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Luis Manuel Fernández Portocarrero y Guzmán

Biografía

Fernández Portocarrero y Guzmán, Luis Manuel. Palma del Río (Córdoba), 8.I.1635 – Toledo, 14.IX.1709. Cardenal, arzobispo de Toledo y regente de la Monarquía tras la muerte de Carlos II.

Hijo menor de Leonor de Guzmán y del conde de Palma del Río y marqués de Almenara, Luis Andrés Fernández de Portocarrero y Mendoza. Fue sumiller de Cortina de Felipe IV, licenciado en Teología, canónigo y deán de la catedral de Toledo, vicario general de esa diócesis durante las ausencias del arzobispo Pascual de Aragón, y finalmente cardenal nombrado por Clemente IX, en el período en que Mariana de Austria ejercía la regencia, el 29 de septiembre de 1669, aunque no parece que la Soberana apoyara su designación con entusiasmo. En la discusión sobre la terna que debía presentarse al Papa para la elección de nuevos cardenales, la Reina Madre recomendó a su confesor, el padre Nithard. Además, éste contaba con el apoyo del nuncio cardenal Nepote Rospigliosi. Por su parte, el Consejo de Estado remitió a Roma una terna bien distinta encabezada por el deán Portocarrero, Antonio Benavides Bazán y Ambrosio Spínola, de la sede sevillana.

A partir de su elección como cardenal, Luis Portocarrero emprendió una importante carrera política.

El acceso de Juan José de Austria, el hijo ilegítimo de Felipe IV, a las más altas instancias de poder en 1677, impulsó todavía más su carrera. En ese año ocupó la vacante del arzobispado de Toledo por muerte de Pascual de Aragón y poco después, en abril, a sólo tres meses del triunfo político del hermanastro del Rey, fue nombrado también consejero de Estado y virrey de Sicilia interino entre 1677-1678. Estos importantes puestos le obligaron a ausentarse de la sede arzobispal y por ello su sobrino Pedro, desde el arcedianato, actuó como su sustituto en la ciudad de Toledo.

El difícil destino que le tocó asumir en Sicilia, con el levantamiento de Messina en plena ebullición, pudiera hacer pensar en la posibilidad de que sufriera en realidad un “destierro dorado” pergeñado por Juan para alejarlo de la Corte. Pero su proximidad a la persona del regio hermanastro queda de manifiesto al observar que en el pliego de sus últimas voluntades figuraban como testamentarios Diego Velasco, marqués de las Cuevas, gentilhombre de su Cámara; Melchor Portocarrero, del Consejo de Guerra, comisario general de la Caballería e Infantería de España y gentilhombre de la Cámara del Rey, y el propio Luis.

Tras la desaparición de Juan José de Austria, la Reina madre actuó rápidamente. Regresó a la Corte y logró pactar con la mayoría de la alta nobleza un gobierno presidido por Medinaceli mientras los partidarios de Juan José de Austria quedaban en un segundo plano.

A partir de 1682, al tiempo que el nuevo gobierno ponía en marcha sus reformas, el cardenal Portocarrero preparó sus propios proyectos de reforma religiosa, social y política. Convocó el sínodo de Toledo con el que pretendía incrementar de forma considerable la presencia de la Iglesia en la sociedad, convirtiéndola en eje controlador rector y guía de las comunidades y municipios de sus instituciones y poderes.

Mientras tanto, en la Corte, a lo largo de la década de los ochenta, se habían formado varias facciones que tomaban posiciones frente a un eventual problema sucesorio. Una pro-austríaca muy heterogénea, en la que se integraban la mayoría de los linajes tradicionales y otra partidaria de mantener una cierta distancia con el Emperador.

El cardenal, desde el arzobispado de Toledo, siguió ocupando en los años siguientes plaza en el Consejo de Estado y tanto él como su hermano Pedro, presidente del Consejo de Aragón, fueron partidarios de la elección de María Ana de Neoburgo —hija del elector del Palatinado—, como segunda esposa del Rey tras el fallecimiento en 1689 de María Luisa de Orleans.

