Torres y Portugal, Fernando de. Conde del Villar [o Villardompardo] (I). Villardompardo (Jaén), p. s. xvi – Jaén, X.1592. Virrey del Perú.
Fue el primer miembro de la saga familiar en recibir el título de conde del Villar o Villardompardo y en sus apellidos se unían el señorío y casa de Torres y la nobleza portuguesa. El primero de ellos se remonta a la segunda mitad del siglo xiv, cuando Enrique II concedió a Pedro Ruiz de Torres, adelantado de Cazorla y alcalde de los Alcázares de Jaén, importantes mercedes como premio a los servicios prestados. María de Torres y Solier, nieta del primer señor de Torres, casó con Fernando de Portugal, hijo del infante don Dionis de Portugal. El hijo de este matrimonio, Dionis de Torres y Portugal, llegó a titularse ya señor de Villardompardo y fue bisabuelo del virrey.
Fueron sus padres Bernardino de Torres y Portugal e Inés Manrique. Casó en primeras nupcias con Francisca de Carvajal y, muerta ésta, con María Carrillo de Córdoba, hija de Diego Fernández de Córdoba (el Doncel) e Isabel Cabeza de Vaca. Fue alférez mayor de Jaén, un cargo de designación real con carácter honorífico que desempeñó de manera perpetua. Entre sus atribuciones le competía la jefatura de las milicias y la custodia de las llaves de la ciudad; era portador del pendón y excepcionalmente estaba autorizado para entrar en el cabildo con la espada al cinto. Levantó en la capital jiennense su casa, hoy palacio de Villardompardo, sobre los antiguos baños árabes. No fue en absoluto respetuoso con este edificio cuyas bóvedas fueron perforadas y sus salas compartimentadas para convertirse finalmente en sótano del palacio.
Entre los años 1579 y 1583 ocupó el cargo de asistente de Sevilla. La experiencia adquirida en el desempeño del mismo le proporcionó una visión de gobierno que luego trataría de aplicar al frente del virreinato peruano. El cargo de asistente era el más importante y el de mayor responsabilidad del gobierno político de la ciudad. Como representante del poder central y cabeza de la corporación municipal, acaparaba amplias funciones militares, civiles, legislativas e, incluso, judiciales. Su labor como asistente de Sevilla quedó reflejada en una Relación que él mismo escribió. De ella se desprende su preocupación por las cuestiones hacendísticas y el deseo de incrementar las arcas reales, tan necesitadas de fondos. Con motivo de la guerra con Portugal, desplegó una intensa actividad. Alojó en Sevilla a soldados con cargo a su propio dinero; asistió a los enfermos y heridos que pasaban por la ciudad y formó tres compañías de jinetes e infantes de la región. Buena parte de su quehacer político se orientó a solucionar problemas internos como un levantamiento de moriscos (1580), las epidemias, concretamente la peste (1581) o la explosión de un molino de pólvora en el barrio de Triana. Sus relaciones con la Inquisición y la Audiencia sevillana fueron conflictivas y plagadas de enfrentamientos. Denunció la escasa colaboración recibida por parte de ésta y las continuas intromisiones de que era objeto.
Desde la década de 1540 hasta su muerte en 1592 mantuvo una larga serie de pleitos con los vecinos de Jaén para la defensa de los privilegios inherentes a su mayorazgo. En todos los pleitos estuvo presente su deseo de mantener intactas las viejas prerrogativas e imposiciones debidas al mismo. El celo recaudador le llevó a enfrentarse a tintoreros, sederos, artesanos, dueños de tenerías y comerciantes que trataban de eludir el pago de tributos.
Fue nombrado virrey del Perú por Real Cédula de 31 de marzo de 1584. Ni su avanzada edad ni su estado de salud aconsejaban que rigiera los destinos del virreinato peruano, tal como lo hizo saber al Rey el Consejo de Indias. Las reticencias de éste no hicieron cambiar la opinión de Felipe II, quien creyó suficiente mérito el estar desempeñando por aquel entonces el cargo de asistente de Sevilla. Zarpó de Sanlúcar de Barrameda en 1584 acompañado de su hijo Jerónimo de Torres y Portugal, su sobrino Diego de Portugal, su nieto Fernando de Torres y Portugal y su cuñado Hernán Carrillo de Córdoba, además de un nutrido séquito de servidores y pajes. Quedaron en España su esposa, aquejada de fuertes dolencias, y una hija. Tras un penoso viaje que le retuvo en el puerto de Paita y en la ciudad de Trujillo, hizo su entrada en Lima el 21 de noviembre de 1585.
