Vélez de Guevara y Tassis, Íñigo. Conde de Oñate (V) y conde de Salinillas (IV). ?, c. 1573 – Madrid, 31.X.1644. Embajador en Saboya, Hungría, Alemania y Roma, de los Consejos de Estado y Guerra, presidente del Consejo de Órdenes y Grande de España.
Entre sus títulos se cuentan, además, los de IV señor de Guevara, Salinillas y Zalduendo, señor de la junta de Araya o patrón de las Siete Iglesias del valle de Léniz.
Fue Grande de España, caballero de la Orden de Santiago y comendador de Mirabel, de los bastimentos del Campo de Montiel y Paracuellos, todas en la antedicha Orden de Santiago.
En palabras de Salazar y Castro, se trata de “uno de los héroes más recomendables de la nación, y en quien las antiguas glorias de la casa de Oñate, adormecidas por el largo retiro de sus dos últimos poseedores, volvieron a su justo esplendor y grandeza”. Se convirtió en heredero del condado de Oñate, fundado por los Reyes Católicos en 1481, por su matrimonio con su sobrina, Catalina Vélez de Guevara y Orbea, hija de Pedro Vélez de Guevara, IV conde de Oñate, y heredera por lo tanto de su título. Gracias a su inteligente política matrimonial y a una afortunada gestión de su patrimonio, consiguió que al final de su vida la casa de los Vélez de Guevara, condes de Oñate, fuera considerada como una de las más influyentes de la Corte del momento, obteniendo la Grandeza de España para ella en 1640. Tuvo diez hijos, de los cuales, cinco fueron varones. El primero, Pedro, murió en 1614, dejando como heredero de sus bienes a su hermano Íñigo (futuro VIII conde). Le siguió Juan, que también murió al año siguiente, sobreviviéndole así otros tres: Íñigo, heredero del título; Felipe, que por su prematura muerte en 1642 prácticamente no llegó a participar de forma relevante en la actividad política y cortesana de su época; y finalmente Beltrán, verdadero protagonista, junto con Íñigo, de la perpetuación de la casa y heredero del patrimonio familiar, de también prometedora carrera política, bruscamente interrumpida por su muerte en el año 1652. Tuvo además cinco hijas, Catalina, a la que casó con su tío Beltrán de Guevara; Ana María, casada en 1631 con Bernardo de Silva Manrique, VIII conde de Aguilar; y Mariana, María y Ángela, estas tres últimas religiosas.
Ganó, tras un largo pleito con la familia Tassis, el 10 de marzo de 1623 el condado y título de Villamediana, además del oficio de correo mayor para su familia por sucesión hereditaria y perpetua. Ganó también por pleito la jurisdicción de la villa de Oñate en 1635 sobre los vecinos de esta villa, que pretendían serlo de jurisdicción real. En este lugar, sin embargo, en líneas generales no ejerció influencia alguna, ya que prácticamente no llegó nunca a residir en la villa ni a desarrollar ninguna actuación relevante como señor de ella, si se exceptúa sus instrucciones para el mantenimiento y remodelación de la iglesia de San Miguel, panteón familiar, reformas que al final de su vida, en 1644, delegó en su hijo Íñigo.
Su trayectoria política se dirimió entre sus actuaciones en el extranjero y una activa participación en los destinos de la Monarquía desde Madrid, en colaboración directa con las más altas esferas del poder y de la administración, junto a Olivares y junto al propio Monarca. Comenzó su andadura con sus servicios en Saboya, Hungría, Alemania y Roma. Al menos entre los años de 1588 y 1589, sirvió como capitán de guerra en Flandes, y en 1593 se le honró con la dirección de la compañía de hombres de armas del duque de Saboya gracias a las relaciones de los Guevara con la casa Tassis (y más concretamente al matrimonio entre su padre Pedro Vélez de Guevara y Mariana de Tassis), casa unida por vasallaje a la de Saboya. Estas vinculaciones le facilitaron el acceso al cargo de embajador del Monarca en este estado entre los años 1603 y 1609. Durante esta embajada, participó en asuntos de interés para la Corona (como en la concesión del capelo cardenalicio otorgado a Alfonso de Ferrara), así como atendió a los asuntos particulares de su casa (con la solicitud, por ejemplo, en 1603, de una pensión en el obispado de Coria para cubrir los gastos destinados a la educación de uno de sus hijos).