La consecución de un heredero era cuestión prioritaria según su opinión por encima de otras consideraciones diplomáticas o internacionales y María Ana de Neoburgo parecía reunir garantías en este aspecto.

Portocarrero, enfrentado en tantas ocasiones con la Reina madre, coincidió ahora con los criterios del embajador imperial en Madrid al defender a la candidata austríaca.

La nueva Reina, tras llegar a Madrid, no ayudó a consolidar el inicial consenso que su figura había suscitado entre las diversas facciones y grupos de poder.

Tomó claro partido a favor del Emperador y de los intereses de Austria y de su propia familia. La primera actuación política de la nueva Reina propició la destitución de todos los que, de una forma u otra, habían apoyado o habían tenido responsabilidades durante la etapa de apaciguamiento en las relaciones con Luis XIV. Aprovechó el relativo fracaso de las medidas reformistas propugnadas por Oropesa para destituirle mientras Portocarrero comenzó a ejercer una labor de oposición callada pero activa y eficaz durante el período de gobierno de la camarilla austríaca. Cuando en la segunda mitad de los años noventa la cuestión sucesoria desplazó en importancia al resto de los asuntos de Estado, el cardenal —y con él algunos de sus parientes afines—, protagonizaron un segundo asalto al poder en diversos frentes defendiendo siempre el principio de unidad de la Monarquía.

En los Consejos de Estado y Castilla en enero de 1695, Luis Manuel Portocarrero creyó estar en disposición de intentar un cambio de gobierno. Culpó a la camarilla austríaca de los enormes gastos y despilfarros de la Corte y les señaló como directos causantes de la demanda de nuevos tributos para atender las necesidades de la defensa de Cataluña frente a Luis XIV.

Finalmente, entre febrero y mayo de 1695 parte de los que la componían debieron abandonar sus puestos.

También el problema sucesorio seguía sin resolverse y ante la posibilidad de que finalmente no existiera un heredero directo, el cardenal y sus próximos defendieron en el Consejo de Estado durante 1696 la designación como heredero de José Fernando de Baviera, el sobrino-nieto de Carlos II, frente a la postura del almirante de Castilla que propuso al archiduque Carlos de Austria. Finalmente, Inocencio XII ratificó en 1698 el testamento de Carlos II en el que instituía heredero universal de toda la Monarquía a don José Fernando. En el caso de que ascendiera al trono durante su minoría de edad, se establecería una junta de regencia similar a la que funcionó durante la infancia de Carlos II aunque en este caso estaría dirigida por el cardenal Portocarrero que sería regente y gobernador con amplios poderes.

La muerte de José Fernando de Austria el 3 de febrero de 1699 truncó la vía intermedia que suponía esta opción para las apetencias hegemónicas de Francia y Austria. Fue el momento en el que Luis Portocarrero creyó que había que instaurar un gobierno fuerte con una única voz. Por su condición de primado de la Iglesia, pensó que era capaz de crear consenso, aunar esfuerzos y encauzar la sucesión. Era necesario conseguir la destitución de Oropesa y nombrar un nuevo consejo de Estado. Para lograrlo, Portocarrero dirigió a Carlos II varios memoriales exponiendo la grave situación en la que se encontraba la Monarquía y los peligros que la acechaban y anunció —al principio veladamente y a medida que avanzaban los meses de forma más clara— que había llegado el momento de apoyar al único candidato que según su concepción podía garantizar la unidad de la Monarquía hispánica, evitar una guerra interior y exterior y acometer las inaplazables reformas. Ése era el duque de Anjou, nieto de Luis XIV. También en este caso el papa Inocencio XII coincidió con el criterio del cardenal y se pronunció a favor del candidato francés. El puesto de Pedro Portocarrero, sobrino de Luis, como nuncio ad latere del Papa, además de las relaciones privilegiadas que el arzobispo de Toledo cultivó en los años setenta durante sus estancias en Italia, debieron jugar un papel destacado en aquella coincidencia de criterio.

