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Juan Domingo de Méndez de Haro y Guzmán

Biografía

Méndez de Haro y Guzmán, Juan Domingo de. Conde de Monterrey (VII). Madrid, 25.XI.1640 – 2.II.1716. Presidente del Consejo de Flandes, consejero de Estado.

Fallecido en 1653 Manuel de Acevedo y Zúñiga, VI conde de Monterrey y presidente del Consejo de Italia, después de un matrimonio con Leonor de Guzmán, hermana del conde-duque de Olivares y desaparecida igualmente al año siguiente, del que no hubo prole alguna, el condado recayó en Inés Francisca de Zúñiga y Fonseca. Era esta señora hija de Isabel de Zúñiga, y nieta de Baltasar de Zúñiga —hijo a su vez del V conde de Monterrey, Gaspar de Zúñiga y Acevedo— y de Ottilie Claërhout. El padre de Inés era Fernando de Fonseca, III conde de Ayala. Así vino a recaer el condado de Monterrey en Inés de Zúñiga, y de su matrimonio con ella, Juan Domingo de Haro y Guzmán vino a ser VII conde. Era éste segundogénito del primer ministro de Felipe IV, Luis Méndez de Haro, VI marqués del Carpio, I duque de Montoro y II conde-duque de Olivares, y de Catalina Fernández de Córdoba, hija del duque de Cardona. Era a su vez hermano menor de Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio y III marqués de Eliche.

Desde niño comenzó sirviendo en palacio como menino merced a la privilegiada posición de su tío abuelo, el conde-duque de Olivares, y de su propio padre, Luis de Haro, como validos ambos de Felipe IV. Alcanzó en breve tiempo la llave dorada de gentilhombre de la cámara del Rey, al igual que su hermano mayor, por el favor que les dispensaba el Monarca. Escasa relevancia política tuvieron los dos hasta que Luis falleció en 1661, aunque eran bien conocidos sus desencuentros con su padre, quien siempre temió que su ambición pudiera inducirlos a derribarle del primer ministerio. Tanto Carpio como Monterrey comenzaron entonces a protagonizar la vida cortesana con sus intrigas, extravagancias y sonoros desplantes. El 15 de julio de 1663 se le hizo al conde merced del hábito de Santiago para que pudiera gozar de la encomienda de Alange, propiedad de su mujer, de la que se le despachó título el 2 de octubre.

Posteriormente fue hecho comendador mayor de Castilla y Trece de la Orden. En 1664 fue nombrado capitán de caballos de las guardas viejas de Castilla y dos años más tarde maestre de campo. En Flandes, en donde estaba desde 1667, obtuvo la Capitanía General de la Caballería de los Países Bajos en 1669.

Continuó sirviendo en aquellos estados hasta que en 1671 fue nombrado capitán general y gobernador de Flandes, en ausencia de Juan José de Austria, cargo que desempeñó durante cinco años, al tiempo que ejercía como ministro plenipotenciario de España, por delegación regia, en la alianza establecida con las Provincias Unidas para hacer frente conjuntamente a Francia. Finalizó su mandato el 8 de febrero de 1675 cuando, previa licencia del Rey, regresó a España. Según parece había sido forzado a abandonar su gobierno por haber procurado ayuda al príncipe Guillermo de Orange. Sea como fuere, retornó a la corte en una coyuntura política crucial para el futuro de la Monarquía hispánica y para su propia carrera política.

Hacia 1675, cuando se avecinaba la proclamación de la mayoría de edad de Carlos II, lideraba Monterrey una de las dos principales facciones cortesanas opositoras al valido de la Reina Gobernadora, Fernando de Valenzuela. La otra la encabezaba el conde de Medellín, Pedro Portocarrero y Fernández de Córdoba y Aragón. Ambos partidos pretendían disputarse el favor del Monarca una vez concluida la regencia de su madre, la reina Mariana de Austria. Así, mientras Medellín confiaba en otorgar el Gobierno al cardenal de Toledo, Pascual de Aragón, pariente cercano, Monterrey, defendía que el principal ministerio recayera en el hijo natural de Felipe IV, Juan José de Austria. Aupado finalmente el bastardo regio al poder, los partidarios del cardenal Aragón fueron obligados a abandonar la corte camino del destierro.

Contaba Monterrey con el apoyo de su hermano, el marqués del Carpio, entonces embajador en Roma.

