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Antonio Pedro Álvarez Osorio Gómez Dávila y Toledo

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Biografía

Álvarez Osorio Gómez Dávila y Toledo, Antonio Pedro. Marqués de Astorga (X). Madrid, c. 1615 – 27.II.1689. Militar, diplomático y hombre de Estado.

Como primogénito de los terceros marqueses de Velada, Antonio Sancho Dávila Toledo Colonna y Constanza Osorio, al poco de nacer, se le otorgó el marquesado de San Román, título que Felipe III concedió a su padre en 1614 con motivo de su matrimonio y que distinguía en adelante a los herederos de la Casa. Antonio Pedro fue marqués de San Román desde 1614 hasta 1659. El 20 de noviembre de aquel año, la muerte de su tío Álvaro Pérez Osorio, IX marqués de Astorga, sin descendientes directos, le convirtió en flamante titular de la Casa de Osorio.

Finalmente, tras la desaparición de su padre en 1666 fue también marqués de Velada. Fue conde de Trastámara y conde de Santa Marta.

Casó en tres ocasiones, sin lograr descendencia de ninguna de sus esposas. El primer matrimonio tuvo lugar el 24 de febrero de 1634 y fue con su prima hermana Juana María de Velasco y Osorio, III marquesa de Salinas (desde 1630). Ella aportó una dote de veinte mil ducados. Falleció de tabardillo el 11 de octubre de 1634. Esta dama era hija de Luis de Velasco e Ibarra, II marqués de Salinas de Río Pisuerga, y de Ana Osorio y Manrique, hermana de la III marquesa de Velada, Constanza Osorio, madre de Pedro Antonio. Matrimonió por segunda vez, en esta ocasión, con Ana María de Guzmán, condesa de Saltes; y la tercera y última con María Pimentel, hija de los condes-duques de Benavente.

Los hermanos del marqués de Astorga fueron: Bernardino Dávila, capitán de la Guardia Española, que casó con su cuñada, Luisa Antonia de Velasco y Osorio, IV marquesa de Salinas, desde 1634 en que su cedió a su hermana mayor. Sobrevivió a su esposa y falleció sin sucesión como marqués viudo de Salinas.

A la marquesa le había sucedido, como quinta titular del marquesado de Salinas, su hermana Mariana de Velasco y Osorio. Fernando Dávila que casó con María Pacheco, hija de los condes de Añover, también murió sin descendencia. Y por último, Ana Dávila y Osorio, casada con Manuel Luis de Guzmán y Manrique de Zúñiga, IV marqués de Villamanrique y conde de Nieva y Saltes. A la muerte de sus hermanos recayeron todos los títulos de la Casa en Ana, que fueron entre otros, el de XI marquesa de Astorga, V de Velada y III de San Román.

La vida de Antonio transcurrió durante los reinados de Felipe IV y Carlos II, aunque su madurez política la alcanzó mediado el seiscientos. Desde su juventud se había formado en la Casa del Rey y, puesto que por tradición muchos de los miembros de su familia habían servido en la Corte en oficios palatinos, se le concedió llave de gentilhombre de cámara de Felipe IV. Posteriormente lo sería también de Carlos II, exhibiendo en sus numerosos retratos la llave dorada que le identificaba como tal. Su brillante cursus honorum, digno sucesor de su padre y de su abuelo, lo compendió el familiar del Santo Oficio Pedro de Avilés en sus Advertencias de vn político a sv Príncipe, observadas en el feliz gobierno del Excelentísimo señor D. Antonio Pedro Álvarez Osorio Gómez Dávila y Toledo, marqués de Astorga, virrey y capitán general del Reyno de Nápoles (Nápoles, 1673), que dedica al sobrino Antonio de Guzmán. Al final del libro, como celebrado epílogo, el autor acude a enumerar las empresas en las que se distinguió con valor y sabiduría Antonio Pedro. Así, confirma que en 1642 fue nombrado capitán del Regimiento del Príncipe Baltasar Carlos cuando Felipe IV acudió al socorro de Cataluña.

