Trujillo, Diego de. Trujillo (Cáceres), 1502 – Cuzco (Perú), 1576. Soldado de la hueste de Francisco Pizarro, cronista de la conquista del Perú.
Cuando en 1529 Francisco Pizarro llegó a su natal Trujillo, en tierra extremeña, para plantar su gonfalón de enganche para ir a la conquista del Perú, no sólo acudieron a su llamada sus hermanos, parientes y amigos, sino también muchos paisanos ansiosos de participar en la aventura del Nuevo Mundo. Tal fue el caso de Diego de Trujillo, hombre humilde aunque “cristiano viejo” con algunos conocimientos de lectura y escritura. Fue en esa oportunidad cuando se formaría el numeroso grupo de extremeños que, una vez conquistado el Tawantinsuyo, alcanzarían, mayoritariamente, gran importancia económica durante las Guerras Civiles y en años posteriores.
Diego de Trujillo, lo relatará en su Crónica, estuvo en todos los lances del tercer y definitivo viaje descubridor y conquistador de Francisco Pizarro. Era considerado como hombre de confianza de los hermanos Pizarro a quienes servía con absoluta lealtad. Participó en los momentos cenitales de la triunfal y peligrosísima aventura: la captura del inca Atahualpa en Cajamarca, en el viaje de Hernando Pizarro a Pachacamac y junto a Hernando de Soto en la avanzada de los castellanos cuyo destino final era el Cuzco. Trujillo vio recompensado sus servicios en el famoso reparto del rescate del inca en Cajamarca. Le tocaron 3330 pesos de oro y 158,3 marcos de plata, una verdadera fortuna que le permitía llevar una vida regalada en su terruño, donde ansiaba regresar. Además recibió un solar en el Cuzco, pues fue vecino de esa gran ciudad. Francisco Pizarro, sin mayor problema, autorizó su retorno a Europa. Por otra parte ese viaje era políticamente útil, ya que Diego de Trujillo recibió la orden de custodiar discretamente hasta Guatemala al audaz y puntillosa Pedro de Alvarado, que había intentado intervenir con su hueste en el Perú, pero que previo pago de una inmensa suma de dinero dejó a sus hombres, caballos y otras vituallas después de tener una larga pero al final fructuosa negociación con Francisco Pizarro y Diego de Almagro en Pachacamac.
“Hacia el año 1535”, dice Diego de Trujillo, retornó a España y todo indica que radicaría en su lugar natal. Hasta allí lo alcanzaron el furor y la tenacidad del fiscal Villalobos que lo acusaba de ser incondicional de los Pizarro y, sobre todo, de Hernando, sobre el cual pesaban numerosas causas que terminarían condenándole a prisión.
Decidió volver al Perú después de diez o doce años de ausencia. En 1547 ya estaba en el Cuzco, en plena rebelión de Gonzalo Pizarro. Era obvio hacia dónde se volcaban sus afectos. Sin embargo dijo, en una información de servicios, que estaba en la antigua capital de los incas cuando ingresó a ella Diego Centeno Más tarde acudió en busca de Pedro de La Gasca, a quien acompañó hasta la batalla de Jaquijahuana. No se le pudo probar que hubiera sido “gonzalista”. Durante la rebelión del cacereño Francisco Hernández Girón —que sería la última del Perú— Diego de Trujillo afirmaría que se vio obligado a seguir sus banderas por temor a perder su vida. Diego Fernández, El Palentino, lo desmiente, aunque sin argumentos contundentes.
Los años fueron pasando, el Virreinato del Perú al fin entró en una etapa de paz. El peligro lo planteaban en la costa los piratas. Por lo contrario, en el Cuzco, las cosas eran sosegadas y de ese clima participó Diego de Trujillo que vivía con decoro, recordando siempre el pasado y recibiendo constantes muestra de afecto de españoles e indios a quienes siempre trató con benevolencia que podía llegar fácilmente al paternal afecto.
“En las tardes estivales del Cuzco —escribió el historiador peruano Raúl Porras Barrenechea—, después del toque del Ángelus en las iglesias, se formaban los corrillos en las puertas auspiciosas de los solares castellanos, revestidos de piedras incaicas. Es la hora en que el viejo Trujillo se sienta junto al portal y en que vienen a rodearle en coro los niños de su casa que son los nietos de Atahualpa que él ha recogido y mantiene —Diego y Francisco Hilaquita— y otros muchachos indios, mestizos y españoles, entre los cuales se hallaba el propio Garcilaso de la Vega, el futuro autor de los Comentarios Reales. El anciano conquistador era jovial y dicharachero y amaba repetir siempre los mismos recuerdos y anécdotas de su juventud heroica. Sabía muy bien los nombres de las localidades y recordaba, como si las estuviera viendo, cada una de ellas, con todos sus rincones y recodos. Conservaba también y amaba enumerar los nombres de sus compañeros que llegaban a cada punto o de los que destacaron en una acción. Entonces su brava y remota geografía se coloreaba de ternura y surgían los recuerdos y las confidencias sobre vidas y personajes de la conquista. La crónica oral, vibraba en el aire y su acento nostálgico sobrecogía el ánimo de los oyentes con una extraña congoja que hacía afluir más aceleradamente la sangre de los corazones juveniles y cerrar los ojos de algunos para volar más libremente a regiones de ensueños heroicos. Los chiquillos sabían ya de memoria, pero gustaban de oír nuevamente, las historias preferidas del anciano. La del novelesco encuentro, cerca de Túmbez, del templo con una cruz y una campana y de los indiecillos que salieron gritando ¡Jesucristo! ¡Molina, Molina! La de los tres conquistadores que Atahualpa hubiera dejado con vida en caso de triunfar: el herrero, el amansador de caballos Hernán Sánchez Morillo y el barbero ‘porque hacia mozos de los viejos’. La de la noche de Vilcaconga y la liberación de los cristianos asediados por los indios, gracias a la trompeta del robusto Alconchel. La de la conspiración de Soto y el turbulento Rodrigo Orgónez para entrar al Cuzco antes de Pizarro. Pero sobre todas, la prisión del Inca en la que el viejo conquistador ayudaba con mímica su relato, señalando como tiró Atahualpa el libro sagrado, ‘a tiro de herrón’, el rugido aterrador de la multitud incaica y el gesto sereno con que Pizarro, tomando una espada y una adarga, salió de la plaza con 24 hombres de a pie, entre los cuales estaba el propio narrador, y se fueron hasta las andas del inca y le prendieron. ¡Y tantas otras!”.
