Hurtado de Mendoza, García. Marqués de Cañete (IV). Cuenca, 1535 – Madrid, 15.X.1609. Gobernador de Chile y virrey de Perú.
Nació en el seno de una familia de gran tradición nobiliaria que acumulaba numerosos títulos de Castilla. Fue hijo segundo del II marqués de Cañete, Andrés Hurtado de Mendoza, y de María Manrique. Pasó sus primeros años en la Corte como paje de la infanta María (hija de Carlos V). A partir de 1551 participó en las campañas españolas en Italia, primero en Córcega y luego en Siena. Posteriormente se unió al ejército español que luchó contra los franceses en Renty (Bélgica). Gracias a estas intervenciones, adquirió una gran experiencia militar que le resultó muy útil en el desempeño de sus cargos en América.
Llegó a Perú en 1556 acompañando a su padre, que había sido nombrado virrey de aquel territorio. En enero del año siguiente fue nombrado gobernador de Chile, tras conocerse el fallecimiento en Panamá del nuevo gobernador, Jerónimo de Alderete. El 25 de abril tomó posesión del cargo en La Serena y su primer acto fue el apresamiento de Francisco de Aguirre y Francisco Villagra, personajes que venían rivalizando por el gobierno de Chile tras la muerte de Pedro de Valdivia en 1553.
Sin apenas demora, acometió sucesivas campañas contra los mapuches. En una de ellas logró imponerse en la batalla de Las Lagunillas a los indígenas, liderados por Galvarino, al que tomó prisionero e hizo cortar las manos para sembrar el miedo entre sus seguidores. En el mismo año de 1557 se enfrentó de nuevo a los naturales, esta vez guiados por Caupolicán, al que derrotó en la batalla de Millarapue. Caupolicán, tenido como la gran figura de la resistencia araucana, fue condenado a morir empalado en la plaza pública de Cañete, lo que ocurrió en 1558, no sin antes bautizarse y hacerse cristiano.
Encomendó al capitán Juan Ladrillero el reconocimiento del estrecho de Magallanes. La expedición zarpó de Valdivia en noviembre de 1557 con dos naves y, tras sufrir numerosas penalidades, Ladrillero pudo entrar en el estrecho y explorar canales, fiordos y archipiélagos. Se detuvo en un punto que llamó Nuestra Señora de los Remedios y allí permaneció cinco meses. Finalmente, en agosto de 1558 tomó posesión del territorio en el lugar llamado La Posesión. A principios del año siguiente regresó a Valdivia con la tripulación diezmada.
García Hurtado de Mendoza reconstruyó el fuerte de Tucapel, destruido por Caupolicán en su ataque de 1553. Entre finales de 1557 y principios de 1558 fundó la ciudad de Cañete, que fue defendida con sólidas murallas de piedra y, con el mismo material, fueron levantados los edificios principales. Durante mucho tiempo fue la gran plaza fuerte y reducto militar destinado a preservar la presencia española en la región. Promovió el tercer poblamiento de Concepción; descubrió el archipiélago de Chiloé (febrero de 1558) y ordenó la fundación de Osorno (marzo de 1558). Asimismo, refundó la ciudad de Los Confines a la que bautizó ahora con el nombre de Los Infantes de Angol (enero de 1559). Su actividad colonizadora se extendió a las actuales tierras argentinas. Encomendó al capitán Pedro del Castillo una expedición que, tras cruzar los Andes, culminó con la fundación de la ciudad de Mendoza en el valle de Cuyo (1561), en honor a su apellido.
Durante su gobierno, el oidor de la Audiencia de Lima, Hernando de Santillán, dictó la Tasa de Santillán (1559), documento de gran trascendencia por cuanto que reguló la encomienda y el trabajo indígena. Aquella época también suele considerarse como el punto de partida de la literatura chilena con La Araucana (1569) de Alonso de Ercilla.