El cardenal fue concitando simpatías alrededor de su postura mientras fortalecía una red clientelar que a escasos meses de la muerte de Carlos II empezó a dar sus más preciados frutos. Portocarrero, además de influir directamente en el confesionario del Rey, contó con el incondicional apoyo de Manuel Arias —clérigo como él—, que era en esos momentos presidente del Consejo de Castilla, con el marqués de Mancera y con Francisco Ronquillo. Ayudó a fortalecer la posición del cardenal, el excesivo protagonismo y las continuas injerencias de los alemanes durante los últimos años en la Corte madrileña que, apoyados por la esposa del Monarca, sin duda generaron un malestar creciente. Por último, contó con numerosas adhesiones en el Consejo de Estado —convenientemente reformado—, en las jerarquías eclesiásticas y también en los ámbitos cortesanos, donde su sobrino Pedro, desde el puesto de capellán mayor, ejerció una notable influencia. Lo único que parecía escaparse del control del arzobispo de Toledo fue la presidencia del Consejo de Estado, ocupada en 1699 por Oropesa, que ejercía desde ese puesto las funciones de primer ministro.

Desde 1698, el embajador austríaco Harrach intentó fortalecer los apoyos al candidato austríaco entre algunos miembros del Consejo de Estado como los condes de Aguilar y de Frigiliana, pero dada la creciente influencia de Portocarrero a partir de 1699 facilitó el retorno a la Corte del conde de Oropesa que había ejercido un primer período de mandato de 1686 a 1691, año en el que sus diferencias de criterio político con la Reina y la falta de apoyos sólidos en la Corte, propiciaron su salida del gobierno. En 1699 su posición era tan frágil como en los últimos meses de su primera administración. Una revuelta popular en Madrid desatada durante el mes de abril de ese año, el llamado “Motín de los gatos”, propiciada en origen por un problema de desabastecimiento que fue convenientemente explotado por enemigos y adversarios políticos de Oropesa entre los que se hallaba Portocarrero, sirvió para que el Rey le considerase responsable de la algarada y le depusiera de su cargo.

Se superaba así el último escollo para que el cardenal se hiciera —de forma explícita—, con las riendas del gobierno y con la confianza plena y exclusiva del Monarca moribundo. Sólo él conoció en todos sus términos el regio testamento otorgado el 11 de octubre de 1700. El 29 del mismo mes, a tres días del fallecimiento de Carlos II, Luis Portocarrero fue nombrado regente de la Monarquía.

Parte del programa de gobierno de Luis había quedado plasmado en una obra redactada por su sobrino Pedro, titulada Teatro Monárquico, que vio la luz en el verano de 1700. En esencia, se trataba de conseguir que la nueva dinastía, desligada de su rama matriz francesa, equilibrara la herencia tradicional de la Casa de Austria con las necesarias reformas que la Monarquía necesitaba y contara para su gobierno con aquellos españoles que habían trabajado para la entronización de la nueva dinastía.

Con Luis Portocarrero en el poder, la Corte fue escenario de medidas contra los partidarios del archiduque.

Las primeras disposiciones del gobierno se dirigieron contra la Reina viuda, el almirante de Castilla, el conde de Oropesa y el inquisidor general, Baltasar de Mendoza, todos ellos puntales de la oposición al cardenal. Estas medidas de “asepsia política” impuestas en el entorno cortesano para preservar al nuevo Monarca de intrigas palaciegas, apartaron de la Corte a la mayor parte de la alta nobleza, haciendo destacar más si cabe el poder del arzobispo de Toledo ratificado ahora con el nombramiento de consejero de Gabinete de Felipe V, institución conocida comúnmente con el nombre de “El Despacho” y con el nombramiento de virrey de Cataluña para uno de sus sobrinos predilectos, Luis Portocarrero, VII conde de Palma del Río. Su última maniobra política de importancia fue el matrimonio de Felipe V con María Luisa Gabriela de Saboya. A partir de entonces, como miembro de la Junta de Gobierno que rigió la Monarquía durante el viaje de Felipe V a Italia en 1702, las discrepancias surgieron inmediatamente.

El selecto Consejo de Despacho preconizado por Luis Portocarrero estuvo constituido sólo por españoles durante un corto período de tiempo. Al principio lo integraron, además del cardenal, Manuel de Arias, presidente que fue del Consejo de Castilla y ahora arzobispo de Sevilla, y Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal. Desde finales de 1701, los embajadores franceses empezaron a asistir a sus reuniones.

