Cerone, Pedro. Bérgamo (Italia), c. 1566 – Nápoles (Italia), V.1625. Tratadista, compositor y cantante.
Como sucede con otros autores de notables impresos musicales (caso de fray Pablo Nassarre, tratadista barroco aragonés con quien lo unirán muchos historiadores posteriores), no se sabe con seguridad de su vida mucho más de lo que se nos ofrece en su obra editada. Incluso la propia fecha de su nacimiento debe calcularse a partir del testimonio del autor al pie del retrato que figura en su principal publicación, El Melopeo y maestro. También conforme a lo referido por él mismo, quien en la portada de ese impreso dice ser “de Bérgamo”, puede afirmarse —siguiendo la reconstrucción biográfica propuesta por R. Baselga, que resume J. López Calo— que recibió su formación musical en dicha ciudad, quizás de Pedro Vinci, Hipólito Camatero u otros maestros coetáneos. Cantor, en torno a 1584, en la capilla del obispo de Cittaducale (Abruzos), que dirigía el flamenco Juan Verio, Cerone regresó a Bérgamo en 1588, de donde partió a Cerdeña, residiendo allí al servicio de la iglesia mayor de Oristano hasta que, en 1592, realiza por fin su proyectado viaje a España para peregrinar a Santiago.
Una muy dura experiencia culminada en 1593 que espiritualmente se saldó con una sincera y profunda conversión religiosa, acrecentada por la caritativa hospitalidad, ya en Madrid, del caballero modenés Santiago Gratii, el Caballero de Gracia, quien asimismo después de una larga vida cortesana se había convertido, ordenándose sacerdote. En la “Academia” de música de Gratii cimentó Cerone una merecida fama como tenor, consiguiendo antes de concluir ese mismo año una plaza de cantor en la Capilla Real, aún en tiempos de Felipe II. Durante los años que mantuvo ese puesto conoció a grandes músicos —como los maestros de la capilla regia Felipe Rogier y Mateo Romero— y a nobles amantes de las artes, caso del conde de Lemos, quien se convertirá en su principal protector. Ordenado sacerdote, y con un amplio prestigio en la Corte —a la que acompañó en diversos viajes por España—, empezando por el reconocimiento del propio Felipe III, a quien dedicaría su gran enciclopedia musical, decide finalmente regresar a tierras italianas (donde al parecer había estado antes, pues habla de una visita a Roma en el jubileo del año 1600), estableciéndose en Nápoles —una muy pujante ciudad de la Corona española— al final del año 1608. Ocupaba en 1609 el puesto de maestro de canto llano de los clérigos de la Annunziata (de donde surge la necesidad de imprimir un pequeño tratado dedicado a este repertorio), cuando a comienzos de 1610 fue nombrado virrey el referido conde de Lemos, pasó Cerone a formar parte de la capilla real napolitana, siendo cantor de la misma hasta su muerte, en mayo de 1625.
Es ya de nuevo en su añorada Italia cuando Cerone se decidió a mandar imprimir el fruto de los largos años de trabajo musical desarrollados sobre todo en España, siendo el primero en salir a la luz ese sencillo pero eficaz manual, antes mencionado, escrito en italiano y titulado Le regole più necessarie per l’introdutione del canto fermo (Nápoles, 1609). Un librito muy práctico, con apenas cuarenta páginas, que cuando encuentra asunto de mayor complejidad remite al lector a ese otro trabajo suyo que ya estaba imprimiéndose: en efecto, su segunda producción teórica, El Melopeo y Maestro, seguramente fue entregada a la imprenta recién llegado a Nápoles, pero sólo pudo concluirse su titánica edición cinco años más tarde. Obra barrocamente enciclopédica dividida en veintidós libros, ocupando un enorme volumen en folio de más de mil páginas, en ella se explica minuciosamente, con profusión de citas eruditas y con numerosos ejemplos prácticos, todo el saber musical del tiempo, incluyendo tanto aspectos matemáticoastrológicos como práctico-compositivos, organológicos e interpretativos. Acudiendo de continuo a los más grandes autores, antiguos —de Cicerón a San Agustín, entre Boecio y Gaffurio— y coetáneos —especialmente Zarlino, Glareano, Zacconi, Durante y Pontio, sin olvidar a los españoles Bermudo y Santa María—, no pocas veces incluye en su obra, conforme a los usos propios del tiempo, largas traducciones casi literales de esos admirados trabajos.
