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José Vicente Vázquez de Figueroa Vidal

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Biografía

Vázquez de Figueroa y Vidal, José Vicente. Cádiz, 1770 – 6.I.1855. Teniente de navío de la Armada, ministro de Marina.

Nació en el seno de una acomodada y noble familia gaditana, aunque originaria por vía paterna del País Vasco y por la materna de Tolón (francocatalanes).

Realizó estudios de latín y filosofía y pasó como seminarista al Real Colegio de Vergara para estudiar humanidades.

Allí aprendió extensamente matemáticas, francés e inglés, así como otras materias típicas de la juventud de aquella época, como la esgrima y el dibujo. En todas las ramas que estudió obtuvo la nota de sobresaliente. Su inclinación por la carrera de las armas y la voluntad de sus padres le llevó a servir a la Armada y, una vez, obtenida carta-orden de guardiamarina, se le formó asiento en la Compañía del Ferrol (3 de abril de 1789).

Embarcó primero en la fragata Librada y de ella pasó al navío Europa, mandado por Pedro Obregón, en el cual, como parte de la escuadra del general Borja, compuesta de tres navíos, seis fragatas y otros buques menores, hizo una campaña de evoluciones y durante ella obtuvo el ascenso a alférez de fragata (15 de mayo de 1790). A continuación, fue destinado su navío a la escuadra del general marqués de Socorro, compuesta de cuarenta y cinco navíos, veinte fragatas y buques auxiliares, donde adquirió una gran práctica durante una larga campaña, lo que le permitiría ser de gran utilidad en el servicio de los arsenales. En 1790, fue destinado al arsenal de Ferrol y por sus amplios conocimientos en astronomía náutica y navegación fue nombrado maestro de la academia de guardiamarinas de Ferrol para dar la clase de matemáticas, y aprovechó esta circunstancia para dedicarse a los estudios sublimes de esta materia y a la práctica de observaciones astronómicas en el pequeño observatorio existente en la Academia. En esta época tuvo lugar un hecho que le causó una profunda decepción, se produjo una promoción de ascensos en que, a pesar de sus méritos, ascendieron todos sus contemporáneos y compañeros a alféreces de navío, produciéndose el corte precisamente en él, que se quedó como alférez de fragata.

En 1793, el Gobierno español declaró la guerra a Francia por el regicidio de Luis XVI. Por lo cual Figueroa embarcó de nuevo, esta vez en el navío San Hermenegildo, donde izaba su insignia el general Gravina como jefe de una división. Unida esta división en Cartagena a la escuadra del general Lángara, constituida por veinte navíos con algunas fragatas y buques menores, fue destinado al golfo de León al bloqueo durante nueve meses de Tolón, donde se hallaba la escuadra francesa bloqueada por el almirante Hood.

El ejército republicano al mando del general Carteaux formalizó el asedio de la ciudad en agosto de 1793 y la escuadra española en unión de la inglesa, en virtud de acuerdos con las autoridades francesas que la defendían, entró en el puerto ocupando para su defensa todos los fuertes y puntos estratégicos. Fueron desembarcados 8000 hombres entre españoles, napolitanos y piamonteses, junto a dos regimientos ingleses traídos de Gibraltar, lo cual elevó la guarnición a unos 14.000 hombres. A pesar de la igualdad en la representación de las respectivas naciones, inglesa y española, en aquellas operaciones los ingleses se hicieron exclusivamente dueños del arsenal, dejando a cargo de los españoles los puntos más peligrosos y de menor interés. Gravina, por ser el segundo jefe de la escuadra, tenía encomendada la parte más activa de los trabajos y operaciones militares, y a sus inmediatas órdenes sirvió Figueroa de ayudante, distinguiéndose por su valor y actividad, asistiendo a los frecuentes enfrentamientos que se produjeron, en uno de los cuales fue herido de un bayonetazo en un muslo al ir a comunicar con gran riesgo una orden del general inglés O’Hara. Estuvo a las órdenes, además de los ya citados, de los tenientes generales Domingo Izquierdo y Rafael Valdés. Después de algunos meses de constante lucha, reconociendo ya inútil toda resistencia, se acordó la evacuación de la ciudad, pero ésta se efectuó sin el debido control y con situaciones lamentables.

