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Diego de Saavedra Fajardo

Biografía

Saavedra Fajardo, Diego de. Algezares (Murcia), c. 1.V.1584 – Madrid, 24.VIII.1648. Diplomático, literato y uno de los más típicos representantes de la segunda fase de la Contrarreforma.

La vida de Saavedra, después de sus estudios, se divide en dos etapas bien diferenciadas: la etapa romana, dedicada a la alta política eclesiástica, y la etapa centroeuropea, dedicada a la política internacional, durante la Guerra de los Treinta Años. Fue el quinto y último de los hijos de Pedro de Saavedra y de Fabiana Fajardo, nobles murcianos, que residían en Algezares, pero que se consideraban vecinos de la ciudad de Murcia, como lo testifican varias escrituras públicas de la familia.

En el curso 1601-1602 comenzó los estudios de Leyes y Cánones en la Universidad de Salamanca, puesto que en el curso 1604-1605 firmó ya en el libro de matrículas “Don Diego de Sahavedra, natural de Murcia”, como estudiante de cuarto año de Cánones.

También consta en el libro de matrículas del año 1605-1606 como estudiante de quinto curso, y el 20 de abril de 1606 “probó un curso en Decretales desde San Lucas hasta hoy, con Gaspar Antonio, natural de Ávila, y Bernardino de Porras, natural de Murcia, y Cosme Antolínez, y [...] probó haber leído diez lecciones de Cánones, conforme a estatutos”. Al día siguiente se graduó de bachiller por el doctor Juan de León, catedrático de Prima de Cánones. No consta en los libros académicos que recibiera los grados de licenciado o doctor. Pero en más de una ocasión figura como licenciado en documentos oficiales, como, por ejemplo, al nombrarlo Felipe IV consejero supernumerario del Consejo de Indias en 1643. De donde se puede presumir que lo era por Salamanca, pues en un memorial suyo —Parecer de la Junta sobre abusos en Roma y Nunciatura—, que se ha editado (Q. Aldea, 1961), sólo cita a esta Alma Mater como lugar de sus estudios universitarios: “sus estudios han sido en Cánones y Leyes, graduado por Salamanca”. Y en una carta autobiográfica de 7 de mayo de 1644 dice que estudió “cinco años en Salamanca y dos de pasante”.

Etapa romana. Así pues, a los veinticuatro años de edad, en 1608, Diego Saavedra Fajardo salía de las aulas salmantinas para inaugurar una nueva vida.

A Roma fue en 1610, como se deduce de una carta del cardenal Borja al rey escrita el 16 de noviembre de 1623, según la cual Diego ya llevaba en esa fecha catorce años de asistencia en aquella Corte [Archivo General de Simancas (AGS), Estados (E), 1869].

Se conocen los importantes cargos que Saavedra desempeñó en Roma desde su llegada hasta 1630, pero los detalles de esa actividad quedan muy en la penumbra y hasta hoy no se ha podido precisar en todos los casos cuándo comenzaba un cargo y cesaba otro, ni en qué medida los simultaneaba. La mayor luz que sobre este período se tiene la ofrece él mismo en el memorial que antes se ha mencionado, visto en el Consejo de Estado de 6 de diciembre de 1630, en el que da los siguientes detalles: “Sus ocupaciones han sido diez años de Letrado de Cámara del Cardenal Borja, pasando por él los negocios que se ofrecieron del servicio de Vuestra Magestad en las Congregaciones del Concilio y de Obispos y en otras donde asistía el Cardenal. Fue cuatro años secretario de la embajada y cifra en Roma; y después, de Estado y Guerra en Nápoles. Ha servido tres años la Agencia del Reino de Nápoles, seis la del Reino de Sicilia y siete la de Vuestra Magestad en Roma, con que ha manejado casi todos los negocios que de veinte años a esta parte se han ofrecido del servicio de Vuestra Magestad en Italia, así en materias de Estado como de jurisdicciones y patronazgos, facilitando muchas gracias importantes al patrimonio real de Vuestra Magestad, de millones, servicios de Reinos, de las mesadas y otros, y sirviendo con satisfacción de los ministros de Vuestra Magestad, como ha hecho fe en sus cartas el Conde de Monterrey y la podrá hacer el Conde de Oñate y el de Umanes, del tiempo que asistieron en Roma” (AGS, E, 2757).