Durante su ausencia gestionó la amplia clientela política de los Zúñiga-Guzmán-Haro, heredada de su padre y liderada entonces por Gaspar. Estaba el conde resentido por no haber recibido sino una llave de gentilhombre de la cámara cuando se constituyó formalmente la Casa del Rey y el generalato de la Artillería, oficio este que se negó a desempeñar en beneficio de Pedro de Aragón, que fue nombrado en su lugar. Para mantener comunicación permanente con el Rey y no dar ocasión a rumores e inquietudes por parte de sus muchos adversarios, usó a un deudo suyo, el conde de Talhara, Juan Alfonso de Guzmán, primer caballerizo de Felipe IV desde 1661. Sus intrigas y maniobras para hacerse con el favor del Monarca le valieron un decreto de expulsión de la corte y su destierro en Salamanca. Su ambición política, desmedida y en ocasiones torpe, se puso de manifiesto cuando firmó en 1676 el manifiesto de la Grandeza suscrito por un abultado grupo de aristócratas —dieciocho grandes— que se elevó a Carlos II para rogarle que asumiera personalmente el Gobierno de la Monarquía y denunciar los abusos de su madre la reina Mariana y de su valido Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra. Correspondía a la condesa Inés como propietaria del estado, y por tanto de la grandeza a él vinculada, firmar el citado manifiesto. A cambio de su apoyo, Monterrey exigió la presidencia del Consejo de Flandes, cargo que, no obstante su insistencia, le fue negado. Marchó sobre Madrid, abandonando su destierro en Salamanca, con quinientos hombres de armas levantados a su costa, sumándose en la villa de Hita al contingente de quince mil reunidos por Juan, con el que había entrado en Castilla el 11 de enero. Cuando Juan José de Austria se hizo con el poder, a finales de enero, ordenando el destierro de la Reina, del valido Valenzuela y de sus apoyos, entre otros, los condes de Aranda, Cifuentes, Aguilar y Montijo y el príncipe de Stigliano, se le compensó por los trabajos padecidos sirviendo a su causa política con el nombramiento de virrey y capitán general de Cataluña, en sustitución del príncipe de Parma, cargo que juró el 25 de mayo. Apenas lo ocupó más de un año, pues fue removido del oficio el 13 de junio de 1678 a consecuencia de la pérdida de Puigcerdá a manos francesas.

Gracias al testimonio de María Catalina Le Jumel de Barneville, esposa de François de la Motte, barón d’Aulnoy, la célebre Madame D’Aulnoy, recogido cuando vino a España con ocasión del matrimonio de Carlos II con la princesa María Luisa de Orleans, se puede verificar el estado de la corte y los movimientos de Monterrey. Los ojos nada inocentes de aquella perspicaz observadora anotaron en su Relación del viaje de España (1679) y en sus Memorias de la Corte Española sus impresiones acerca de la nueva patria de su señora. D’Aulnoy hizo un retrato breve pero, sin duda, interesante tanto del conde de Monterrey como de su hermano el marqués del Carpio y de Eliche.

Del primero afirmaba, comparándole con Gaspar, que era “más seductor por sus maneras, aunque no menos ambicioso”, pero sí “más hábil y moderado”.

Era “galante y generoso” y “no carecía de ingenio”.

Cuando hizo esta semblanza la baronesa, hacia 1679, anotaba que “la gente maliciosa se complacía en notar que siendo muy buen mozo, su mujer era fea, mientras que el marqués de Liche, que era muy feo, tenía una mujer muy hermosa”. Del marqués del Carpio, aseguraba “se distinguía por dos cualidades bastante opuestas: era generoso y avaro. En cuanto era cuestión de aparato, llevaba la magnificencia al exceso; pero en otras ocasiones lo escatimaba todo del modo más mezquino”. Carpio era “feo, pero tenía talento y penetración y vivacidad extraordinarias”. Decía que en la corte se le temía por su ambición y sus excentricidades, “por lo que se le alejaba todo lo posible”.

