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Francisco de Ávila

Biografía

Ávila, Francisco de. Cuzco (Perú), c. 1573 – Lima (Perú), 17.IX.1647. Franciscano (OFM), doctrinero y extirpador de idolatrías.

Los orígenes de Francisco de Ávila son confusos. Nació expósito en la antigua capital de los incas. Hacia 1573 fue adoptado por el ensayador Cristóbal Rodríguez y su mujer, Beatriz de Ávila, de quien tomó su apellido. Nunca se supo quiénes eran sus padres, por lo que es difícil saber si era criollo o mestizo, aunque él siempre declaró que era de familia noble. Con mucho esfuerzo consiguió estudiar latinidad, artes y teología en el Colegio Máximo de los jesuitas del Cuzco. En 1592 fue tonsurado y pasó a Lima, donde inició sus estudios de Cánones y Leyes en la Universidad Mayor de San Marcos, el centro intelectual más importante del virreinato peruano. Destacó como un estudiante aventajado en los medios universitarios y a principios de 1596 se graduó como doctor en Teología y Cánones en la Universidad de San Marcos.

Poco después, volvió al Cuzco y en un corto espacio de tiempo, de marzo a abril de 1596, recibió de manos del obispo de Tucumán, Fernando de Trejo, las órdenes menores y mayores. La carrera eclesiástica de Francisco de Ávila se desarrollaba con extraordinaria rapidez. Sus conexiones con los ámbitos académico y catedralicio eran influyentes. El mismo arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo le dispensó su corta edad para emplearse en el confesionario sin restricción alguna.

Distinguido por su saber y virtud, en 1597 el padre Ávila fue promovido al curato de la doctrina de San Damián, una población que vivía a ochenta kilómetros de Lima, en la serranía andina, contando apenas veinticinco años de edad. Su buen conocimiento del quechua, lengua que aprendió de joven en el Cuzco, facilitó su tarea evangelizadora, a la cual se entregó por un espacio de nueve años. Paralelamente, el padre Ávila se dedicó a su enriquecimiento personal con el mismo interés. León de Huarochirí era el sexto repartimiento de la Audiencia de Lima en cuanto al número de tributarios, y el tercero en lo que se refiere al monto del tributo. Los curas doctrineros utilizaban de manera sistemática la mano de obra indígena, fomentando la expansión de haciendas, estancias y obrajes a nivel local y regional; y una parroquia como la de San Damián le permitió a Ávila disfrutar de una holgada posición económica mientras muchos otros “hijos de la tierra” luchaban por obtener alguna de las doctrinas de indios que vacasen.

Los prebendados del cabildo catedralicio premiaron sus esfuerzos nombrándole doctrinero y luego vicario en las provincias de Huarochirí, Chaclla y Mama.

Sin embargo, diversos caciques e indios principales de los ayllus y huarangas de los pueblos de Santiago de Tumna, Santa Ana de Chaucarima y San Francisco presentaron el 28 de septiembre 1607 un pliego de denuncias en el juzgado eclesiástico de la capital. Le acusaban de cobrar por sus servicios religiosos, de recaudar limosnas obligatorias en diferentes festividades, de apropiarse de diversas cabezas de ganado del hospital y de intervenir directamente sobre los bienes de indios difuntos. También se le acusaba de tener a muchos de ellos trabajando en su casa de Lima y en sus chacras, a quienes extorsionaba, de ausentarse continuamente de su doctrina y de mantener relaciones sexuales con varias mujeres de la comunidad. Este género de denuncias no eran del todo excepcionales.

Los indios acusaban a sus doctrineros cuando el nivel de extorsión se hacía demasiado oneroso. A su vez, los párrocos contraatacaban esgrimiendo la poca cristiandad o la apostasía de sus feligreses. A consecuencia de estas imputaciones, fue llamado desde el arzobispado y encarcelado en la prisión eclesiástica, lo que, sin duda, representaba una dura reprimenda para el cura de San Damián. Poco después fue liberado previo pago de una fianza por Juan Delgado de León para que pudiera asistir a la continuación del juicio en Lima (septiembre de 1607-mayo de 1608).