La arrogancia con que Hurtado de Mendoza asumió el gobierno de Chile le granjeó no pocas enemistades, especialmente la de Francisco de Villagra. Ello, unido al hecho de que la Corte nunca vio de buen grado el nombramiento por parte de su padre, precipitó su caída. La muerte de su progenitor en 1561 forzó su regreso a Lima, para emprender de inmediato viaje a España. En el juicio de residencia como gobernador de Chile se le imputaron doscientos quince cargos, de los que la mayoría hacían referencia al uso irregular de los fondos de la Real Hacienda. Pese a ello y gracias a la influencia de su familia, el proceso pudo detenerse. Permaneció en la Corte y casó con Teresa de Castro y de la Cueva, emparentada con varias familias de la nobleza española. Fue nombrado embajador en Italia ante el duque Manuel Filiberto de Saboya (1575) y, más tarde, sirvió en la guerra de Portugal (1580).
Felipe II valoró su experiencia militar y la circunstancia de que ya hubiera ejercido el gobierno de Chile para ponerlo al frente del virreinato peruano en sustitución del anciano conde del Villar (1588). Zarpó de Sanlúcar de Barrameda en marzo de 1589 y en junio se encontraba en Panamá, ocupado en la solución de los problemas de aquella Audiencia. A finales de noviembre arribó al puerto de Callao e hizo su entrada en Lima el 6 de enero de 1590. Viajó con su esposa, que se convirtió de este modo en la primera virreina del Perú, y con un numeroso séquito de caballeros, damas, pajes y criados.
Retomó la guerra de Arauco enviando refuerzos al gobernador Alonso de Sotomayor, que de ninguna manera pudieron doblegar la resistencia indígena. En otro escenario, el argentino, impulsó la colonización española frente a los chiriguanos con la fundación de San Lorenzo de la Barranca (1590) por Lorenzo Suárez de Figueroa, y La Rioja (Tucumán) por Juan Ramírez de Velasco (1591).
Ese año de 1591, habiendo fallecido su hermano primogénito Diego Hurtado de Mendoza y Manrique, sucedió en la merced de marqués de Cañete.
El aumento de las rentas reales fue una de las prioridades de su gobierno. Con celeridad dispuso la petición de un donativo gracioso a la población, tal como había solicitado Felipe II para atender las necesidades de su política exterior. El Cabildo de Lima, aunque terminó aceptando la carga, mostró sus reticencias ante esta medida, ya que la ciudad aún no se había recuperado de los efectos del terremoto de 1586. Asimismo, dio orden a las Audiencias de Quito y Charcas para que en sus distritos se recogiese la mayor cantidad posible de dinero. La suma final obtenida superó el millón y medio de ducados, destacando la contribución especial que hicieron los mineros de Potosí y Huancavelica.
Con el mismo fin recaudatorio, el Monarca ordenó el establecimiento en Perú del impuesto de la alcabala (1 de noviembre de 1591), que ya se venía cobrando en España y en México. Su imposición fue bastante impopular y los Cabildos la aceptaron no sin antes expresar sus protestas. En Quito la reacción fue más violenta y desencadenó una verdadera rebelión. Cuando el 23 de julio de 1592 llegó a Quito la orden para comenzar la recaudación del impuesto de alcabala, que consistía en el pago del dos por ciento de las transacciones, la provincia entera estalló en una sublevación, que ha pasado a la historia como “la rebelión de las Alcabalas”. En la protesta confluyeron varios sectores locales, como el clero, las elites y los marginales de la ciudad, conformados principalmente por mestizos y soldados. De este modo, las reivindicaciones sociales se unieron y sobrepasaron el simple rechazo al nuevo impuesto. El malestar general también era síntoma de la crisis provocada por el declive de la sociedad encomendera y la consiguiente pérdida de protagonismo de las generaciones desheredadas de la conquista, ahora desplazadas por nuevos agentes sociales, como los comerciantes y mercaderes, fuertemente vinculados al auge de la economía regional. La negativa de la Audiencia, presidida por el doctor Barros, a aceptar la suplicación del Cabildo para que no entrara en vigor el impuesto fue el inicio de las hostilidades. El virrey determinó el envío de tropas, dirigidas por el general Pedro de Arana, para calmar la situación. Éste entró en la ciudad (abril de 1593) y no dudó en apresar y dar muerte a los cabecillas. Sofocada la rebelión, Hurtado de Mendoza otorgó perdón general para los presos, lo que se conoció con júbilo en Quito el 12 de julio de 1593.