Su siguiente destino fue la embajada de Hungría, sobre la que se remitieron noticias al centro de la Monarquía entre los años 1610 y 1612. En 1616, se le nombró embajador en el Imperio, cargo que ocupó hasta 1624. Partió hacia esta nueva empresa desde Zaragoza y, a su paso por Milán, se hizo cargo de algunos asuntos reales relativos a la administración de los feudos del Monarca en el norte de Italia. Su llegada a Praga se produjo en febrero de 1617 y su gestión allí se vio protagonizada por las decisiones que tomó en torno a los acontecimientos que en esta zona condicionaron el desarrollo de la Guerra de los Treinta Años. Su demanda de recursos militares y económicos para defender el Imperio era continua y preocupaba desde el centro de la Monarquía, aunque recibió el apoyo total del Monarca a propósito de sus gestiones con el Papa sobre este particular. En junio de este año, fue el artífice de la firma del convenio negociado entre Felipe III y el archiduque, por el que el primero renunciaba a los Reinos de Hungría y Bohemia a cambio del Tirol y del territorio del Sundgau en la Alta Alsacia, que aseguraban las comunicaciones de Milán con Flandes y el paso de las tropas españolas (Acuerdo de Graz). Este acuerdo lo formalizó en esta localidad austríaca, sin embargo, su hijo Íñigo, futuro VIII conde.
Se ocupó también durante su mandato de fomentar en esta zona del Imperio la formación de una Liga Católica, participó como principal protagonista en representación del Monarca en diversos asuntos de interés internacional (como la boda de Fernando III) o consiguió la investidura de Felipe IV del feudo de Final en Milán (1619), así como la gestión de otros territorios italianos para la Corona, como el feudo de Zucarello o Piombino, entre otros asuntos. En el año 1621, llegaron noticias a Madrid de sus problemas de financiación para sostener el programa de la Monarquía en Europa, y hasta el año de 1624, en que se decidió su regreso a la Corte, muchos otros particulares ocuparon su gestión a propósito de las relaciones del rey español con el resto de las grandes potencias europeas.
Su siguiente destino fue la embajada de Roma entre los años de 1626 y 1628. En estos momentos, el legado papal Cassiano dal Pozzo le describe como a “un hombre de cerca de sesenta años de edad, pequeño de estatura aunque de buena complexión, rostro alargado, tez oscura y aire bastante melancólico”. En su actuación allí pueden distinguirse dos líneas de intervención principales: aquellas que buscaban el beneficio económico y el reconocimiento social para su casa, de acuerdo con los comportamientos nobiliarios propios de su época, y aquellas meramente políticas relacionadas con el ejercicio de su cargo. Entre estos asuntos políticos que le ocupaban, puede recordarse el relativo a la firma del Tratado de Monzón sobre la gestión de los fuertes de la Valtellina, Bormio y Chiavena.
Gracias a su meticulosidad en la administración de los bienes de la Corona en este destino, recibió el aplauso de Madrid, y tal y como era habitual en todos aquellos que accedían a este cargo, se vio recompensado tras su gestión con varias mercedes y dignidades para su casa, recibiendo, por ejemplo, una Cruz de indulgencias o diversas rentas en Italia.
Gracias a estas empresas en el exterior, a su regreso a la Península pasó a ocupar un papel protagonista en la Corte madrileña como miembro del Consejo de Estado y Guerra, decidiendo junto al conde-duque de Olivares en las negociaciones de 1629 con el Imperio, y viéndosele asimismo participar en consultas de 1630, 1631 sobre el futuro del Palatinado u otros asuntos de la mayor relevancia para el éxito la política internacional de la Monarquía.
En 1632, Felipe IV le encargó que acudiera junto al cardenal infante don Fernando a las Cortes de Barcelona para asistir al cardenal y actuar como su consejero político, obteniendo con este servicio nuevos beneficios para su casa como erran las encomiendas de Santiago y Calatrava.