El planificado contenido de esta gigantesca edición, quizás la más amplia y completa realizada por un solo autor en toda la larga historia de la tratadística musical de los pasados siglos, merece ser detalladamente expuesto, puesto que su coherencia e inteligencia habla mucho en bien de su autor y explica no menos la esencial importancia que alcanzó este impreso en su larga trayectoria cuatricentenaria. Después de las preceptivas dedicatorias (una explicada en castellano, “al Santísimo Niño Jesús y a su Madre”, a la que sigue el escudo real con su dedicatoria latina) junto a las demás aportaciones iniciales habituales en este tipo de relevantes publicaciones —índice general, oraciones, un canon enigmático, el cortesano texto dirigido a don Felipe III, el retrato del autor y varias poesías que le alaban, un breve texto introductorio y una larga fe de erratas—, y ya entrados en el libro primero, se trata de lo que Cerone denomina “atavíos”. Es decir, unos variados y enjundiosos avisos, documentos y moralidades que, partiendo de por qué escribió este tratado y a quién se dirige su obra, además de descubrir algunos defectos y virtudes necesarias en un trabajo dirigido a formar hombres de bien y no sólo meros técnicos musicales: por ello trata de la docilidad y memoria, partes necesarias para aprender, o explica cómo el deleite, la pereza, el placer y las riquezas son muy enemigas de la virtud... sin olvidar la ecuanimidad al tratar primero de los daños y males causados por el vino para inmediatamente después escribir acerca de cómo el vino es necesario para la sanidad del cuerpo humano. Dedicando además muchas e interesantísimas páginas a hablar de cómo ha de ser el buen maestro, pues no en vano este libro, de impronta pedagógica extraordinaria, será básico en la formación de los maestros de capilla españoles de los siglos xvii y xviii. En suma, sesenta y nueve densos capítulos a lo largo de doscientas dos intensas páginas, en las que se dan los más variados comentarios en torno a las buenas partes que ha de tener un cumplido cantante y un perfecto músico, consideraciones que concluyen moralizantemente, pues es el autor un clérigo muy devoto que vive la eclosión de la Contrarreforma, insistiendo en la cristiana obligación de emplear la música en cosas espirituales y no profanas.
El segundo libro, ya más técnico-musical que pedagógico- edificante como era el primero, se explican unas “curiosidades y antiguallas musicales” para que el entendimiento se deleite: se trata de unas filosóficas reflexiones acerca de lo que es la música y de las diferentes “maneras” de Música y sus divisiones (mundana, humana e instrumental... teórica y práctica...), para pasar seguidamente a “cómo se redujo y puso la Música en arte”. Y a partir de aquí tratar de asuntos entre la teoría y la práctica, caso de las razones por las que no se oye la música celestial, relaciones de la música con los planetas, aspectos etimológicos e históricos de la música, los asombrosos efectos que causaba la música entre los antiguos, y por qué los músicos modernos no son capaces de conseguirlos equivalentes, etc. Sin olvidar a los inventores de algunos instrumentos musicales, tampoco la doctrina de los géneros (diatónico, cromático y enarmónico), ni la de los tonos antiguos y eclesiásticos junto con algunos rudimentos del más veterano canto llano (letras, claves, voces, intervalos) y canto de órgano (figuras y pausas), para concluir tan extensas descripciones, llenas de citas ilustres e ilustrativos ejemplos, con un sentencioso capítulo, el setenta y uno, donde se prueba que ha de ser teórico y práctico el que ha de juzgar rectamente una obra de música. A lo que sigue, hasta la finalización del libro, que sobrepasa las ciento treinta páginas, varios capítulos más dedicados a los intervalos consonantes y disonantes, y sobre las voces, cerrándose el discurso con un impresionante listado de autores que han escrito sobre la música, desde la antigüedad grecolatina hasta su tiempo.
