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Julián Romea Yanguas

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Biografía

Romea Yanguas, Julián. Murcia, 16.II.1813 – Loeches (Madrid), 10.VIII.1868. Actor, poeta y teórico dramático.

Hijo de un administrador de fincas aragonés, Mariano Romea Bayona, que se estableció en Murcia en 1812, y de la valenciana Ignacia Yanguas y Prat de Rivera, Julián Romea, tras pasar los primeros años de su vida en Murcia, marchó con su familia a Alcalá de Henares cuando tenía seis años, aunque regresó con su madre a Murcia, en 1823, al marcharse el padre, huido político, a Portugal. Realizó estudios infantiles de Humanidades en el Seminario de San Fulgencio y volvió con su madre y hermanos a Madrid en 1827.

Su familia se inclinó por que estudiase Leyes, pero tanto él como su hermano Florencio se decidieron por el teatro, y, al inaugurarse una Escuela de Música y Arte Dramático, en 1830, los hermanos Romea empezaron a asistir a ese centro que pasó enseguida a denominarse Conservatorio de Música y Declamación, y sería dirigido por Carlos Latorre, discípulo de Isidoro Márquez que, con treinta y dos años, era primer actor del Teatro del Príncipe y que fue el verdadero maestro de Romea. Latorre advirtió la extraordinaria capacidad del joven actor y lo recomendó al empresario del Teatro del Príncipe, Grimaldi. Tras una batalla administrativa consiguió que se le permitiera trabajar antes de concluir la carrera y el 21 de abril de 1833 interpretó El testamento, de Delavigne, traducida por Ventura de la Vega.

Mariano José de Larra, en la Revista Española del 23 de abril de 1833, iniciaba su crítica con estas palabras: “El señor Romea ha dado principio a su carrera teatral haciendo El testamento, y esta circunstancia, que pudiera parecer en todos sentidos de mal agüero, nos da lugar a decir seriamente que ha empezado por donde muchos acaban”. Sin duda, para el crítico romántico, la obra había sido mal escogida para su debut: “Un papel de galán más joven y más marcado hubiese convenido mejor al lucimiento del señor Romea. Sus dotes físicas son muy recomendables y deseamos verlas desarrolladas en otras representaciones de más importancia”.

Lo cierto es que Romea jamás recibió elogios del gran articulista romántico, a quien no gustaron nada las interpretaciones de El trovador y Los amantes de Teruel, lo que resultaba esperable y lógico, ya que Romea luchaba por aproximar e imponer lo cotidiano a unos escenarios llenos de exageraciones.

A partir de entonces, Romea vivió momentos de gran esplendor desde su privilegiado lugar del escenario del Teatro del Príncipe, que pronto vio cómo la presencia de José Valero en el Teatro de la Cruz creaba una rivalidad que duró bastantes años. Pronto llegó una nueva actriz, Matilde Díez, que, junto a Julián Romea, formó la pareja artística de moda. Hicieron María Estuardo, de Schiller, traducida por Bretón de los Herreros, y La ceniza en la frente, pero también muchas comedias del Siglo de Oro, entre las que sobresalieron El mejor alcalde, el rey y La Estrella de Sevilla, ambas de Lope de Vega; García del Castañar, de Rojas Zorrilla; Casa con dos puertas, mala es de guardar, de Calderón de la Barca, y Marta la piadosa, de Tirso de Molina. Sobresalía Matilde Díez en los papeles de tímida y de discreta, importantes en algunos de estos títulos y acorde con su gracia natural. No tardó en hacer la protagonista de La dama boba, de Lope, su personaje preferido.

Contrajo Romea matrimonio con la actriz en 1836.

En 1840 era director del Teatro del Príncipe y, a partir del año siguiente, también empresario. Profesor del Conservatorio, escribió para uso de sus alumnos Ideas generales sobre el arte del teatro (1858) y Manual de declamación (1859). Los triunfos se sucedieron y se separó de Matilde, quizá por el modo distinto de entender el teatro que ambos tenían. Tras una enfermedad que disminuyó su capacidad de actuar, le llegó una prematura muerte, cuando se recuperaba en un balneario de la provincia de Madrid, en 1868.

