Cerda Fernández de Córdoba Folch de Cardona y Aragón, Luis Francisco de la. Duque de Medinaceli (IX). El Puerto de Santa María (Cádiz), 2.VIII.1660 – Pamplona (Navarra), 26.I.1711. Capitán general, embajador, virrey de Nápoles, consejero de Estado, presidente del Consejo Real y Supremo de las Indias, primer ministro, Grande de España.
Sus numerosos e importantes títulos, señoríos y cargos merecen una mención detallada: IX duque de Medinaceli, IX de Segorbe, X de Cardona, VII de Alcalá de los Gazules y de Lerma, X marqués de Denia, VIII de Cogolludo, de Alcalá de la Alameda, de Pallars, de Tarifa, de Comares, de Cea y de Villamizar, conde de la Ciudad y Gran Puerto de Santa María, de Ampurias, de Prades, de Santa Gadea, de los Molares, de Ampudia y de Buendía, vizconde de Villamur, barón de Entenza, de la Conca de Odena, Juneda, Arbeca, Oriola y de la veguería de Segarra, señor de las ciudades de Lucena y Solsona, del puerto de Santoña, de las villas de Espejo, Chillón, Deza, Enciso, Chucena y Lobón, Benaguacil y la Puebla, de Valdezcaray, Dueñas, Calatañazor, Gumiel de Mercado, Torquemada, Sotopalacios, Ventosilla, de las tierras todas “de la recompensa” (así llamadas porque las adquirió el duque de Lerma en satisfacción de ciertos derechos antiguos de su casa), del río Ubierna y su jurisdicción, de la villa de Melgar de Fernán- Mental, de las once villas de las behetrías de la Tierra de Campos y de otras muchas en las dos Castillas, Valencia y Cataluña, de las escribanías de los hijosdalgo de la Real Chancillería de Valladolid y de las de Alicante y Orihuela, condestable de Aragón, seis veces Grande de España de 1.ª clase, cuatro de la antigüedad de 1520 por Medinaceli, Segorbe, Cardona y Comares, caballero profeso (1688) y comendador de la Orden de Santiago, gentilhombre de la Cámara de Carlos II y de Felipe V, ayo del príncipe de Asturias (futuro Luis I) (1709), adelantado mayor de Castilla, adelantado mayor y notario mayor de los reinos de Andalucía, alcalde mayor perpetuo de Sevilla, alguacil mayor de la ciudad de Sevilla y su tierra por juro de heredad (23 de agosto de 1688), alcaide de los Cien Donceles, alcaide perpetuo de la Real Casa de Campo y Sol de Madrid, de su Real Palacio y de las Reales Caballerizas, alcaide de los Reales Alcázares y Riveras de Valladolid, del castillo y fortaleza de Burgos y de la Real Casa de Moneda de dicha ciudad, patrono de las cátedras de Vísperas y Teología del Colegio de Santo Tomás de la ciudad y Universidad de Alcalá de Henares, y de las de Vísperas de Salamanca y Valladolid, patrono de la Universidad y colegio de los Manriques, de las iglesias colegiales de Lerma y de Ampudia, de los conventos de frailes y monjas de Burgos y su tierra, de Valladolid y Madrid, regidor perpetuo de diferentes ciudades y villas de voto en Cortes, etc.
El matrimonio de su padre, Juan Francisco Tomás de la Cerda Enríquez de Rivera con Catalina Antonia María de Aragón Folch de Cardona Fernández de Córdoba y Sandoval, heredera del principal linaje de Cataluña (Cardona) y de uno de los primeros de Valencia (Segorbe), no sólo incrementó enormemente el prestigio y la riqueza de la familia, sino que convirtió probablemente a Luis Francisco en el noble más poderoso y el que más estados poseía de España, y uno de los más potentes del continente. Como escribiera Luis de Salazar y Castro: “El presente duque de Medinaceli es poseedor de tantos y tan grandes estados que difícilmente se hallará en Europa vasallo de tan gran poder, de más alta representación por la sangre, ni de mayor autoridad por las alianzas”. El 2 de febrero de 1678 contrajo matrimonio con la prima hermana de su madre, María de las Nieves Téllez-Girón y Sandoval, hija de Gaspar Téllez Girón, V duque de Osuna, y de Feliche de Sandoval Orsini, III duquesa de Uceda, a la que su padre entregó una dote de cien mil ducados, de la que adelantó ochenta mil.