El cardenal Gaspar de Borja y Velasco llegó a Roma el 18 de diciembre de 1612, cuando Diego llevaba ya dos años largos residiendo allí. Cómo entró al servicio del cardenal español como letrado de cámara, no se sabe. Es fácil que se llegaran a conocer a través del cargo de agente del Reino de Nápoles o por recomendación del conde de Lemos, que era pariente de Borja por ser ambos bisnietos de san Francisco de Borja. El cargo de agente del rey de España se lo pidió Borja a Felipe IV en 1623. Resolvió favorablemente el Consejo de Estado de 6 de diciembre de 1623, y se expidió el nombramiento el 20 de diciembre de 1623.

Pero por muy pronto que llegara el correo a Roma, no pudo Saavedra comenzar a ejercerlo hasta 1624.

El 23 de julio de 1617 obtuvo un canonicato en la catedral de Santiago de Compostela, que estaba vacante por muerte de Antonio Patiño. Pero por no poder residir y a pesar de las dispensas conseguidas, tuvo que renunciarlo el 21 de junio de 1621. A efectos económicos se le computó el tiempo de canónigo en dos años y ocho meses. Durante ese tiempo, consiguió que la Iglesia de Santiago pudiera tener oficio del Apóstol todos los lunes que no fuesen rito doble o semidoble, y que en España hubiese conmemoración obligatoria “del glorioso Patrón” en todas las conmemoraciones comunes. En aquellos momentos tenía esto su importancia a causa de la polémica entablada sobre si santa Teresa había de ser también patrona de España, juntamente con Santiago. Las Cortes de Castilla y León habían pedido en 1618 que se eligiera por patrona a santa Teresa de Jesús.

Al encargarse interinamente el cardenal Gaspar de Borja de la embajada de Roma desde marzo de 1616 basta la mitad de 1619, Saavedra desempeñó, durante cuatro años, el cargo de secretario de la embajada y cifra en Roma, de que habla en su memorial; y luego, al ir Borja como virrey a Nápoles, lo acompañó como secretario de Estado y Guerra en Nápoles, del 6 de junio de 1620 al 14 de diciembre de 1620. Vuelto a Roma con el cardenal, entró como conclavista en los cónclaves de Gregorio XV, el 9 de febrero de 1621, y en el de Urbano VIII, 6 de agosto de 1623. De nuevo pretendió y obtuvo un canoninato, esta vez el de chantre en la catedral de Murcia, del que tomó posesión por poder el 7 de septiembre de 1627. Pero sólo pudo disfrutarlo por un año y eso con dispensa pontificia de residencia. Al fin del año, renunció en su sobrino, Juan Saavedra, que vivía con él en Roma, por lo cual tuvieron también que dispensarle a éste un año de residencia.

A los cuarenta y seis años, cuando sentía ya el peso de la edad y anhelaba un cargo en la Corte de Madrid, vino a España en misión secreta enviado por el conde de Monterrey, embajador español en Roma. Se embarcó en Civitavecchia en una galera de Nápoles, enviada por el duque de Alba, y llegó a Madrid, según el nuncio Monti, el 19 de septiembre de 1630, aunque en realidad debió de hacerlo unos días antes. El objeto de su misión fue, al parecer, el de formar parte de la famosa Junta que se constituyó en Madrid el 31 de febrero de 1631 y que el 20 de septiembre de 1632 había de emitir el extenso y documentado dictamen editado. Saavedra fue secretario de esta Junta, como él mismo lo recuerda: “Y ofreciéndose un negocio muy grave, me mandó V. M. jurar de su secretario y que interviniese en una Junta de los Consejos de Estado y Castilla” (carta de 7 de mayo de 1644). En la primera sesión, celebrada el 7 de septiembre de 1631, leyó Diego un memorial, compuesto por él con la colaboración de Juan López Carcastillo, en donde se relataban todos los excesos jurisdiccionales de la Curia Romana y de la Nunciatura de Madrid.

