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Evaristo Pérez de Castro

Biografía

Pérez de Castro, Evaristo. Valladolid, 26.X.1769 – Madrid, 28.XI.1849. Político y diplomático.

Procedente de una familia burguesa de Valladolid, Evaristo Pérez de Castro estudió en la Universidad de Alcalá. Muy joven inició su carrera diplomática, primero como oficial de la Embajada española en Viena (1798-1799), después, tras un efímero paso por la secretaría de Estado en Madrid, se le destinó como secretario en la Embajada de Lisboa (1800-1807). De nuevo en Madrid, fue oficial mayor de la Secretaría de Estado, un cargo de gran relevancia que le permitió conocer con detalle los entresijos de la administración y de la alta diplomacia, e incluso los escarceos afectivos entre la reina María Luisa y Godoy, sobre los que escribió años después un librito cargado de anécdotas. En sus ratos libres, se dedicó al estudio de las doctrinas políticas francesas y anglosajonas, que demostró conocer a la perfección. Gran aficionado a las Bellas Artes, tenía excelentes dotes para el dibujo y la pintura, cualidades que hacían de él un hombre culto y de porte distinguido; no en vano, en 1800, fue nombrado académico de honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Su vida dio un giro tras la invasión francesa de 1808.

La Junta Suprema nombrada por Fernando VII antes de su viaje a Bayona, encomendó a Pérez de Castro la delicada misión de entrevistarse con el Rey en el sur de Francia, para así conocer sus verdaderos propósitos.

Castro llegó a Bayona el 4 de mayo, donde se reunió con Pedro Ceballos, alter ego de Fernando VII en tan delicados momentos; se afirma que Ceballos entregó a su interlocutor dos decretos firmados por Fernando, uno dirigido a la Junta Suprema, otro para el Consejo de Castilla. Asegurando carecer de libertad, el Rey pedía a la Junta que ejerciera la soberanía en su nombre y que hiciera la guerra a Francia; al Consejo de Castilla le encomendaba, en cambio, convocar Cortes cuanto antes, “en el paraje que pareciese más expedito”.

El destino de esos decretos no fue, sin embargo, el esperado. En Madrid se conocieron las renuncias reales de Bayona antes de que los correos de Castro llegaran a su destino. Cuando así ocurrió, la Junta Suprema había sido disuelta, y casi todos sus vocales y ministros habían jurado fidelidad a Napoleón, creyendo que los sucesos de Bayona eran sinceros. Ante el riesgo evidente que suponía publicar los decretos en ese momento, los ministros creyeron más prudente quemar los papeles. Miguel Azanza y Gonzalo O’Farrill, dos de esos ministros, aseguran que Pérez de Castro avaló esta decisión, temeroso de que los decretos de Fernando pudieran llegar a oídos de Napoleón o de su lugarteniente Murat.

El inesperado triunfo del general Castaños en Bailén pocas semanas después animó a Pérez de Castro a vencer sus dudas y decidió colaborar con el bando nacional. Con ayuda de Pedro Ceballos, de nuevo ministro de Estado, y de otro de los oficiales de ese ministerio, Luis de Onís, pudo reconstruir el contenido de los decretos de Fernando y darlos a conocer a las nuevas autoridades de la Junta Central. Por encargo precisamente de la Junta Central, Pérez de Castro se instaló nuevamente en Lisboa durante 1809, con la misión de afianzar la alianza entre España y Gran Bretaña.

Dada su lealtad a la causa patriótica, se le respetó su puesto en la oficialía mayor de la Secretaría de Estado, a pesar de que no estuvo en Sevilla, capital de la España resistente.

En lo que respecta a su trayectoria política, Pérez de Castro reafirmó esos meses las ideas liberales que había conocido antes de 1808. En Lisboa leía con regularidad el Semanario Patriótico de Quintana, y mantenía correspondencia con Lord Holland, valedor de muchos liberales españoles. En una de sus cartas, Pérez de Castro confesaba a su interlocutor que “si yo veo a mi país libre y feliz con una Constitución liberal, no me trocaré por un emperador y tendré aún más vanidad de ser español”.

