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Manuel Barros de San Millán

Biografía

Barros de San Millán, Manuel. Segovia, c. 1523 – Quito (Ecuador), 1599. Oidor, presidente depuesto de la Audiencia de Quito.

Llegó a Quito el 2 de agosto de 1587, con el cargo de presidente de la Audiencia, tras haber servido como oidor en Guatemala, Panamá y Charcas, cargos en los que se mostró eficiente. A pesar de ser un soltero de sesenta y cuatro años, adusto, altanero y legalista, se le destinó a Quito el 26 de julio de 1585, estando en España, y tardó dos años en llegar a su destino.

Iba también con el puesto de visitador de los miembros de la administración, cargo propenso a disgustos.

Quiso intervenir en todas partes, como informaba a la Corte el oidor Auncibay: “Convirtiéndose en obispo, provincial de religiones, sacristán y abadesa, alcalde y fiscal” (2 de febrero de 1590).

La Audiencia quiteña tenía tres oidores y el fiscal Miguel de Orozco residía en las llamadas Casas Reales viejas, en una calle algo distante de la plaza mayor; en el Cabildo ejercían las alcaldías dos jóvenes activos, Juan de Vega y Martín Jimeno. Era procurador Alfonso Moreno Bellido. En aquel momento, el virrey en Lima era García Hurtado de Mendoza (1589-1596). El episcopado estaba vacante desde hacía diez años y lo dirigía el deán Bartolomé Hernández, siendo arcediano Francisco de Galavís.

Barros, severo y agrio con los criollos, se mostraba muy deferente y cordial con los indígenas; imponía a rajatabla las ordenanzas favorables a ellos; subió sus jornales y los eximió de muchos trabajos, pero lo hizo en forma áspera, muy distinta de la seguida en la Nueva Granada, donde el presidente Antonio González y el oidor Miguel de Ibarra, en esos años, con tino y prudencia, lograron reformas más profundas que las de Barros.

Se gloriaba, por fin, de haber enviado a la Corte más oro que todos los anteriores presidentes juntos, aunque lo hizo escatimando gastos necesarios e incomodando a la gente. No era el hombre adecuado para enfrentar con éxito una crisis como la que le sobrevino por la imposición de la alcabala en 1592. Felipe II, en atención a que la hacienda real estaba exhausta por las guerras y gastos en la defensa de las flotas a las Indias, decretó para el virreinato del Perú el impuesto de la alcabala, que regía en otras provincias; consistía en un impuesto del dos por ciento sobre las ventas; se eximía a los indígenas, en cuanto vendieran frutos de su propiedad; y a los religiosos, en compras para su sustento.

No a otros negocios, como ventas de frutos de sus haciendas. Tampoco pagaban las ventas del mercado casero, el tiánguez. No fue bien recibido el nuevo gravamen en diversos sitios; y en Quito se consideró gravoso, debido a los gastos recientes, crecidos por las calamidades del terremoto de 1587, seguido por la peste de 1589; las contribuciones para defensa de los corsarios en el Pacífico y el “servicio gracioso” enviado al Rey. El 23 de julio de 1592 llegó la carta del virrey que ordenaba la imposición de la alcabala, y la Audiencia convocó al Cabildo para informarle, y de acuerdo con él, imponerla. Por los motivos antes expuestos, el Cabildo solicitó la suspensión del pago, hasta que se recibiera respuesta del Rey, a quien le informarían de la pobreza del vecindario en ese momento. Si el Rey, a pesar de todo, imponía la alcabala, lo aceptarían; y en respaldo reunirían una cantidad de pesos que garantizara esa deuda. Por lo tanto, el Cabildo, al presentar esta súplica, reconocía el derecho real a imponer la alcabala.

Pareció que el presidente Barros aceptaba la súplica del Cabildo, mas al día siguiente, el 24 de julio, rompiendo el compromiso con el Cabildo, contrariando groseramente el parecer de los oidores, impuso con bando público la alcabala, mandando leer solemnemente la cédula en las esquinas de la plaza.