Su labor de gobierno coincidió con un período de agitación e intranquilidad al que supo hacer frente con verdadera entereza y decisión, aún a pesar de su precaria salud. Aunque no existe constancia de que dejara la pertinente relación de gobierno a su sucesor, puede servir para conocer su actuación la Memoria que escribió en 1592 en España. Las instrucciones de gobierno recibidas de la Corona insistían en la conservación y adoctrinamiento del indígena, el buen trato al mismo, el impulso de nuevos descubrimientos y poblaciones y el fomento de la Real Hacienda.
Apenas cumplido un año de gestión, remitió al Rey una detallada información sobre el estado en el que había encontrado Perú (25 de mayo de 1586). En ella dejó constancia de las penalidades sufridas por los indios en Potosí y de la carestía de la vida en aquel mineral, razón por la que más tarde ordenó una visita y reconocimiento del mismo; se hizo eco de los abusos de los corregidores y de la mala gestión llevada a cabo por la Audiencia de Lima durante el gobierno que asumió por muerte del anterior virrey, Enríquez de Almansa.
Su llegada al virreinato coincidió con una epidemia de viruela y sarampión en Cuzco, que se extendió por el resto del territorio a lo largo de 1586 causando una gran mortandad entre los indios; otra epidemia, esta vez de peste, causó graves daños entre 1587 y 1589. Arbitró numerosas medidas para atajar el problema, entre las que sobresalieron la disposición de sumas de dinero para medicinas y médicos y el nombramiento del cirujano Francisco Velázquez para visitar las zonas más castigadas. El 9 de julio de 1586 en Lima y sus alrededores sobrevino un terremoto. El virrey, que se encontraba en El Callao, a punto estuvo de morir al desplomarse el edificio en el que se encontraba. La Relación que sobre este particular escribió pone de manifiesto los efectos devastadores del cataclismo.
Intervino en la autoridad del Cabildo de Lima al suprimir los dos cargos de alcalde y nombrar en su lugar un corregidor. Le movió a ello las disensiones de aquéllos y los desórdenes que en el seno de la misma institución provocaba su elección, lo cual repercutía negativamente en el buen gobierno de la ciudad; asimismo extendió la jurisdicción del Cabildo hasta Chancay y Cañete. La reforma estuvo en vigor entre 1586 y 1589 y fue muy criticada por cuanto suponía una clara injerencia en la administración municipal. Las sucesivas apelaciones del Cabildo determinaron finalmente que el Rey ordenase al conde del Villar que suprimiera la figura del corregidor y restituyese a los dos alcaldes ordinarios (10 de enero de 1589), lo que tuvo lugar en octubre de ese año.
La incursión del corsario Cavendish por las costas del virreinato a lo largo de 1587 obligó al conde del Villar a fortalecer las defensas. Reconstruyó apresuradamente las casas reales de El Callao destruidas a consecuencia del terremoto y a ellas adosó sendos torreones. Transformó barcos mercantes en navíos de guerra, construyó otros nuevos e impulsó la fabricación de distintas piezas de artillería, a pesar del reducido número de maestros fundidores y de la escasez de estaño y cobre. En 1589 había creado una flota de cinco navíos, una fragata y dos galeras, al frente de las cuales puso a su hijo Jerónimo de Torres y Portugal. Pese a los esfuerzos realizados, no pudo evitar el ataque corsario a Arica y el incendio de Paita (mayo de 1587). Envió socorros a Panamá, Buenos Aires y Chile para frenar el avance de las potencias extranjeras. Con motivo del saqueo y casi total destrucción de Paita, ordenó su abandono y la fundación de otra población con el nombre de San Miguel del Villar (hoy Piura) (agosto de 1588), con los mismos privilegios que había tenido el puerto de Paita. La fundación le fue encargada a Juan de Cadalso Salazar. En la región de Riobamba comisionó a Martín de Aranda Valdivia para que levantara otra villa, a la que bautizó con el mismo nombre de su pueblo natal, Villardompardo. El Rey aprobó dicha fundación en 1591.