Figueroa se vio envuelto en una de ellas, pues, al igual que otros ayudantes y oficiales de la Armada, se encontraban auxiliando a los desgraciados habitantes de Tolón, que en gran número huían de las tropas republicanas, hacia los muelles con todas las lanchas y botes de la escuadra española, fue precipitado al mar con alguno de sus compañeros, salvándose con grandes dificultades, pero perdiendo todo su equipaje, instrumentos y libros.

Al final de la retirada de Tolón, pasó, con la escuadra de Lángara, al apostadero de Barcelona y allí ascendió a alférez de navío (25 de enero de 1794). Estuvo en todo el sitio de Rosas a bordo del navío San Juan Nepomuceno, una veces como dotación y otras como ayudante de órdenes del jefe Domingo de Grandallana y mandó una lancha obusera, batiendo al enemigo durante setenta y un días, asistiendo al socorro del navío Triunfante el día que se perdió, siendo el único que se pudo acercar durante la noche en medio del temporal levantado y estuvo en el expuesto reembarco de todas las tropas que salieron de la plaza.

Por su actuación al mando de la lancha fue ascendido a teniente de fragata (26 de febrero de 1795) y embarcó en la goleta Cecilia, donde realizó cruceros a las Islas Baleares al mando de Agustín de Figueroa; después fue trasladado al bergantín Tártaro y designado segundo comandante del bergantín Vivo, donde realizó la comisión de los correos de Italia, hasta que le concedieron el mando del bergantín San León, con el que desempeñó comisiones en distintos puntos de Italia y Francia. En una de ellas sostuvo un brillante combate naval con la fragata inglesa Tepsicore. Perseguido su barco por la fragata, buscó refugio en la ensenada de Bourdiguera, en las proximidades de Génova, y al amparo de sus baterías; pero los genoveses le negaron la protección y Figueroa tomó la decisión de desembarcar la tropa de marina y alguna marinería con armas dirigidos por un oficial y un pilotín (alumno de piloto) y se posesionó de las baterías y las guarneció con su gente. Esperó a que la fragata le atacase, lo que hizo a las ocho de la tarde, en cuyo momento abrieron un abundante fuego. No pudiendo acercarse la fragata inglesa al bergantín por falta de fondo, pretendió abordarlo de noche con las embarcaciones menores, más, advertida la maniobra, Figueroa les dejó aproximarse, y al tenerles a tiro abrió un nutrido fuego, que les costó a los ingleses diez muertos y veinte heridos. A la madrugada, aprovechando el escaso viento, salió de la ensenada, pasando a tiro de cañón de la fragata encalmada, que hizo algunos disparos; se dirigió a fondear, la noche siguiente, bajo la protección del castillo de Mónaco y, aunque perseguido en éste y los demás días por los ingleses, logró ponerse a salvo en Barcelona. Fue destinado su bergantín al nuevo apostadero de Málaga, a las órdenes del conde de la Conquista, capitán general de la provincia marítima, con el objetivo de socorrer y aprovisionar las ciudades de Melilla, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera, vigilar y recorrer la costa hasta Cartagena para proteger el comercio, escoltar convoyes y perseguir corsarios enemigos. En el tiempo que desempeñó esta comisión, sostuvo varios combates contra fuerzas superiores inglesas, uno de los cuales fue la página más gloriosa de su vida marítima- militar.

Para acudir a las perentorias necesidades del fuerte y presidio del peñón de Vélez de la Gomera, ya próximo a entregarse a los moros por falta de víveres y aguada, salió del puerto de Málaga (28 de noviembre de 1798) el San León custodiando un convoy con terminantes instrucciones para que a todo riesgo de tiempo y enemigos, procurase llevar aquel socorro a los defensores.