“El virrey Francisco de Toledo escucharía alguna vez los recuerdos orales de Trujillo y le ordenó escribirlos. El conquistador carecía de instrucción y sería algún letrado amigo o cortesano del virrey quien daría forma a la crónica, redactada en estilo fácil y sencillo, quizás dictada por el mismo Trujillo, y fechada en el Cuzco a 5 de abril de 1571. El relato, casi todo anecdótico, contiene la relación del viaje de Pizarro desde Panamá hasta la entrada al Cuzco en que finaliza declarando haberla escrito para el virrey como criado suyo. Para la historia narrativa y geográfica de la conquista, la crónica de Trujillo tiene valor especial, y muy escaso para la etnografía e historia social. La crónica de Trujillo es la charla de un abuelo sorprendida por un micrófono amigo y transmitida a la historia”.
De no haber sido por su excelente memoria, Diego de Trujillo no habría podido escribir, o más bien dictar, su Crónica. Guardando las distancias, su caso se parece al de Bernal Díaz del Castillo, cronista tardío de la conquista de la Nueva España y, para muchos especialistas, el más notable en este género.
La Crónica de Diego de Trujillo se incorpora al repertorio de las de otros soldados de la conquista del Perú tales como Francisco de Xeres, Miguel de Estete, Pedro Sancho y Pedro Pizarro, principalmente. Trujillo anota que en su relato no existe “palabra viciosa” y por el texto se puede colegir que participó en el tercer viaje del que sería marqués y gobernador. No estuvo, pues, entre los Trece de la Fama como escribió erróneamente el Inca Garcilaso de la Vega. La Crónica de Trujillo es muy útil para reafirmar o aumentar datos sobre la marcha de los castellanos hasta Cajamarca y luego al Cuzco. Cuando describe la prisión del Inca Atahualpa ofrece información inédita, pues dice que el plan preparado por Pizarro y sus capitanes fue distinto al que se llevó a cabo a última hora, ante la presión del peligro. Trujillo acompañó a Hernando Pizarro al templo inca de Pachacamac, pero no dice nada diferente a lo ya conocido. Otra cosa se percibe cuando memora la marcha hacia el Cuzco, donde hay noticias que otros cronistas no mencionan, y se “vive” junto a él el peligro que pasaron en Vilcaconga y la triunfal entrada donde termina el colorido relato.
La Crónica de Diego de Trujillo estuvo inédita durante cuatro siglos en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid, donde la ubicó, copió y más tarde publicó el historiador peruano Raúl Porras Barrenechea. Cierto es que Antonio de León Pinelo conoció y fichó la Crónica, que está firmada en el Cuzco por Diego de Trujillo y, en su parte final, dice: “Muchas cosas otras pudiera decir que yo dejo por no ser prolijo; lo que aquí tengo escrito pasó en efecto de verdad, sin que en todo ello haya palabra viciosa. V.E. (el virrey Francisco de Toledo) lo reciba como de criado que soy de V.E.”. El virrey premió su esfuerzo otorgándole la encomienda de Lares, en el Cuzco.
El ya mencionado historiador Raúl Porras Barrenechea publicó la Crónica de Diego de Trujillo en el diario limeño La Prensa, en mayo de 1935. Una excelente edición con prólogo y eruditas notas del mismo autor vio la luz en Sevilla, en 1948, bajo el título Relación del Descubrimiento del Reyno del Perú. Posteriormente tanto en España como en el Perú se han publicado diversas ediciones de la Crónica de Trujillo.
Obras de ~: Relación del Descubrimiento del Reyno del Perú, (1571) ed., pról. y notas de R. Porras Barrenechea, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1948.
Bibl.: R. Porras Barrenechea, “Prologo”, en D. de Trujillo, Relación del Descubrimiento del Reyno del Perú, op. cit.; Los Cronistas del Perú (1528- 1630), Lima, Biblioteca de Clásicos del Perú del BCP, 1986; J. Lockhart, Los de Cajamarca. Un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú, Lima, Editorial Milla Batres, 1987.
Héctor López Martínez