En 1680, junto con su padre y más de ochenta grandes y miembros de la alta nobleza, solicitó vestir el hábito de familiar del Santo Oficio con motivo del auto de fe celebrado en Madrid; el sábado 29 de junio participó así en la procesión de las cruces Verde y Blanca, sujetando la borla derecha de un estandarte con las armas del Rey y de la Inquisición, que era llevado por su padre, primer ministro de Carlos II entre 1680 y 1685. Sus primeros puestos fueron los de capitán general de las costas y galeras de Andalucía (1682) y capitán general de las galeras de Nápoles (1684), para desempeñar después la embajada en Roma (1687).
Como primogénito de su familia y antes de heredar a su padre, ostentó el título de marqués de Cogolludo, por el que se le conoce en su época de embajador en Roma, durante los pontificados de Inocencio XI, Alejandro VIII e Inocencio XII.
Según Maura, el conde de Oropesa le dio tan importante embajada, a pesar de su juventud, para compensar la eliminación política de su padre. Su llegada a Roma tuvo lugar el 3 de julio de 1687 y una de sus primeras medidas, para satisfacer la voluntad del Papa y luego de numerosos conflictos y controversias, fue la de renunciar al llamado “barrio de los españoles”, el espacio en torno al palacio de la embajada sobre el que se extendían las inmunidades y privilegios diplomáticos.
Pese a dicho gesto, Maura indica que llegaron a la Corte numerosas quejas contra él, en las que se le acusaba de afrancesado, mujeriego e insolente en su trato con los papas, que fueron sistemáticamente desoídas en Madrid, y bien pudieran haber sido calumnias de sus enemigos. Una de ellas vino desde la Corte de Viena. El papa Alejandro VIII, quien reinó únicamente algo más de quince meses, concedió en 1690 la púrpura cardenalicia al obispo de Beauvais junto con otra serie de italianos, pero sin nombrar al tiempo, como se acostumbraba, a súbditos de las otras coronas importantes, como la imperial y la española.
Es cierto que el Papa había promovido a un milanés y a tres napolitanos, pero éstos no entraban en la prerrogativa del Rey de España de que se nombrara como cardenal a un súbdito suyo por cada uno que se hiciera de Francia. Ello irritó al conde de Mansfeld, enemigo de Medinaceli y embajador entonces del Emperador en la Corte española, quien presentó una enérgica protesta, dictada desde Viena por el propio Leopoldo I, en la que acusaba a Cogolludo de haber roto el acuerdo de no asistir al Consistorio y de aprobar y festejar lo sucedido, para escándalo de todos. Tanto Mansfeld, como su sucesor en la embajada madrileña, conde Wenzel de Lobkowitz, trataron de conseguir, sin éxito, la destitución de Cogolludo de su embajada en Roma.
A raíz del asunto del capelo al obispo de Beauvais, se había escrito un libelo contra Medinaceli, titulado: “El Embajador de España incógnito, conocido en la más notoria ignominia de su Rey, público en el mayor triunfo de la Francia, manifiesto en los engañosos tratados contra el Emperador, declarado el marqués de Cogolludo en Roma. Año de 1690”, redactado seguramente en los círculos cercanos a la política imperial. En él se le acusaba de afrancesado y se denunciaban sus tratos con la cantante Angela Giorgi. Ciertamente, era aficionado a la nueva moda impuesta en la Corte de Luis XIV y en el retrato de él que publicó en su libro el marqués de Villa-Urrutia aparece vestido de tal forma, con una enorme peluca rubia como las que se estilaban entonces en Versalles, pero no hay motivo alguno para aceptar las imputaciones del libelo. Durante sus años como embajador tuvo ocasión de intervenir en la elección de dos papas; en ambos casos jugó hábilmente y con éxito a favor de cardenales bien vistos por España, pues en 1689 favoreció la elección del cardenal Ottoboni (Alejandro VIII), que se había opuesto a la política eclesiástica de Luis XIV, y en 1691 promovió la del napolitano Pignatelli (Inocencio XII). Además, desde el fallecimiento de Alejandro VIII (1 de febrero de 1691) y en aras del refuerzo de los intereses de España y el Imperio, el duque estrechó sus relaciones con los representantes del Emperador en Roma, a pesar de todos los problemas del año anterior.
Siempre fue un gran aficionado a las diversiones cortesanas, especialmente la música y el teatro, lo cual, en sus primeros años de embajador, chocaba con la austeridad en las costumbres impuesta por Inocencio XI.
