vio la luz su única novela, Florencio Cornejo, libro de formato reducido en el que narra los últimos momentos de su tío loco, preso de delirios cuando se acercaba la hora de su muerte en el pueblo de Ogarrio, seguidos de la crónica de su velatorio y entierro en la citada localidad cántabra. Ese mismo año realizó otra sus telas más famosas, La visita del obispo, donde el prelado ocupa el centro de la escena rodeado por personajes en diversas actitudes, pero siempre dentro de un clima de silencio y severidad, sintonizando el gesto duro del anciano caballero con el del obispo. En algunas obras posteriores, como Los indianos o Reunión de botica, ambas de 1934, el encuentro cotidiano entre los personajes, siempre en posición frontal, no impedirá que, de nuevo, esté presente el mismo ambiente de opresivo silencio.
A principios de 1928 los Solana marcharon a París animados por el cineasta y escritor Edgar Neville, presentándose en el mismo enero veintiún lienzos del pintor en la galería Bernheim-Jeune. La muestra tuvo poco éxito, sin apenas visitantes, aunque sí lo hará Picasso.
Pintó, entretanto, Máscaras bailando del brazo o Máscaras en el campo, cuadros poblados por pobres mamarrachos tocados con capirotes o con máscaras de animales, ya de burros o de fieros perros, mientras, nunca ausente de sus manos las botas de vino, celebran los desangelados carnavales de las afueras. Ataviados del peor gusto, sus trapos chillones muestran, sin embargo, armonías insólitas dentro de una variada e inédita gama de blancos, azules, verdes y morados.
Concurrió a la Exposición Internacional de Barcelona de 1929 y obtuvo Medalla de Oro por Las coristas, lienzo del que hizo dos versiones y donde la mujer está plasmada ajena a todo idealismo, como un dramático canto a la fealdad femenina, aunque, en lo plástico, el contraste entre el blanco y los colores vivos alcance aquí su apogeo. En la misma línea realizó Las chicas de Claudia Alonso, dueña de uno de los burdeles más conocidos de Santander, o La casa del arrabal, telas donde los cuerpos sin atractivo de las mujeres no hace sino acentuar la tristeza de su condición marginal.
A lo largo de 1930 expuso en Santillana del Mar y en la Bienal de Venecia, así como en la nueva muestra organizada por el Carnegie Institute de Pittsburg, apenas perdonando su habitual presencia en estas dos últimas muestras. Así, un año después remitió, de nuevo, cuadros a la citada ciudad norteamericana, aunque también envió obra a Chicago. Al tiempo, se observa en Solana un renovado énfasis por los temas escatológicos, como en la Procesión de la muerte, de 1930, donde la parca, llevada bajo la forma de un gran esqueleto como paso de Semana Santa, se presenta en actitud pensativa y con un ataúd bajo el brazo como signo de sus dominios.
En El fin del mundo, de 1932, un universo de esqueletos que evocan de nuevo a Brueghel, rodea y aprisiona a los condenados, ya en tierra, donde algunos personajes aluden a diversos pecados capitales, como la lujuria o la avaricia, o en el oscuro y furioso mar del fondo, dispuesto a tragarse a barcazas y navíos pese a los esfuerzos de sus tripulantes. Obra que muestra el final al que el hombre está abocado, Solana, torturado por el enigma de la muerte, tampoco plasma en ella el menor signo de esperanza, aunque, mientras, muestre su oficio en la intensa variedad de tonos de las osamentas, dentro de su aparente monocromía.
Como reverso, en este período pintó una serie de cuadros de temática más amable, protagonizados por mujeres de rotunda feminidad, como Mujer ante el espejo, hacia 1931, Desnudo, 1932, o Desnudo ante el espejo, hacia 1933. Todas de opulentas formas y fuertes espaldas, compensan su lejanía del canon académico con su presencia más cálida y cercana, suscitando lo táctil a través de la luz que emana de la materia pictórica.