Un año había de permanecer Diego en Madrid.

En Saavedra se pensó “para una plaza del Consejo de Italia, para una embajada a Sajonia, para asistir a la de Inglaterra y para ir con el duque de Terranova a componer los disgustos entre el rey de Francia y su madre”, destinos que manifiestan el prestigio diplomático que había conseguido. Pero, por fin, a requerimientos del marqués de Castel Rodrigo, “me mandó V. Magestad volver a Roma a hallarme en la protesta que se había de hacer al Papa”. Esta última frase ha dado pie a algunos historiadores para pensar que Saavedra estuvo en la célebre protesta del 8 de marzo de 1632, el hecho más espectacular de aquellos años en Roma. Pero, en realidad, no llegó a tiempo, puesto que el marqués de Castel Rodrigo avisaba desde Génova el 30 de abril de 1632, viernes, que con las galeras de España había llegado allí, aquella semana, camino de Roma, Diego Saavedra Fajardo. No pudo, pues, estar en Roma el 8 de marzo. A él le cogió sólo la enorme resaca que produjo semejante acontecimiento, sobre todo en las negociaciones de tipo económico que tuvo que llevar adelante con ocasión de la súplica de los breves pontificios concediendo a Felipe IV la décima de 600.000 ducados y la participación de los eclesiásticos en el servicio de los millones. Don Diego, como agente del rey, tuvo que defender los intereses de la Corona frente a los procuradores de la Congregación del Clero de Castilla y León, en la reñida contienda que se trabó en la curia romana en los meses de diciembre de 1632 y enero de 1633.

En cuanto a su intervención con el cardenal Borja para llegar a un arreglo con el Papa después de la protesta, hay que reconocer que fue muy activa, aunque no ha sido posible determinar documentalmente hasta dónde llegó. Sin embargo, cuando en 1634 se planteó en el Consejo de Estado del 22 de agosto el problema de los méritos de Saavedra para un posible ascenso, el informe de Castel Rodrigo delata que don Diego fue el protagonista en los hábiles escarceos que intentó Borja para salir de aquel atolladero diplomático.

Se pidieron entonces todos los papeles que había sobre el caso y se recabaron informes del marqués de Castel Rodrigo y de los cardenales españolas residentes en Roma. El marqués (que, como embajador extraordinario, no miraba con buenos ojos al cardenal Borja por haberle quitado éste el carácter de embajador ordinario que por concesión real comenzó a ostentar Borja después de la protesta para abroquelarse con la inmunidad diplomática frente a posibles desafueros canónicos contra su persona) no pudo negar los méritos del murciano. Pero a la vez manifestó su desacuerdo sobre la estrecha coyunda que formaban el cardenal y el agente, y se mostró partidario de la separación de ambos. Sin embargo, esta opinión del marqués no influyó para nada en la partida de Diego, puesto que ésta ya se había realizado un año antes. A pesar de ello, el juicio de Castel Rodrigo es muy interesante y, poniéndole algo de sordina en lo desfavorable, puede resumir, junto con los rasgos de su carácter, la valoración de la etapa romana da Saavedra: “Hame parecido siempre entendido y celoso del servicio de V. M., aunque le tengo por un poco altivo y arrojado, y la parte que pudo tener en lo de la satisfacción de la protesta y simulación con que creía que algunas veces se portaba conmigo, fue siguiendo los dictámenes de su amo, a quien deseaba complacer y tenía por superior, y la plática con el cardenal Antonio, si fue cierta, como el cardenal lo refirió (aunque él la niega), tuvo la parte de arrojado que yo juzgo de su condición, mas mezclada con el deseo de traer amigos a V. M. Y siempre creeré que Don Diego sabrá dar buena cuenta de lo que se le encargare del servicio de V. M., sin que haya menester para ello otra cosa que estar apartado de su amo, a quien domina, da ánimo y encamina a lo que siente gusto, y estarse con advertencia de que es naturalmente fogoso”. El conde-duque, en el Consejo citado, da también un balance positivo de la actuación de Saavedra diciendo “que él merece ser honrado por lo bien que ha servido” (AGS, E, 2998).

