Hurtado de Mendoza y Figueroa, Diego. Duque del Infantado (I), marqués de Santillana (II). Guadalajara, 1415-1417 – Manzanares el Real (Madrid), 27.I.1479. Militar, noble.
Diego Hurtado era el hijo primogénito de Íñigo López de Mendoza, I marqués de Santillana, y de Catalina Suárez de Figueroa, hija del maestre de la Orden de Santiago Lorenzo Suárez. Por testamento otorgado el 8 de mayo de 1455 se convirtió en el heredero del linaje Mendoza, una familia oriunda de tierras vascongadas —su patronímico procedía de Mendioz en Álava—, que se mostraba orgullosa de su antecesor Pedro, el cual, según la leyenda, había dado la vida por Juan I en Aljubarrota cediéndole su caballo.
El patrimonio de Diego, II marqués de Santillana, II conde del Real de Manzanares, I de Saldaña y señor de Campoó de Suso, era extensísimo, puesto que heredó los señoríos de la casa de Mendoza y de la Vega —de su abuela Leonor—, que incluían buena parte de Cantabria y Asturias. No obstante, el centro de aquel patrimonio eran las tierras de Guadalajara y Madrid, en donde se había instalado la familia antes del advenimiento de los Trastámara.
El padre de Diego, el gran poeta y I marqués de Santillana, murió en 1458, tras una vida apasionante, no sólo en el plano intelectual, sino también en el guerrero y político. Diego, siempre cerca de su padre, partía de cierta experiencia a su sombra y, muy joven, le fue encomendada la misión de pacificar las tierras de las Asturias de Santillana. A partir del fallecimiento de su padre, su primogénito se convirtió no sólo en el primer heredero sino en el verdadero representante de los intereses del clan familiar, siempre apoyado por sus hermanos. Aquéllos fueron Pedro González, futuro cardenal de España; Lorenzo Suárez, conde de La Coruña; Íñigo López, I conde de Tendilla; y Juan Hurtado. Constituyeron, entre todos, la clave del partido realista, dirigido sabiamente por el primogénito Diego. Casado con Brianda de Luna en 1436 —prima del que había sido condestable de Castilla, don Álvaro—, el matrimonio tuvo ocho hijos, cuyos matrimonios les llevaron a reforzar, aún más, su presencia en el estamento nobiliario castellano, convirtiéndose los Mendoza en uno de los primeros linajes del reino.
Diego había heredado a su padre en 1458, cuando Enrique IV de Castilla llevaba reinando cuatro años. La mayor parte su vida, pues, estuvo marcada por los vaivenes políticos las guerras y los enfrentamientos acaecidos en este reinado. A pesar de su probada lealtad al Rey, el II marqués de Santillana no se recató nunca —tal era su sinceridad— de indicarle lo que le parecía injusto o equivocado, de ahí que algunos cronistas lo presenten —además de apuesto y algo glotón— como un personaje de comportamiento ambiguo con respecto a Enrique IV cuando, en realidad, fue un ferviente partidario de una Monarquía fuerte. Esto explicaría su trasvase, más adelante, al partido isabelino. Pero nunca, hasta que no se produjo su desaparición, dejó de apoyar al débil y ciclotímico Enrique IV.
El primer problema con el que se tuvo que enfrentar el II marqués de Santillana tenía nombre propio: Juan Pacheco, marqués de Villena y todopoderoso valido del Rey. En 1459 se suscitó la cuestión de la herencia de Álvaro de Luna. Su heredera, María, era ambicionada en matrimonio para sus primogénitos tanto por parte del marqués de Santillana como por parte del de Villena. Se adelantaron los Mendoza. Íñigo, el heredero de Diego, consiguió entrar en el castillo de Arenas de San Pedro, donde se hallaba María custodiada por los hombres de Pacheco. Burlando la vigilancia y con el apoyo de la viuda del condestable, Juana Pimentel, consiguió casarse con la deseada heredera. Esto enfrentó a los Mendoza con el marqués de Villena, que aprovechó cualquier ocasión para vengarse y, de paso, enemistar al linaje con el Monarca.
Así, ese mismo año de 1459, el marqués de Santillana, junto con otros nobles, apoyó una confederación para exigir que el infante Alfonso —segundo hijo varón de Juan II y medio hermano de Enrique IV— fuese aceptado como heredero de Castilla. El marqués de Villena, enterado de esas intenciones, obligó a Diego Hurtado y a todos sus hermanos —acusados de conspiradores— a que abandonaran su palacio de Guadalajara y se refugiaran en Hita.