Ya más técnico-práctico que teórico-técnico como el segundo, el tercer libro está consagrado a las reglas más necesarias para la instrucción del canto llano, Gregoriano o Eclesiástico (por decirlo como el propio autor lo enumera). Ricamente ataviado de citas textuales, con sus correspondientes referencias bibliográficas en los marginales, y de numerosos ejemplos musicales, cuadros esquemáticos e ilustraciones diversas (caso, de una bella mano guidoniana), como ya nos regalaba Cerone en los anteriores libros, en este dedicado al canto llano parte de la explicación del sistema del monje Guido de Arezzo, que se llama ahora “solmisación” para distinguirlo del aún actual solfeo tardodieciochesco y decimonónico. Ejemplificando sus deducciones, propiedades y mutanzas, pasa luego al necesario ejercicio de cantar las palabras de los textos litúrgicos, conocer los tonos en que cantan y las entonaciones de los salmos, etc. Muy relacionado con este libro tercero, el cuarto sigue con la instrucción cantollanística concentrándose en el modo de cantar las oraciones, epístolas y evangelios (es decir, no tanto un melódico discurrir de variados intervalos sino la más monótona pero obligadamente inteligible entonación de los textos litúrgicos y de las Escrituras), explicados así a la española como a la romana: viéndose de este modo el conocimiento del bergamasco no sólo del católico rito romano, sino también del hispánico, llamado también toledano por haberse conservado en esa ciudad desde el Medievo y desde allí difundido de nuevo en el Renacimiento gracias al impulso del cardenal Cisneros. El quinto libro continúa esta larga dedicación al canto llano con lo que Cerone denomina otros avisos muy necesarios: desde elementos de una más compleja solmisación, como las disjuntas y conjuntas, a las figuras y compases (del canto llano, lo que no es un error: recuérdese que no era polifonía ni canto mensural, pero los clérigos y cantores no interpretaban entonces ese cotidiano repertorio con el sutil ritmo libre prosódico, que propondrá la reforma historicista decimonónica de Solesmes). Sin olvidar consejos para cantar bien la letra y un amplio esquema de los tonos de canto llano, con sus mistiones, comixtiones, imperfecciones, etc., conforme al repertorio usado en el tiempo.
El sexto libro, que para dar idea de la extensión del trabajo comienza ya en el folio 482, se dedica a las correspondientes primeras lecciones de canto de órgano (es decir, música polifónica, escrita en notación propiamente mensural). Partiendo del pentagrama y siguiendo con las claves y mutanzas, se centra más tarde en los compases, figuras y tiempos, etc., con sus ilustraciones y ejemplos, siguiendo la tónica general de este muy completo trabajo ceroniano. Como ya se vio en el caso del canto llano, el canto de órgano es tratado en varios libros: junto a lo explicado en el sexto e inicial, el séptimo se ocupa de otros “avisos necesarios” y más complejos, como son las ligaduras y las notas coloreadas, signos especiales, síncopas, etc., además del modo de cantar un canon ordinario —no de los llamados enigmáticos, de los que tratará en el último libro— entre otros “avisos muy necesarios para el nuevo cantante”, para cerrar el libro con un artículo muy singular, en donde señala a quiénes se les debe permitir el ejercicio de la música (y, por tanto, a quiénes no se debía enseñar: por ejemplo, a los ocupados en obras manuales y mecánicas, y en general a las mujeres salvo que se fueran a hacer monjas).
Un libro especialmente práctico, que contradice así también las habituales acusaciones de especulativo e inútil dirigidas al trabajo de Cerone, es el octavo, donde se ponen las reglas para cantar glosado y de garganta, acompañadas de numerosos y amplios ejemplos de extraordinario interés para los intérpretes de hoy.
