Martín de Porres, San. El Santo de los Ratones. Lima (Perú), 9.XII.1579 – 3.XI.1639. Religioso dominico (OP), santo.
Hijo natural de Juan de Porras, natural de Burgos y caballero de la Orden de Alcántara, y de Ana Velázquez, hija de español y de negra, liberta y natural de Panamá. Desde allí, Ana Velázquez siguió a Juan hasta Lima con la promesa del matrimonio. Pero, ya en la Ciudad de los Reyes, la promesa quedó sin cumplir y el caballero alojó a la joven mulata en una humilde vivienda de la calle Malambo, en la collación de San Lázaro, donde la visitaba con frecuencia. En Lima nació Martín, que fue bautizado el mismo día de su nacimiento como hijo de padre desconocido en la parroquia de San Sebastián, por el mismo párroco y en la misma pila que lo sería santa Rosa de Lima siete años más tarde. Transcurría el tiempo y Juan de Porras seguía sin cumplir su promesa de matrimonio, sin que por ello la relación con la mulata se interrumpiera.
Ambos volverían dos años más tarde a ser padres de una niña de nombre Juana. Poco tiempo después Juan de Porras marchó a Guayaquil por orden del virrey conde de Villardompardo, dejando sola a la madre, aunque con algunos medios para el sostenimiento de sus dos hijos.
En 1587 Juan de Porras regresó a Lima para reconocer la paternidad de sus dos hijos y llevarlos consigo a Guayaquil. Allí quedaron los tres en casa de Diego de Miranda, alcalde de la guarnición de la ciudad y tío del padre, donde los niños recibieron una formación elemental. En 1590, Juan de Porras recibió del virrey García Hurtado de Mendoza la orden de regresar a Panamá, no sin antes pasar por Lima para recoger personalmente los despachos de su nuevo destino. En ese viaje le acompañó Martín para quedarse en Lima. Así, a la edad de once años, volvía a ser dejado al cuidado de su madre, que se instaló en otra casa de la misma calle Malambo, que era propiedad de Francisca Vélez de Miguel. Juan de Porras dio instrucciones para que el niño completara su instrucción, aprendiera la doctrina cristiana y recibiera cuanto antes el sacramento de la confirmación, que le fue administrado por el arzobispo santo Toribio de Mogrovejo.
Un año después, y siguiendo también las instrucciones de su padre, entró Martín a servir como aprendiz de barbero a las órdenes de Mateo Pastor, marido de Francisca Vélez. La barbería era también dispensario de cirugía y botica de especias y hierbas medicinales y en ella aprendió Martín el oficio de sacar dientes, sajar tumores, sanar llagas y recetar ungüentos y bálsamos. La buena disposición que mostró en su profesión hizo que pronto se extendiera la fama de sus curaciones maravillosas entre los menesterosos del barrio de San Lázaro. Más tarde pasó al servicio de Marcelo Ribera, también barbero-sangrador, aunque con su primer maestro mantendría para siempre una relación casi familiar. El tiempo que le quedaba libre lo dedicaba ya por entonces a la lectura sagrada, a la oración y a asistir a la liturgia en la parroquia de San Lázaro, con lo que fue definiendo su vocación religiosa y acrecentando la buena reputación que ya tenía entre sus vecinos.
En 1595 ingresó en el convento de Nuestra Señora del Rosario de Lima por influencia del prior fray Francisco de Vega y de fray Juan de Lorenzana, reputado teólogo y provincial de los dominicos. Su condición le impedía vestir el hábito como padre sacerdote o hermano lego y por ello entró como donado en la Orden Tercera de Santo Domingo, obligándose a cumplir la vida en comunidad y ocupándose de labores de criado del convento. Así, al día siguiente de llevar la túnica y el manto se le confió la limpieza de la casa, ocupación en la que daría Martín testimonio de su perseverancia en la humildad y en el cumplimiento del deber y de la que tomaría la imaginería su atributo de la escoba. Poco tiempo después, desempeñó también en el convento el oficio de barbero, ocupación suficiente para una persona en una comunidad de más de doscientos frailes.
A los diecisiete años, su padre lo visitó en el convento.