A los dos días de una penosa navegación, hallándose en mitad del mar de Alborán se toparon, a eso de las nueve de la noche, con una división inglesa, compuesta por el navío Tigre, la fragata Dorotea y tres corbetas de veinte cañones, que se dirigían a Mahón, recién reconquistada. Se echaron rápidamente encima favorecidos por el viento de poniente, pero Figueroa se los atrajo sobre el bergantín hacia sotavento amparado por la oscuridad para intentar cumplir su misión a toda costa, rompiendo el fuego y sosteniendo la persecución hasta las dos de la madrugada, que fue abordado por la fragata y no le quedó más remedio que rendirse. Al entregar el sable al comandante inglés éste se lo devolvió con palabras honrosas para su dotación y le alojó en su propia cámara. Al preguntarle el inglés la razón de prolongar una defensa tan temeraria, le contestó “salvar el convoy del que estaba encargado y dar lugar con mi defensa a que llegasen a su destino los socorros para el peñón de Vélez de la Gomera”. Fueron conducidos a Gibraltar, donde se encontraba Lord Jervis, jefe de la escuadra de bloqueo de Cádiz, el cual invitó a Figueroa y sus oficiales a una comida en honor de un general y varios capitanes de navío que regresaban del combate de Abukir. Concluida la comida, Jervis invitó a Figueroa a que explicara cómo había sido apresado a todos los invitados y concluyó el diálogo diciéndole con exquisita amabilidad “Ahora volverá Vd. á España a mandar otro buque de mayor porte”.

Al día siguiente, escribió al capitán general del departamento de Cádiz, José de Mazarredo, una carta muy honrosa para los oficiales españoles, que tuvo el efecto que su autor perseguía: su conducta fue declarada de real aprecio y, por lo tanto, exentos de consejo de guerra, a pesar de que lo solicitaron. Figueroa fue nombrado comandante del lugre Dafne y seguidamente ascendido a teniente de navío (9 de marzo de 1802). En el lugre, que se hallaba en Cartagena, reunió toda la oficialidad y marinería del San León, y fue destinado, a petición del capitán general de Málaga, a desempeñar las mismas comisiones anteriores. En esta nueva campaña tuvo la suerte de salvar otro convoy con destino a Málaga, después de sostener combate contra una fragata y un jabeque ingleses en la ensenada de la Herradura, cerca de Motril, protegido por el fuego de una batería de costa y ayudado por un corsario francés, que concurrió espontáneamente a la acción.

Firmada la paz con Inglaterra y desarmado su buque, pasó a Madrid formando parte de una comisión de jefes y oficiales asignados al Estado Mayor de la Armada y bajo las órdenes directas del príncipe de la Paz, a la sazón generalísimo de Mar y Guerra, para reformar las ordenanzas de la Marina. Concluidos los trabajos de la comisión, bajo la presidencia del teniente general Domingo de Grandallana, fue éste nombrado ministro de Marina y, disuelto el Estado Mayor; se eligió a Figueroa, sin solicitud por su parte, para ocupar una plaza de oficial de la secretaría del Despacho de Marina. Este cambio, considerado una elección honrosa por parte del Gobierno, abrió a Figueroa un vasto campo donde poder completar sus conocimientos en las distintas ramas que constituyen la Marina, aunque significara su pase al retiro en el escalafón de Cuerpo General. Al estallar la Guerra de la Independencia, a fines de 1808, Figueroa desempeñaba el cargo de oficial mayor en la secretaría de Despacho de Marina; y con una decisiva intervención de la Marina en la primera ciudad española pronunciada contra Napoleón, Cartagena. Reaccionó, como prácticamente toda la oficialidad de la Armada, con alto sentido patriótico ante la invasión. Expatriado Fernando VII, se estableció la Junta Central, que en 1810 se vio forzada a trasladarse, primero, a Sevilla y, más tarde, a la Isla de León y con ella Figueroa, que se encargó del despacho de los asuntos referentes a la Marina (1 de noviembre de 1810) e incluso de los de otros ramos (Estado, Guerra, Hacienda, Interior y Seguridad Pública), debido a la confusión originada por el traslado, origen de la Regencia bajo la presidencia del general Castaños. Al detenerse a los franceses ante la isla gaditana y regularizarse la actuación del Gobierno, fue designado en propiedad ministro de Marina (22 de junio de 1812), a pesar de sus reiteradas negativas. La Armada había salido maltrecha de Trafalgar y con ella el horizonte americano de España. Quedaban, sin embargo, algunos barcos, entre ellos los capturados a Francia en Cádiz en 1808, al desencadenarse las hostilidades, y cuya liberación había sido el auténtico objetivo de la marcha del general Dupont sobre Andalucía. Sin embargo, las circunstancias de la guerra patria y la alianza con Inglaterra aconsejaron a Figueroa una política naval acertadísima: dedicar los mejores navíos al mantenimiento vital de las comunicaciones con la América española y Filipinas, de donde llegaron a Cádiz sustanciosas ayudas bélicas, con las islas adyacentes y con el norte de África; concentrar toda la potencia naval española en una fuerza sutil que llegó a contar con doscientas lanchas cañoneras, móviles y bien armadas, que permitieron la defensa del reducto gaditano por la enrevesada red de caños que le separaba de las líneas francesas, y colaborar con la escuadra británica en el bloqueo del Cantábrico y otras acciones de guerra que alcanzaron gran importancia militar.