Además del donativo gracioso pedido por el Rey y la implantación de la alcabala, también puso en práctica otras medidas para aumentar los ingresos de la Real Hacienda. Entre ellas, nuevos gravámenes en concepto de almojarifazgo, avería, permisos a extranjeros, venta de oficios, ejecutorias de nobleza y, especialmente, composiciones de tierras. Por medio de éstas y a cambio de ciertas cantidades de dinero, los dueños de tierras podían legalizar las propiedades que poseían sin título alguno. Para que este proceso se llevara con rectitud, elaboró unas Instrucciones, publicadas en Lima el 8 de octubre de 1594. Gracias a esta política fiscal, Hurtado de Mendoza pudo remitir a la Corte en siete armadas la cantidad de 9.714.405 pesos.
Se preocupó por el rendimiento de las minas, fomentando la producción de las ya descubiertas e impulsando los descubrimientos de otras nuevas. Potosí atravesaba en aquellos años por problemas debidos al agotamiento de algunas vetas y a la disminución de la ley de los minerales extraídos. Para su remedio apoyó todas las iniciativas encaminadas al beneficio y aprovechamiento de los minerales más pobres. Además, impulsó una política de descubrimiento de nuevos yacimientos. En cambio, el mineral de Huancavelica alcanzó durante su gobierno una época de bonanza, que posibilitó el abastecimiento de mercurio, no sólo a las minas peruanas, sino también a las de Nueva España. Firmó un nuevo asiento con los azogueros (27 de abril de 1590) que sustituyó al firmado cuatro años antes por el virrey conde del Villar. En él se establecía una retribución de 40 pesos por quintal y el compromiso de repartir un total de 2.274 indios.
Con relación a éstos, se estipulaba que sólo podrían ser empleados en las tareas propias del mineral; su jornada laboral no ocuparía las horas nocturnas y descansarían los domingos y días de fiesta para acudir a la iglesia. Dotó a Huancavelica de un corregimiento propio, independiente del de Huamanga (1591). Creó el cargo de balanzario y exoneró del pago de la alcabala al azogue (1592).
En la región de Huancavelica se descubrieron las minas de plata de Urcococha y Choclococha (1590), cuya producción vino a paliar la crisis de Potosí. En torno a ellas mandó fundar una villa que, en honor al apellido de su esposa, bautizó con el nombre de Castrovirreina (julio de 1591). La empresa corrió a cargo de Pedro de Córdoba Messía, nombrado gobernador y administrador general de aquellas minas. Su riqueza permitió a los mineros ofrecer a la Corona un donativo de 7.000 pesos, lo que agradeció el Monarca otorgándole el título de ciudad (1594). El mismo virrey se ocupó de la asignación de mano de obra mitaya que ascendió a la cifra de dos mil cien indios.
Promovió importantes obras en la ciudad de Lima. Las más inmediatas se dedicaron a la reconstrucción del palacio, seriamente dañado por el terremoto de 1586. Fundó el colegio San Felipe y San Marcos (1592), aplicándole una renta de 2.800 pesos anuales. Según sus constituciones, los colegiales vestirían sotana azul oscuro y beca azul claro y la estancia en el centro se prolongaría durante ocho años. Entre sus primeros alumnos figuraron Pedro de Córdoba y el poeta Pedro de Oña. Publicó numerosas disposiciones para el gobierno de la ciudad, que comprendían muy diversos temas, como el buen régimen del Cabildo, la fabricación y consumo de chicha, exactitud y fidelidad de las pesas y medidas, reglamentación de las pulperías, normas sobre los panaderos, molineros y pasteleros, la venta de vino, limpieza de la ciudad, etc.; además, redactó unas Ordenanzas sobre el trato de los indios, impresas en 1594.
Encargó a Luis de Morales Figueroa la elaboración de un censo de indios tributarios y sus tasas de contribución a los encomenderos. De él se desprende que había 311.257 indios obligados a pagar tributo y que éste alcanzaba la suma de 1.434.420 pesos. Cuzco era la provincia con mayor renta.