Etapa centroeuropea. Esta segunda etapa de quince años se va a subdividir en dos tiempos: el primero, de siete años, como representante español ante el duque de Baviera; y el segundo, de activo diplomático en el Imperio, especialmente como plenipotenciario para la Paz de Münster, y terminar después como consejero de Indias en Madrid. El 27 de febrero de 1633 expidió el rey orden a Saavedra de trasladarse a Alemania, conforme ya se había determinado en el Consejo de Estado de 6 de mayo de 1631, cuando se deliberó sobre ir él acompañando al duque de Terranova (AGS, E, 2432). Pero ahora el objetivo no era Sajonia, como entonces, sino Baviera. Diego, antes de partir fue a Nápoles, aprovechando la Semana Santa y Pascua, “a cumplir con mi obligación y dar cuenta al conde [de Monterrey], mi señor, de mi viaje a España, no habiendo podido antes por mis ocupaciones” (carta de 22 de marzo de 1633). No se detuvo mucho tiempo en Milán, pues a fines de junio cogía el camino de la Valtelina, paso obligado entre Milán y el Imperio y, por ende, punto neurálgico de la geopolítica europea de entonces, en dirección al Tirol, con el ojo avizor al valor estratégico de la zona. Y el 8 de julio informaba ya desde Braunau, Corte del duque de Baviera, sobre la primera entrevista con Maximiliano de Baviera.

La misión de Saavedra a este duque formaba parte de un vasto plan de acción diplomática y militar de España, que perseguía asegurar el control de los dominios de la Casa de Austria y del Imperio frente a los ataques de los suecos, holandeses, franceses y de sus aliados protestantes en el Imperio. Esta unión de los protestantes hacía que la Guerra de los Treinta Años fuera de hecho una guerra religiosa, aunque España trató de evitar siempre que se convirtiera de derecho en una guerra de religión. Los enemigos capitales de los Habsburgos eran Francia, los holandeses y los suecos.

Sin embargo, el peligro más grave no estaba en los enemigos exteriores, sino en la desunión que reinaba dentro del Imperio entre los principales rectores de la política imperial. A remediar este gravísimo mal se dirigía un plan propuesto en el Consejo de Estado de 9 de enero de 1633.

El duque Maximiliano de Baviera, católico sincero y campeón de la Contrarreforma, había deshecho el frente católico del Imperio al aliarse con Francia en el tratado de Fontainebleau de 30 de mayo de 1631. Y, arrepentido ahora, estaba purgando su pecado con la ocupación de sus Estados por el rey Gustavo Adolfo, amigo de Francia. Pero resultaba difícil reintegrarlo de nuevo dentro del sistema defensivo del Imperio.

Por otra parte, el invencible general Wallenstein era prácticamente un segundo emperador en el Imperio y odiaba a muerte al duque de Baviera. Tenía además un temperamento irascible y puntilloso, difícil, por tanto, para mantener un diálogo amistoso con él. El emperador, en medio de los dos, tenía que contemporizar hábilmente para impedir una rotura definitiva y funesta entre ambos y con el Imperio.

En este contexto se eligieron los tres diplomáticos más aptos para llevar a cabo el plan: el regente milanés del Consejo de Italia en Madrid, Ottavio Villani, marcharía al cuartel general de Wallenstein; el conde de Oñate, uno de los hombres más expertos del Consejo de Estado, a la Corte del Emperador; y Diego Saavedra Fajardo, a la Corte del duque de Baviera.

Hay que reconocer que Diego desempeñó esta misión con felicísimo resultado. El 17 de septiembre de 1633 escribía el nuncio de Viena, Rocci, a Francisco Barberini, secretario de Estado, que el duque de Baviera se había hecho completamente español, aunque en el fondo Maximiliano buscaba sus propias conveniencias.