Con los excedentes de personal, la Marina participó también eficazmente en las campañas terrestres del Ejército, flanqueado por las guerrillas. La Regencia encargó al ministro el envío de recursos y tropas para evitar la emancipación de las colonias americanas. En la Península, restableció el Depósito Hidrográfico en Cádiz; mantuvo los cursos de matemáticas superiores en los departamentos para cubrir las necesidades de oficiales preparados para la construcción de buques y para las actividades del Observatorio de Marina en la Isla de León; la Regencia le puso al frente del Consejo Hispalense, dedicado a prestar apoyo a las guerrillas de Andalucía y suministrarles todo lo necesario para hacer la guerra; estuvo encargado de los proyectos para sacar a Fernando VII de Valencia (Indrè, Centro, Francia); gestionó en los consulados del mar para que los navieros empleasen de capitanes, pilotos y contramaestres a los de la Marina real con objeto de que practicasen la navegación y con el fin de extender la industria del mar; atendió al reemplazo de los mandos de los batallones de Marina, así como de la recluta de sus tropas; presentó a las Cortes memorias muy útiles sobre fuerzas sutiles, el cultivo forestal, las matrículas de mar, la conveniencia de establecer un almirantazgo o Consejo Asesor Superior de Marina, a semejanza de otras naciones marítimas, y un ministerio universal de Indias y las comunicaciones del Atlántico con el Pacífico. Además, la Regencia le encargó los ministerios de Hacienda, de España e Indias, interinamente durante cuatro meses. Pasó durante su administración muchos apuros monetarios, de los que salió adelante gracias a la ayuda del embajador inglés y especialmente de los comerciantes gaditanos.

El Ejército español no hubiera podido salir en persecución de los franceses cuando levantaron el sitio, de no haber sido por los recursos que Figueroa pudo reunir. Constituido nuevamente el Gobierno en Madrid, creyó llegado el momento de renunciar a su cargo, renuncia que obviamente no fue aceptada, pero ante su insistencia no hubo más remedio, dados sus extraordinarios méritos, que exonerarlo de su secretaría (18 de abril de 1813).

Vuelto el Rey de su prisión francesa (1814) y habiendo sido instituida la Orden americana de Isabel la Católica, premió a Figueroa como uno de los siete fundadores, con la Gran Cruz de la Orden, confiriéndole además los honores de consejero de Estado, y más tarde la Real Orden de Carlos III. Pero, también, le sorprendió nombrándole inesperadamente de nuevo secretario de Estado y del Despacho de Marina e Indias (24 de enero de 1816) a pesar de declinar tal honor si no contaba con medios financieros suficientes para atender las necesidades de la Armada. El Rey se los ofreció, y no le quedó más remedio que aceptar.

Ahora, el problema era la guerra de emancipación americana, que parecía bien encaminada después de la formidable expedición dirigida por la revelación de la guerra, el teniente general Morillo, en 1815. Esa expedición aseguró el dominio de España en Venezuela, de donde el genial aventurero Bobes acababa de expulsar a Simón Bolívar; y luego tras la brillante reconquista de Cartagena de Indias, recuperó para la soberanía española el virreinato de Nueva Granada.