De nuevo regresando a intereses técnico-prácticos más habituales, el libro noveno está dedicado a las reglas necesarias para hacer contrapunto sobre canto llano, mientras que el libro décimo se ocupa de los contrapuntos llamados “artificiosos y doctos que hacerse suelen en los ejercicios musicales como cosa de mucho primor”. Sin abandonar la doctrina del contrapunto, esencial en ese tiempo, en el libro undécimo se trata de los movimientos que hacen las partes pasando desde una especie a otra reguladamente y con buen orden, mientras que en el libro duodécimo entra Cerone en el campo de la “compostura” (lo que hoy se llama académicamente “composición”) con una serie interesantísima de observaciones acerca del tema de la misma, en especial aplicado a motetes y misas, así como otros muchos consejos prácticos para el compositor incluyendo el importantísimo aspecto, tan propio de la visión retórico-musical de ese tiempo, de “cómo imitar con el canto el sentido de la letra”. Otros avisos para que la obra salga “más elegante” son seguidos de unas instrucciones más concretas, conforme se fuese a componer a dos, a tres o a cuatro voces, y según la forma musical elegida: un motete, una misa, salmos, cánticos, himnos y lamentaciones, ricercarios o tientos, madrigales, canzonetas, frótolas y estrambotes. Es decir, uno de los más tempranos y completos estudios de las formas musicales renacentistas que han sido justamente por ello, desde entonces, quizás las páginas más citadas y mejor valoradas por todo tipo de estudiosos de entre el millar largo de folios del impreso ceroniano.
Aún continúa nuestro tratadista con “otras particularidades no menos necesarias y provechosas” en el libro decimotercero, como la discusión ya tradicional sobre si el unísono no es consonancia sino principio de las consonancias, y sobre los demás intervalos, de los sostenidos y bemoles. Trata también de las consonancias, disonancias, buenos y malos usos de las especies, así como de las cláusulas tanto naturales como accidentales, compases y medidas, cerrando este denso y variado libro con un interesante ejemplo del género cromático. No menos necesario es tratar de los cánones, fugas y otros primores del que se denomina contrapunto imitativo, y a ello se dedica el libro decimocuarto, que explica asimismo el complejo contrapunto doblado y triplicado, e incluso del canto cancrizante (es decir, por movimiento retrógrado), habilidades imprescindibles para el buen maestro de capilla del tiempo pero que fue más tarde tomado como ejemplo del gusto artificioso e inútilmente complicado de Cerone.
Un nuevo libro del todo práctico, como era el octavo, es el decimoquinto, donde nos ofrece multitud de ejemplos de movimientos polifónicos estereotipados que Cerone denomina con justeza “de los lugares y pasos comunes, particularmente de las entradas y cláusulas”. En efecto, a lo largo de sesenta páginas se pueden ver decenas de convencionales inicios y cadencias tópicas (que todo compositor puede llamar suyas porque son de todos, dice con didáctico pragmatismo el autor), para todo tipo de composiciones, de modo que usándolas, casi cosiendo unas a otras, cualquiera podría componer una obra polifónica en el estilo común del tiempo: quizás no saldría una creación original y expresiva, pero sí una “compostura” del todo correcta en su factura.
Regresando una vez más al perfil técnico-práctico, más habitual en esta fase avanzada del trabajo de Cerone, el libro decimosexto se consagra a explicar minuciosamente la modalidad polifónica (“tonos de canto de órgano”) como algo derivado de lo cantollanístico pero claramente distinto en su desarrollo musical. Es este libro uno de los que más claramente manifiestan la dependencia de Cerone del tratadista italiano José Zarlino, y no es casual que al final del mismo incluya una tabla en la que al lado del orden de los tonos más frecuente incluye la nueva numeración zarliniana (en la que, significativamente, el modo de do pasa a ocupar el primer puesto).
Casi en la recta final del impreso, el libro decimoséptimo, para satisfacer a los aficionados “a sofistiquerías en música”, explica el antiguo sistema de la notación mensural, es decir, el modo, tiempo y prolación, de lo que denomina “composiciones modales”. Tarea que continúa en el libro decimoctavo, centrado en el llamado “número ternario” y en otras singularidades de la antigua escritura musical —como los puntos de aumentación, perfección, división y alteración—, mientras que el siguiente libro, ya el decimonoveno, se ocupa, para terminar de sentar las bases de ese antiguo sistema, de las proporciones matemático-musicales.
Estas páginas llenas de cuadros y términos aritmético- geométricos son algunas de las más utilizadas para confirmar lo abstruso de su doctrina, cuando en realidad es un obligado recuerdo de la tradición académica de la música entendida como disciplina liberal y parte del quadrivium como arte matemática.