Poco tiempo después, según relata el mismo Pedro de Avilés, “se siguió nombrarle Embaxador extraordinario de los príncipes, y Repúblicas de Italia con asistencia en Génoua, doblado el sueldo, y gastos secretos, que sus antecesores, y crecidas prerrogatiuas, y por motiuos, que tubo Su Majestad le mandó suspender el viaje, haciéndole merced de que goçase el sueldo en Madrid asta que se le mandasse partir, o se le ocupase”. Finalmente fue nombrado gobernador y capitán general de Orán, donde sirvió por espacio de ocho años, “y hiço tan releuantes seruiçios como son notorios, y especialmente el de hauer dado 96 rotas al enemigo, y auer aprisionado en ellas 11 mil moros y muerto 13 mil, dejando aquellos cargos a su subcessor con ducientos mil alarbes a la obediencia de Su Majestad”. Continúa Avilés, “passó de allí por Virrey y Capitán General del Reyno de Nauarra, y a breues días se seruió Su Majestad de agregarle la de Capitán General de la Prouincia de Guipúzcoa y Esquadra Naual del Norte, en cuya ocasión le honró Su Majestad con dos plenipotencias para ajustar los cauos, que quedaron pendientes de la paz de Fuenterrabía”.

En 1664, Felipe IV honró al marqués de Astorga, nombrándole virrey y capitán general del reino de Valencia, donde “ajustó las diferencias de la Ciudad con las villas de su contribución, y la total estirparzión de vandidos”. En Valencia permaneció por un mandato de cuatro años, los estipulados para el cargo.

Dejó el virreinato por la embajada española en Roma, para la que fue designado en 1667, ocupando la sede un mes antes del óbito del papa Alejandro VII. Su labor diplomática se centró en conseguir una elección favorable a los intereses españoles. La elección de Giulio Rospigliosi como Clemente IX fue acogida en Madrid como un triunfo, aunque así también lo entendiera París. Como recompensa a sus esfuerzos, la reina gobernadora Mariana de Austria le franqueó la entrada en el Consejo de Estado en 1669, aunque no llegó a tomar posesión del rango de consejero hasta un lustro más tarde. Al marqués le sorprendió en breve tiempo la repentina muerte del sucesor de Pedro, apenas transcurridos dos años desde el comienzo de su pontificado.

Durante su embajada tuvo que lidiar con el delicado asunto que representó la llegada a Roma del desterrado Juan Everardo Nithard, antiguo privado de Mariana de Austria. Éste había llegado a la ciudad del Tíber expulsado de España por orden de Juan José de Austria, quien se había hecho cargo de la regencia.

Allí Astorga presionó hasta conseguir apartarle al convento jesuita de Tívoli. Ésta fue una de tantas ocasiones en las que pudo lucirse ante la Corte; sin embargo, otras dieron lugar a discrepancias. De hecho, su misión diplomática fue muy polémica y durante el tiempo que presidió la legación el marqués recibió críticas muy severas desde Madrid por su actuación, a menudo caprichosa.

El marqués de Villa-Urrutia, uno de los historiadores más críticos con su responsabilidad diplomática, le describe en El Palacio Barberini como “escaso de entendimiento y de voluntad, y tan excesivamente perezoso, que no solía escribir a su Gobierno más que en un breve despacho semanal”. Según parece, y no era un rumor infundado, Astorga era muy aficionado a la belleza femenina, quizá en exceso, y muchas damas y otras que no eran tales acudían a la sede diplomática con inaudita frecuencia. Según afirma Villa-Urrutia, la reina Cristina de Suecia —retirada en Roma tras su abdicación— llegó a tildarle de “necio contemplativo”.

Durante su embajada fue muy criticado, tanto desde Madrid como en Roma, por su excesivo intervencionismo —llegando incluso a prohibírsele por orden real que hiciera partícipe de los asuntos de estado a su confesor el jesuita González—, por la áspera conducta que exhibía con ciertos cardenales papables y por sus intrigas. La propia reina regente, Mariana de Austria, llegó a amonestarle por haber incumplido sus instrucciones respecto a la neutralidad e indiferencia con la que debía gobernarse en la embajada. La elección del cardenal Emilio Altieri, de quien Astorga tenía muy buena opinión, como Clemente X cogió desprevenido al marqués, que se enteró de la misma dos horas más tarde. Comoquiera que lo consideró un triunfo personal, Astorga se arrogó el éxito diplomático ante la Reina, pese a que Francia hiciera lo propio. Satisfecha debió quedar Mariana al premiar a Antonio con el preciado virreinato de Nápoles. Según cuenta Pedro de Avilés, en sus Advertencias, la Reina antes de partir le honró con “otra plenipotencia para tratar y concluir en Roma lo que después se efectuó en Aquisgrán”. En Nápoles Astorga permaneció entre 1672 y 1675. De allí se trajo algunos cuadros de calidad que regaló a Carlos II y que se entregaron al monasterio de San Lorenzo de El Escorial para su ornato.