Prestó gran atención a las minas de Potosí y Huancavelica, guiado por su deseo de incrementar la producción de metales y mejorar la situación de la mano de obra indígena. El estado de la minería potosina fue bien retratado en la Relación general de la villa imperial de Potosí (1585), escrita por Luis Capoche. La obra, dedicada al conde del Villar, narraba los peligros a los que se exponían los indios, la precariedad del trabajo y los abusos que se cometían. Sensible a estas cuestiones, el virrey nombró un Protector de Naturales en Potosí, rebajó el turno de los mitayos de seis a cuatro meses, quedando los indios libres durante el resto del año; prohibió que éstos fueran alquilados en contra de su voluntad; persiguió a quienes acaparaban mercancías para su reventa en el mineral y encarecían su precio y dictó medidas para reducir el generalizado consumo de chibcha. Para conocer directamente aquellos problemas nombró visitador al capitán Juan Ortiz de Zárate. En Huancavelica su actuación se centró preferentemente en el aumento de la producción de azogue, un ingrediente básico para la obtención de la plata tras la difusión del método de beneficio por amalgama. Con tal objetivo, realizó un nuevo asiento con los azogueros (1586), según el cual éstos se comprometían durante tres años a entregar a la Corona 7500 quintales cada campaña a razón de 37 pesos el quintal; redujo la cuota de indios a tres mil y aumentó su jornal en medio real. Dictó provisión (25 de octubre de 1586) para que los franciscanos se ocuparan de la doctrina de la mitad de los indios que acudían a trabajar al mineral, quedando la otra mitad a cargo de los dos curas residentes en Huancavelica. Los franciscanos fueron reemplazados por los dominicos que fundaron casa en el lugar en 1590.
En 1588 envió el virrey al oidor Francisco de Arteaga a Huancavelica para conocer de cerca su situación y poner fin a los abusos cometidos contra la Real Hacienda. La visita de éste puso de manifiesto la existencia de numerosos fraudes y corruptelas; además, concluyó con un detallado informe acerca de los propietarios de las minas, datos de producción y número de trabajadores.
Apremiado por las urgencias financieras de Felipe II para hacer frente a los gastos de la Armada Invencible y de la guerra en Flandes, el Conde del Villar mostró un celo incansable a la hora de remitir a España la mayor cantidad de plata posible. Para ello adoptó diferentes medidas, como la de tomar dinero de las Cajas de Comunidad de los indios al precio de 25.000 maravedís el millar de pesos y certificando la Real Hacienda los derechos de los indios a este rédito; del mismo modo, mandó a los oficiales reales que procurasen el cobro de numerosas deudas; reclamó con eficacia las limosnas provenientes del ramo de cruzada que pertenecían al Rey, así como las rentas derivadas del estanco de los naipes y los derechos correspondientes a los metales que se labraran. Su capacidad recaudatoria tuvo reflejo en las remesas de caudales, aventajando en este sentido a quienes le habían precedido en el cargo. Según López de Caravantes, durante su mandato se enviaron a la Península en cuatro armadas casi cinco millones de pesos. La cifra hubiera sido todavía mayor de no haber tenido que afrontar los elevados gastos que demandó la defensa del virreinato por las incursiones extranjeras.
Mantuvo tensas relaciones con la Iglesia y la Inquisición. Medió en el conflicto suscitado entre la Audiencia y el arzobispo fray Toribio de Mogrovejo a lo largo de 1588 y 1589. El arzobispo había obligado a los corregidores, bajo la amenaza de excomunión, a restituir a los indios por los daños ocasionados. Aquéllos recurrieron a la Audiencia y ésta atendió sus demandas y ordenó el embargo de los bienes de Mogrovejo. Aunque hubo acuerdo entre las partes, el virrey receló de las actuaciones del arzobispo. Las divergencias con el Tribunal de la Inquisición, ya notorias durante su etapa sevillana, volvieron a reproducirse en Lima. Ya en los primero meses de su mandato informó al Consejo de Indias de los excesos de la Inquisición y sus pretensiones de intervenir en todos los asuntos en detrimento de la autoridad virreinal. La disoluta conducta de su hijo y sobrino, motivo de escándalo y quejas, agravó las relaciones con los inquisidores y formó parte de varios cargos hechos contra el virrey en su juicio de residencia. Se vio forzado a destituir a su secretario personal, Juan Bello, tras haber sido apresado por la Inquisición acusado de cohecho. Por otro lado, estuvo implicado en prácticas de tortura contra el abogado Diego de Salinas. Denunció los excesos del inquisidor Antonio Gutiérrez de Ulloa y se enfrentó al también inquisidor Juan Ruiz de Prado. En Lima tuvo lugar un auto de fe (30 de noviembre de 1587) en el que fueron acusados treinta y tres reos.