Pero Francisco de Ávila nunca olvidó lo que consideraba una calumnia y una afrenta ignominiosa contra su honor. Su prestigio había quedado mermado ante las autoridades de Lima y era urgente recuperar el terreno perdido. Y así lo hizo. En 1608, Ávila, ayudado por los jesuitas Pedro Castillo y Gaspar de Montalvo, descubrió que los cinco pueblos de la doctrina de San Damián mantenían los mismos ritos tradicionales, “idolátricos”, que practicaban en tiempos de su gentilidad. La idea de idolatría designaba las creencias y las prácticas religiosas autóctonas que se apartaban del catolicismo. Pero la apostasía era un delito mucho más grave, puesto que negaba la doctrina christiana al volver a sus cultos religiosos. El sermón en latín que predicó en la catedral el 13 de diciembre de 1609 en honor del nuevo arzobispo de Lima, el jesuita Bartolomé Lobo Guerrero (1610-1622), avisaba de la poca cristiandad de los indios del Perú y le instaba a extirpar las idolatrías paganas. El domingo siguiente, en un solemne auto de fe celebrado en la plaza principal de Lima el 20 de diciembre de 1609, Ávila pronunció un solemne discurso contra las supersticiones e idolatrías del cacique Hernando Pauccar y de los indios de Huarochirí. La denuncia había ocurrido antes de que se hubiese pronunciado la sentencia absolutoria, firmada cuatro días después por Feliciano de Vega, juez provisor del arzobispado de Lima, quien lo declaró libre y lo absolvió de todos los cargos. Fue un golpe de efecto en el que Ávila llamó poderosamente la atención del virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros (1607-1615), y sobre todo, del arzobispo Lobo Guerrero y la poderosa congregación de la Compañía de Jesús. La Inquisición se mantuvo al margen de las campañas de extirpación de idolatrías, pero los jesuitas adoptaron los métodos represivos del Santo Oficio. A juicio de Ávila, el anterior arzobispo de Lima, Toribio Alfonso de Mogrovejo, no había prestado suficiente atención al problema idolátrico.

Pero con la llegada de Lobo Guerrero, procedente de Santa Fe de Bogotá y con experiencia en el asunto de las idolatrías indígenas, su persecución llegó a institucionalizarse y a intensificarse, convirtiéndose en el blanco de la actividad misionera de españoles, tanto seglares como religiosos.

El aumento del yanaconaje y el forasterismo había representado no sólo una disminución de mano de obra disponible para la pujante industria minera, sino un aumento de todo género de idolatrías. Ante estos hechos, las autoridades coloniales crearon un “cuerpo especializado de jueces eclesiásticos visitadores de idolatrías” como un intento de forzar a los indios a volver a sus reducciones y combatir los comportamientos religiosos contrarios a la moral y costumbres cristianas.

Un aparato represivo orientado a perseguir al “hechicero”, al “sacerdote indígena”, a los homos, como los llaman los documentos del Primer Concilio Limense (1551-1552). Entre los jueces visitadores se encontraban Francisco de Ávila, Diego Ramírez —cura mestizo de Santa Ana—, Alonso Osorio —beneficiado del Chorrillo—, Fernando de Avendaño (¿1580?-1655), el licenciado Juan Delgado —cura de Huaraz— y varios padres de la Compañía de Jesús encargados de la misa, el sermón y la confesión de los indios.

En 1610 se presentó a concurso para una plaza de canónigo penitencial en la catedral de Lima. El 31 de marzo de 1610, el virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros (1607-1615), escribió una carta en la que lo recomendaba para el puesto. A pesar de contar con el apoyo del virrey, Ávila no consiguió su objetivo. Parece que su condición de niño expósito, que no la de mestizo, lo perjudicó ante los prebendados del cabildo catedralicio, y por esa razón aceptó la dignidad de beneficiado en el curato de León Huanuco en sustitución de Alonso Pérez Villarejo.

Pero sus tareas no se limitaron a su parroquia. Como juez visitador de idolatrías, se aplicó con gran celo y determinación a una intensa campaña pesquisidora en la provincia de Huarochirí y en el valle de Mantaro.

En un primer momento, los procesos instruidos por Francisco de Ávila y los visitadores que le acompañaron fueron muy numerosos. La extirpación había llegado a su edad madura. Contaban con equipos ambulantes especializados que visitaban y volvían a revisitar los pueblos de indios. Asimismo, diseñaron un aparato represivo de la elite sacerdotal de la religión indígena (la cárcel de “hechiceros” o casa de Santa Cruz, en la parroquia del Cercado de Lima) y aculturador (el Colegio del Príncipe donde se educaba a los hijos de curacas, situado también en la misma parroquia) gestionados por la Compañía de Jesús.