Todo el continente volvía a enarbolar la bandera de España, pero en Madrid se sabía perfectamente que el reciente virreinato del Río de la Plata, si bien no había declarado aún formalmente su independencia, albergaba el foco principal de la subversión. Por eso, el Gobierno de Fernando VII decidió preparar, con acertada visión estratégica, una segunda gran expedición dirigida ahora a Buenos Aires. Y Figueroa fue el encargado de poner los medios. Entre las causas de la decadencia de la Armada en aquella época se coloca la falta de un organismo permanente que atendiese sus necesidades, un almirantazgo que no estuviese sometido a las mutaciones que estaba el ministerio por la variación de personas y gabinetes. Figueroa consiguió el establecimiento de dicha corporación, con el infante don Antonio al frente, compuesto de los generales de más prestigio y de una sala de togados para el despacho de los asuntos de justicia dependientes del ramo. Con la ayuda y el influjo del presidente sobre el Rey, pudo llevar a cabo Figueroa unas muy útiles reformas hasta que le obligaron a dejar el cargo (14 de septiembre de 1818). En el vergonzoso asunto de la compra de los buques rusos actuó con energía.

La camarilla del Rey, dirigida por el nefasto Ugarte, el complaciente general Eguía y el embajador ruso Tattisheff, aconsejó a éste la compra de cinco navíos y tres fragatas, en uno de los actos de corrupción más abominables de la historia de España, mientras la masonería gaditana minaba las posibilidades de la expedición americana, tan temida por Bolívar y San Martín, con un trabajo subversivo que desembocó en el levantamiento de Riego, la victoria de los libertadores y, por supuesto, la pérdida de América; para ello no se consultó al almirantazgo, como era obligado se hiciese, y la compra se hizo sin las garantías debidas. El posterior reconocimiento en Cádiz dio a conocer el estado de podredumbre, así como el de los aparejos. Figueroa presentó el informe de dichos reconocimientos al Rey. Sin duda, no se dejó prevalecer la verdad y se influyó torcidamente en el pensamiento del monarca, y como Figueroa manifestase su desacuerdo con la compra, fue destituido y desterrado a Santiago de Compostela. El almirantazgo fue disuelto y también desterrado su decano el general Villavicencio.

A pesar de que el clima de Galicia era perjudicial para su salud y haber pedido el traslado a otra región, tuvo que permanecer en Santiago de Compostela hasta mediados de 1820, que se le permitió regresar a Madrid. Entonces fue nombrado consejero de Estado a propuesta de las Cortes y elección del Rey, sirviendo en este cargo hasta que en 1823 invadió España el ejército francés del duque de Angulema. Al establecerse el absolutismo, sufrió otro nuevo destierro por el cargo de consejero de Estado hasta 1826. Pese a estas persecuciones y condenas, el Rey, que conocía la lealtad de Figueroa, quiso nombrarle nuevamente ministro de Marina, pero no aceptó, manteniéndose alejado del Gobierno y en desacuerdo con sus procedimientos hasta la muerte de Fernando VII. Pero, era tan inmenso el prestigio de Figueroa que, dirigiendo el Estado como regente María Cristina de Borbón, fue propuesto, otra vez, para el Ministerio de Marina y tampoco quiso aceptar por no querer responsabilizarse del mal estado en que se encontraba la Armada y por su quebrantada salud, pero finalmente no tuvo más remedio que aceptar ante la insistencia de la Reina Gobernadora (1 de enero de 1834). Lo primero que hizo fue pedir informes a los capitanes generales y a otras autoridades de los departamentos sobre el estado de la Marina en todos sus ramos, y con el resultado de esos informes redactó una memoria poniendo de manifiesto la deplorable situación de aquélla y los medios necesarios para arreglarla; la leyó ante las Cortes llamadas del Estatuto (21 de julio de 1834). Estableció una Junta de Gobierno de la Armada y consiguió por sus gestiones que la Marina tuviese también sus representantes en el Consejo Real.

Atendió a las exigencias de la campaña de la Primera Guerra Carlista, que había empezado en 1833, y por disponer sólo de unos pocos buques de guerra dio las necesarias instrucciones para que se armasen mercantes, pudiendo bloquear de este modo las costas que se hallaban en poder de los carlistas. Restableció en la Península el servicio de guardacostas, haciendo que lo desempeñasen oficiales de la Armada y emitió disposiciones conducentes a la defensa de las islas Filipinas.