Felipe II, convencido de que el viejo conde no era ya la persona adecuada para dirigir el virreinato, unido a las propias súplicas del virrey, firmó su cese el 6 de enero de 1590. Fernando de Torres y Portugal regresó a España a principios de 1592 y fallecía en octubre de ese mismo año. Su juicio de residencia fue encomendado al licenciado Alonso Fernández de Bonilla, inquisidor de la Nueva España y visitador de la Audiencia limeña. En 1593, éste redactó ciento ocho cargos contra el virrey que no pudo conocer por haber fallecido ya. Se ignoran los descargos y la propia sentencia. Vargas Ugarte lo retrató como un hombre fiel, discreto y bueno, añadiendo que no sobresalió por su dotes, aunque ni las circunstancias, ni el tiempo le permitieron realizar obra señalada; pese a todo pudo alejarse del Perú satisfecho, porque había puesto lo mejor de su voluntad y de su inteligencia al servicio de su rey y de sus subordinados. Para Lewis Hanke no pasó de ser una persona arbitraria y autoritaria.
Tras su muerte, el mayorazgo pasó a su hijo Bernardino de Torres, el cual siguió pleiteando con los vecinos de Jaén sin demasiada fortuna. Su otro hijo, Jerónimo de Torres, permaneció en Perú ocupando el cargo de capitán de la Armada. También obtuvo una merced sobre indios vacos (1608) que no disfrutó hasta 1616. Por entonces vivía en Granada donde murió dos años después.
Obras de ~: Relación de las cosas que el Conde del Villar, asistente de Sevilla, sirvió a Su Majestad, en A. Domínguez Ortiz, “Salarios y atribuciones de los asistentes de Sevilla”, en Archivo Hispalense, VII (1946), págs. 209-213; “Estado en que el Conde del Villardompardo encontró el gobierno del Perú”, en L. Hanke, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria, Perú I, Madrid, Atlas, 1978 (Biblioteca de Autores Españoles), págs. 188-203; “Memoria gubernativa del Conde de Villardompardo [1592]”, en L. Hanke, Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria, Perú, op. cit., págs. 203-250.
Bibl.: M. Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, t. VIII, Lima, Imp. de Torres Aguirre, 1890, págs. 100- 103; B. Escandell y Bonet, “Aportación al estudio del gobierno del Conde del Villar”, en Revista de Indias, 39 (1950), págs. 69-95; R. Vargas Ugarte, Historia General del Perú, t. II, Lima, editor C. Milla Batres, 1966, págs. 291-310; L. Hanke, “El visitador licenciado Alonso Fernández de Bonilla y el virrey del Perú, el conde del Villar (1590-1593)”, en Memoria del II Congreso Venezolano de Historia, t. II, Caracas, 1975, págs. 11-128; M. Molina Martínez, “Los Torres y Portugal. Del señorío de Jaén al virreinato peruano”, en II Jornadas de Andalucía y América, t. II, Sevilla, 1984, págs. 35- 66; J. L. Barrio Moya, “el conde de Villardompardo, virrey de Perú, y sus encargos al Platero Juan Rodríguez de Babia”, en Boletín del Instituto Gienense (Jaén), n.º 137 (1989), págs. 39- 46; G. Lohmann Villena, Las minas de Huancavelica en los siglos xvi y xvii, Lima, Pontificia Universidad Católica de Perú, 1999; O. Holguin, Poder, tortura y corrupción en el Perú de Felipe II. El doctor Diego de Salinas (1558-1595), Lima, Fondo Editorial del Congreso, 2002.
Miguel Molina Martínez