Silva y Mendoza, Juan de Dios. Duque del Infantado (X), duque de Pastrana (VI), duque de Lerma (VIII). Madrid, 13.XI.1672 – 9.XII.1737. Alcaide perpetuo de Zorita, de Simancas y de Tordesillas, caballero de la Orden de Calatrava, gentilhombre de Cámara de Carlos II y de Felipe V, Grande de España.
Además acumuló otras mercedes como duque de Estremera y Francavilla, duque de Lerma (VIII), príncipe de Mélito y de Éboli, marqués de Santillana (XI), del Cenete, de Algecilla, de Almenara, de Argüeso y de Campoo, conde de Saldaña, del Real de Manzanares, del Cid, de Mandayona y de Miedes, barón de Alberique, Alcocer, Ayora, Alazquer y Gavarda, de la Roca Anguitola, de Francica, de Caridà, de Mendiola, de Montesanto y señor de Pizo, de Hita, de Buitrago, de Barcience, Escamilla, los Járgoles y demás acrecentado.
Hijo mayor de Gregorio María de Silva y Mendoza, IX duque de Infantado y V de Pastrana, y de María de Haro y Guzmán, hija del marqués del Carpio, duque de Montoro y conde duque de Olivares. En 1693, a la muerte de su padre, se hizo con los títulos y patrimonio de sus mayorazgos y siguió su estela en las luchas políticas de la corte madrileña con el telón de fondo de la sucesión del rey Carlos II y la gran conflagración continental. Sin embargo, su participación en los acontecimientos sólo fue secundaria.
Se adscribió vagamente, como lo había hecho su antecesor, a la facción que en ese momento lideraba el duque de Montalto, enfrentada al almirante Enríquez y a la camarilla alemana la reina Mariana de Neoburgo. A partir de 1695, la agudización del problema sucesorio polarizó las posturas, aunque la mayor parte de los grandes y titulados se debatía en posiciones variables en función de factores diversos.
Tan confusa situación, agravada por la intervención de las potencias europeas, amenazaba con bloquear el funcionamiento institucional de la Monarquía. En 1699, el llamado Motín de los gatos de Madrid, una revuelta provocada por la carestía pero con importantes ecos políticos, supuso el alejamiento de la Corte de algunos enemigos del duque del Infantado-Pastrana, como el almirante y el conde de Oropesa, y de los más conspicuos miembros del círculo alemán de la Reina. Sin embargo, Juan de Dios de Silva no obtuvo réditos del cambio de escenario, como tampoco la aristocracia en su conjunto, por su incapacidad para vertebrar un bloque de poder. Esfumada la ventaja del motín, en otoño de ese año de nuevo la reina Mariana retomaba la iniciativa expulsando a su vez de la Corte a algunos de sus más conspicuos enemigos, como el conde de Monterrey, y elevando a consejeros de Estado a nueve nobles, lo que ponía de manifiesto su influencia en Carlos II, aunque los elegidos no fueran particularmente fieles a ella. Infantado no se encontró en esta hornada de nombramientos, pero al menos consiguió entrar en la nómina de gentilhombres del rey, un premio menor que da una idea de su escaso peso político. Nada tuvo que ver en los acontecimientos del otoño de 1700, cuando se gestó la decisión final de Carlos II sobre su sucesión y se produjo la llegada al trono de Felipe V.
Infantado fue uno más de los grandes a quienes el cambio de dinastía cogió a contrapié. En principio, aceptó formalmente la última voluntad de Carlos II, juró fidelidad al nuevo Rey francés y le siguió sirviendo como gentilhombre de Cámara un breve tiempo. También le recibió en tres ocasiones en el viejo palacio de Guadalajara; la primera en su viaje de llegada a España, la segunda en 1702, con ocasión del traslado del Rey a Italia, y la tercera al año siguiente, cuando retornó.
Pero en 1706, cuando las tropas del archiduque Carlos ocuparon Madrid y obligaron a Felipe V a abandonar la capital, el duque no siguió a una Corte en la que ni se sentía cómodo ni parecía haber sitio para él, sino que optó por retirarse a sus dominios alcarreños.
Tampoco fue nunca un austracista declarado, pues en vano esperó el archiduque Carlos en Pastrana a que Infantado le jurase fidelidad. Sí se pasaron a la causa de los Austria otros miembros destacados del linaje Mendoza, como su hermano Manuel, conde de Galve, y el conde de Tendilla. A ellos prestó Juan de Dios de Silva su apoyo en cierta manera, acogiéndoles en sus señoríos durante las operaciones militares que tuvieron lugar en la provincia de Guadalajara. Por todo ello, por su ambigua posición que fue desde quedarse al margen del conflicto hasta ciertos coqueteos con el pretendiente Carlos de Austria, el duque fue desterrado a Granada y procesado en 1710. Aunque fue declarado inocente, las sospechas de austracismo siguieron recayendo sobre él. También fue objeto de investigación por parte de la Junta de Incorporaciones, creada por la Corona para recuperar derechos fiscales y jurisdicciones enajenadas; tampoco se le despojó de ninguna renta, pero era evidente que no contaba para el Gobierno ni para la Corte. De manera mal disimulada, Juan de Dios de Silva nunca aceptó plenamente el cambio dinástico ni entendió las profundas transformaciones a las que estaba abocada la Monarquía. Dedicó el resto de su vida a la gestión de su patrimonio y a los asuntos internos del linaje. Acometió la ordenación del archivo ducal y algunas reformas de la estructura administrativa de sus señoríos, junto con una intensa actividad como propietario de una inmensa cabaña de ganado ovino trashumante, que le convirtió en uno de los principales hermanos de la Mesta.
El duque casó con María Teresa de los Ríos Zapata Silva y Guzmán, hija del III conde de Fernán Núñez.
De los ocho hijos que nacieron del matrimonio sólo tres niñas consiguieron sobrepasar la infancia. Ante esta circunstancia biológica que, como había ocurrido en el pasado, colocaba la sucesión ducal ante el peligro de la pérdida de la varonía, no actuó de la misma manera que lo habían hecho sus antepasados, consistente en buscar maridos pertenecientes a ramas laterales de las estirpes Mendoza o Silva. Por el contrario, en 1724 eligió para su heredera, la condesa de Saldaña María Francisca (1707-1770), a Miguel Enríquez de Toledo y Pimental, conde de Villada y heredero del VI marqués de Távara. Tampoco respondió de la forma acostumbrada cuando en 1735 murió su yerno, pues no se movió en busca de una nueva unión para su hija, aunque en este caso existía ya descendencia masculina que asegurase la continuidad de la familia.
Dos años después, en 1737, murió el X duque del Infantado, dejando el mayorazgo en manos de su hija María Francisca, que gobernó viuda la Casa ducal durante treinta y tres años.
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Adolfo Carrasco Martínez