En 1932 volvió, además, a Venecia, donde contó con sala propia, y pintó otro paso procesional con una nueva hilera de adustos cofrades en primer plano, El beso de Judas. Un año después el noruego Magnus Gronvold le organizó una muestra individual en Oslo con cincuenta de sus obras. La acogida por el público fue excelente y muchos cuadros quedaron en colecciones del país, mientras Pola Gauguin, el hijo del pintor, le relacionó con expresionistas de la talla de Munch o James Ensor. En 1935 comenzó el retrato de Miguel de Unamuno que le encargó el Ministerio de Instrucción Pública. Murió, entre tanto, la madre, totalmente trastornada, y los Solana trasladaron su domicilio a la calle Ramón y Cajal, hoy paseo de María Cristina, zona cercana al Retiro donde la familia se encontraría a gusto. Asimismo, Solana siguió acudiendo a las tertulias del Pombo, siempre presididas por su buen amigo Gómez de la Serna.
A comienzos de 1936, en febrero, Solana participó con quince lienzos en la muestra Arte Español Contemporáneo, celebrada en París, logrando por fin su consagración definitiva en Francia. El mismo gobierno galo le compró algunos cuadros, como el desolador Garrote vil o Las señoritas toreras, ambos de 1931. Gozando ya de notable prestigio como pintor y escritor, varias entidades artísticas y literarias, apoyadas por numerosos intelectuales, le rindieron a continuación un gran homenaje y costearon el libro José Gutiérrez-Solana, pintor español, donde se reproducen varios textos de sus libros y un centenar de cuadros y dibujos.
Al estallar la Guerra Civil los hermanos fueron invitados por el gobierno de la República a abandonar Madrid y a instalarse, junto con otros artistas e intelectuales, en el Ritz de Valencia, acondicionado como Casa de Cultura. Acto seguido presentó otros quince óleos en el pabellón de la República de la Exposición Internacional de Artes y Técnicas de París, junto a obras de Picasso, Miró o Julio González, trasladándose a continuación con su hermano a dicha ciudad a comienzos de 1938. Allí siguió abordando sus temas habituales, como una nueva versión de La Peinadora o la carnavalesca Máscaras en las afueras.
Conoció en 1938 a Raymond Cogniat, asesor de la sala que la revista Gazette des Beaux Arts tenía abierta en el Fauburg Saint Honoré, e inauguró allí, poco después, una importante individual con cincuenta cuadros de todas sus épocas. En el catálogo que presentaba su obra participaron plumas de la talla de Jean Cassou, Marcelle Auclair o el propio Cogniat, con textos elogiosos donde se le consideraba heredero del Greco, del realismo de Ribera y de la sátira de Goya. El éxito, como en Noruega, fue total.
Terminada la Guerra Civil, Eugenio d’Ors le convenció para volver a Madrid, instalándose los dos hermanos en su antiguo domicilio de María Cristina. En lo pictórico siguió incidiendo en escenas pobladas por objetos, otro de los temas obsesivos de su carrera, aunque ahora cobren, por su tamaño y abundancia, un protagonismo inusual en sus lienzos, como Mujeres y maniquíes, de 1942, o Taller de caretas, Naturaleza muerta con violín o Autorretrato con muñecas, todos de 1943. Aquí, los maniquíes, de neto volumen, parecen morbosamente asimilados a seres vivos pese a su inmovilidad, mostrando esa habitual complacencia de Solana en confundir lo animado con lo inanimado.
En 1942 se presentó a diversas muestras, como la denominada Rincones y costumbres de Madrid, donde logró Medalla de Oro, obteniendo a continuación la Medalla de Honor Extraordinaria en la Exposición Nacional de Barcelona, evento al que acudió con cuadros de años anteriores, como La Rebotica y El fin del mundo. En 1943 recibió la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, aunque no obtiene, por un solo voto, la de Honor en la correspondiente Nacional. Acto seguido retornó a la Bienal de Venecia, donde el gobierno italiano le compró El Puente de las Ventas.