Cansado de sus muchos años de trabajos, presentó la dimisión (14 de junio de 1835) cuando lo hizo el jefe del Gobierno Martínez de la Rosa por el incumplimiento del Tratado de la Cuádruple Alianza, recién firmado por Francia, Inglaterra y Portugal, volviendo a la vida privada.

Cuando el conde de Toreno, por encargo del Rey, le hizo saber el deseo de la Reina de recompensarle, le dijo que toda la recompensa a que aspiraba era volver a su casa “con la honra con que había salido de ella”.

Todavía en 1845, cuando ya se había quedado casi ciego, la reina Isabel II le nombró consejero del recién establecido Consejo Real para juzgar sobre materias contencioso-administrativas, aunque pidió la dispensa de tal nombramiento. En ese mismo año, fue designado senador vitalicio. Vivió todavía bastantes años dedicado a poner en orden sus interesantes memorias.

Dejó treinta volúmenes con ellas y con sus proyectos y observaciones, que pasaron al archivo de la Dirección de Hidrografía por voluntad explícita de Figueroa. También escribió un extenso diccionario teórico-práctico de Marina, obra que la modestia del autor ha privado de ver la luz pública, aunque se cita en la Biblioteca Marítima de Martín Navarrete. Uno de sus más notables trabajos inéditos es un proyecto para comunicar el Atlántico, por el seno Mexicano, con el Pacífico, uniendo los ríos Guazacoales y Chimalapa de forma natural por un canal navegable a través del istmo de Tecuantepec. Para formalizar este estudio requería una expedición a esos mares para una toma de datos geométricos y geológicos, que había sido encargada al brigadier Ciscar y al capitán de navío Castillo, pero los disturbios políticos frustraron la expedición.

Es imprescindible resaltar la probidad absoluta que presidió todo su proceder y su inteligencia, pues supo rodearse de excelentes colaboradores —Villavicencio, Valdés y Topete—, de tanto entusiasmo y celo como él, quienes le auxiliaron en la difícil tarea de reflotar a la Marina del estado en que se hallaba en un período tan azaroso para España.

 

Obras de ~: Diccionario de voces y frases de Marina, Madrid, 1805, 2 ts. (ms.); Anales de los servicios de la marina de guerra española, Madrid, Imprenta de D. M. de Burgos, 1817; Exposición a las Cortes Generales del Reino en 1834: con arreglo al articulo 36 del Estatuto Real, Madrid, Imprenta Real, 1834; Memorias, Museo Naval, 1837, 30 vols. (ms.) Fuentes y bibl.: Archivo Museo don Alvaro de Bazán (El Viso del Marqués, Ciudad Real), leg. 620/1254, Exp. personal, 1855.

Estados generales de la Armada para los años 1828 y 1838, Madrid, Imprenta Real, 1827 y 1837; J. Pérez Lasso de La Vega, Galería biográfica de los generales de Marina, jefes y personajes notables que figuraron en la misma corporación desde 1700 a 1868, t. III, Madrid, Imprenta de F. García, 1873, págs. 655-679; D. de la Valgoma y El Barón de Finestrat, Real Compañía de guardiamarinas y Colegio Naval. Catálogo de pruebas de Caballeros aspirantes, Madrid, Instituto Histórico de Marina, 1955; C. Martínez-Valverde, Enciclopedia del mar, vol. VIII, Barcelona, Ediciones Garriga, 1957, págs. 1.121- 1.125; G. Bleiberg (dir.), Diccionario de Historia de España, Madrid, Alianza, 1981; P. Castillo Manrubia, La marina de guerra española en el primer tercio del siglo XIX, Madrid, Editorial Naval, 1992; A. Palau-Dulcet, Biblioteca Marítima Española, t. II, Barcelona, Palau & Dulcet, 1995; F. González de Canales, Catálogo de pinturas del Museo Naval, t. III, Madrid, Museo Naval, 2000.

 

José María Madueño Galán

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