Entre la práctica y la analítica, y aplicando así con suma inteligencia todo lo dicho en los tres libros anteriores, el libro vigésimo está dedicado a comentar una misa de Palestrina, compositor admiradísimo por Cerone, como por la mayor parte de los músicos eclesiásticos de ese tiempo. Se trata de la Misa “L’homme armé”, obra que escoge precisamente porque no es muy interpretada a causa de estar ordenada con diversos tiempos y variedad de proporciones no “de todos los profesores conocidos”.
Habiendo sobrepasado ya ampliamente la mítica cifra del millar de páginas, el libro vigésimo primero se dedica a explicar una rica variedad de temas, desde los instrumentos musicales (órgano, monocordio, clavicémbalo, arpicordio, lira, arpa, laúd, cítara, vihuelas de brazo y de arco, violón) y su temple, hasta los abusos que se dan en los conciertos modernos y la causa por la que no salen con perfección, con diversos consejos para el maestro de capilla. Finalmente, el libro vigésimo segundo, no menos citado para acusar a Cerone de tratadista difícil amigo de complicaciones, explica un tema ciertamente complejo pero necesario en la formación completa de un músico como era saber descifrar, e incluso componer, cánones enigmáticos, incluyendo entre los numerosos ejemplos (algunos de gran vistosidad) aportaciones propias junto a otras de relevantes artistas de ese tiempo. Una amplia tabla de las materias, por capítulos, junto con una fe de erratas añadida que ocupa el folio 1160, concluye este gigantesco tratado.
Al margen de esta sucintamente glosada aportación de su gran impreso, verdaderamente excepcional, resulta en la práctica desconocida la parcela compositiva de su producción, pues sólo puede intuirse hoy su faceta creadora a través de los ya citados casos de algunos de los cánones enigmáticos que se incluyen el libro vigésimo segundo de su Melopeo, puesto que ciertas obras propias que él mismo cita en su tratado, si se hicieron, no nos han llegado, sólo pudiéndose añadir algunas no menos improbadas referencias de celebrados músicos —como el padre Antonio Soler en El Escorial— que aseguraron haber visto obras de Cerone aún hoy ilocalizables.
Admirado con razón en su tiempo y árbitro póstumo (a pesar de no recoger en su primiseiscientista obra testimonio de las vanguardias gesualdianas o monteverdianas de entonces, que se llaman hoy “barrocas”) en algunas de las más significativas polémicas entre tratadistas de los siglos xvii y xviii, y no menos a pesar de lo farragoso de ciertas partes de su texto (lo que ha causado lecturas erróneas, como en el caso de su admiración por el músico Zorita, que la apresurada lectura de ese fragmento ha llevado a entender lo contrario, como si le hubiera acusado de plagiario), Cerone cimentó su prestigio como maestro gracias a sus preocupaciones didácticas, notables y modernas para la época (si bien ello no le salva de la omnipresente misoginia del tiempo). Pero lo que potenció el uso mantenido de su Melopeo y maestro fue su conversión en un auténtico manual básico para alcanzar los codiciados puestos de maestro de capilla u organista, para los que debían superarse con acierto las duras oposiciones musicales convocadas por las catedrales, conventos e iglesias importantes de toda España. Esta pervivencia academicista, entre la mayoría de los músicos profesionales (según acertada glosa de Agustín Iranzo en su Defensa del Arte de la Música, de 1802), y muy especialmente los eclesiásticos, éxito del que dan fe los muchos ejemplares del monumental impreso aún hoy conservados en ese tipo de bibliotecas, fue más tarde objeto de cruel ironía por parte del jesuita expulso Antonio Eximeno. Éste arremetió contra Cerone, conjuntamente con Nassarre, como responsables del retraso de la música en la España de finales del siglo xviii, y de esta ácida visión ilustrada, grotescamente expuesta en la quijotesca novela —Don Lazarillo Vizcardi. Sus investigaciones músicas con ocasión de un magisterio de capilla vacante—, nació la pésima valoración historiográfica de ambos eruditos. Aunque resultase evidente que entre tan insignes tratadistas —notarios de su tiempo, quizás en ciertos aspectos conservadores pero no en verdad reaccionarios— y sus tardíos acérrimos seguidores del alba del ochocientos mediaban demasiadas décadas de distancia como para ser justa esa culpabilidad, sin embargo, el juicio resultaría posteriormente destructivo para su fama y sus obras. Significativamente, no fue la propia época de la crítica visión eximenista, hija del ilustrado espíritu de esos años, la que hizo eficaz la terrible leyenda negra sobre las figuras y trabajos de Cerone y Nassarre: fueron los musicógrafos regeneracionistas de finales del siglo xix y los inicios del xx, en particular Francisco A. Barbieri, primero, y después Felipe Pedrell, quienes, siguiendo con anacrónica injusticia los combativos dictámenes de su admirado Eximeno, condenaron la aportación del músico bergamasco como la del no menos ilustre ciego franciscano.