Durante su gobierno continuaron las incursiones de piratas. A principios de 1594 cruzó el estrecho de Magallanes el corsario inglés Richard Hawkins y atacó Valparaíso y después se dirigió a Arica. El virrey envió una armada al frente de su cuñado, Beltrán de Castro, que finalmente lo pudo hacer prisionero tras la batalla librada en la bahía de Atacames. Ya en Lima, Hurtado de Mendoza dispensó al corsario un buen trato e impidió su proceso por parte de la Inquisición. Estuvo alojado en la misma casa de Beltrán de Castro y más tarde en el colegio de la Compañía, hasta su envío a España en 1597. Por las mismas fechas, otro corsario inglés, Francis Drake, incursionaba en las posesiones del Caribe. Tras atacar Puerto Rico, se dirigió a Nombre de Dios, que incendió (enero de 1596). Fracasó en su intento de tomar Panamá, cuya defensa había encargado el virrey a Alonso de Sotomayor, y murió pocos días después a la altura de Portobelo. En 1595 zarpó, con el apoyo del virrey, una nueva expedición de Álvaro de Mendaña para continuar los descubrimientos por los mares australes. Las islas descubiertas fueron bautizadas como Islas Marquesas. Sofocado el levantamiento de la tripulación y muerto Mendaña, tomó el mando de la expedición su esposa, Isabel Barreto. Avistaron la costa norte de Australia y, tras grandes penalidades, arribaron al puerto de Manila.
Hurtado de Mendoza mantuvo frecuentes roces con fray Toribio de Mogrovejo, siempre por causa de la defensa del Patronato Real. Muy tensas fueron las relaciones con motivo del seminario que el arzobispo fundó en Lima (1591), el primero que se erigía en América.
En abril de 1596 abandonó Perú, tras ser relevado en el cargo por Luis de Velasco. Durante el viaje de regreso, en Cartagena de Indias, falleció su esposa. Ya en España, vivió en Madrid, donde le sorprendió la muerte en 1609. Sus restos reposan en el panteón familiar de la ciudad de Cuenca. No se le imputaron cargos graves en su juicio de residencia. Por otro lado, su conocimiento profundo del territorio por haber llegado a él con muy pocos años le granjeó el apoyo de los criollos y gozar de cierta popularidad. De espíritu emprendedor y activo, no defraudó en las grandes cuestiones que le habían sido encomendadas.
De su memoria dejaron constancia el jesuita Bartolomé de Escobar, en su Crónica del Reino de Chile, y Pedro de Oña, en su poema épico El Arauco domado. El mismo tono laudatorio impregna la crónica de Cristóbal Suárez de Figueroa, Hechos de Don García Hurtado de Mendoza. No ocurre lo mismo en La Araucana, de Alonso de Ercilla, conocido el enfrentamiento entre éste y el virrey. Sus méritos fueron cantados también en la comedia Algunas hazañas de las muchas de D. García Hurtado de Mendoza, escrita por Luis de Belmonte Bermúdez, y en El Arauco domado, de Lope de Vega.
Obras de ~: “Provisiones del Marqués de Cañete sobre el gobierno de la ciudad de Lima”, en R. Contreras y C. Cortés, Catálogo de la colección Mata Linares, I, Madrid, 1970, págs. 196 y ss.; Ordenanzas impresas del Marqués de Cañete sobre el tratado de los indios, en Archivo General de Indias, Patronato, leg. 196.
Bibl.: M. Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, t. IV, Lima, Imprenta de J. Francisco Solís, 1880, págs. 299-320; J. M. García Rodríguez, El vencedor de Caupolican, Barcelona, Seix Barral, 1946; A. Jara, Guerra y sociedad en Chile, Santiago de Chile, Universidad, 1961; R. Vargas Ugarte, Historia General del Perú, t. II, Lima, ed. de C. Milla Batres, 1966, págs. 311-360; L. Hanke, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1978, págs. 259-290; S. Villalobos, Vida fronteriza en la Araucaria: el mito de la guerra de Arauco, Santiago de Chile, Andrés Bello Editores, 1995; B. Lavalle, Quito y la crisis de la alcabala (1580-1600), Quito, Biblioteca de Historia Ecuatoriana, 1997; G. Lohmann Villena, Las minas de Huancavelica en los siglos XVI y XVII, Lima, Pontificia Universidad Católica de Perú, 1999.
Miguel Molina Martínez