Apenas llegó a Cádiz en 1810, hizo proselitismo de sus ideas constitucionales, aprovechando el clima de libertad que allí se vivía. Cuando se inició el proceso de convocatoria a Cortes, el apoyo del grupo liberal le permitió ser elegido diputado por su provincia natal de Valladolid, aunque en calidad de suplente como la gran mayoría de los entonces nominados. Pérez de Castro actuó como secretario de mesa de las Cortes en su histórica sesión inaugural de 24 de septiembre de 1810, durante la que se proclamó la soberanía nacional y se sancionó la división de poderes. Castro suscribió con entusiasmo ambos decretos, e igualmente habló en ardiente defensa de la libertad de imprenta en una de las primeras sesiones de las Cortes.

Su beligerancia liberal y su incuestionable preparación intelectual le encumbraron como uno de los trece vocales de la Comisión a la que las Cortes encomendó elaborar el borrador de una Constitución para el Reino de España, la que sería después conocida como Constitución de Cádiz. Pérez de Castro fue el secretario de esa Comisión, que presidió Diego Muñoz Torrero.

Tanto en el seno de la Comisión, como después en los debates de Cortes, Pérez de Castro se consolidó como uno de los principales oradores del bando liberal.

De su boca salieron relevantes intervenciones en asuntos como la sanción real o la extensión de las facultades de un Monarca constitucional. Polemizando con liberales más a su izquierda, Castro defendió con éxito que se concediera al Monarca algún tipo de veto sobre las leyes aprobadas por las Cortes, citando las prácticas constitucionales de Gran Bretaña o Estados Unidos, que bien conocía. En cualquier caso, señaló que la potestad regia era delegada de la Nación, y en ningún caso, “privativa” u “originaria” del Monarca.

“Es un poder comunicado por la Nación —dijo—, que los posee todos, pero a quien no conviene ejercerlos todos inmediatamente por sí misma” (Diario de Sesiones de las Cortes [DSC], 6 de octubre de 1811).

Con parecidos argumentos, se mostró partidario de confiar al Rey la prerrogativa de declarar la guerra o firmar la paz con una potencia extranjera, “dando después cuenta documentada a las Cortes”. En algún momento del debate constitucional, se salió de la ortodoxia doceañista, por ejemplo, cuando afirmó que el bicameralismo era un “invento sublime” y muy útil para equilibrar el ejercicio de los poderes, aunque sabedor que el sentir de las Cortes era en esto muy distinto al suyo, no se atrevió a formalizar sus argumentos.

Menos rígido pues, que otros liberales del momento, el periódico gaditano El Observador le definió como un hombre “conciliador y político”.

Conservó su puesto de diputado hasta el cierre de las Cortes en octubre de 1813, y luego volvió a Lisboa.

La Regencia le propuso entonces como ministro interino de Estado, pero las Cortes ordinarias no autorizaron el nombramiento por ser incompatible con su condición de oficial mayor de ese Ministerio.

Ante este rechazo, la Regencia le confió la embajada española en Viena, pensando que su larga experiencia diplomática actuaría en favor de la España constitucional en la muy conservadora Corte de Austria, que ya se adivinaba árbitro de la nueva Europa.

Tras la asunción de la soberanía absoluta por Fernando VII en 1814, Pérez de Castro fue represaliado y se vio forzado a abandonar la vida pública durante algunos años. Tuvo, sin embargo, mejor suerte que otros antiguos diputados y, gracias a la protección dispensada por ministros como Ceballos o Pizarro, pudo retomar su carrera diplomática en 1818 al ser nombrado cónsul y ministro residente en Hamburgo, con el título de embajador ante las ciudades Hanseáticas.

Desde allí recibirá la noticia de que el Rey había jurado la Constitución de Cádiz a comienzos de marzo de 1820, e igualmente supo de su propio nombramiento como ministro de Estado en el primer gobierno constitucional, formado el 18 de marzo. Ese gobierno, conocido como el “gobierno de los presidiarios”, lo formaban en su mayoría presos políticos, aunque Pérez de Castro en concreto no lo fuera; quizá sería más correcto hablar de “gobierno Pérez de Castro”, pues en aquella época el apellido del ministro de Estado bautizaba a todo el Ejecutivo.