Un mes después de su llegada a Roma, el 27 de agosto de 1687, organizó en la plaza existente delante del palacio (actual piazza di Spagna) un suntuoso teatro, de ochenta palmos de altura y de ciento setenta y seis de ancho, con vistas de lejanas perspectivas, bosques, fuentes y otros elementos, en honor de la reina María Luisa, esposa de Carlos II. El teatro, cuyo arquitecto fue Cristoforo Schor, tenía forma de hemiciclo y sobre sus gradas se situó una orquesta con cinco voces y ochenta instrumentos. Como en ocasiones similares, toda la plaza fue iluminada por numerosas antorchas.
Otra de sus grandes aficiones fueron las mujeres, conociéndosele diversas relaciones, entre las que sobresalió siempre Angela Giorgi, llamada la Georgina, a la que conoció en Roma, donde vivía bajo la protección de Cristina de Suecia, y que le acompañó a partir de entonces durante el resto de su vida, como dama de la duquesa.
Entre 1689 y 1691 mantuvo una frecuente correspondencia con el embajador español en Londres, Pedro Ronquillo, que fue publicada por Gabriel Maura, quien señala que la elección del duque como correspondiente por parte de un diplomático tan experto como Ronquillo prueba la precoz madurez del juicio de Medinaceli, puesto que aquél le prefirió a los virreyes de Nápoles o Sicilia, que eran también grandes.
En 1694, cansado de que el virrey de Nápoles, conde de Santisteban, no le enviara el dinero necesario para la realización de una serie de reparaciones en el palacio de la embajada, escribió al Rey una carta que prueba su carácter irónico, junto con la defensa apasionada de los intereses que le habían sido confiados: “Vuestra Majestad puede esperar ohir algún día que se caió (el palacio) y que cojió debajo a todos los que en él viben, que será una cosa muy del serbizio de Vuestra Majestad y de gran gloria suya”.
Iniciada la Guerra de los Nueve Años e invadida Italia por las tropas de Luis XIV, una de las primeras iniciativas del marqués, a mediados de 1690, fue la de tratar de conseguir con el Papa la creación de una liga entre los príncipes de Italia. En febrero de 1691, a la muerte de su padre, se convirtió en duque de Medinaceli.
Tras su estancia en Roma desempeñó el virreinato de Nápoles (febrero de 1696-1702). En dicho cargo, continuó la tarea iniciada por los virreyes anteriores de reforzamiento de la autoridad vicerregia y recuperación de la actividad política y administrativa. Una de sus principales manifestaciones fue la tutela del orden público y la disciplina social, por medio de una severa administración de la justicia de la que no quedaron exentos los nobles. Pese al apoyo de un grupo de nobles y altos personajes, su política inicial de represión del contrabando le enfrentó con los intereses de buena parte de la aristocracia, lo mismo que las tensiones que tuvo con los electos nobles de la capital.
Pese al reforzamiento del poder real en la línea de lo que ya habían conseguido sus antecesores de la segunda mitad del siglo, Medinaceli tampoco logró que la aristocracia se encuadrase plenamente, como grupo, en el mecanismo institucional del reino, algo que nunca logró del todo el Gobierno español. De todas formas, Galasso señala que el virrey era menos trabajador que antecesores suyos, como, por ejemplo, el conde de Oñate o el marqués del Carpio, por lo que, tras un período inicial de actividad, sus iniciativas decayeron a finales de 1697 o comienzos de 1698.
En el terreno de la administración financiera, la intervención del virrey, con medidas como el recurso, no siempre regular, al crédito privado, la emisión de órdenes verbales de pago u otras, aumentó la confusión contable. Durante sus años de gobierno la Corte vicerregia vivió un ambiente de fastos y celebraciones mundanas, centradas esencialmente en Mergellina y Posillipo, pero también en palacios y residencias de diversos nobles. Si en las fiestas populares destacaron los fuegos artificiales y las luminarias, sustituyendo a anteriores formas de celebración, en las cortesanas, la música y el teatro predominaron sobre torneos o corridas. La cantante Angela Giorgi, su amante, fue llevada a Roma junto con su hermana Barbara. Por celos, exilió al príncipe de Santobuono, que se había mostrado interesado por ella, y años después al duque y la duquesa de Airola, quienes al parecer la habían desairado. Según Villa-Urrutia, el duque enriqueció a la Georgina, la cual tenía parte en el gobierno del virreinato, convirtiéndose en la mejor vía para obtener gracias y provisiones de justicia. También fue excesiva la protección dada al cantante castrado Cortona.