Volvió, como en los dos años siguientes, a Santander, ciudad que consideraba como suya, paseando otra vez junto al tranquilo mar en Puerto Chico y tomando apuntes de las vendedoras de pescado o de las cosedoras de redes. Como fruto de esas visitas realizó diversas y animadas telas ahora plenas de luz, como Rampa de Puerto Chico, Puerto Chico o Taberna de Santander. Sin embargo en 1945 sufrió un ataque de uremia, enfermedad casi incurable que le obligó a ingresar en un sanatorio, donde falleció el día de san Juan. Sus amigos llevaron su cuerpo sin vida hasta su piso, siéndole concedida poco después, y a título póstumo, la Medalla de Honor de la Nacional de Bellas Artes por Los ermitaños. Su hermano Manuel entregó al Estado, como homenaje a su memoria, su conocida Procesión de la muerte.
Obras de ~: Niños del farol, 1902; Niños de la flor del almendro, c. 1902; Las mulillas, c. 1904; Procesión en Toledo, c. 1905; Reunión de pobres, 1906; El ermitaño, 1907; Los autómatas, 1907; Procesión de Semana Santa, 1907; Las vitrinas, 1910; La guerra, 1912; Disciplinantes, c. 1912; Esperando la sopa, 1912; Los caídos, 1915; Mujeres de la vida, c. 1915; Procesión de noche, 1917; Fiesta de aldea, 1920; Clowns, 1920; La tertulia del café Pombo, 1920; Los traperos, 1921; Los pájaros, c. 1921; Vuelta de la pesca, 1922; La vuelta del indiano, 1924; El desolladero, 1924; El viejo armador, 1925; La visita del Obispo, 1926; Máscaras bailando del brazo, 1928; Las coristas, 1929; Procesión de la muerte, 1930; Las señoritas toreras, 1931; El osario, 1931; Desnudo, 1932; El fin del mundo, 1932; El bibliógrafo, c. 1933; Los indianos, 1934; Reunión de botica, 1934; Retrato de Unamuno, 1936; La peinadora, 1938; Mujeres y maniquíes, 1942; Taller de caretas, 1943; Autorretrato, 1943; Rampa de Puerto Chico, 1943; Marineros de Puerto Chico, 1945.
Escritos: Madrid. Escenas y Costumbres (primera serie), Madrid, Imprenta Artística Española, 1913; Madrid. Escenas y Costumbres (segunda serie), Madrid, Imprenta Mesón de Paños, 1918; La España negra, Madrid, Imprenta de G. Hernández y Galo Sáez, 1920; Madrid Callejero, Madrid, Imprenta de G. Hernández y Galo Sáez, 1923; Dos pueblos de Castilla, Madrid, Imprenta Ciudad Lineal, 1924; Florencio Cornejo, Madrid, Imprenta de G. Hernández y Galo Sáez, 1926; París, ed. de R. López Serrano y A. Trapiello, Granada, Comares, 2008; La España negra (II). Viajes por España y otros escritos, ed. de R. López Serrano y A. Trapiello, Granada, Comares, 2008.