Concluida su misión en Panamá, Juan de Porras había regresado a Lima y tenido noticias de la vocación de su hijo. Aunque aprobara su decisión, no veía con buenos ojos ni podía permitir, de acuerdo con su propio estatus social, que su hijo permaneciera en el convento como donado. Tras convencer a fray Juan de Lorenzana haciendo valer sus muchas influencias, consiguió que la Orden admitiera a Martín como hermano lego, lo que habría equivalido a obviar legalmente su condición racial. El superior fray Francisco Vega comunicó a Martín que, a petición de su padre y previo el parecer del consejo y capítulo, la comunidad de Santo Domingo había decidido darle la capilla de hermano. Sin embargo, Martín rechazó esta dignidad y manifestó su deseo de continuar sirviendo a la Congregación en la misma condición y con los mismos oficios que había desempeñado hasta entonces.
Así permaneció siete años más, hasta que, el día 2 de junio de 1603, profesó los votos de obediencia, castidad y pobreza, firmando el acta como “hermano Martín de Porras”, su verdadero apellido.
La enfermería del convento era grande, como correspondía a una comunidad tan numerosa como la del Rosario de Lima, y precisaba de alguien que supiera dirigirla con habilidad y dedicación. No debieron escapar al nuevo superior, fray Alonso de Sea, las cualidades de Martín como cirujano y boticario y por eso, tras su profesión solemne, fue nombrado enfermero de la casa, oficio al que se dedicó ya el resto de su vida. Según testificó fray Fernando Aragonés, Martín “se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros. A todos quería, amaba y curaba con singular amor”. De esta forma, acudían a la portería del convento los más necesitados de la ciudad para recibir el alivio de Martín, que solía repetir que “no hay gusto mayor que dar a los pobres”. Su entrega era tal que llegaba a hospedar en su propia celda a los enfermos más graves, lo que le acarreaba la censura de sus propios hermanos, que se quejaban de que fray Martín quisiera convertir el convento en un hospital. En no pocas ocasiones hubo de enfrentarse a este tipo de críticas y, aun, a otras que tenían su origen en el desprecio que entre muchos frailes causaba su origen y su raza. Pero estaba tan acostumbrado a soportar sumisamente este tipo de insultos que, una vez que el convento atravesaba una apurada situación económica, llegó a ofrecerse al prior para ser vendido como esclavo a fin de remediar el trance.
Quizá su propia experiencia vital sirvió para que Martín consolidara aún más su vínculo de fraternidad con los marginados y consagrara su vida al cuidado de los más necesitados. De hecho, aprovechó la buena posición de que disfrutaba su hermana Juana —que en Guayaquil había casado con un español de posición y, posteriormente, se había trasladado a Lima— y dispuso parte de su gran casa y una finca que ésta tenía para dar cobijo a pobres y enfermos.
Sabedores de su buena disposición al trabajo y de su natural dedicación a los humildes, sus superiores decidieron destinarle durante unos meses a la hacienda de Limatombo, propiedad de la Orden situada a unas dos millas de la ciudad. Allí Martín se empleó personalmente en las labores del campo, en la enseñanza de la doctrina a los indios y esclavos negros y en el cuidado de los enfermos. Poco a poco, sus obras de caridad comenzaban a ser conocidas en la ciudad y Martín supo aprovechar esa fama para reunir grandes limosnas con las que continuar su labor. Ya de regreso al convento del Rosario, hizo valer los dineros de Mateo Pastor y Francisca Vélez, su antiguo maestro boticario y su esposa, y los de otros mecenas para comprar unas casas y fundar un asilo y escuela que llamó de la Santa Cruz, primer establecimiento de ese género que se creó en Lima. En él, alojaba a los mendigos y recogía a los niños y niñas huérfanos y expósitos. Los indigentes aprendían oficios y, de la mano de damas de las familias más prominentes de Lima, los niños aprendían la doctrina cristiana y recibían la ayuda y la tutela necesaria para encauzar sus vidas.
Gracias a sus trabajos, Martín adquirió fama de hombre santo y ganó la admiración de personajes influyentes, como el regidor Juan de Figueroa, miembro de uno de los linajes más destacados de la elite limeña. Cuando, en 1629, llegó a Lima el virrey Luis Jerónimo Hernández de Cabrera, conde de Chinchón, supo muy pronto de los hechos de Martín y, en especial, del Asilo y Escuela de Huérfanos de la Santa Cruz. Admirado, tomó a su cargo el asilo y nombró a Mateo Pastor patrono del mismo. Con el tiempo, el virrey llegó a hacerse muy devoto de Martín y lo tomó por confidente, haciéndole entrega en mano de la cantidad de 100 pesos mensuales para obras de caridad. Aunque no haya quedado testimonio documental que lo pruebe, es muy probable que conociera personalmente a santa Rosa de Lima, pues ésta vivía muy cerca del convento donde residía fray Martín y acudía con mucha frecuencia a orar ante la Virgen del Rosario que se veneraba en su templo.