El conde-duque confiesa los méritos del murciano repetidas veces. “Sin duda parece al conde-duque que hasta ahora este ministro procede con gran entendimiento, maña e inteligencia”. Y en otra parte: “Sirve bien, a lo que parece, y el entendimiento y partes son aventajados”. Y más adelante: “Que se le avise el recibo y se le apruebe todo lo que dice en esta materia con mucho acierto”. Siguió Saavedra manteniéndose a gran altura y participando muy activamente en los graves acontecimientos que se fueron sucediendo: la colaboración del general imperial Aldringen con el duque de Feria para la recuperación de Constanza, Brisach y otras ciudades asediadas por el enemigo; la decisión de Wallenstein de unirse a los planes españoles antes de consumar su presunta traición; la preparación de la batalla de Nördlingen, el 6 de septiembre de 1634, tan decisiva militarmente en aquellos años; la liga o confederación entre las dos ramas de la Casa de Austria; el viaje del cardenal-infante a Flandes; y la elección del Rey de Romanos en la persona del futuro emperador Fernando III, en 1636, hijo de Fernando II. Además de esto, ejerció otras misiones diplomáticas: ante la princesa de Mantua, en marzo y abril de 1638, luego en el Franco Condado, en julio de 1638; y nueve veces en las Dietas de los cantones suizos. Para la Dieta imperial de Ratisbona que se abrió el 14 de septiembre de 1640, fue Saavedra nombrado plenipotenciario del Rey Católico por el círculo de Borgoña, cargo que sólo se había confiado antes a Grandes de España o a príncipes del Toisón. Y mientras en la Dieta se entretenía con los problemas políticos, militares y tributarios del Imperio, fuera de ella se dedicaba en las horas libres a la corrección de pruebas de imprenta de su obra maestra Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas.

La había escrito “en la trabajosa ociosidad de mis continuos viajes por Alemania y por otras provincias” redactando “en las posadas lo que había discurrido entre mí por el camino”. Por tanto, en estas Empresas se tiene lo que aquel caballero español iba meditando consigo mismo por los interminables caminos de aquella Europa lacerada por las divisiones políticas y religiosas, y lo que él diría o tal vez dijo a los príncipes, reyes o emperadores para sanarla. “Toda la obra está compuesta de sentencias y máximas de Estado, porque éstas son las piedras con que se levantan los edificios políticos. No están sueltas, sino atadas al discurso y aplicadas al caso por huir de los preceptos universales” (prólogo). Este florilegio de los principios de toda buena política cristiana, de la verdadera razón de Estado, va dedicado al príncipe Baltasar Carlos, que con su muerte, seis años más tarde, había de torcer aciagamente el destino de España. Su valor se basa más que en lo que dice, en la gracia y tersura con que lo dice. El que habla es un hombre nuevo, español y europeo, tradicional y renovador, humanista y moderno. Es la cabeza clarividente de un contrarreformista a punto de evadirse de un mundo que se esfuma.

Diego Saavedra Fajardo queda total y adecuadamente definido en su Idea de un príncipe cristiano.

Es sintomático que la corrección de pruebas de esta obra absorbiese su preocupación en aquellos momentos tan difíciles. “Suplico a V. S. —escribía a su amigo Rambeck, de Múnich— me envíe luego aquellas 750 hojas, o por lo menos luego treinta, porque las he menester mucho” (carta de 1 de octubre de 1640). Europa necesitaba entonces ideas-fuerza que le diesen la constitución vertebral que le faltaba. Don Diego se las ofrecía en sus cien Empresas. Estando en la Dieta le llegó el título de caballero de la Orden de Santiago que le había concedido el Rey por Cédula de 12 de octubre de 1640. Pero era ya tarde para poderlo poner en la portada de esta primera edición. Figuraría en la segunda de 1642.