En 1613 escribió un libro de sermones en quechua en el que expuso sus preocupaciones acerca de la persistencia de las prácticas y creencias prehispánicas, pese a la labor pastoral de clérigos y religiosos. Los resultados de la primera evangelización liderada por el arzobispo Jerónimo de Loayza no habían dado sus frutos. En su Parecer y arbitrio sugería una conversión de los infieles basada en la eficacia de los métodos pastorales y de sus ministros. Sin embargo, a partir de 1621, las actividades disminuyeron considerablemente a raíz de la muerte del rector del Colegio de San Martín, Pablo José de Arriaga, SI (1563-1622), el regreso a España del virrey Francisco de Borja, príncipe de Esquilache (1577-1658), y la muerte del arzobispo Lobo Guerrero en 1622.

En 1618, y ante las dificultades para acceder a la dignidad de canónigo en la catedral de Lima, optó finalmente por una plaza en la sede arzobispal de Charcas (llamado también Chuquisaca o La Plata, hoy Sucre).

Tuvo que afrontar acusaciones graves contra él, pero al final salió absuelto y fue elegido para el cargo de maestrescuela de la ciudad. Allí trabó amistad con Hernando Arias de Ugarte —criollo nacido en Bogotá y antiguo oidor de la Audiencia de Lima—, quien en 1626 fue nombrado arzobispo de Charcas.

Sus buenas relaciones con él —ambos poseían dos de las mejores bibliotecas privadas de todo el Perú— le abrieron las puertas para volver a la Ciudad de los Reyes.

Y así fue. En 1633, tres años después de la incorporación de Arias de Ugarte como arzobispo a la sede metropolitana de Lima (1630-1638), Francisco de Ávila fue admitido como canónigo en el cabildo eclesiástico que años antes lo había rechazado por su condición de huérfano. En una carta escrita al Rey, con fecha en Lima, 13 de mayo de 1633, el arzobispo describía al padre Ávila como “hijo expósito, es de edad de sesenta años, es doctor de cánones, docto y bien entendido; ha sido doctrinante en este arzobispado y visitador general, trabajó con provecho en la extirpación de la idolatría, fue canónigo y maestrescuela de la Iglesia de los Charcas algunos años; ha un año que es canónigo de esta Iglesia, asiste al coro con cuidado; siendo yo indigno arzobispo de los Charcas, se siguieron contra él causas muy graves, de que fue dado por libre”. Como demuestra la ausencia de causas entre 1625 y 1641, Arias de Ugarte estaba muy poco interesado en las idolatrías. No así su sucesor, Pedro de Villagómez (1641-1671), cuyas actividades al frente del arzobispado de Lima tuvieron mucho que ver con una reactivación de las campañas de extirpación idolátricas en la década de los cuarenta.

No hay duda de que Ávila vio con buenos ojos la reanudación de la política extirpadora de los arzobispos anteriores. Para Villagómez, la pervivencia de la idolatría era el resultado de una falta de organización en desarraigarla. En aras de este objetivo, llegó a contar con la colaboración de muchos obispos del Perú, los cuales fueron saliendo con toda solemnidad hacia diferentes puntos de la arquidiócesis. La participación de los jesuitas en la extirpación tuvo vital importancia para el arzobispo. El visitador de la idolatría era en realidad un juez y la presencia de los jesuitas venía a completar el sesgo evangelizador que Villagómez pretendía imprimir a sus campañas. Pero Francisco de Ávila ya no participó en ellas. Sus fuerzas iban decayendo y por esa razón fue abandonando poco a poco sus obligaciones como canónigo para consagrarse en ordenar su inmensa biblioteca y a completar la redacción de su magna obra, el Tratado de los Evangelios (1646). Una obra dedicada al apóstol san Pablo, contiene sermones —en castellano y quechua, con texto a dos columnas— para predicar en noventa y cinco días de fiesta, desde la primera dominica de Adviento hasta el sábado de la octava de Pentecostés. La segunda parte era más breve y se publicó en 1648 tras la muerte del difunto autor, gracias a las diligencias de su albacea y tenedor de todos sus bienes, Florián Sarmiento Rendón, capellán mayor del monasterio de Santa Clara de Lima y encargado de inventariar sus propiedades y presentarlas ante la justicia ordinaria.