La vida espiritual de Martín se completaba con la práctica constante de la oración y con una severa penitencia.
Se disciplinaba rigurosamente y solía ayunar a pan y agua durante la cuaresma, siguiendo una dieta muy austera el resto del año. Durante la noche, en la soledad de su celda, se concentraba en la oración arrodillado durante largas horas y el poco descanso que se permitía tenía lugar en el frío hueco de una escalera. En varias ocasiones, pasó alguna temporada en el convento de Santa María Magdalena, donde encontraba un ambiente más propicio para la contemplación. La tradición hagiográfica ha atribuido a san Martín diferentes dones sobrenaturales.
El que ha tenido una manifestación más abundante, tanto en función de los testimonios directos como de la devoción posterior a su muerte, es el de la sanación milagrosa, sin duda, debido a la extensa dedicación al cuidado de enfermos que mostró a lo largo de toda su vida. Muchos se le acercaban en espera de una cura prodigiosa e inmediata, a lo que Martín respondía: “Yo te curo, Dios te sana”. Se le atribuyen también los dones de la ciencia infusa y de la bilocación. A veces, los alumnos de la Universidad de San Marcos y del Estudio General de su Orden, que radicaban en el convento donde vivía fray Martín, le consultaban cuestiones de Teología mientras él barría el claustro por el que departían, a las que sabía responder, inexplicablemente, dada su rudimentaria preparación doctrinal. El padre Barbazán testificó que “acudían a él, como a oráculo del Cielo, los prelados, por la prudencia; los doctos, por la doctrina; los espirituales, por la oración; los afligidos, para el desahogo. Y era medicina general para todos los achaques”. Asimismo, durante los procesos de información sobre sus virtudes, algunos testigos declararon haber sido beneficiarios de sus curaciones en lugares diferentes al mismo tiempo. Otros declararon que entraba y salía del convento estando las puertas cerradas y sin que nadie le abriera y que, cuando le preguntaban cómo lo hacía, él respondía misteriosamente: “Yo tengo mis modos de entrar y salir”. Incluso, se llegó a afirmar que fue visto en China, en Japón y en África consolando y transmitiendo ánimo a misioneros dominicos. Otros testimonios afirman que gozó además de los dones de la profecía, el éxtasis, la levitación y la invisibilidad.
A la edad de sesenta años, cayó enfermo de unas fiebres. La noticia de su agonía se extendió rápidamente por toda la ciudad de Lima, causando la conmoción de todos sus habitantes. El virrey conde de Chinchón acudió a su lecho de muerte antes de que entregara su alma a Dios el día 3 de noviembre de 1639. A su velatorio acudieron multitud de personas, tan ansiosas de conseguir una reliquia que su hábito hubo de ser reemplazado varias veces antes de darle sepultura.
Su entierro fue presidido por el virrey y el arzobispo, asistiendo las más altas autoridades civiles y religiosas, y sus restos fueron inhumados en el Capítulo del convento del Rosario, siendo posteriormente trasladados a su celda, convertida ya en capilla. Tras los procesos diocesanos (1660-1664) y apostólico (1679-1686), su causa de beatificación no culminó hasta 1837, fecha en que fue beatificado por Gregorio XVI. En 1962 fue canonizado por Juan XXIII.
Su devoción y culto están muy extendidos por todo el mundo. El gobierno peruano lo declaró patrono de la Justicia Social y es también patrono universal de la Paz, patrón de los enfermos, de los pobres y de la intercesión de los animales. Su fiesta se celebra el 3 de noviembre.
Bibl.: Proceso de beatificación de fray Martín de Porres, Lima, 1660, 1664 y 1671 (Salamanca, 1960); B. Medina, Vida prodigiosa del Venerable Siervo de Dios fray Martín de Porras, Lima, 1663 (México, Editorial Jus, 1964).
Jaime J. Lacueva Muñoz