Las carrozas del virrey se hicieron célebres. Galasso alude asimismo a sus gestos populistas para atraerse a la plebe, pues él mismo confesaba en 1701 que, para propiciarse al pueblo, había recorrido los barrios populares por la noche, en silla descubierta, escuchando súplicas y reclamaciones incluso de pobres mujeres.
Entre sus realizaciones destaca la importante reforma urbanística que supuso la apertura de la Rivera de Chiaia y la intensificación de la vida cultural. El propio Medinaceli, convencido de la creciente importancia política y social de los intelectuales, promovió la creación de una academia en el palacio real, con el nombre de Academia Real o Palatina, que fue inaugurada el 20 de marzo de 1698. La integraban literatos, matemáticos y cosmógrafos y recogía a los elementos más prestigiosos del ambiente intelectual ciudadano, compuesto por intelectuales de la vieja generación, como Valletta o Porzio, junto con jóvenes que habrían de tener gran relevancia en el futuro, como Vico, Giannone, Capasso, Doria o d’Ippolito.
Los últimos años del virreinato de Medinaceli vivieron una negativa coyuntura económica y financiera, uno de cuyos elementos más significativos fue la quiebra del banco de la Annunziata y la crisis bancaria napolitana. A finales de noviembre de 1699 fue designado consejero de Estado junto a otros ocho personajes, por iniciativa esencialmente de la reina Mariana de Neoburgo, lo que hizo que algunos contemporáneos llamaran, por ello, a dicha promoción “la hornada del Padre Gabriel”, aludiendo al influyente confesor de la Reina. La animadversión hacia él que se había creado en Viena a comienzos de los años noventa subsistía, al parecer, en la época en que desempeñaba el virreinato de Nápoles. Sin embargo, y pese a que en Italia tuviera una cierta fama de profrancés, de la que se hace eco Galasso, es probable que Medinaceli, como tantos otros nobles españoles, tardara en tener una opinión muy decidida sobre la mejor solución sucesoria cuando se produjera la muerte de Carlos II. El marqués de San Felipe narra que, a finales de dicho reinado, por influjo de la Reina y el secretario del Despacho universal Ubilla, partidarios de la sucesión austríaca, se ordenó al duque que admitiese y diese cuarteles en el reino de Nápoles a las tropas que le enviara el Emperador; pero Medinaceli, con varios pretextos, evitó dar cumplimiento a dicha orden. A finales de julio de 1700, según recoge Nicolini, confió al residente veneciano Francesco Savioni que el nombramiento del duque de Anjou u otro príncipe francés sería mucho mejor solución que la división de la Monarquía; aunque poco después, a comienzos de agosto, le confesó que, con tal de que se salvara la unidad de la Monarquía, a él y a los otros grandes de España les importaba poco que la sucesión de Carlos II fuera al archiduque Carlos, a un hijo segundogénito del Delfín o, tal vez, a un hijo del Gran Sultán. La afirmación exagerada del duque probaba el pragmatismo respecto a la sucesión de la mayor parte de la aristocracia española.
En el clima de incertidumbre del comienzo del reinado de Felipe V, mientras se constituía en Europa la alianza antiborbónica que defendía los derechos del archiduque Carlos de Habsburgo, el duque de Medinaceli se vio enfrentado a una importante conjura austrina, la llamada conspiración de Macchia, en la que las simpatías hacia la Casa de Austria se mezclaban con aspiraciones autonomistas —que veían la posibilidad de que el reino de Nápoles se constituyera como un dominio separado, o cabecera de un conjunto de dominios— y el aborrecimiento de buen número de nobles contra el autoritarismo del virrey.
La conspiración, que aprovechaba el clima de descontento popular provocado por la carestía, venía preparándose desde tiempo antes y contaba con el apoyo de Viena. Junto al príncipe de Macchia, que le dio nombre, aunque no era tal vez el más significado de sus miembros, participaban importantes exponentes de la nobleza, y entre ellos el marqués del Vasto Cesare d’Avalos, Tiberio y Malizia Carafa, el duque de Castelluccia, el de Telese, o el príncipe de Caserta, que proyectaban proclamar rey al archiduque Carlos.
Los hechos se desarrollaron en septiembre de 1701.