Tras la pérdida de Guadalajara, los Mendoza se acercaron al arzobispo Alfonso Carrillo, que intentaba por todos los medios resucitar la Liga de Nobles, pero la inesperada reconciliación con el de Villena —que les restituyó Guadalajara en 1461— les devolvió el favor del Rey. Favor que se acrecentó cuando una hija de Diego, Mencía, se casó con Beltrán de la Cueva, el nuevo favorito real, apadrinando los Reyes el enlace. Pacheco no perdonó verse desplazado del poder, cuando a Beltrán de la Cueva se le concedió el maestrazgo de Santiago que él ambicionada, por lo que resucitó la Liga de Nobles (1464) y utilizó al infante Alfonso frente a su hermano, a modo de legítimo heredero de Castilla. Dos años antes había nacido Juana, la hija de Enrique IV y Juana de Avís.
Era la guerra. Desde 1464, sólo los Mendoza —aunque el 15 de diciembre de ese año consta el acatamiento del II marqués del requerimiento real para jurar a Alfonso como heredero— y algunos nobles permanecieron con el Rey. Enrique IV premió la lealtad de Diego con el gobierno de Guadalajara. Pero en junio de 1465 los nobles rebeldes, encabezados por Villena, alzaron al príncipe Alfonso como nuevo rey de Castilla. Durante tres años el reino vivió una dualidad monárquica y una verdadera guerra civil.
Diego Hurtado de Mendoza no dejó de apoyar a Enrique IV, convirtiéndose toda la familia y sus parientes en la plataforma de su causa. Durante los tres años de aquella dualidad monárquica, el marqués de Santillana no dejó de intervenir en pactos y confederaciones para alcanzar la paz del reino. En nombre del rey Enrique, negoció una tregua de seis meses (5 de octubre de 1465) con los alfonsinos representados por Álvaro de Stúñiga, conde de Plasencia. Su lealtad —también hubo recompensa para el resto del clan— tuvo premio y el Monarca le concedió la villa de Santander, que años antes se había resistido a pasar de realengo a señorío.
El 30 de enero de 1466, el marqués de Santillana concedió un poder a su secretario, Diego García de Guadalajara, para que en su nombre pudiera contratar o capitular cualquier confederación o pacto tanto con el rey Enrique como con la reina Juana como con cualquier otra persona o personas. Cuando en 1466 se propuso el matrimonio entre Pedro Girón, maestre de Calatrava, y la infanta Isabel, Enrique IV, plegado a los deseos de su antiguo favorito, prescindió de los Mendoza. Pero aquéllos, que debían abandonar la Corte, pactaron con la reina Juana. El partido enriqueño se reforzaba con todos los hermanos Mendoza y sus parientes —caso de Beltrán de la Cueva o Pedro de Velasco— y algunos foráneos, como los condes de Alba, Valencia de Don Juan y Trastámara, el marqués de Astorga, Miguel o Lucas de Iranzo. Con el primero —Garci Álvarez de Toledo— firmó Diego Hurtado un pacto de amistad, en Guadalajara, el 7 de abril de aquel 1466.
Pero la situación no mejoraba, a pesar de que el II marqués de Santillana siguió participando en las diferentes negociaciones para la paz del reino (vistas de Madrid, proyecto Fonseca). Negoció incluso con los miembros más radicales de cada partido y hasta con el propio Villena. Ante el avance de los alfonsinos el imponente clan Mendoza brindó su propio ejército privado y sus extraordinarios recursos económicos para apoyar la causa del Rey pero, a cambio, pidieron una prenda del premio futuro. La pequeña Juana fue entregada a modo de rehén al hermano de Diego, Íñigo, I conde de Tendilla, en cuyas manos el Rey realizó pleito homenaje de no negociar en el plazo de trece meses con su hermano Alfonso ni con ninguno de sus partidarios sin el consentimiento del también hermano de Diego, el obispo de Calahorra, Pedro. Enrique IV se había convertido en un instrumento en manos de los nobles, aunque fueran tan leales como los Mendoza.
El 20 de agosto de 1467 se produjo el enfrentamiento entre alfonsinos y enriqueños en Olmedo. Diego y su clan lucharon duramente en el campo de batalla, pero el resultado incierto y la actitud negociadora de Enrique IV decepcionaron al marqués y a los suyos. Aun cuando Juana seguía en manos de Íñigo en el castillo de Buitrago, los Mendoza —Diego regresó a Guadalajara— desaparecieron transitoriamente de la escena política, en la que sólo permanecería el futuro cardenal, Pedro González de Mendoza.