Tras estas Cortes, acompañó también al cardenal infante en su camino hacia Flandes, ya que tal era el trayecto que él mismo debería recorrer para tomar posesión de su nuevo cargo como embajador de Felipe IV en Viena, del que recibió nombramiento en 1633.
De estos años, llegó un nuevo testimonio biográfico de mano del embajador veneciano Francesco Corner, que lo describe como “di età vecchio, ma con concetti assai arditi e nel trattare assai grave”. Los caminos de don Fernando y del V conde se separaron en Milán, donde el conde se detuvo antes de llegar a su destino para resolver asuntos de interés real, y donde permaneció al menos hasta julio de ese mismo año, como se sabe gracias a las noticias remitidas por los embajadores venecianos a esta República, demora por la que fue reprendido desde el centro de la Monarquía. Una vez que llegó a Viena, entre las actuaciones más relevantes que se le reconocen por el ejercicio de su cargo se encuentra, por ejemplo, su intervención definitiva para desvelar las intrigas que el duque de Fritland tramaba contra los intereses de la Monarquía en el año 1634, y otros muchos.
En noviembre de 1637, a su regreso a Madrid, parece haber perdido el favor de la Corte al ser abiertamente atacado por Olivares, que impidió su entrada triunfal en la ciudad y que le mantuvo incluso retenido durante unos días a las afueras. Los planes del Monarca hacia la persona del conde seguían situándolo de cualquier forma en una posición destacada del poder, dado que en este mismo año de 1637 pensaba en él como cabeza de las fuerzas que habrían de enviarse a Portugal para controlar las revueltas que allí amenazaban el equilibrio de la Monarquía. Para esta nueva misión, se trasladó a Badajoz en febrero de 1638 pero su deseo de permanecer en el centro de la Corte le llevó a desobedecer las órdenes reales y regresar casi inmediatamente a Madrid, por lo que fue castigado con unos días de inhabilitación.
Recuperó, sin embargo, de nuevo pronto su prestigio político ante el Monarca, ya que en fecha de 11 de octubre de ese mismo año de 1638 tomó posesión del cargo de la presidencia del Consejo de Órdenes (nombramiento que se había ya decidido desde el año 1632, pero que era en ese momento cuando se hizo efectivo, y que ejerció casi hasta el final de sus días). A partir de entonces, sus misiones al servicio de la Monarquía en el exterior finalizaron y su actividad política se centró en su actuación como consejero, interviniendo en asuntos como las rebeliones de Cataluña de 1640, o la administración de las rentas eclesiásticas en los reinos de Felipe IV de 1643. Este fue el año de la caída en desgracia del valido, que se produjo el 23 de enero con su retirada definitiva a Loeches, y en este proceso la consolidación de la posición política del V conde de Oñate en la Corte estaba en relación directa con la pérdida progresiva de favor de su adversario Olivares, llegándose a hablar en los círculos cortesanos en el mes de febrero de 1643 de una confabulación entre el secretario Rozas, Juan Chumacero y el conde de Oñate para retirar al valido del poder. No recibió, sin embargo, las compensaciones políticas que podrían suponerse de su actuación y, con la sucesión del valimiento en la persona del conde de Haro, y un V conde de Oñate ya de avanzada edad, su papel en la Corte no sufrió variaciones importantes.
Los últimos meses de vida del conde transcurrieron como consejero, siempre cercano al Monarca, que le designó como a uno de los nobles que habrán de acompañarle en su viaje a Zaragoza en el verano de 1643. Su estado de salud le obligó a regresar pronto, en diciembre de este mismo año y junto al Monarca.
Permaneció entonces definitivamente en Madrid, pese a que sus servicios siguieron siendo solicitados, como ocurrió en febrero de 1644 cuando se le pidió que acompañase de nuevo al Monarca hacia Aragón.
Desde la villa madrileña continuó haciéndose cargo de diversos asuntos propios de la calidad de su linaje, así como de gestionar los asuntos relacionados con su casa. Su muerte, el 31 de octubre de 1644, se vivió como un acontecimiento de gran importancia en la Corte, “haciéndose las honras nueve días del señor conde de Oñate en San Felipe, donde se enterró con gran pompa y ostentación”.
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Ana Minguito Palomares