Vuelto a España en abril de 1820, promovió desde su ministerio una política de apaciguamiento y moderación con las potencias europeas, que no dio malos resultados. De hecho, en pleno apogeo de la Europa de Viena, consiguió que las Monarquías europeas aceptaran el cambio político en España y que no retiraran sus legaciones diplomáticas. En compensación, promovió la neutralidad española ante las revoluciones liberales de Nápoles y Piamonte-Cerdeña (en las que se había proclamado como propia de esos reinos la Constitución de Cádiz), sabedor sin duda de que Austria no admitiría la consolidación de ningún régimen constitucional en Italia, y que una “aventura italiana” no podría sino perjudicar la posición de España ante Europa y ante la Santa Sede. Estas circunstancias le granjearon la enemistad de los liberales más exaltados, como Romero Alpuente o Moreno Guerra, para quienes el ministro era demasiado timorato y transigente en la dirección de las relaciones diplomáticas.

Parece claro, en cualquier caso, que la prioridad de Pérez de Castro era la de evitar una invasión de la Santa Alianza, y que durante su ministerio tejió las alianzas necesarias para soslayarla. También en el desempeño de su ministerio negoció con Estados Unidos la entrega de La Florida a cambio de que se respetara la posesión española sobre Texas, con lo que evitó el fantasma de una inoportuna guerra hispanonorteamericana Abandonó el Ministerio el 2 de marzo de 1821, airado por el célebre “discurso de la coletilla” de Fernando VII en las Cortes, sin que conste que ocupara algún otro cargo de relevancia durante el Trienio Liberal. Fue consejero honorario de Estado en 1822, para exiliarse de España tras la invasión de la Santa Alianza en 1823, que él tanto había tratado de evitar.

Durante su exilio residió en Bayona y en Bagnèeres de Luchon (Francia).

Apenas murió Fernando en 1833, la regente María Cristina le devolvió sus pasados honores. Fue nombrado ministro plenipotenciario de España en Lisboa, donde también acababa de ser derribada la Monarquía absoluta. Hasta 1836 compatibilizó este cargo diplomático con la posesión formal de un escaño de designación real en el Estamento de Próceres, el inoperante senado del régimen del Estatuto Real. La mejor prueba de esa ineficacia es que Pérez de Castro fue autorizado a no asistir a las sesiones del Estamento, dado el encargo oficial que ocupaba en Portugal. Por otra parte, la experiencia del exilio y la asimilación de los principios del liberalismo doctrinario, habían moderado sus posiciones políticas, algo muy frecuente entre los liberales de su generación, aunque en su caso esa evolución ya se había iniciado en el pasado Trienio Liberal.

Volvió a Madrid cuando la regente María Cristina le confió la presidencia del Gobierno, en diciembre de 1838, cargo que compatibilizó con el ministerio de Estado. Desempeñó ambos puestos durante más de año y medio, un período nada habitual en el convulso liberalismo decimonónico. Durante su gobierno (agosto de 1839) se firmó el convenio de Vergara, que simbolizaba el triunfo liberal en la Primera Guerra Carlista.

Convertido así en paladín del Partido Moderado, una de sus primeras decisiones como presidente fue ordenar el cierre de las Cortes en febrero de 1839, con la esperanza de que unas nuevas elecciones dieran la mayoría a su grupo. Como el resultado de esos comicios no se ajustó a sus expectativas, Pérez de Castro volvió a disolver las Cortes en octubre; en su segundo intento, sí consiguió una mayoría para los moderados, aunque más exigua de lo esperado, y en parte fruto del trasvase de votos desde el carlismo. Ya por entonces, muchos diputados progresistas habían decidido dimitir, y auspiciar un golpe de fuerza militar o popular.

Aunque el verdadero objetivo del ministerio Pérez de Castro era amparar una reforma restrictiva de la Constitución de 1837, que los moderados y la misma regente María Cristina consideraban muy democrática, en un primer momento se conformó con aprobar la conocida como Ley de Ayuntamientos. Dicho proyecto otorgaba a los gobernadores civiles la potestad de designar a los alcaldes y restringía notablemente el censo electoral en la votación de concejales, con la intención, nada oculta, de cercenar la influencia del progresismo en la vida municipal. La aprobación en las Cortes de tan polémica ley, que poco después sancionó con su firma la regente, fue la señal que esperaban el general Espartero y un numeroso grupo de progresistas para auspiciar una revolución popular que pusiera fin al gobierno moderado.