El primer paso era tomar Castel Nuovo y asesinar al virrey, pero advertido Medinaceli, frustró sus planes de hacerse con el castillo en la noche del jueves 22 de septiembre. Tras ello, los conjurados se apoderaron de ciertos lugares y zonas de la ciudad, sin poder evitar que se produjeran excesos y saqueos populares, como los del Castel Capuano, sede de la vicaría y otros tribunales del reino; mientras, el virrey reconstruía sus fuerzas, con el apoyo significativo de numerosos nobles leales, entre los que destacaron Tommasso d’Aquino, príncipe de Castiglione, y sobre todo el anciano príncipe de Montesarchio, perteneciente también a la familia d’Avalos, quien pese a sus ochenta y cuatro años actuaría de forma activa en favor de Felipe V. Tras dos días de incertidumbre, las fuerzas del virrey lograron atraerse a los sectores populares y derrotar a los rebeldes. Medinaceli, que no contaba entonces con excesivas tropas, puso en marcha una dura represión, respaldado por los refuerzos militares que le fueron enviados.
No obstante, y a pesar de que meses atrás había sido confirmado por un nuevo trienio, Medinaceli fue sustituido en el virreinato por el marqués de Villena y duque de Escalona, virrey de Sicilia. La causa principal de su relevo fue el deseo de atraerse a la nobleza napolitana tras la dura represión posterior a la conjura.
En compensación, el duque de Medinaceli fue nombrado presidente del Consejo de Indias. El 28 de febrero de 1702 partió de Nápoles y el 9 de marzo de Baia. Al igual que durante sus años de gobierno, en el momento de abandonar el reino de Nápoles manifestó la grandiosidad que había presidido su virreinato.
Llevaba consigo ciento veinte personas, entre miembros de su familia y criados; tanto el duque como la duquesa se deshicieron en costosos regalos (sillas de manos, carrozas, tiros de caballos) al nuevo virrey y a otros altos personajes, así como a algunos criados.
Cuando el duque regresó a la Corte se estaba organizando el consejo de Gabinete (o junta de Gobierno), creado por el Rey para asesorar a la reina María Luisa de Saboya durante el inminente viaje de Felipe V a Italia. El duque formaría parte del mismo junto con el cardenal Portocarrero, el presidente del Consejo de Castilla Manuel Arias, el duque de Montalto y el marqués de Villafranca. Dicho órgano, según Escudero, llegó a celebrar dos y tres reuniones diarias durante la regencia de la Reina. En 1703, sin embargo, según el marqués de San Felipe, Medinaceli, molesto por la escasa atención que se prestaba al Consejo de Indias, abandonó la presidencia del mismo. Por aquel entonces, junto con otros nobles descontentos con el gobierno, celebraba reuniones secretas en su casa o en la del marqués del Carpio. En agosto de 1705, cuando al príncipe Tserclaës Tilly, capitán de la compañía flamenca de la nueva guardia real —a la que se oponían los nobles— fue nombrado grande de 1.ª clase con lugar preferente en las ceremonias junto al Rey, Medinaceli publicó un panfleto en el que defendía el derecho de los grandes a situarse en ellas inmediatamente después del Monarca. Al año siguiente, en una reunión de los grandes, protestó ante Amelot por hechos como la presencia de extranjeros al frente de los ejércitos o el alejamiento de los grandes de los centros de decisión.
Cuando Felipe V decretó, en 1706, el aprovechamiento por la Corona, durante un año, de las rentas segregadas de ella, el duque elevó al Rey un memorial en el que recababa la exención para muchos de sus estados, por no constituir merced sino recompensa. Dadas sus numerosas posesiones e intereses en el reino de Valencia, se entiende que en 1707 se opusiera también a la supresión de los fueros de dicho reino.
Pese a todo ello, sería nombrado ayo del príncipe de Asturias (1709). Dicho año, de acuerdo con los datos de Escudero, fue designado primer ministro. Según San Felipe, en cambio, cuando Felipe V fue abandonado por los franceses, la princesa de los Ursinos, para conciliarse a los españoles, logró que el Rey encargara a Medinaceli la dirección de la política exterior de la Monarquía. San Felipe indica, no obstante, que seguía estando en el consejo de Gabinete, pero el Rey no se fiaba de él y el duque afectaba amor y celo, aunque tenía el ánimo ajeno a los intereses de Felipe V. El 15 de abril de 1710 fue arrestado y juzgado en secreto, por causas que no se hicieron públicas. San Felipe indica que el motivo fue su correspondencia con el ministro del gran duque de Toscana, Ranucini, que estaba en las Provincias Unidas y era partidario de Austria.