Bibl.: R. Balsa de la Vega, “Exposición General de Bellas Artes”, en La Ilustración Española y Americana, 30 de mayo de 1906; J. Nogales, “Crónica de Bellas Artes”, en El Liberal (Madrid), 1 de febrero de 1907; Corpus Barga, “Los cuadros de Solana”, en El País (Madrid), 31 de octubre de 1907; A. Espina, “Solana”, en La Gaceta Literaria (Madrid), 15 de enero de 1927; J. Cassou, “José Gutiérrez Solana”, en L’Art et les Artistes (París), n.º 76 (abril de 1927); C. Barberán, José Gutiérrez Solana, Madrid, Ediciones de Arte Urgabo, 1933; E. Westerdahl, “Pintura española. José Gutiérrez Solana”, en Gaceta del Arte (agosto de 1934); A. Velarde, José Gutiérrez Solana, pintor español, Madrid, Espasa Calpe, 1936; X. de Salas, “José Gutiérrez Solana”, en Anales y Boletín de los Museos de Arte de Barcelona (Barcelona), n.os 1 y 2 (enero-abril de 1942); R. Gómez de la Serna, José Gutiérrez Solana, Buenos Aires, Poseidón, 1944; J. Pedreña, “Un vuelo artístico con Gutiérrez Solana”, en La Estafeta Literaria (Madrid), 20 de marzo de 1944; E. Aguilera, José Gutiérrez Solana, Barcelona, Editorial Iberia, 1947; J. Francés, José Gutiérrez Solana y su obra, Gerona, Dalmau Carles Pla Editores, 1947; B. de Pantorba, José Gutiérrez Solana, Barcelona, 1952; M. Sánchez Camargo, “Solana y el arte moderno a través de la Exposición de París”, en Goya, n.º 1 (julio-agosto de 1954); M. Sánchez Camargo, “Solana retratista”, en Goya, n.º 22 (enero-febrero de 1958); J. Camón Aznar, “Solana en la historia”, en ABC, 6 de abril de 1958; José Gutiérrez Solana, vida y pintura, Madrid, Taurus, 1962; E. d’Ors, Mi Salón de Otoño. Itinerario de Arte Moderno en España, Madrid, Aguilar, 1967; W. Flint, “José Gutiérrez Solana escritor”, en Revista de Occidente (1967); A. M. Campoy, José Gutiérrez Solana, Madrid, Espasa Calpe, 1971; J. A. Gaya Nuño, J. Solana, Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 1973; L. Rodríguez Alcalde, José Gutiérrez Solana, Madrid, Giner, 1974; J. L. Barrio-Garay, José Gutiérrez Solana, Paintings and Writings, London, Associated University Press, 1974; B. Madariaga y C. Valbuena, Cara y máscara de José Gutiérrez Solana, Santander, Institución Cultural de Cantabria, 1976; J. A. Gaya Nuño, Arte del siglo xx, en M. Almagro Basch et al., Ars Hispaniae: historia universal del arte hispánico, vol. XXII, Madrid, Plus Ultra, 1977, págs. 234-243; VV. AA., Adelantados de la Modernidad, Madrid, Banco de Bilbao, 1979, págs. 56-63; L. Rodríguez Alcalde y A. Martínez, Solana, Madrid, Sarpe, 1983; L. Alfonso Fernández, J. Solana. Estudio y catalogación de su obra, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 1985; V. Bozal, Pintura y Escultura españolas del siglo xx (1900-1939), en J. Pijoán (dir.), Summa artis: historia general del Arte, t. XXXVI, Madrid, Espasa Calpe, 1992, págs. 555- 562; VV. AA., José Solana (1886-1945), catálogo de exposición, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1992; Centro y periferia en la modernización de la pintura española, 1880-1918, Madrid, Ministerio de Cultura, 1993, págs. 21, 93-95, 388 y 391; Cien años de pintura en España y Portugal (1830-1930), t. X, Madrid, Antiquaria, 1993, págs. 233-247; Otros emigrantes. Pintura española del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Madrid, Caja de Madrid, 1994, págs. 14, 51 y 192-199; La mirada del 98. Arte y literatura en la edad de plata, Madrid, Ministerio de Educación y Cultura, 1998, págs. 128-136, 141- 143, 207-208 y 282-287; M. Mena Marqués, José Gutiérrez Solana, catálogo de exposición, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2004; R. González Escribano, José Gutiérrez Solana, Madrid, Fundación Mapfre, 2006.
Ángel Castro Martín