En 1680 acudió a besar las manos al duque de Medinaceli, Juan Tomás de la Cerda Enríquez, por su nombramiento como primer ministro del Rey, presentando además el pleito homenaje de la ciudad de Santiago de Compostela. Sus relaciones con el nuevo primer ministro fueron, en apariencia cordiales, pero bien pronto Monterrey no tuvo escrúpulo alguno en mostrar su enojo cuando fueron otros los que le precedieron en el acceso al Consejo de Estado. La elección recayó entonces en los duques de Alburquerque y Villahermosa, el marqués de Los Vélez y el de Mancera, el inquisidor general y Melchor de Navarra. El conde lo consideró un agravio pues aseguraba tener más méritos que cualquiera de los agraciados. Su resentimiento hacia Medinaceli se acrecentó aún más por el trato desconsiderado recibido por su hermano, enfermo y débil, a quien se obligaba a permanecer en la embajada romana pese a que había solicitado licencia para regresar. El Rey había accedido a postergar su retorno, a pesar de los ruegos de la marquesa del Carpio, aconsejado por su primer ministro, para quien, aún en ese estado, Gaspar seguía siendo muy peligroso para la estabilidad de su gobierno. En aquel tenso ambiente político Monterrey comenzó a intrigar con la complicidad de otros descontentos con el duque como su cuñado el duque de Pastrana, sus hermanos Gaspar y José de Silva y el marqués de Grana.

Prevenido Medinaceli por la delación del secretario de la cámara, Sebastián de Vivanco, e informado el Rey, se ordenó el destierro de Monterrey a Salamanca. Pastrana y sus hermanos, quizá sobrepasados por la gravedad de su liga, confesaron su implicación con arrepentimiento y evitaron mayores consecuencias. Poco riguroso debió de ser el exilio, porque poco tiempo después el conde se hallaba en la corte.

El acoso al ministerio de Medinaceli, su grave estado de salud, la oposición liderada por la reina María Luisa de Orleans y significativas derrotas a manos francesas, provocaron su dimisión en abril de 1685, sucediéndole en el gobierno, como presidente del Consejo de Castilla, el conde de Oropesa, Manuel Joaquín Álvarez de Toledo y Portugal. Pese a su indudable valía y a las reformas emprendidas con harto entusiasmo, entre ellas el saneamiento de la Hacienda Real, la reforma monetaria y la reducción de la burocracia, la enemistad de la reina, Mariana de Neoburgo, forzó su caída en 1691. La llegada de la nueva Soberana contribuyó a una reestructuración de fuerzas en la corte, en la que se implicaron abiertamente todos los embajadores extranjeros acreditados.

Mariana aspiraba a ejercer como primer ministro y para ello nombró a mediados de 1691 nuevos consejeros de Estado para respaldar su política: los duques de Pastrana y Montalto, el marqués de Villafranca, el conde de Melgar —en breve almirante de Castilla—, el conde de Aguilar, el marqués de Burgomaine —embajador español en Viena— y Pedro Ronquillo, canciller en Londres. Monterrey quedó excluido pese a sus pretensiones. En aquellas circunstancias procuró el conde ganar de nuevo la confianza regia quizá con la intención de lograr el ministerio vacante. Ese año fue elegido por segunda vez gobernador y capitán general de los Países Bajos pero rechazó el ofrecimiento para evitar tener que alejarse de la corte en coyuntura tan trascendental. Sí aceptó, sin embargo, el oficio que años atrás había pedido a Juan José de Austria, la presidencia del Consejo de Flandes en 1693. Hasta entonces había estado ocupada por el príncipe de Stigliano y duque de Medina de las Torres, favorito de la Reina madre, pero su participación en una reyerta armada en la Corte le costó el puesto y una pena de destierro. Mariana de Austria impidió algún tiempo que Monterrey tomase posesión del Consejo. Finalmente, y tras la resolución favorable de una junta nombrada al efecto de solucionar el litigio, el Rey reafirmó el nombramiento del conde, a quien siempre había tenido en alta consideración, según afirmaba madame D’Aulnoy.

Como primer gentilhombre de la cámara, debido a su antigüedad, en marzo de 1693 tuvo ocasión de atender personalmente a Carlos II, postrado en cama a consecuencia de una de sus frecuentes enfermedades, ante la ausencia del duque de Pastrana, sumiller de corps del Rey. Su abnegada dedicación durante aquellas jornadas aflojó el ánimo regio que, reconociendo su abnegado servicio, accedió a darle asiento en el Consejo de Estado poco después. Ese mismo año, y tras la efímera creación de las tenencias generales de la Corona de Castilla, obtuvo Monterrey la tenencia general de los territorios ibéricos de la Corona de Aragón, mientras al condestable le correspondió en reparto la de Castilla la Vieja, al duque de Montalto la de Castilla la Nueva y al almirante la de Andalucía y Canarias. Su renuncia, al poco de tomar posesión, obligó a redefinir el reparto, recayendo Aragón y Navarra en Montalto.