La muerte del príncipe-rey Alfonso XII cambió el panorama político. Su hermana Isabel, futura Reina Católica, fue aceptada como primera heredera del reino en Guisando (1468), lo que significaba el desplazamiento en la sucesión de Juana. Ahora la actuación política de los Mendoza —siempre liderados por Diego— pasó por diversas etapas, desde el rechazo inicial a Isabel hasta la adhesión a su causa al filo de la muerte de Enrique IV. Entre medias, pactaron con Pacheco —entrevista de Villarejo de Salvanés—, aceptando su plan del doble matrimonio portugués el 18 de marzo de 1469, pero también negociaron con los embajadores del rey de Aragón.
En Val de Lozoya (1470), el marqués de Santillana entregó a Juana a su padre. La niña y su madre pasaron a ser custodiadas por Pacheco. No está claro si volvieron a jurar a Juana, ya que las fuentes son contradictorias. Sí, en cambio, consta documentalmente que, en 1464, el marqués de Santillana, junto con otros Grandes, negaba el servicio a la Reina y reconocía a Juana como heredera. Pero su lealtad al Rey estaba por encima de dudas. Por ello, Diego Hurtado de Mendoza recibió, entonces, entre otras recompensas, el título de duque del Infantado de Guadalajara, con las tres villas de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas.
Lentamente, el nuevo duque se fue acercando a la causa de los príncipes. Vacilante en un principio, sería en el año 1473 cuando, sin llegar a romper con Enrique IV, se mostró, junto con todo su clan, ferviente partidario de Isabel y Fernando y de sus defensores, caso del arzobispo Carrillo. Las causas que pudieron motivar ese apoyo —aparte de que Isabel representara la Monarquía fuerte en la que siempre habían creído— fue su tradicional enfrentamiento con el marqués de Villena. Un hecho vino a enemistarlos. Era la cuestión del capelo cardenalicio que enfrentaba a los Mendoza y al maestre de Santiago. Pacheco lo ambicionaba para su sobrino el obispo de Burgos, y Diego y sus hermanos lo codiciaban para Pedro, quien, finalmente, lo logró. Para conseguirlo, el I duque del Infantado recibió al príncipe Fernando y al futuro Alejandro VI —Alejandro Borgia, legado pontificio— en sus tierras patrimoniales. Pedro sería nombrado cardenal el 7 de marzo de 1473. Esto explica que fuera el propio Diego Hurtado el que advirtiera a Andrés Cabrera —alcaide del Alcázar de Segovia— de las intenciones de Juan Pacheco para hacerse con la ciudad. De ser neutral, el II marqués de Santillana se había convertido en ferviente isabelino y, en enero de 1474, prometió a los príncipes su ayuda incondicional en sus aspiraciones sucesorias; eso sí, una vez que hubiera fallecido Enrique IV. Las estrechas relaciones que unían al príncipe Fernando se probaron en el enfrentamiento entre Diego Hurtado con el conde de Benavente por la cuestión de Carrión. Entonces quedó patente que el II marqués de Santillana y el futuro Rey Católico estaban unidos por los mismos intereses.
Desaparecido Enrique IV a finales de 1474, Diego Hurtado de Mendoza, junto con otros nobles, acataba a Isabel, en cuya proclamación estuvo presente con la espada desenvainada, escoltando a la Reina en su camino hacia la catedral de Segovia aquel enero de 1475. Pocos meses después se planteó una nueva guerra civil en Castilla por la división entre los partidarios de Isabel y los de Juana. Diego Hurtado de Mendoza y sus hermanos se involucraron claramente a favor de la primera, desde el cardenal, hasta Hurtado, futuro adelantado de Cazorla, pasando por Íñigo, el conde de Tendilla, que tomó Madrid. Fue tras la batalla de Toro, en el Real, el 22 de julio de 1475 cuando los Reyes Católicos le confirmaron a Diego el título de duque del Infantado. En aquel documento se comprueba la clave del poder del II marqués de Santillana: residía en la conciencia y cohesión de su linaje, “caballeros, hermanos e yernos e fijos e sobrinos e parientes”, entre los que se encontraban los de la Cueva, los Manrique y los Velasco, entre otros. El Rey, agradecido, también le finiquitó sus pasadas deudas.
Diego Hurtado de Mendoza destacó, no sólo como defensor de la causa real, sino como representante de los derechos de sus homónimos. Así se vio en el caso de Álvaro de Stúñiga, al que apoyó en la cuestión de Chinchilla con el consiguiente disgusto de los Reyes. También se mostró partidario e intercesor del perdón para los nobles rebeldes partidarios de Juana.
El 27 de enero de 1479 moría Diego Hurtado de Mendoza en el castillo que él había mandado construir cerca de Madrid, en Manzanares el Real. Le sucedió en la casa de Mendoza su hijo Íñigo, II duque del Infantado.
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Dolores Carmen Morales Muñiz