Otros autores, de forma más genérica, señalan que se le acusaba de mantener contactos con los aliados.
Condenado a prisión, estuvo primero en el alcázar de Segovia, de donde se le trasladó a Fuenterrabía en septiembre, ante el avance de las tropas aliadas, y dos meses después a la fortaleza de Pamplona. Tras negarse a comer durante once días, murió de forma misteriosa (un accidente, un golpe en la cabeza, o envenenado, según otras versiones). Coxe y Villa-Urrutia indican que lo más probable es que debiera su desgracia a su amor a la independencia de su país y a su constante oposición a la política francesa.
Tuvo una sola hija: Catalina (1678), que murió de corta edad, por lo que, al carecer de sucesión, la herencia pasó a su sobrino Nicolás María Luis, hijo de su hermana Feliche María y de Luis Francisco Mauricio Fernández de Córdoba y Figueroa, VII marqués de Priego y VII duque de Feria, con lo que el título de Medinaceli y todos los demás poseídos por él se incorporaron a dicho linaje. Tuvo también un hijo natural, Luis (1678), caballero de Malta y capitán de las galeras del papa Inocencio XII, que murió en 1695 luchando contra los argelinos.
Obras de ~: con P. Ronquillo, Correspondencia entre dos embajadores. Don Pedro Ronquillo y el marqués de Cogolludo (1689-1691), trascrip., introd. y notas G. Maura y Gamazo, duque de Maura, Madrid, Góngora, 1951-1952.
Bibl.: V. Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Phelipe V el animoso […], Génova, s. f.; F. Fernández de Bethencourt, Historia genealógica y heráldica de la Monarquía española. Casa real y grandes de España, 10 vols., Madrid, Enrique Teodoro, 1897-1920; W. Ramírez de Villa-Urrutia, marqués de Villa-Urrutia, La embajada del marqués de Cogolludo a Roma en 1687 y el duque de Medinaceli y la Georgina, Madrid, Francisco Beltrán, 1927; F. Nicolini, L’Europa durante la guerra di succesione di Spagna [...], Nápoles, Società Storia Patria Napoli, 1937-1939, 3 vols.; G. Maura y Gamazo, Duque de Maura, “Introducción”, en Correspondencia […], op. cit., vol. II; VV. AA., Gran Enciclopedia Larousse, vol. VII, Barcelona, Planeta, 1970, pág. 103; G. Galasso, Politica, cultura, società, Nápoles, Edizione Scientifiche Italiane, 1972; J. A. Escudero, Los Secretarios de Estado y del Despacho (1474-1724), vol. III, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1969, pág. 724; H. Kamen, La guerra de Sucesión en España, 1700- 1715, Barcelona, Grijalbo, 1974; J. A. Escudero, Los Orígenes del consejo de Ministros. La Junta Suprema de Estado, vol. I, Madrid, Editora Nacional, 1979, págs. 34 y 43; F. Barrios, El consejo de Estado de la Monarquía española, 1521-1812, Madrid, Consejo de Estado, 1984; V. Lleo Cañal, “The Art Collection of the Ninth Duke of Medinaceli”, en The Burlington Magazine, 131 (1989), págs. 108-116; G. Maura y Gamazo, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1990; A. Anselmi, Il palazzo dell’Ambasciata di Spagna presso la Santa Sede, Roma, De Luca Editore, 2001; I. Peñalosa Esteban-Drake, El Alcázar de Segovia, Prisión de Estado. La Guerra de Sucesión española (1701-1714), Segovia 2001; L. García-Badell, “Felipe V, la nobleza española y el Consejo de Castilla: la ‘Explicación jurídica e histórica de la consulta que hizo el Real Consejo de Castilla’ atribuida a Macanaz”, en Cuadernos de Historia del Derecho, n.º 12 (2005), págs. 125- 149; J. Fernández-Santos, “‘In tuono lidio si lamentevole’” Regia magnificencia y poética arcádica en las exequias napolitanas de Catalina Antonia de Aragón, VIII duquesa de Segorbe (1697)”, en J. L. Colomer (ed.), España y Nápoles. Coleccionismo y mecenazgo virreinales en el siglo xvii, Madrid, Centro de Estudios Europa, 2009, págs. 481-513; L. Ribot (dir.), Carlos II. El rey y su entorno cortesano, Madrid, 2009.
Luis Ribot García