Romea estrenó importantes obras del teatro romántico, pero su sensibilidad lo alejó del romanticismo y lo llevó a buscar “el camino de la verdad” en la escena, que había sido abierto por Máiquez (“lumbrera del teatro español”, según sus palabras) y por Latorre: el de la mesura y la naturalidad en la expresión.

Se adaptó bien al teatro clásico, pero fueron las nuevas obras de la alta comedia las que concordaban mejor con sus pensamientos sobre el teatro y el arte de representar.

Con el estreno de El hombre de mundo, en 1845, obtuvo un resonante éxito. Y cuando, tras el fracaso de La muerte de César (1862), explicó en Los héroes en el teatro (1866) por qué se produjo éste, insistía en la naturalidad de su actuación: “He hablado, no he declamado: he procurado hacer de César un hombre natural y sencillo, como lo son cuantos tienen verdadera conciencia de lo que valen”. En esa persecución de lo “natural” como lo auténtico y esencial, radica la extraordinaria importancia de la revolución que Romea propugnaba en el mundo de la escena, la del realismo en el teatro. Tradujo la comedia de Scribe El Soprano, publicada en 1837, cuyo protagonista es el músico Bartolomeo Guimbardini; y escribió con Bretón de los Herreros La ponchada, “improvisación cómica en un acto”, para la función preparada en obsequio del duque de la Victoria por el Ayuntamiento de Madrid. Es, pues, una pieza de ocasión en loor de Espartero, vencedor de “las huestes del ominoso don Carlos”, en cuya representación intervinieron Julián y Florencio Romea y Matilde Díez.

Dejó Romea una interesante obra literaria. Se compone ésta de dos ediciones de sus Poesías (Madrid, 1846, y Sevilla, 1861) y de sus tratados de arte escénico Ideas generales sobre el arte del teatro (1858), Manual de declamación (1859) y Los héroes en el teatro (1866), publicados en Madrid. Mantuvo, en el cultivo de ambas actividades literarias, la misma compostura que caracterizó su trabajo como actor. Distingue toda su obra un notable sentido de moderación y equilibrio, bien diferente del propugnado por sus contemporáneos románticos. Su admiración hacia Lista y Quintana es reflejo de su neoclasicismo mental, que definió su poesía y sus teorías sobre el arte escénico.

Juan Valera ya llamó la atención sobre este tono en su obra poética y destacó la sobriedad, la sencillez y la ternura propias de nuestra mejor poesía clásica.

Recibió los Premios del Liceo de Madrid en 1848 para La fe cristiana, y de la Academia Española para la oda A la guerra de África, en 1860. Su poesía en su variedad responde a los gustos de diferentes épocas que le tocó vivir. Cultivó el romance de corte tradicional, el soneto amoroso y de circunstancias, frecuentó la lírica de carácter fantástico y legendario, la religiosa y la patriótica y dejó tras de sí un sinnúmero de poesías circunstanciales y laudatorias de muertos y vivos. Su musa femenina, “Elvira”, posible trasunto de Matilde Díez, su mujer, con quien mantuvo relaciones complicadas, le inspiró versos sensibles y apasionados, en cuya contextura se mezclan influencias múltiples, románticas y posrománticas.

Mucho más interesante y de mayor trascendencia histórica es su actividad como teórico del teatro y del arte de la representación, que se vincula al establecimiento en España de un modo de hacer teatro relacionado con las corrientes realistas. Recogidas en los opúsculos cuyo título ya se han avanzado, las ideas de Romea sitúan el teatro como “producto de la sociedad en que se vive, reflejo de su manera de existir con sus creencias y sus adelantos progresivos” y lo considera “espejo fiel del mundo moral”. Su propósito reside en que la obra teatral se represente sin voz ni actitudes retumbantes, hablando sin declamar. Amparaba sus criterios la experiencia de largos años de discutir con los grandes dramaturgos de la época romántica y representar, aun a riesgo de decepcionar al público, las obras con mesura y serenidad, con “noble sencillez”, como él pedía que se representasen autores como Corneille.