Efectivamente, un testimonio relevante de cómo la fama positiva de Cerone sobrevivió (con el pleno reconocimiento como autoridad musical que ya se ve, por ejemplo, en El por qué de la música (1672) de Andrés Lorente o en los escritos del citado Pablo Nassarre entre finales del xvii y los inicios del xviii) hasta la difusión de los tardodecimonónicos impresos eximenistas impulsados por Barbieri, puede ser la lectura de un interesante catálogo del librero valenciano Pedro Salvá y Mallén. En una separata dedicada —véase la curiosa mezcla— a los libros de música, baile, juegos de suerte y destreza, incluye entre los muchos y valiosos ejemplares que posee una edición de El Melopeo y maestro. De ella ofrece una reducida reproducción del retrato del autor inserta en ese impreso, así como valiosos comentarios en la línea de considerar la obra de Cerone como uno de los libros más indispensables en toda buena biblioteca musical —como El Amadís de Gaula para una de libros de caballerías o El Quijote en biblioteca de novelistas— y joya codiciada por los colectores de libros de música. Resulta muy significativo considerar cómo en este impreso, fechado en 1872, se dice que la obra de Cerone goza de reputación europea y se la considera una excelente enciclopedia música, incluso destacando que, pese a no ser español el autor, sin embargo se infiere de varias partes de la obra haber sido escrita en Madrid. Alabanzas y reflexiones todas ellas positivas que el librero extiende al glosar el estado de conservación de su ejemplar.
Si Barbieri fue responsable, en 1872, de la primera impresión, para la Sociedad de Bibliófilos, de la citada novela Don Lazarillo de Eximeno (que había quedado manuscrita a la muerte del jesuita), en la que se ridiculizaba a un prototipo de los reaccionarios maestros de capilla, Agapito Quitóles, que se había vuelto loco —como un nuevo don Quijote— a fuerza de leer los tratados de Cerone y de Nassarre, sin duda mucho más influyó que este largo texto (dos volúmenes de cuatrocientas páginas) el hecho de que sus ideas fueran usadas como base para la parte musical incluida por Menéndez y Pelayo en su Historia de las Ideas Estéticas.
Con ello, a la intelectualidad española, y no sólo a la naciente musicología, le sobraron las pruebas para convertir a Cerone y Nassarre en modelos y padres del más feroz conservadurismo musical hispano. En el caso de Cerone se agravaba su presuntamente reaccionaria aportación al tratarse de un extranjero que, además, pensaban que no hablaba demasiado bien de los españoles, como interpreta injustamente el ilustrativo Diccionario de la Música Labor, coeditado por H. Anglés, egregio discípulo de Pedrell. De los citados, seguidos también por el erudito Mitjana, provendrá un permanente vituperio contra Cerone que no concluirá en España hasta el último tercio del pasado siglo xx. Si fue en España de la mano de los estudios de F. J. León Tello —quien no trata directamente a Cerone, pero sí a muchos ceronianos— y sobre todo del trabajo del ya antes citado R. Baselga Esteve, como comenzó la reivindicación de la valía de esta síntesis ceroniana y sus seguidores, en otras naciones el controvertido prestigio de Cerone se fue limpiando (sobre todo de las acusaciones de farragoso e inútil, como aún se afirma en el difundido repertorio de textos compilado por O. Strunk) asimismo muy poco a poco, gracias a pioneros como R. Hannas. Sin embargo, una desprejuiciada valoración de Cerone sólo ha podido iniciarse con la distribución internacional de las ediciones facsímiles de sus dos impresos teóricos. Ellas han permitido en los últimos años una tan justa como creciente presencia de las aportaciones ceronianas, cada vez mejor entendidas y por ello más positivamente valoradas como lo que, en suma, son uno de los mejores testimonios, tanto teóricos como técnicos y prácticos, para conocer a fondo la música europea, y especialmente la española, de los siglos xvi al xviii.