Pero donde la carrera política de Saavedra llegó a su culminación fue en su nombramiento como plenipotenciario de España para la Paz de Westfalia, el 11 de julio de 1643. Europa entera tenía puestos los ojos en aquellos hombres que podían darle el inalcanzable y precioso don de la paz universal. Un legado pontificio hacía de árbitro en aquel Congreso. Medio año antes del nombramiento, había llegado Diego a Madrid, donde tomó posesión en el Consejo de Indias de una plaza, que le había concedido el Rey a primeros de enero de 1635. Y, después de arreglar sus cosas, emprendió de nuevo el viaje hacia Alemania con los fuertes calores de julio. Su estancia en Münster juntamente con la de los otros dos plenipotenciarios españoles, el conde Zapata y el borgoñón Brun, si no inútil, sí fue estéril en resultados decisivos, y esto a causa de las constantes trabas que a su negociación se ponían desde Madrid. Desde la caída del conde-duque, con la que en un principio se creyó ingenuamente, como sucede, remediar la fortuna de España, la situación del murciano se fue deteriorando, como si una “fatalidad grande” se abatiese sobre todos.

Una amarga melancolía invadió su espíritu “al ver tan mal conocidos mis servicios”, que le fue corroyendo la médula de su alma y le hizo temer la muerte, como le había acontecido a su mismo compañero, el conde Zapata (carta de 25 de marzo de 1645). Este ilógico proceder de la Corte de Madrid hizo que España fuese quedando sola y aislada en aquel palenque de plenipotenciarios.

Al fin, con la llegada del conde de Peñaranda, sustituto de Castel Rodrigo, para firmar las Paces de Münster, Diego pudo emprender pronto el último viaje a su patria. Según informa el jesuita Sebastián González, a mitad de mayo de 1646 se encontraba ya Saavedra en Bruselas y poco tiempo después debió de llegar a la Corte. Estando en Madrid en agosto de aquel año, parece que lo nombraron “conductor” o introductor de embajadores. También se le concedió una plaza vacante del Consejo de Cámara en el de Indias, el 31 de enero de 1647, con 50.000 maravedís de sueldo. El resto de su vida en Madrid lo pasó dedicándose a su cargo de consejero y reclamando los atrasos que se le adeudaban por sus anteriores cargos. El 13 de agosto de 1648, “estando enfermo en la cama”, otorgó testamento, que completó con un codicilo el 23 de agosto de 1648, víspera de su muerte. Falleció a los sesenta y cuatro años de edad en el Hospital de los Portugueses, de la parroquia de San Martín, y fue sepultado en el Convento de Agustinos Recoletos, situado a la derecha del paseo de Recoletos, junto a lo que hoy es Biblioteca Nacional. Profanada su tumba por los franceses en la Guerra de la Independencia, se lograron recobrar el cráneo y los dos fémures, que en 1836 pasaron a la iglesia de San Isidro, de Madrid, y de allí a la catedral de Murcia el 6 de mayo de 1884.

La figura de Diego Saavedra Fajardo destaca hoy más por su pensamiento como escritor que por su acción como diplomático, pero hay que reconocer que fue tan grande en lo uno como en lo otro. Por ambos conceptos es Saavedra una de las figuras más representativas de su época. Sus escritos ilustran maravillosamente su acción. Y su acción es la clave para interpretar fielmente sus escritos. Tan fácilmente acuñaba un pensamiento político en forma acabada y plástica, como lo convertía en fecunda vividura de su difícil profesión. Mientras España luchaba en tantos campos de batalla de Europa, Diego guerreaba con las armas del ingenio y de la acción, conquistando aliados y desenmascarando enemigos. Manejó las armas del ingenio con incomparable maestría. El hombre de letras, soldado inconfundiblemente al hombre de acción, dio a Diego redoblado título para franquear merecidamente el pórtico de la inmortalidad y poder, como dice Pfandl, “figurar honrosamente al lado de Cervantes, Quevedo y Calderón”. Él hizo todo lo posible por el bien de su patria. Si, a pesar de sus esfuerzos, España no triunfó en el terreno de las armas, él le legó en el de las letras una herencia de valor imperecedero.