A su regreso comenzó a participar como consejero de Estado de las principales cuestiones de relevancia.

Su relación con el entonces valido de la reina Mariana, Fernando Valenzuela, marqués de Villasierra, le valió el desprecio de la mayoría de los grandes y títulos de Castilla que habían abandonado la Corte descontentos con la elección regia. Permaneció en palacio, junto al almirante y al condestable de Castilla, mayordomo mayor y caballerizo mayor del Rey, respectivamente, y al marqués de Mondéjar, acompañando a Carlos II en varias celebraciones. Al marqués de Astorga se le llegó a llamar despectivamente Juan Rana, alias de Cosme Pérez, celebrado comediante, protegido de la Familia Real. Tras la caída en desgracia de Villasierra, y quizás por ser fácil de acomodar, se avino bien con Juan José de Austria, durante su breve gobierno. Lo mismo volvió a hacer cuando su sobrino el duque de Medinaceli, Juan Tomás de la Cerda, asumió el poder como primer ministro.

Como miembro del Consejo de Estado, desde 1669, tomó parte activa en las numerosas sesiones que desde 1676 se convocaron para hallar esposa al Rey, encargo personal de Mariana de Austria. Astorga fue partidario, como el condestable y el almirante de Castilla, el duque de Osuna y el conde de Villahumbrosa, de la elección de la archiduquesa María Antonia de Austria, nieta de la reina viuda. Sin embargo, terminó por descartarse a la candidata por la abrumadora diferencia de edad entre los contrayentes. Finalmente, y tras desestimarse otras posibilidades, en la sesión de 11 de enero de 1679, el Consejo, con voto unánime, eligió a la princesa María Luisa de Orleans como futura Soberana.

La organización de la Casa de la flamante Reina provocó gran expectativa, pues eran muchos los aristócratas que ambicionaban un oficio significado en ella. De entre todos fue Astorga el mayor beneficiado al recaer en él la mayordomía mayor. La célebre madame D’Aulnoy en su Relación del viaje a España (1679), escrita a propósito de la llegada a España de la reina María Luisa de Orleans, afirmaba que Juan José de Austria tuvo la intención original de hacer recaer el principal oficio de la Casa en Vincenzo Gonzaga, aunque finalmente prefiriese a Astorga por las inmensas riquezas que dice trajo de Nápoles y que le ofreció obsequioso. Sea como fuere, Astorga fue designado para tan alta dignidad con la aprobación de la reina Mariana. A tal fin se preparó para recibir a la Reina marchando hacia la frontera francesa con impresionante comitiva. La entrega de María Luisa de Orleans a Astorga tuvo lugar en San Juan de Luz, el 3 de noviembre de 1679. El marqués de Villars, embajador de Luis XIV, que acompañaba a la flamante Reina de España, dejó testimonio de la opinión que le mereció Astorga, sin duda desfavorable, al tacharle de “hombre de capacidad ordinaria”. Durante las jornadas posteriores a la llegada a España de María Luisa de Orleans un asunto de precedencias enfrentó a Astorga con el duque de Osuna, caballerizo mayor de la Reina, cuando ésta se disponía a pasear a caballo. La ocasión, sin duda agria, de la que se apresuró Astorga a informar a Carlos II, provocó el destierro de Osuna y el cese inmediato en su oficio. Fue, quizá, la mejor confirmación de la notable autoridad alcanzada con su nueva responsabilidad.

La perspicaz cronista francesa, hábil observadora, no descuidó la amistad con Astorga, a quien parece llegó a conocer hasta el punto de ofrecer unos acerados comentarios. Afirmaba madame D’Aulnoy que el marqués de Astorga gustaba de llevar unos grandes anteojos y que incluso había ordenado ponérselos a un busto de mármol que le hicieron durante su virreinato en Nápoles. La dama aseguraba que el marqués lucía grandes gafas “no sólo por la gravedad, sino porque es viejo y tiene necesidad de ellas”. Símbolo de inteligencia y distinción en aquel entonces, Astorga se había hecho retratar siempre con ellas. Así aparece en varios retratos, en sus numerosas modalidades, lienzo, grabado y medalla. Curiosamente su padre, el III marqués de Velada, también los lució gran parte de su vida y, al igual que su hijo, los porta con elegancia en un retrato ecuestre en el que aparece como maestre de campo general en Flandes, aferrada en su mano derecha la bengala de jefe militar.