Obras de ~: Le regole piú nesessarie per l’introduttione del canto fermo, Napoli, por G. B. Gargano y L. Nucci, 1609 (ed. facs., con intr. de Bonifacio Baroffio, Pisa, Libreria Musicale Italiana Editrice, 1989); El Melopeo y maestro. Tratado de música teórica y práctica, Nápoles, por J. B. Gargano y L. Nucci, 1613 (ed. facs., con intr. de F. Alberto Gallo, Bolonia, Forni Editore, 1969, 2 vols.).
Bibl.: A. Lorente, El Por qué de la música, Alcalá de Henares, Nicolás de Xamares, 1672 (ed. facs. de José Vicente González Valle, Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 2002); P. Nassarre, Fragmentos Músicos, Zaragoza, Imprenta de Tomás Gaspar, 1683 (segunda edición, impulsada por José de Torres, ampliada con un cuarto tratado: Madrid, Imprenta Real de Música, 1700. Edición facsímil de esta última, con introducción de Álvaro Zaldívar, editada por la Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1988); J. de Guzmán, Curiosidades del canto llano, sacadas de las obras del reverendo D. Pedro Cerone de Bérgamo, Madrid, 1708; P. Nassarre, Escuela Música según la práctica moderna, Zaragoza, Imprentas de los Herederos de Diego de Larumbe y Herederos de Manuel Román, 1724-1723 (2 volúmenes. Edición facsímil, con estudio de L. Siemens, editada por la Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1980); A. Iranzo, Defensa del arte de la Música, Murcia, Oficina de Juan Vicente Teruel, 1802; P. Salvá, Colección de libros de música, baile, juegos de suerte y destreza, de la Biblioteca de Salvá, Valencia, Imprenta de Ferrer de Orga, 1872 (existe edición facsímil editada por las Librerías París-Valencia, Valencia, 1993); A. Eximeno, Don Lazarillo Vizcardi, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1872- 1873 (es edición póstuma del manuscrito que quedó inédito a la muerte del autor, trabajo realizado en dos gruesos volúmenes y con una amplia introducción de F. A. Barbieri); B. Saldoni, Diccionario biográfico-bibliográfico de Efemérides de Músicos Españoles, 4 tomos, Madrid, Imprenta de Pérez Dubrull, 1868- 1881 (existe edición facsímil, en cuatro volúmenes, preparada por Jacinto Torres, con índices completos de personas, materias y obras, realizada por el Centro de Documentación Musical del Ministerio de Cultura, Madrid, 1986); M. Menéndez y Pelayo, Historia de las Ideas estéticas en España, Madrid, 1883 (4.ª ed., dirigida por Rafael de Balbín, Madrid, CSIC, 1974); F. Pedrell, P. Antonio Eximeno. Glosario de la gran remoción de ideas que para mejoramiento de la técnica y estética del arte músico ejerció el insigne jesuita valenciano, Madrid, Unión Musical Española, 1920; R. Mitjana, “La Musique en Espagne”, en A. Lavignac, fund., Encyclopédie de la Musique et Dictionaire du Conservatoire, Paris, Librairie Delagrave, 1920 (existe edición castellana, realizada por Antonio Álvarez Cañibano, para el Centro de Documentación Musical del Ministerio de Educación y Ciencia (MEC), Madrid, 1993); R. H annas, “Cerone’s Philosopher and Teacher”, en Musical Quarterly, XXI (1935), págs. 408-422; “Cerone’s Approach to the Teaching of Counterpoint”, en Papers of the American Musicological Society, 1937, págs. 75-80; M. Querol, “Morales visto por los teóricos españoles”, en Anuario Musical, VIII (1953), págs. 272-300; H. 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Álvaro Zaldívar Gracia