 

Obras de ~: Introducciones a la política, opúsculo dedicado y entregado al conde-duque de Olivares el 1 de febrero de 1631 [Madrid, Atlas, 1853, Biblioteca de Autores Españoles (BAE), 25, págs. 423-433]; Razón de Estado del Rey Don Fernando el Católico, opúsculo dedicado al rey Felipe IV, 1631 [Madrid, Atlas, 1853 (BAE, 25), págs. 435-442]; Noticias de la negociación de Roma, 1631 (ed. de Q. Aldea, en Miscelánea Comillas, 29 (1958), págs. 303-315); Respuesta al manifiesto de Francia, Madrid 1635 (atrib. por J. M.ª Jover); Discurso sobre el estado presente de Europa, Ratisbona, 20 de enero de 1637 (ed. de Roche y Tejera, en Saavedra Fajardo. Sus Pensamientos, sus poesías, sus opúsculos, Madrid, Fortanet, 1884, págs. 177-190); Dispertador a los trece Cantones de esguízaros, 1638 (ed. de Roche y Tejera, op. cit., págs. 221-228); Proposta fatta dal Sig. Don Diego Sciavedra alla Dieta de Cantoni Catolici in Lucerna, 1639 (ed. de Q. Aldea, “Don Diego Saavedra Fajardo y La Paz de Europa”, en Humanidades Comillas, 11 [1959], págs. 111-114); Idea de un príncipe político christiano, representada en cien Empresas, Munich, 1640 [2.ª ed., Milán, 1642; Idea de un Príncipe Político Christiano representada en cien empresas y Corona Góthica, Castellana y Austríaca, Madrid, Atlas, 1853 (BAE, 25); Empresas Políticas, selecc., introd. y notas de M. Fraga Iribarne, Salamanca, Anaya, 1972; Idea de un Príncipe Político Cristiano, ed. de V. García de Diego, Madrid, Espasa Calpe, 1927-1930; (Clásicos Castellanos, 76, 81, 87 y 102); Empresas Políticas, ed. de Q. Aldea, Madrid, Editora Nacional, 1976; Empresas Políticas, ed., introd. y notas de F. J. Díez de Revenga, Barcelona, Planeta, 1988; ed. de S. López Poza, Cátedra, Madrid, 1999]; Suspiros de Francia, 1643 [ed. de Q. Aldea, en Humanidades, 11 (1959), págs.. 115-124]; República literaria, Madrid, 1655 [ed. de M. Fonseca atribuyéndola a un tal Claudio Antonio de Cabrera; ed. de M. Serrano y Sanz, Madrid, 1907; ed. y notas de V. García de Diego, Madrid, La Lectura, 1922 (Clásicos Castellanos. Nueva Serie, 46)]; Locuras de Europa. Diálogo entre Mercurio y Luciano, Münster, durante su estancia como plenipotenciario (¿Alemania?, 1748; el Semanario Erudito de Valladares lo editó en el vol. IV, 1-44, creyéndolo inéd.); Corona Góthica, Castellana y Austríaca políticamente ilustrada, Münster, 1646 [es la aplicación práctica de lo expuesto en teoría en la Idea de un príncipe político-christiano]; Memoria de algunas cosas que los marqueses mis señores podrían mandar proveer tocantes al gobierno de su casa y estado, s. f. [ed. de Roche y Tejera, op. cit., págs. 191-198]. Poesía: “De don Diego Saavedra Fajardo [Poesía]”, en G. Marqués de Careaga, Desengaños de Fortuna, Madrid, Alonso Martín, 1612; [“Once composiciones”], en Poesías diversas compuestas en diferentes lenguas en las honras que hizo en Roma la nación de los españoles a la Maxestad Católica de la Reina Doña Margarita de Austria, Nuestra Señora, Roma, Jacomo Mascardo, 1612; “Epigramma”, en F. Cascales, Tablas Poéticas, Murcia, Luis Beros, 1614; “De Don Diego Saavedra Faxardo. Espinela III [Al toro que mató Felipe IV. Décimas]”, en J. Pellicer de Tovar, Anfiteatro de Felipe el Grande, Madrid, Juan González, 1613; “Ludibria mortis”, en Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas, op. cit., 1640. Obras completas y epistolario: Diego Saavedra Fajardo, Obras completas, recopilación, est. prelim., pról. y notas de A. González Palencia, Madrid, M. Aguilar, 1946 (obras no conservadas y atribuidas, págs. 140-141); España y Europa en el siglo XVII: correspondencia de Saavedra Fajardo, ed., introd. y notas de Q. Aldea Vaquero, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Real Academia de la Historia, 1986- 2008 [contiene: Tomo I. 1631-1633; Tomo II. La tragedia del Imperio: Wallenstein 1634; y Tomo III. El Cardenal Infante en el imposible camino de Flandes 1633-1634 (2 vols.)].