El retrato, sin duda exagerado, que ofrece de Antonio la baronesa D’Aulnoy contribuye a evocar la imagen más tragicómica del barroquismo hispano: “El Marqués de Astorga, de la Casa de Osorio, había sido uno de los hombres más galanes que soñarse puede, y no obstante sus sesenta y ocho años cumplidos, lo seguía siendo. De carácter alegre, hablaba mucho y muy bien de todo, y era gran chambelán [mayordomo mayor] de la joven reina. Su mujer, que sentía celos furiosos de una joven de admirable belleza, de la que estaba enamoradísimo, acudió a casa de su rival muy bien acompañada y después de haberla matado, le arrancó el corazón, con el que mandó hacer un estofado.

Después de habérselo hecho comer a su marido, le preguntó si le había parecido bueno, y como él contestase afirmativamente, dijo: No me extraña, es el corazón de la mujer que tanto has querido. Y a renglón seguido sacó la ensangrentada cabeza que tenía oculta y la hizo rodar por encima de la mesa en que estaba sentado con varios amigos. Fácil es comprender lo que fue de tan funesta mujer y lo que siguió a escena tan terrible. La esposa del Marqués se encerró en un convento, donde enloqueció de celos y de rabia, y no volvió a salir de él. La desesperación del Marqués fue tan grande que se temió por su vida. Su fortuna era inmensa”.

Astorga desempeñó su responsabilidad como mayordomo mayor hasta la muerte de la Reina, acaecida el 12 de febrero de 1689. Apenas dos semanas sobrevivió a su Soberana, pues le sobrevino la muerte en Madrid el 27 del mismo mes.

 

Bibl.: P. de Avilés, Advertencias de vn político a sv Príncipe, observadas en el feliz gobierno del Excelentísimo señor D. Antonio Pedro Álvarez Osorio Gómez Dávila y Toledo, marqués de Astorga, virrey y capitán general del Reyno de Nápoles, Nápoles, 1673; J. de Barrionuevo, Avisos (1654-1658) y apéndice anónimo de 1660 a 1664, ed. de Antonio Paz y Meliá, Madrid, Imprenta y Fundición M. Tello, 1892-1894, 4 vols.; W. Ramírez de Villaurrutia y Villaurrutia, marqués de Villa- Urrutia, El Palacio Barberini. Recuerdos de España en Roma, Madrid, Francisco Beltrán, 1919; F. Ruiz de Arana Osorio de Moscoso, marqués de Velada, Noticias y documentos de algunos Dávila, señores y marqueses de Velada, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1923; L. Pfandl, Carlos II, Madrid, Afrodisio Aguado, 1947; G. Maura Gamazo, conde de la Mortera, Vida y reinado de Carlos II, pról. de P. Gimferrer, Madrid, Aguilar, 1990; J. Gascón de Torquemada, Gaçeta y nuevas de la corte de España desde el año 1600 en adelante, ed. de A. de Ceballos- Escalera y Gila, marqués de la Floresta, Madrid, Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, 1991; L. Fornari Schianchi (ed.), Galleria Nazionale di Parma. Catalogo delle opere. Il Seicento, Milán, Franco Maria Ricci, 1999; J. García Mercadal (ed. y trad.), Viajes de extranjeros por España y Portugal desde los tiempos más remotos hasta comienzos del siglo xx, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1999; A. Álvarez-Ossorio Alvariño, “Ceremonial de la majestad y protesta aristocrática. La Capilla Real en la corte de Carlos II”, en J. J. Carreras y B. J. García García (eds.), La Capilla Real de los Austrias. Música y ritual de corte en la Europa moderna, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2001, págs. 345-410; A. Anselmi, Il Palazzo dell’Ambasciata di Spagna presso la Santa Sede, Roma, Edizioni de Luca, 2001.

 

Santiago Martínez Hernández

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