Sacrificado por María Cristina, Pérez de Castro abandonó la presidencia del Gobierno el 18 de julio de 1840, aunque este gesto no consiguió salvar a la regente, que a pesar de sus esfuerzos de mediación, se vio forzada a abandonar su alta magistratura en septiembre, precisamente en favor de Espartero. Tras dejar el Gobierno, Pérez de Castro ganó por elección un puesto en el Senado por la provincia de Valladolid, aunque renunció a su escaño en abril de 1841 alegando “motivos de salud”. Alejado de la política activa, tuvo sin embargo el honor de ser nominado senador vitalicio en 1845 por expreso deseo de la reina Isabel II. Enfermo y achacoso, apenas asistió a las reuniones del Senado, muriendo en Madrid a la edad de setenta y ocho años.

 

Obras de ~: Una correspondencia de Godoy con la reina María Luisa, Madrid, 1814; Noticias del viaje de D. Evaristo Pérez de Castro de Hamburgo a Frankfurt, 1820; Memoria leída a las Cortes en la sesión pública de 4 de marzo de 1821 por el habilitado para el despacho de la Secretaría de Estado, impresa de orden de las mismas, Madrid, 1821.

 

Bibl.: M. J. Azanza y G. O’Farrill, Memoria sobre los hechos que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, París, Rougeron, 1815; J. M. Queipo de Llano, conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Madrid, Rivadeneyra, 1872; M. Fernández Martín, Derecho parlamentario español [...], Madrid, Imprenta Hijos de J. A. García, 1885-1900, 3 vols. (ed. facs., Madrid, Congreso de los Diputados, 1992); J. García de León y Pizarro, Memorias de la vida del Excmo. Señor D. José García de León y Pizarro, escritas por él mismo, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1894, 2 vols.; G. Spini, Mito e realtà della Spagna nelle rivoluzioni italiane del 1820-1821, Roma, 1950; H. Pelosi, “La política exterior de España en el Trienio Constitucional (1820-1823)”, en Cuadernos de Historia de España, 49-50 (1969), págs. 227-293, y 51-52 (1970), págs. 342-411; P. Janke, Mendizábal y la instauración de la monarquía constitucional en España (1790-1853), Madrid, Siglo XXI, 1974; A. Gil Novales, Las sociedades patrióticas (1820-1823). Las libertades de expresión y de reunión en el origen de los partidos políticos, Madrid, Tecnos, 1975; C. Marichal, La revolución liberal y los primeros partidos políticos en España, Madrid, Cátedra, 1980; J. I. Marcuello Benedicto, La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Madrid, Congreso de los Diputados, 1986; J. Romero Alpuente, Historia de la Revolución de España en los años 1820 a 1823, o sea, explicación de las causas por las que se perdió la libertad constitucional, ed. y est. prelim. de A. Gil Novales, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989; M. Moreno Alonso, La generación española de 1808, Madrid, Alianza, 1989; A. Gil Novales (dir.), Diccionario biográfico del Trienio Liberal, Madrid, El Museo Universal, 1991; J. I. Marcuello Benedicto, “El Rey y la potestad legislativa en el sistema político de 1812: su problemática definición constitucional”, en P. Fernández Albadalejo y M. Ortega López (eds.), Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola, 3. Política y cultura, Madrid, Alianza Editorial, Universidad Autónoma de Madrid, 1995; M. Moreno Alonso, La forja del liberalismo en España. Los amigos de Lord Holland, 1793-1840, Madrid, Congreso de los Diputados, 1997; D. Ozanam, Les diplomates espagnols du XVIIIe siècle, Madrid- Bordeaux, Casa de Velázquez-Maison des Pays Ibériques, 1998; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda García, El poder y sus hombres. ¿Por quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas, 1998; B. Badorrey, Los orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808), Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1999; F. Ruiz Cortés y F. Sánchez Cobos, Diccionario Biográfico de personajes históricos del siglo XIX español, Madrid, Rubiños-1860, 2001; J. R. Urquijo Goitia, Gobiernos y ministros españoles (1808-2000), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2001.

 

Carlos Rodríguez López-Brea

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