 

 

Bibl.: F. Corradi, Discurso leído en la Junta general celebrada en la Real Academia de la Historia el dia 25 de Junio de 1876 [Juicio acerca de Saavedra Fajardo y de sus obras], Madrid, José Rodríguez, 1876; J. M. I báñez García, Saavedra Fajardo. Estudio sobre su vida y sus obras, Murcia, El Noticiero, 1884; H. Günter, Die Habsburger-Liga, 1625-1635, Berlin, Verlag von Emil Ebering, 1908; L. Quer Boule, La embajada de Saavedra Fajardo en Suiza. Apuntes históricos, Madrid, Imprenta de Ramona Velasco, 1931; J. de Entrambasaguas, “La crítica estética en la República Literaria de Saavedra y Fajardo”, en Revista de la Universidad de Madrid, 3 (1943), págs. 53-81; A. Van der Essen, Le Cardinal-Infant et la politique européenne de l’Espagne 1609-1641. I. 1609-1634, Bruxelles, Les Presses de Belgique, 1944; J. M. Jover, 1635, Historia de una polémica y semblanza de una generación, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1949, págs. 389-414; W. González Oliveros y E. Bullón Fernández, III Centenario de Don Diego Saavedra Fajardo conmemorado por el Instituto de España, Madrid, 1950; F. Sanmartí, Tácito en España, Barcelona, CSIC, 1951, págs. 145-149; M. Fraga Iribarne, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, Academia Alfonso X el Sabio, 1955 (obras no conservadas y atribuidas, pág. 676); F. Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la Política del Barroco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957; D. de La Válgoma y Díaz-Varela, Los Saavedra y los Fajardo en Murcia, Vigo, Academia Alfonso X el Sabio, 1957; J. C. Dowling, El pensamiento político-filosófico de Saavedra Fajardo. Posturas del siglo XVII ante la decadencia y la conservación de las Monarquías, Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1957; Q. Aldea, Iglesia y Estado en la España del siglo XVII, Santander, Universidad de Comillas, 1961 (ed. del “Parecer de la Junta sobre abusos en Roma y Nunciatura”, de la que Saavedra fue su primer secretario); D. Albrecht, Die auswärtige Politik Maximilians von Bayern 1618-1635, Göttingen, Bayerische Akademie der Wissenschaft, 1962; F. Díez de Revenga, Saavedra Fajardo, Murcia, Academia Alfonso X el Sabio, 1977; B. Rosa de Gea, “Carta de un holandés: un texto desaparecido de Saavedra Fajardo”, en Biblioteca Virtual de Pensamiento Político Hispánico “Saavedra Fajardo”, 2006 (www.saavedrafajardo.um.es); I. G. Bango Torviso et al., Saavedra Fajardo. Soñar la paz, soñar Europa, catálogo de exposición, Murcia, Centro de Arte Palacio Almudí-Sala de Exposiciones Caja de Ahorros del Mediterráneo, 2008; Q. Aldea Vaquero, [“Estudios introductorios”], en España y Europa en el siglo XVII: correspondencia de Saavedra Fajardo, op. cit., 1986, t. I, págs. XXI-LXXIV; 1991, t. II, págs. XVII-CXXVIII y 2008, t. III, vol. I, págs. 1-303; F. J. Díez de Revenga (dir.), Diego Saavedra Fajardo, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Literatura-Biblioteca de Autores, Siglo XVII (http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/saavedrafajardo/).

 

Quintín Aldea Vaquero