Francisco de Ávila murió en Lima, el 17 de septiembre de 1647, festividad de las Santas Llagas del seráfico padre san Francisco. Fue enterrado en el convento franciscano de la capital con la misma pompa y solemnidad con la que en 1607 había denunciado la idolatría de los indios en Lima.

 

Obras de ~: Tratado y relación de los errores, falsos dioses y otras supersticiones, y ritos diabólicos en que vivieron antiguamente los indios de las Provincias de Huaracheri, 1608 (Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 3169, fols. 115r.-130r.); Oratio / habita in Ecclesia cathedrali Limensi ad Domi- / num Bartholomaeum Lupum Guerrerum Archiepisco / pum eiusdem Ciutatis, totius Regni Peruani Metropo / litanum, regiumq; Consiliarium, 1609 (Biblioteca del Colegio Harvard); Parecer y arbitrio sobre el remedio que mejor conviene para extirpar idolatrías en el arzobispado de Lima, 1616 (Convento de Santo Domingo, Lima-Perú); Tratado / de los Evangelios, / que nuestra madre la / Iglesia propone en todo el / año desde la primera Dominica de / Adviento, hasta la última Missa de Difuntos, Santos de España, / y añadidos en el nuevo rezado. Explicase el Evangelio, y se / pone un sermón en cada uno en las lenguas Castellana, y Ge- / neral de los Indios deste Reyno del Perú, y en ellos don- / de da lugar la materia, se refutan los errores de la / Gentilidad de dichos Indios, t. 2, Lima-Perú, 1646-1648.

 

Bibl.: J. T. Medina Polo, La imprenta en Lima (1584- 1824), Santiago de Chile, 1904-1907; “Un quechuista [Francisco de Ávila]”, en H. H. Urteaga (ed.), Informaciones acerca de la religión y gobierno de los incas, Lima, Imprenta y Librería Sanmartí, 1918; J. M. Arguedas, Dioses y Hombres de Huarochirí. Narración quechua recogida por Francisco de Ávila (¿1598?), ed. bilingüe, Lima-Perú, IEP, 1966; P. D uviols, “La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou colonial: L’extirpation de l’idolâtrie entre 1532 et 1600”, en Travaux de l’Institut français d’Etudes andines, Paris, Editions Ophrys, 13 (1971); A. Acosta Rodríguez, “El pleito de los indios de San Damián de (Huarochirí) contra Francisco de Ávila, 1607”, en Historiografía y Bibliografía Americanistas, vol. XXIII (1979), págs. 1-31; “Religiosos, doctrinas y excedente económico indígena en el Perú a comienzos del siglo XVII”, en Histórica, 6:1 (1982), págs. 1-34; “Los doctrineros y la extirpación de la religión indígena en el arzobispado de Lima, 1600-1620”, en Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, 19 (1982), págs. 69-109; “La extirpación de las idolatrías en el Perú. Origen y desarrollo de las campañas. A propósito de Cultura andina y represión, de Pierre Duviols”, en Revista Andina, 1 (1987), págs. 171-195; E. Falque, “El discurso de denuncia de las idolatrías de los indios, por Francisco de Ávila (1609)”, en Cuadernos para la historia de la evangelización en América Latina (CHEAL) (Cuzco-Perú, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”), 2 (1987), págs. 141- 166; G. Taylor & A. Acosta (eds.), Ritos y tradiciones de Huarochirí (manuscrito quechua de comienzos del siglo XVII), Lima-Perú, IEP/IFEA, 1987; G. Ramos, “El tribunal de la Inquisición en el Perú, 1605-1666: un estudio social”, en CHEAL, 3 (1988), págs. 93-127; M. Tineo Morón, “La fe y las costumbres. Catálogo de la sección documental de Capítulos (1600-1898). Archivo Arzobispal de Lima”, en CHEAL, 9 (1992); T. Hampe Martínez, Cultura barroca y extirpación de idolatrías. La biblioteca de Francisco de Ávila-1648, Cuzco- Perú, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de Las Casas, 1996; H. Urbano, “Estudio preliminar”, en P. Joseph de Arriaga, Extirpación de la idolatría en el Perú (1621), Cuzco-Perú, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de Las Casas, 1999, págs. XI-CXXXI.

 

Alejandro Coello

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