La situación política durante la última década del reinado de Carlos II se proyectaba sobre una corte fragmentada en partidos y banderías con intereses contrapuestos. Una observadora privilegiada, la marquesa de Gudannes, Judit-Angelica de Le Coutelier, madre de madame D’Aulnoy, anotaba en sus cartas de 1693 la existencia de varias facciones enfrentadas: la liderada por el almirante de Castilla, muy favorecida por el Rey; la que encabezaba la propia reina Mariana de Neoburgo, integrada, entre otros por el duque de Montalto y el conde de Baños; la reina madre mantenía la suya propia en la que se juntaban el condestable de Castilla, el conde de Lobkowitz, embajador imperial, y la mayoría de los ministros plenipotenciarios extranjeros acreditados; el duque de Montalto, también tenía los apoyos de los duques de Osuna y Pastrana, del almirante de Castilla y de Manuel de Lira; finalmente el conde de Monterrey, agrupaba en su bando al cardenal de Toledo, al marqués de Los Balbases y al marqués de Ariza.

Ante la ausencia de un poder efectivo, en el otoño de 1699 la reina Mariana de Neoburgo retomó la iniciativa y se hizo con las riendas del gobierno. Ordenó el destierro de Monterrey y de otros enemigos, pese a las quejas de otros grandes y a la intervención a favor del conde del cardenal Portocarrero. Durante la Guerra de Sucesión acontecida tras la muerte de Carlos II en 1700 y la proclamación de Felipe V, Juan Domingo, fiel al nuevo Monarca de la Casa de Borbón, continuó al frente del Consejo de Flandes y ocupando su asiento en el de Estado y en el llamado Gabinete Secreto de Felipe V. En 1705 al producirse un serio desencuentro entre los ministros españoles y franceses, el Rey ordenó al marqués de Mancera que abandonase el Consejo de Estado. El conde de Monterrey y el duque de Montalto hicieron propios los agravios del cesado y presentaron igualmente sus dimisiones. El conde, además, padeció por enésima vez destierro. En 1707 con ocasión del nacimiento de príncipe de Asturias, el futuro Luis I, se le permitió regresar a la corte.

El 10 de mayo de 1710 falleció la condesa Inés. De aquel largo matrimonio no había quedado descendencia, por lo que la sucesión del condado vino a recaer en su sobrina Catalina Méndez de Haro, III duquesa de Montoro, VIII marquesa del Carpio, IV de Eliche, hija de su hermano Gaspar, fallecido en 1687, casada a su vez con el X duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva. Viudo y anciano, el conde renunció a todos sus oficios y honores, solicitó al papa Clemente XI dispensa y se ordenó sacerdote. El 28 de junio de 1712 profesó como congregante de la Venerable de San Pedro de sacerdotes naturales de Madrid.

En reconocimiento a su virtud, fue elegido entre 1713 y 1715 para presidirla. Acudía igualmente Juan Domingo al Oratorio de San Felipe Neri, en donde a diario decía misa. Falleció la noche del domingo 2 de febrero de 1716 mientras ultimaba su diario.

Su cadáver fue depositado en la iglesia de San Felipe Neri de Madrid, en donde permaneció hasta 1744, cuando junto con el de su esposa, fue trasladado al Convento de la Concepción de agustinas recoletas de Salamanca, patronato de los condes de Monterrey.

 

Bibl.: D. de Torres Villarroel, Expressión funebre hecha en Salamanca en el Religiosíssimo Convento de la Puríssima Concepción de las Agustinas Recoletas de dicha ciudad. A la memoria de los Excmos. Señores Don Juan Domingo de Haro y Guzmán y Doña Inès de Zuñiga y Fonseca, Condes de Monterrey y patronos de dicho convento, Salamanca, Antonio Villarroel y Torres [1744]; J. A. Álvarez Baena, Hijos de Madrid, ilustres en santidad, dignidades, armas, ciencias y artes, vol. III, Madrid, Benito Cano, 1789, págs. 282-284; D. de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1990; J. H. Elliott, El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia, Barcelona, Crítica, 1991; “Madame D’Aulnoy” y “Marquesa de Gudannes (1693-1695)”, en J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal. Desde los tiempos más remotos hasta comienzos del siglo xx, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1999, págs. 10-408; A. Carrasco Martínez, “Los Grandes, el poder y la cultura política de la nobleza en el reinado de Carlos II”, en Studia historica, Historia moderna, 20 (1999), págs. 77-156; H. Sieber, “La práctica informal del poder. La política de la Corte y el acceso a la Familia Real durante la segunda mitad del reinado de Felipe IV”, en Reales Sitios, 147 (2001), págs. 38-48.

 

Santiago Martínez Hernández

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