Se decía que Barros pretendía ganar méritos en la Corte, enviando más dineros, y quería adelantarse a la llegada de su sucesor ya nombrado, Esteban de Marañón, que venía de Lima. El Cabildo se sintió burlado y su irritación, ya de antiguo existente contra Barros, se desbordó. El procurador Alfonso Bellido interpuso “contradicción”, esto es un veto al cobro de la alcabala. Barros no volvió atrás: el 27 mandó a los tesoreros nombrar cobradores y preparar los libros de cuentas.

El Cabildo se presentó al otro día ante la Audiencia para protestar con rudeza por el pregón del día 24.

Dijeron que no pagarían mientras gobernase Barros, que esperarían la llegada de Marañón. Con el Cabildo acudió el pueblo indignado.

Ante la terquedad de Barros, empeoró la protesta callejera; había gente violenta que, unida a los desterrados por Barros que acudieron de todas partes, hablaba de asaltar la Audiencia e incluso de dar muerte al presidente y sus oidores. Bellido y los dos alcaldes encabezaban la protesta y a las turbas sublevadas.

El 28 la Audiencia apresó a Bellido para ajusticiarlo, mas las turbas rompieron las puertas de la cárcel de la Audiencia y liberaron a Bellido. Barros, asustado, envió un mensaje al virrey pidiendo tropas, contra el parecer de los oidores, “para castigar el atrevimiento de la ciudad”.

El virrey, preocupado por la situación, mandó ir al general Pedro de Arana, con unos trescientos soldados, que llegaron hasta Riobamba. Al saberlo en Quito, el Cabildo y el pueblo reaccionaron con violencia, como escribió el fiscal Orozco: “Se dio principio a la desenvoltura, se lanzaron a tomar armas, alzar banderas, tañer tambores bélicos, apellidando al pueblo a la defensa de la ciudad”. Así estalló una auténtica revolución. Se podía decir que era contra Barros, aunque había extremistas que aconsejaban pedir socorro a Inglaterra, que estaba en guerra con España.

¿Había posibilidad de que triunfara el Cabildo? Muy dudosa. Porque ya Guayaquil y Cuenca, igual que las provincias vecinas, habían aceptado la alcabala.

Y el virrey estaba dispuesto a enviar más tropas; por otra parte, había diversidad de criterios entre los cabecillas, no existía un jefe único.

Entonces intervino la Iglesia, especialmente los jesuitas, que eran quince, todos españoles menos dos: Onofre Esteban y Blas Valera. Intentaron calmar los ánimos y evitar lo peor: el asalto a las Casas Reales y la toma de la ciudad a viva fuerza por Arana. Lograron que el virrey aceptara tratar con benevolencia a la ciudad y en consecuencia dio orden a Arana de que no tomara por asalto la ciudad; convencieron a los insurrectos y a los oidores de que fueran a conferenciar con Arana y con Esteban de Marañón.

Así, pues, Arana entró en Quito; él y la Audiencia tomaron presos a los cabecillas de la revuelta y ajusticiaron a dieciocho personas, mas el virrey exigió que se le remitieran todas las causas capitales y se impuso la alcabala.

Esteban de Marañón tomó el cargo de presidente, juzgó a Barros y, por su errada y culpable actuación, lo depuso y le multó con ocho mil pesos. Le impuso destierro perpetuo de las Indias y privación de todo cargo por diez años. Y escribió al Rey: “Por los cargos se entenderán la mala orden y poca prudencia que tuvo en el gobierno y administración de la justicia; y que si hubiera procedido con otras consideraciones, se pudiera haber excusado las alteraciones y daños que se han seguido. V. M. verá si se puede servir de él, porque su áspera condición y mal tratamiento que hace a los vasallos de S. M. doquiera que residiere, podrá atraer consigo estas ocasiones. Procura cartas de religiosos y otras personas que lo abonen. Lo aviso para que se sepa el crédito que se les debe dar”. El Consejo confirmó la sentencia de Marañón y así terminó la carrera de Barros.

 

Bibl.: J. Villalba Freire, SI, “La Intervención de la Iglesia en la Revolución de las Alcabalas, 1592”, en Revista de la Academia Ecuatoriana de Historia Eclesiástica (Quito, Universidad Católica), n.º 9 (1988); E. Avilés Pino, Enciclopedia del Ecuador Histórica, Geográfica y Biográfica, 1998.

 

Jorge Villalba Freire