Se gloriaba de ser jefe y creador de la “escuela de la verdad”, como señaló en Los héroes en el teatro y consideraba que la obra que desencadenó la aparición del opúsculo —La muerte del César de Ventura de la Vega— no iba con los principios de su “escuela”.

La difusión de sus ideas en el campo de la interpretación teatral fue lo suficientemente amplia para que ejerciese influencia en el trabajo de otros actores. De ahí que, a partir de él, en las tablas se vieran ademanes como el meterse las manos en los bolsillos, encender un cigarro o sentarse para recitar, incluso en los brazos de un sillón. Sus interpretaciones del teatro del Siglo de Oro o de las tragedias clásicas admitían plenamente esta forma de actuar, que fracasaba sin embargo ante el teatro romántico que, representado con ausencia de gestos, perdía gran parte de su valor y provocaba anécdotas como la que ocurrió con un provinciano que fue a Madrid a ver a Romea en el Teatro de Variedades y sufrió la gran decepción de ver en el actor a un hombre que hablaba como si estuviera en su casa.

 

Obras de ~: El soprano. Comedia en dos actos por ~, Madrid, Jenes, 1837; Poesías de ~, Madrid, M. Rivadeneyra, 1846; La fe cristiana. Oda, Madrid, Imprenta Francisco Rodríguez, 1849; Canto escrito por ~ y dedicado a SS.M.M. la Reina Doña Isabel II y el Rey su augusto esposo, Madrid, José María Alonso, 1851; Ideas generales sobre el arte del teatro para uso de los alumnos de la clase de declamación del Real Conservatorio de Madrid, Madrid, Imprenta de F. Abienzo, 1858; Manual de declamación para uso de los alumnos del Real Conservatorio de Madrid, Madrid, Imprenta de F. Abienzo, 1859; A la guerra de África. Oda, premiada por la Real Academia Española con mención honorífica en mayo de 1860, Madrid, Imprenta de Francisco Abienzo, 1860; Poesías de ~, Sevilla, Imprenta Librería Española y Extranjera, 1861; Los héroes en el teatro. Reflexiones sobre la manera de representar la tragedia, Madrid, Francisco Abienzo, 1866; Ideas generales sobre el arte del teatro para el uso de los alumnos de la clase de declamación del Real Conservatorio de Madrid, Murcia, Editora Regional de Murcia, 2003.

 

Bibl.: A. Ferrer del Río, “Don Julián Romea y su época en el teatro”, en Revista de España, 12 (1868); F. Villalba, “Don Julián Romea”, en El Mundo Universal, XII, 34 (22 de agosto de 1868); F. Pérez Echevarría, “Julián Romea”, en Cartagena Ilustrada, II, 21 (agosto de 1872); J. Ledesma, Julián Romea. Breves apuntes biográficos, Murcia, San Francisco, 1929; A. Espina, Romea o el comediante, Madrid, Espasa Calpe, 1935; M. J. de Larra, “Primera representación en este año de El testamento, Salida del señor Julián Romea, actor nuevo en el papel de Roberto”, en Obras, Madrid, Atlas, 1960; A. Espina, Julián Romea: primer centenario (1813-1868), Murcia, Ayuntamiento, 1968; A. de los Reyes, Julián Romea, el actor y su contorno, Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1977; F. J. Díez de Revenga y M. de Paco, Historia de la literatura murciana, Murcia, Universidad, Academia Alfonso X el Sabio, 1989; C. Oliva, “Breve semblanza de Julián Romea”, en Breve historia del Teatro Romea de Murcia, Murcia, Concejalía de Cultura y Festejos, 1999.

 

Francisco Javier Díez de Revenga Torres