A medida que avanzaban los meses la estrategia de Luis XIV respecto a cómo controlar las acciones políticas de su nieto pasaron por mantener las formas con Luis Portocarrero, apoyándose no obstante en los ministros franceses. Un ejemplo de esta actitud se encuentra en el comportamiento de Orry que ante la necesidad de poner en marcha una política de saneamiento financiero que sobre todo buscaba liquidez una vez iniciada la Guerra de Sucesión, decidió actuar de modo expeditivo e impetuoso atrayéndose la animadversión de Portocarrero y también la del Consejo de Hacienda en pleno. Detrás de estas acciones estaba el embajador de Francia Amelot, al que se le empezó a considerar muy pronto el verdadero primer ministro.

Para entonces, una de sus más destacadas hechuras —el conde de Palma primer virrey de Cataluña en el reinado de Felipe V—, fue depuesto en enero de 1704 y sustituido por Francisco Fernández de Velasco, hijo natural del condestable de Castilla, quien ya había ejercido ese cargo entre 1696 y 1697. Finalmente, Portocarrero dimitió de su puesto de consejero de Despacho en protesta por el deterioro que estaban sufriendo los consejos tradicionales. El 9 de noviembre de 1705, tras un mes de la caída de Barcelona en manos del archiduque, en una reunión del Consejo de Estado lamentó que este organismo no hubiese sido consultado sobre la defensa de la ciudad.

Fue su último pronunciamiento político antes de la toma de Madrid por las tropas del autoproclamado Carlos III.

Conforme avanzaba la Guerra de Sucesión las diferencias con la cúpula del Gobierno francés se habían hecho insalvables y Portocarrero se refugió en su dignidad arzobispal. A partir de marzo de 1705, pudo considerarse retirado de toda influencia política sobre el primer monarca Borbón. El deterioro en la relación llegó a tal punto que cuando el 25 de junio de 1706 el archiduque y sus aliados entraron en Madrid y el pretendiente austríaco fue aceptado como Monarca en Toledo —donde residía la reina viuda María Ana de Neoburgo—, fue el propio cardenal el que ofició el Te Deum de proclamación. Evidentemente no fue el único que en aquella circunstancia —cuando la Corona de Aragón y parte de la de Castilla y sobre todo la capital de la Monarquía estaban controladas por el bando austrino— decidió abandonar a un Felipe V que huía sin disimulo camino de Burgos, pero desde luego sí era llamativo que el principal artífice de su advenimiento decidiera abrazar la causa del archiduque.

Tras la vuelta de Felipe V a Madrid el 4 de octubre, el cardenal Portocarrero pidió perdón al Rey y le ofreció de nuevo su lealtad. Ésta no fue rechazada pero experimentó una cuarentena indefinida. No volvió a tener nunca un puesto político aunque ejerció su dignidad de titular de la sede primada de Toledo bautizando al príncipe de Asturias, Luis, en diciembre de 1707 y un año más tarde actuó de padrino en el juramento que el príncipe hizo en la iglesia de San Jerónimo como heredero de la Corona. Fue su último acto público relevante antes de fallecer.

 

Bibl.: P. Portocarrero y Guzmán, Teatro monárquico de España, Madrid, por Juan García Infanzón, 1700 (ed., est. prelim. y notas de C. Sanz Ayán, Madrid, Boletín Oficial del Estado- Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998); Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de la Historia Eclesiástica, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 921; J. R. Peña Izquierdo, La Casa de Palma. La familia Portocarrero en el gobierno de la Monarquía Hispánica (1665-1700), Córdoba, Universidad, 2004; L. Ribot, “La sucesión de Carlos II. Diplomacia y lucha política a finales del siglo xvii”, en M. García Fernández y M.ª A. Sobaler Seco, Estudios en homenaje al profesor Teófanes Egido, vol. I, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004, págs. 63-99; L. Ribot (dir.), Carlos II. El Rey y su entorno cortesano, Madrid, Centro de Estudios de Europa Hispánico, 2009.

 

Carmen Sanz Ayán

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